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PELAGIO LE ESCRIBE A LA NIÑA DEMETRIA

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No sabemos siquiera su verdadero nombre. Por alguna razón le llamaban Pelagio, quizá porque había nacido junto al mar, en Bretaña o en Irlanda, y porque era, como el mar, impetuoso y enérgico. Pelagio tenía gran estatura e impresionaba por su personalidad desbordante. Se sabe que estuvo en Roma, luego en Palestina, después viajó a África, donde buscó a san Agustín para discutir con él —le buscó en Hipona y en Cartago—, y después viajó a Jerusalén y a Turquía, y acabó en Egipto. En todas partes estudió y polemizó con los pensadores de más fama.

A Roma llegó muy joven, con poco más de veinte años. Pelagio resistió sin esfuerzo la seductora opulencia de las familias que visitaba, la atracción de las mujeres que le incitaban desde la calle, la tentación de dar paseos ociosos por las avenidas y los parques de la hermosa ciudad. Solo le interesó estudiar y discutir con los sabios las firmes convicciones que iba poco a poco adquiriendo. En Roma encontró el ambiente propicio para su ambición intelectual y se quedó allí durante veinticinco años. Pelagio fue siempre un interlocutor amable pero firme. La insolencia de que un laico se atreviera a discutir sobre las cosas de Dios se la perdonaron los teólogos por su trato delicado y respetuoso.

Pelagio, alegre y vitalista, no podía concebir que el hombre naciera lastrado con la limitación del pecado original. No, el pecado original lo cometió Adán y ya recibió su castigo. Con el abrazo amoroso de la procreación cada pareja no puede transmitir pecado alguno. «¿Cómo puede un niño que viene al mundo hoy tener, a los ojos de Dios Todopoderoso, la carga de una falta que no ha cometido?», pregunta.

Cada niño nace libre, y será responsable, cuando sea hombre, y hasta el día de su muerte, de su propia conducta. «¿Que la carne es débil?… ¡Qué absurda ceguera!», escribió. «¿Puede el hombre vivir sin pecado? Sin ninguna duda, si él lo quiere».

San Agustín, que ha caído en casi todas las tentaciones imaginables durante su juventud, considera que solo la gracia de Dios puede sacar al hombre de la bajeza a la que naturalmente se encuentra inclinado. Los padres transmiten a los hijos su propia bajeza innata, y por eso los niños que mueren sin bautismo van al infierno. Pelagio se irrita ante esa visión descorazonada del hombre. No, Dios ha hecho al ser humano capaz de decidir entre el bien y el mal, y de obrar en consecuencia. No está naturalmente inclinado al mal, está simplemente situado ante una disyuntiva: actuar bien o actuar mal.

No sabemos si Nietzsche leyó a Pelagio, pero su idea del superhombre arranca del pensador de la Antigüedad. Para Pelagio, el hombre lo puede todo por sí mismo. No necesita la gracia de Dios. El hombre es libre y, en su libertad, el hombre puede desarrollar todo el poder de su voluntad. Él mismo lo demostraba, sin alardear de ello, con su conducta intachable.

Solo dos palabras, libre albedrío, serán en adelante motivo de furiosas discusiones. Los términos de la controversia están muy claros. Para quienes defienden el libre albedrío —Pelagio y los seguidores que muy pronto le secundan—, el hombre puede hacer el bien por sí mismo, por sí solo; quienes se oponen —la legión de teólogos de la Iglesia— dirán que solo la gracia de Dios permite al hombre hacer el bien. Pero Pelagio les pone ante la vista la contradicción en que incurren: si solo la gracia permite hacer obras buenas, ¿qué le queda al hombre por hacer por sí mismo, por sus propios méritos? El hombre no tendría libertad para hacer el bien o el mal, solo podría hacer el bien si recibe el impulso exterior de la gracia. La respuesta de los teólogos es sutil, demasiado sutil: por sí solo, el hombre puede evitar el mal; con la ayuda de la gracia, puede hacer el bien.

Pelagio fue a Hipona para discutir en persona con Agustín. Pero no consiguió encontrarle por ningún lado. En esos días Agustín estaba de viaje. Los dos grandes pensadores no llegan a conocerse. Se intercambian algunas cartas, más cálidas las de Pelagio, más secas las de Agustín: un laico que se dedicaba a elucubraciones teológicas no le parecía un interlocutor serio. Negar el pecado original le resultaba además una idea demasiado tosca. ¿Para qué servía entonces el bautismo? ¿Para qué había sido necesaria la redención? Pelagio es, para Agustín, algo muy simple: un insolente. Un hombre que se alza frente a Dios.

Pero, en el fondo, los teólogos y el propio papa Inocencio tienen sus dudas. Pelagio no es ningún insolente, sino un laico profundamente religioso y un polemista de la mejor buena fe. Quienes intentan su excomunión no lo consiguen. Después de muchos intentos, cada vez más enérgicos, logran al fin que en el año 417 —cuando Pelagio, cuya fecha de nacimiento no se sabe exactamente, tendría unos sesenta y cinco años— se le expulse de la Iglesia. Pero el sucesor del papa Inocencio I, el papa Zósimo, vuelve a acogerle. Sin embargo, las acusaciones arrecian y Pelagio queda definitivamente excomulgado.

En el fondo de la discusión entre Pelagio y Agustín se enfrentaban dos personalidades completamente dispares. Pelagio fue un hombre de una pieza, con lo bueno y con lo malo que eso puede llevar consigo. Su conducta moral fue siempre la misma. Su firme voluntad le mantuvo siempre a salvo. Agustín conoció todas las bajezas y luego las mayores alturas. Por su propia experiencia, Agustín confió poco en el hombre, en su naturaleza y en sus fuerzas. Para el santo de Hipona, el libre albedrío es poco fiable; solo la gracia es firme. Pelagio, por el contrario, creía en el hombre, en la fuerza de su voluntad: «El hombre es siempre capaz de pecar o no pecar —escribió—, por lo que creemos firmemente en el libre albedrío. El libre albedrío consiste en la posibilidad de cometer pecado o abstenerse de él».

No había sido excomulgado aún, y corría el año 413, cuando Pelagio dirigió una carta a la niña Demetria, que estaba saliendo de la pubertad para entrar en la juventud. Fueron su madre, Juliana, y su abuela, Proba, nobles romanas, quienes pidieron a Pelagio que escribiera unas sencillas reglas de conducta que orientaran a la niña Demetria en su propósito de llevar una vida cristiana. Pelagio, fiel a su modo habitual de escribir, va haciendo afirmaciones claras y rotundas, y luego dedica unos cuantos párrafos de explicación a cada una.

En una época en que el mundo era visto como enemigo del alma, y los hombres y las mujeres huían al desierto, Pelagio hace un apasionado canto al mundo: «No hay nada más horrible que rehusar todo lo que Dios ha creado para nosotros, sus maravillas y sus riquezas. Esto sería no tener sensibilidad en la vista, en el oído, en el olfato, en el tacto y en el gusto». A continuación expresa su confianza en el ser humano: «Debemos creer en nuestra propia fuerza, y conocer y utilizar nuestras propias aptitudes, que son inmensas». En esta y en otras frases se ve que la distancia entre Pelagio y Agustín no es tan grande. Dios ha puesto en el alma unas aptitudes que luego cada cual tiene que hacer fecundas. La obra de Dios se conjuga con el libre albedrío de los hombres.

Sin embargo, cuando Agustín conoció la carta que Pelagio escribió a Demetria, estalló de indignación. El hereje estaba corrompiendo a una criatura inocente. Él mismo escribió una carta a la madre para alertarla, una carta tan iracunda que irritó a toda la familia.

Y el debate continúa y continuará siempre. ¿Libertad o gracia? Un debate estéril si una u otra posición se mantiene desde los extremos. Pero siempre suscitará simpatía este hereje corpulento y delicado que lo último que quería era enfrentarse a sus semejantes, a los que admiraba fieramente.

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