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3. La «Apología» .

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3.1. EL PROCESO . — Esta obra apuleyana es el único discurso jurídico de toda la latinidad imperial que ha llegado hasta nosotros. Se trata de la autodefensa de Apuleyo, que fue acusado de magia por los parientes de su esposa, tal como se apuntó en las notas biográficas.

El proceso, según puede deducirse de la propia Apología (capít. 85), tuvo lugar en el reinado de Antonino, es decir, entre los años 148 y 161. Era entonces procónsul de África Claudio Máximo, que a la sazón se había desplazado a Sabrata, ciudad situada a unas cincuenta millas de Oea, para presidir en esta ciudad su conuentus 20 . En esta ciudad se entabló, casi de improviso, el proceso contra Apuleyo, ante un tribunal presidido por el propio procónsul, asistido por un consilium consularium uirorum . Claudio Máximo había sucedido a Loliano Avito, cónsul en 144. Como en esta época transcurrían generalmente de diez a trece años entre el desempeño del consulado en Roma y el del proconsulado en Asia o África, se puede admitir que Loliano Avito fue procónsul de África en 157/8, y que al año siguiente tuvo lugar el proceso de Apuleyo 21 .

¿Cuáles eran los fundamentos de la acusación? Adam Abt 22 subraya el hecho de que Apuleyo, acusado de haber recurrido a filtros mágicos (pocula amatoria ) para seducir a Pudentila, se autocalifica de ueneficii reus; añade Abt que el empleo de tales pocula amatoria era castigado con la muerte por la lex Cornelia de sicariis et ueneficis .

Ahora bien, los dos únicos pasajes de la Apología (32, 8; 41, 6) en que Apuleyo alude a una acusación de envenenamiento excluyen tal hipótesis. Además, en otro pasaje (26, 8) Apuleyo distingue claramente su condición de reo de magia (magus ) de la de un envenenador (uenenarius ), un asesino (sicarius ) o un ladrón (fur ), es decir, de la de los tres principales tipos de delincuentes que incurrían bajo la sanción de la lex Cornelia , que, en un principio, castigaba los delitos contra la propiedad y la vida humana y, en la época imperial, los tipificados bajo la denominación genérica de crimina magiae; estos delitos caían bajo la lex Iulia maiestatis , cuando afectaban a personas de la familia imperial u obedecían a razones políticas.

Todo hace suponer, pues, que Apuleyo compareció ante el tribunal del procónsul como reo de magia y no de envenenamiento.

Varios eran los cargos formulados contra él.

En primer lugar, sus adversarios lo presentan como un filósofo apuesto y elocuente, movidos por el afán de suscitar la animosidad del juez contra el poder de seducción del reo, propenso a la vida frívola y ajeno a la austeridad propia de un filósofo platónico, como él se autocalificaba. Apuleyo, tras demostrar que la belleza física es compatible con la filosofía, lamenta irónicamente no poseer las altas dotes que se le atribuyen.

Le imputan también el haber enviado a un tal Calpurniano, que había denunciado tamaño delito, un dentífrico elaborado con aromas de Arabia, acompañado su obsequio de un breve poema. Mi única falta, contesta Apuleyo, es el haber malgastado en un tipo como Calpurniano un dentífrico tan valioso.

El acusado, añaden, ha dedicado versos lascivos y amatorios a dos muchachos, designando a éstos con nombres supuestos. Apuleyo aprovecha esta oportunidad para enumerar a muchos hombres sabios de Grecia y Roma que dedicaron poemas de este género a las personas amadas ocultando, por delicadeza, sus verdaderos nombres.

Apuleyo, dicen sus adversarios, a pesar de su profesión de filósofo, posee un espejo. Respuesta: un hombre debe conocer su propia imagen y un filósofo puede, gracias a un espejo, estudiar el fenómeno de la reflexión de la luz.

Apuleyo, añaden, llegó a Oea con un solo esclavo; luego, en la misma ciudad, manumitió a tres el mismo día. El acusado se limita a negar tan absurdo cargo y se explaya, en cambio, en un amplio elogio filosófico de la pobreza 23 .

Tras estas acusaciones pueriles se formulan contra él otros cargos más graves:

1.°) El reo había contratado los servicios de unos pescadores, para que le procurasen los frutos de mar necesarios para elaborar sus filtros mágicos: un pez venenoso, denominado lepus marinus, y otros frutos de mar cuyos nombres designaban a la vez los órganos genitales de ambos sexos. Apuleyo alega en su defensa que la disección de tales animales marinos era precisa para sus investigaciones de ciencias naturales. Sólo una interpretación malévola, añade, puede relacionar estos estudios con la magia, ya que los peces carecen de virtudes mágicas y la simple semejanza de nombres no presupone relación alguna entre las diversas cosas que designan. Finge, pues, ignorar que los peces estaban consagrados a Afrodita, diosa de la belleza y madre de Cupido, y a Hécate, diosa de la magia, y que con algunas infusiones de peces se preparaban ciertos afrodisíacos. Además, la magia, en ausencia del objeto real, suele operar sobre otro que ofrezca alguna analogía de forma o de nombre. Sus argumentos no son, pues, demasiado convincentes 24 .

2.°) En un lugar secreto, presidido por un pequeño altar y una lucerna, ante unos cuantos testigos, Apuleyo había hecho caer al suelo a un esclavillo, sin que éste tuviera conciencia de ello. También había sido víctima de sus experimentos mágicos una mujer de condición libre. Para refutar ambos cargos, Apuleyo alega que el esclavillo y la mujer en cuestión eran enfermos epilépticos. Acusa a sus adversarios de mala fe, por haber renunciado a interrogar a los esclavos que habían hecho comparecer como testigos de cargo y concluye su defensa exponiendo lo ridículo que resultaría el retirarse a un lugar oculto, el reunir con gran misterio a los iniciados y el recurrir a tenebrosas invocaciones, con el único objeto de hacer caer al suelo a un muchacho epiléptico. Además, el altarcito y la lucerna se usaban normalmente en las prácticas de adivinación, en las que era empleado como «medium» un muchacho carente de toda tara física o mental; en tales operaciones la intervención de un muchacho epiléptico resultaría absurda.

3.°) El acusado había depositado en la biblioteca de Ponciano ciertos objetos misteriosos envueltos en un pañuelo de lino. Apuleyo pone en ridículo las suposiciones de sus adversarios, que, sin conocer la naturaleza de tales objetos, sacaban la conclusión gratuita de que eran instrumentos de magia, sin caer en la cuenta de que, si así hubiera sido, no los habría dejado en casa de otro, a merced de la profana curiosidad del liberto encargado de la biblioteca.

4.°) Los acusadores presentan el testimonio escrito de un tal Junio Craso, glotón y borracho empedernido. Apuleyo, tras mostrar lo inverosímil de tal declaración escrita, explica que ésta ha sido vendida por dinero, como era público y notorio entre los ciudadanos de Oea.

5.°) Apuleyo se ha procurado clandestinamente la figura de un horrible esqueleto, para usarlo en sus maleficios mágicos y adorarlo con el nombre de basiléus . El acusado demuestra que había encargado, sin misterio alguno, al artista de Oea Cornelio Saturnino que le tallara una estatuilla de madera de un dios al que dirigir sus habituales súplicas. El testimonio del propio artista es corroborado por la presentación de la estatuilla en cuestión de la que se hace una descripción minuciosa y vivaz.

6.°) He aquí el último cargo, que constituye la verdadera razón del proceso: Apuleyo había fascinado con sus poderes mágicos a Pudentila, como ella misma había confesado en una carta dirigida a su hijo Ponciano. Para refutar semejante disparate, hace una exposición detallada de los esponsales, las bodas y los penosos litigios con los parientes de su esposa, a la que alude en los términos más respetuosos. Demuestra que la mencionada carta de Pudentila ha sido citada parcialmente y con mala fe, ya que el conjunto de la misma expresaba precisamente todo lo contrario de lo que sus acusadores pretendían hacer creer. A continuación prueba con documentos fehacientes lo desinteresado y noble de su conducta con respecto a sus hijastros, a quienes había asegurado la herencia de toda la fortuna materna. Con estos argumentos inesperados desbarata los de sus adversarios, los cuales ignoraban, sin duda, las últimas disposiciones testamentarias de Pudentila y estimaban que, aparte de ciertas donaciones y restituciones pecunarias ya hechas en favor de sus hijos, quedaba aún a merced del padrastro la mayor parte de la hacienda. Destruido de ese modo el cargo más importante, es decir, el que contenía los móviles reales del delito, quedaba extirpada, como él mismo dice, la raíz del proceso. Era su única prueba documental, pero resultaba decisiva.

3.2. LA «APOLOGÍA», DISCURSO JURÍDICO . — Constituye este discurso un documento importante, tanto para el estudio de la elocuencia judicial en el Imperio romano, como para la historia de la magia. Tras el proceso y con objeto de defenderse también ante la opinión pública, Apuleyo redactó de nuevo su discurso ampliándolo y embelleciéndolo con elementos literarios. Es natural que, dada la exigüidad del tiempo de que dispuso para preparar su defensa (Apol . 1), el discurso pronunciado ante el tribunal fuera más breve en las argumentaciones, menos rico en anécdotas y rasgos de ingenio y menos sofisticado en su estilo. Sin embargo, a pesar de estos retoques, parece haber respetado la fisonomía exterior de los debates desarrollados ante los jueces 25 . El conjunto mantiene cierta lozanía propia de la improvisación y una vivacidad que suscita el interés en todo momento. Con su brío habitual de narrador nato, recurriendo a menudo a antítesis, aliteraciones y juegos de palabras, a veces un tanto pueriles, presenta con gran realismo las actitudes de cuantos personajes intervienen en el proceso, los incidentes o las interrupciones. Cada argumento suyo o de sus adversarios le sirve de pretexto para lanzarse al desarrollo de un tema, como si se tratase de un todo independiente y el orador se hallase ante uno de aquellos auditorios que otras veces habían aplaudido sus brillantes disertaciones de conferenciante.

Especialmente la primera parte del discurso ofrece notables amplificaciones: digresiones sobre el dentífrico e higiene de la boca (7-8); teoría platónica sobre el amor celeste y terrenal (12); el uso del espejo y la reflexión de la luz (13-14); elogio filosófico de la pobreza (18-21); falsa relación entre los peces y la magia (29-41). También parecen añadiduras posteriores las citas literarias y poéticas. No habría resultado, desde luego, demasiado oportuno desarrollar ante un tribunal presidido por un procónsul una teoría sobre la epilepsia (49-51) o lanzarse a una artificiosa exposición de las ventajas que ofrece el campo para la procreación de hijos (88).

En cambio, a partir del capítulo 66, en que comienza el segundo libro, según los códices, el discurso presenta otras características: es menos difuso, no ofrece digresiones (salvo la ya apuntada del capít. 88) y procede directamente al examen de documentos y a la refutación de los cargos que se le imputan al reo. Es probable, pues, que se pronunciase casi en la misma forma en que se nos ha transmitido.

En su conjunto, aunque se trate de una autodefensa, este discurso ofrece la agilidad y brillantez de un diálogo; bajo el abogado late el sofista divulgador de ciencia, el narrador ameno de anécdotas, el Apuleyo que se manifiesta en toda su brillantez en los Flórida .

3.3. ¿ERA APULEYO REALMENTE UN MAGO? .— Apuleyo, en su Apología, va refutando uno tras otro todos los cargos de magia que se le imputan, pero, aparte de que su habilidad y su elocuencia pudieron predisponer a los jueces en favor de una inocencia no plenamente demostrada, su defensa es un tanto artificiosa y no consigue disipar del todo las dudas y las sospechas. El tono seguro del discurso, reelaborado tras la sentencia, permite suponer que fue absuelto, ya que dicha seguridad sería inexplicable en un acusado convicto y condenado al destierro, tras la conmutación de la pena de muerte.

Sin embargo, a pesar del dominio de sí mismo y de la desenvoltura de que hace gala a lo largo de su discurso, se vio precisado a recurrir a toda su habilidad, para librarse del gran peligro en que se vio envuelto. La creencia en la magia estaba tan generalizada y las leyes que intentaban atajarla eran tan duras, que, dada la natural subjetividad en la apreciación de tal delito, habría pasado grandes apuros, si hubiera presidido el tribunal un juez más supersticioso o prevenido contra la magia que Claudio Máximo, hombre, al parecer, inteligente, instruido y amigo de las letras y de la filosofía 26 ,

Fuera o no culpable de magia, le gustase o no entregarse a las prácticas que lleva consigo la profesión de mago, ha pasado como tal a la posteridad 27 .

En el s. IV se confirmó su fama de mago en medio de la apasionada defensa de los paganos y las violentas censuras de los autores cristianos.

Lactancio (Diuinae Institutiones V 3, 21) lo nombra entre los más famosos taumaturgos paganos, juntamente con Apolonio de Tiana. San Agustín (Epíst . 136) nos ofrece en sus escritos abundantes testimonios sobre su paisano Apuleyo, cuyas obras, según dice, eran capaces de extraviar las mentes de los hombres de la verdadera fe. Le da el título de «filósofo platónico», reconoce su ingenio y su cultura, lo admira como elocuentísimo orador en lengua griega y latina, e intenta refutar su doctrina sobre los demonios; nada dice, sin embargo, acerca de su condición de mago, aunque no niega la existencia de prodigios cumplidos gracias a la acción de potencias demoníacas malignas 28 . Además, considera ridículo y digno de lástima el pretender asemejar o incluso anteponer los milagros de Apolonio y Apuleyo a los de Cristo 29 .

Para los cristianos del s. IV , los magos paganos habían actuado impulsados por fuerzas diabólicas, mientras que Cristo lo había hecho en virtud de poder celestial. Los paganos ponían frente a él a Apuleyo y especialmente a Apolonio de Tiana, que «no era un filósofo, sino partícipe de hombre y de Dios» 30 . Frente a los fieles cristianos estaban los «adoradores de Apolonio» 31 .

Esta imagen del mago, configurada en el s. IV , queda reflejada en la Edad Media en las innumerables leyendas que contraponen la virtud de Dios al poder diabólico. Frente al santo cristiano, forjado en la dura penitencia, que conforta las almas de los fieles, surge invariablemente el espíritu del infierno, que ofrece al hombre una ilimitada felicidad mortal a cambio de quedarse eternamente con su alma.

Sin embargo, el mago del paganismo no persigue semejantes objetivos. Apuleyo deja traslucir su afición a las artes mágicas, a las que debía, sin duda, cierto halo de popularidad. Incluso llega a afirmar que es «una ciencia evidentemente piadosa y que entiende de las cosas divinas... y es la sacerdotisa de los dioses celestiales» (Apol . 26, 1-2). Pero frente a esta elevada concepción de la magia, el vulgo la consideraba como el arte de los encantamientos y de los conjuros. El mago era, por tanto, un simple hechicero maléfico. Esta interpretación era fruto del malestar popular frente a los ritos mistéricos y a las prácticas ocultas, a las que se podía atribuir influencia maligna. Esta concepción vulgar del mago se refleja en el lenguaje jurídico.

Sin embargo, para Apuleyo, es contrario a las normas de los procedimientos mágicos, que requieren pureza de lugar y de personas y, sobre todo, está en pugna con la bondad intrínseca de la naturaleza demoníaca, el que un mago pueda utilizar la ayuda divina para realizar malas obras. Sobre este punto de la doctrina apuleyana insiste San Agustín. Para los cristianos, los demonios son los instrumentos de las artes mágicas. Los dioses paganos son demonios malos que pretenden turbar la verdadera fe de los hombres imitando los milagros celestes.

En el paganismo, en cambio, el demonio es un ser divino y el vocablo daimon es sinónimo de deus . En De deo Socratis (cap. 6) Apuleyo escribe: «Existen ciertos poderes intermedios que habitan los espacios aéreos entre lo más alto de la bóveda del cielo y lo más bajo de la tierra: por su mediación llegan hasta los dioses nuestros deseos y nuestros méritos. Los griegos los llaman ‘demonios’» (cf. Apol . 43, 2).

La magia, tal como la concibe Apuleyo, opera en esta esfera demoníaca. El mago ejercita la fuerza de sus conjuros sobre estos demonios, ya para adivinar el futuro, ya para atraer la protección celeste (Apol . 43, 2-5). El hecho de que Apuleyo se declare un apasionado de las ciencias naturales no excluye su carácter de mago, ya que éste no sólo tiene poder sobre los demonios, sino que conoce los secretos de la tierra y las virtudes de las plantas, de los animales y de los minerales; de ese conocimiento emana realmente el poder de sus evocaciones y de sus fármacos. Mientras el conocimiento y dominio de ciertas fuerzas naturales fueron celosa posesión de una minoría, el científico, a los ojos de los ignorantes, fue el mago que tenía contacto con los poderes divinos intermedios y la fórmula científica equivalía a la receta mágica. La magia contenía en sí el germen de todas las ciencias.

Apuleyo es un científico impregnado de religión. Como prueba de sus costumbres groseras, le reprocha al viejo Emiliano su incredulidad cerril y su ostentoso desprecio por las cosas divinas (Apol . 56, 3-7). Es a la vez un viajero de insaciable curiosidad, que lleva en su equipaje la imagen de un dios, al que testimonia su piedad y al que confía la tutela de su vida y fortuna (Apol . 63, 3).

Apuleyo distingue en la Apología entre los diversos tipos de magia y, de hecho, como se advierte en las Metamorfosis , pretendió siempre mantenerse alejado de las concepciones y de las prácticas vulgares, para elevarse a una forma más noble y más vinculada a la filosofía, a una especie de comunicación con las potencias divinas o a una acción divina ejercida mediante el conocimiento y el influjo de los poderes demoníacos, que servían de nexo entre los hombres y la divinidad; acciones que recibían el nombre de «teurgia».

Naturalmente, era muy difícil establecer una frontera entre la superchería y la fe. Apuleyo se muestra, por tanto, como un hijo de su época, fecunda en teurgos, taumaturgos y predicadores de doctrinas y creencias inusitadas, tan satirizadas por el propio Apuleyo y por Luciano de Samosata. Es, pues, el fruto de una sociedad agitada por la imperiosa necesidad de una fe, de una búsqueda desesperada de la verdad, para aferrarse a ella con todas sus fuerzas. Es el símbolo de una sociedad sacudida por la superstición y el escepticismo, atormentada por el temor, inerme ante el vacío dejado por la pérdida de sus antiguas creencias religiosas, e inmersa en un sincretismo religioso profundamente desorientador.

Frente a Luciano, que, ante tan caótica situación espiritual, arranca de su alma toda certeza y se ríe de todo y de todos, Apuleyo, que tanto se le parece artísticamente, lleva perennemente encendida la llama del entusiasmo y cree, o aparenta creer, en las virtudes salvadoras de la propia filosofía, rebelándose contra las formas más absurdas y vulgares de la superstición, manteniéndose, casi siempre, dado su espíritu propenso a la sátira, a medio camino entre la seriedad y la risa. Este personaje complejo, inquieto y extravagante necesitaba sumergirse en el misterio, pero, al mismo tiempo, su agudo sentido estético y burlesco, enamorado de los refinamientos literarios y de los juegos amables del ingenio, impregna todas sus creaciones de una ironía y un sentido del humor difícilmente superables.

Apología. Flórida.

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