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MARCIÓN DE SÍNOPE Y EL DIOS BUENO
ОглавлениеMarción de Sínope era naúklēros, término con el que se designaba al empresario que se dedicaba al transporte naval, ya lo hiciese con barcos propios o con barcos ajenos. El naúklēros solo se dedicaba al transporte de mercancías. Al que transportaba personas, y con barcos ajenos, se le llamaba émporos, y si lo hacía con barcos propios, prēktr. Pero en todo caso ha quedado constancia de que Marción, con su negocio de transporte, se había hecho rico.
Marción llegó desde su tierra natal Sínope —a orillas del mar Negro— a Roma entre los años 135 y 140; no se sabe exactamente, pero en todo caso gobernaba la Iglesia el papa Higinio. Sí se sabe que llegó a Roma con un capital entonces abultado, que llegaría a los 200 000 sestercios, con el que favoreció a la Iglesia. Varios años después, en el año 144, rompió con la Iglesia, y la comunidad formada por sus seguidores —los marcionitas— empezó a tener una estructura y una organización tan firmes que hizo temblar a la naciente Iglesia de Roma, todavía sin institucionalizar. A ello contribuyó que numerosos obispos y sacerdotes pasaran a la Iglesia marcionita. Marción no era un gran teólogo, pero era un buen empresario, y por eso supo organizar pronto y bien su Iglesia. San Optato de Milevi dice de Marción que «de obispo pasó a ser un apóstata»; pero san Optato escribe en el siglo IV, dos siglos después de su muerte. Sigue en duda que Marción llegara a ser obispo, aunque resulta extraño que un simple laico atrajera a su Iglesia a obispos, por seductora que fuera su doctrina. Una vez organizada su Iglesia no hay ya rastro de Marción, aunque sí de sus ideas, que se extendieron hacia el oeste del Imperio, hasta llegar a Siria y Armenia varios siglos después.
No ha quedado ninguna obra de Marción. Conocemos su doctrina a través de sus detractores. Consta que su obra principal se titulaba Antítesis. Dos teólogos alemanes, Theodor Zahn a finales el siglo XIX y Ulrich Schmid a finales del XX, han logrado reconstruir muchas de esas antítesis o contradicciones advertidas por Marción entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, que estarían probablemente escritas en dos columnas enfrentadas para demostrar con más claridad tales contradicciones.
Pero resulta prematuro hablar de Nuevo Testamento. En el primer siglo de nuestra era no estaba fijada la segunda parte de la Biblia cristiana. Los textos auténticos y los textos apócrifos estaban aún sin diferenciar. Marción se anticipó a la Iglesia de Roma e hizo su propio Nuevo Testamento. Agrupó el Evangelio de san Lucas —empezando, no por su comienzo, sino por el capítulo 4, versículo 31— y diez de las cartas de san Pablo. La palabra evangelio fue probablemente Marción quien la utilizó por primera vez.
Las ideas de Marción eran muy claras —y en algún punto contradictorias porque, como se ha dicho, no era un gran teólogo—: hay dos dioses, el Dios del Antiguo Testamento —Yahvé—, justiciero, iracundo, castigador, y el Dios del Nuevo Testamento, bueno, misericordioso, perdonador. El Dios malo (como él mismo le llama) es el creador del mundo, el que rige la materia. El Dios bueno es el que domina el mundo invisible, el mundo del espíritu. El Dios bueno envió a Cristo para enseñar al hombre a escapar del mundo corrompido de la materia, y a la vez para liberarle del Dios malo. Cristo no era el Mesías anunciado por los profetas del Antiguo Testamento, sino el creador de una religión nueva, que nada tenía que ver con el judaísmo y su religión. Con estas ideas, Marción contribuyó a que el cristianismo rompiera con el judaísmo, en una época —el siglo II— en que la relación entre judaísmo y cristianismo no estaba aún clara.
El Dios del Antiguo Testamento y el Dios del Nuevo no pueden ser el mismo, dice Marción: no puede ser el mismo un Dios que destruye a la humanidad a través de un diluvio, y un Dios que acoge y abraza al hijo pródigo.
El núcleo de la doctrina de Marción es la distinción radical entre la Ley y la gracia. El mundo antiguo estaba regido por la Ley, obra del Dios malo; el mundo nuevo lo abre Cristo, elevándolo mediante la gracia. Marción parte de una frase de la epístola a los Gálatas (1,9): «La salvación no proviene de la Ley, sino de la fe en Jesucristo».
Marción hizo un esfuerzo por separar el cristianismo de las impurezas ritualistas y normativistas de la Ley veterotestamentaria. Quiso romper toda continuidad entre judaísmo y cristianismo. Cristo había revelado una religión absolutamente espiritual.
Su radical rechazo de la materia —obra del Dios malo— tenía consecuencias diversas: Cristo no pudo tener cuerpo real, tuvo solo hominis forma. Por eso Marción se ve obligado a prescindir de los tres primeros capítulos del Evangelio de san Lucas: Cristo no fue alumbrado, ni tuvo infancia, sino que fue siempre adulto. La fórmula de la consagración —hoc est enim corpus meum— la convirtió en hoc est enim figura corporis mei. Por otro lado, la resurrección de la carne, que suponía la prolongación de la materia, no tenía sentido; solo resucitaba el alma. Tampoco resultaban admisibles el matrimonio ni, en general, las relaciones sexuales, porque aumentaban el número de cuerpos y con ello multiplicaban la materia.
A Marción le preocupaba dejar claro que el Dios de los cristianos era el Dios bueno, pacífico y manso. Y que la conducta de sus seguidores debía ser igualmente buena, pacífica y mansa. Marción no llegó a conocer al emperador Constantino ni su alianza de la Iglesia con el poder, ni otras alianzas de la Iglesia con el poder que se producirían en los siglos posteriores. Ni conoció una Iglesia con territorio y con ejército. Ni conoció las cruzadas. Todo eso le hubiera resultado escandaloso.
La vitalidad y pujanza del marcionismo hizo que la Iglesia de Roma se apresurara a configurar el contenido del Nuevo Testamento, a formular el credo o Símbolo de los Apóstoles, a valorar las cartas de san Pablo y a desvincularse del judaísmo.
La crítica de Tertuliano en el Adversus Marcionem se centra, naturalmente, en combatir la dualidad de dioses y proclamar la unicidad de Dios. Pero al propio Tertuliano le cuesta conjugar la conducta severamente punitiva del Dios veterotestamentario y la conducta infinitamente misericordiosa del Dios neotestamentario. «El amor de Dios le hace violento», escribe Tertuliano con una frase que crea más confusión que claridad. También le preocupa la condición de phantasma (la expresión es de Tertuliano) que Marción atribuye a Cristo. El phantasma no es ni humano ni divino. El Cristo de Marción, escribe Tertuliano, «es carne sin ser carne, hombre sin ser hombre, dios sin ser dios». En los primeros tiempos del cristianismo era urgente cerrar el camino a esta configuración de Cristo. Tertuliano se esfuerza por demostrar que la redención del hombre implica, por necesidad, la condición también humana del Dios Hijo. Ese era, ciertamente uno de los puntos débiles de la teología de Marción: un phantasma no podía haber sufrido en la cruz.