Читать книгу El sitio de Ariadna - Arabella Salaverry - Страница 11

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Manuel que viene de la guerrilla –intuye ella–. Manuel que viene de la tortura desde esa Guatemala pintada con las tonalidades de la sangre. De allí su ascetismo, su aparente falta de compromiso, su mirada atenta de puma al acecho. Desde su Cataluña natal, pasando por Francia hasta Guatemala que huele a sangre coagulada. ¿O estará ligado al Sur, con sus amigos incógnitos del Sur? ¿O más bien vendrá de las Provincias Vascongadas, solidarias y combativas contra la dictadura del General? Manuel ahora escondido, anclado por la breve presencia de un invierno en la Costa Rica apacible que a hurtadillas abre espacio para acoger a los perseguidos. Y la muchacha no pregunta. Es de mal gusto indagar. Ella pertenece a la generación del silencio.

Aunque la represión solapada se ha instaurado también en su país marcando con fuego invisible a quienes disientan del bucólico estado que barre sus desechos debajo de la alfombra de una moralina acongojante, nunca de frente, siempre embozada. Hasta Ariadna, desde su vida pequeña, intuye en las miradas que la siguen una carga de desaprobación. Se siente cuestionada, juzgada y crucificada, aunque no le importa, nada importa, solo la presencia de Manuel. Es por su propio gusto. Pero en esa Costa Rica tibia hay algunas altas excepciones, como don Arturo. Él intuye y entiende. El Colegio abierto a los artistas perseguidos, a los intelectuales desterrados, a los que apuestan por un mundo mejor… hasta un médico argentino, que después creció desmesuradamente llegó una tarde en bicicleta a las puertas del Colegio a recoger algo, tal vez una donación, tal vez un mensaje. Ese el hogar de jóvenes que crecen a otro ritmo, contestatarios, abiertos al mundo, muchos de ellos artistas. Pero también la casa de intelectuales que se oponen a la sociedad estructurada, constreñida y piden a gritos silenciosos un cambio.

De pronto un estallido de cristales y su madre que se entera. Su madre que vive fuera de San José en su hogar con su nueva familia en donde Ariadna no tiene mucha razón de ser.

No está segura si fue Mariana, asustada por lo que no puede contener ni entender. O bien Luis, quien extraña su presencia en cada momento de su día. O James… tal vez lo consideró un juego, tal vez envió un anónimo. Sabe sí, que Alexia no podría haber dicho nada. Confía en ella, su espejo, su otra mitad. Alexia no. No podría jamás haber alertado a su madre. Aunque ahora que estando cerca están tan lejos… Todo es posible.

Llega intempestiva. Tiembla con esa furia que la asalta cuando una situación se escapa de sus manos. Su madre que intenta conversar con ella. Cólera contenida. Intenta mostrarse accesible: ayer hablé con su amigo Manuel. Ariadna, no es que sea una persona inconveniente, no, es encantador. Las palabras silban. Su conversación me agradó. Y descubrí en él rasgos que me lo describen como una persona noble. Ariadna reconoce el tono. Su madre continúa: hasta me pareció gentil y profundamente inteligente, y sí, muy enamorado de usted. Me lo dijo y me di cuenta. Pero hija, sé que la soledad le pesa, pero no le conviene. Es mayor que usted, además no sabemos de dónde viene, ni qué hace aquí. Puede ser cualquier cosa… sí, cualquier cosa… hasta un prófugo huyendo de cualquier barbaridad. Ariadna identifica la modalidad del discurso: falsa condescendencia. Discurso preparado. Plagado de lugares comunes. Sí. Ya sé que usted cree tener la madurez necesaria. No es un amigo para usted. La diferencia de edad es mucha. La madre está en su límite. Ahora el discurso comienza a cambiar. Y yo sé bastante al respecto. Sí, sé que a su edad pensamos tener siempre razón. Y usted, ingenua, sirviéndole de escudo para quién sabe qué propósito. El tono se pone cada vez más ácido. ¡Hasta prófugo acusado de quién sabe qué cosas, hasta asesino puede ser el bendito Manuel! Su madre usa la mirada como un látigo. Pero le digo… Ariadna interrumpe madre: es por mi propio gusto. Y da por terminada la conversación. La madre ahora no puede sostener su enojo. Detiene la bofetada. Siente, lamenta la ingenuidad de su madre, que pretende devolver lo que ya está escrito, lo que ha sido pronunciado, y aunque tuviera razón, aunque fuese cierto lo que dice no es posible devolver lo que no tiene retroceso.

Su madre en el Colegio. Pide una reunión con don Arturo y con Manuel. Viene agitada. La conoce. Sabe de lo que es capaz. Sabe de su furiosa juventud. Y supone que está furiosa. Solo lamenta que esa misma furia no la usara en otros momentos de su vida para defenderla. La llaman a la oficina de don Arturo. De nuevo el conserje amable va por ella hasta el aula. Compermisito… Ari, la llaman a la Dirección… sale del aula seguida por el conserje, camina por el largo pasillo lentamente. Intuye que será un nuevo problema el que tendrá que enfrentar e intenta tomar fuerza. Llega al caos de partituras, atriles, batutas que se revuelven entre un arriba y un abajo sin concierto. Allí están los cuatro. Don Arturo, Mariana, su madre y Manuel. Ella admite que sí. Que ve a Manuel todos los días. Y que sí, no dejaré de verlo aunque usted o cualquier otro me lo pida. Soy feliz y quiero seguir siéndolo. Lo veo, sí, por mi propio gusto. Levanta cada vez más su voz. Don Arturo por primera vez desconcertado. Intuye la gravedad de las consecuencias, especialmente para Manuel. Manuel perfil bajo, no llamar la atención. Manuel peligro, persecución y peligro, bordeando siempre precipicios ocultos, cráteres encendidos, bordeando siempre barrancos, pero con una calma que más bien atormenta. Ariadna quisiera verlo reaccionar, que él también diga lo que ambos sienten. Pero no. Manuel silencioso y contenido. Porque solo él sabe a lo que se expone. Mariana, asustada, trata de lavar el ambiente con sonrisas. Y su madre levanta una espada que llena de chispas el aire. A la salida de la reunión le dice que se quedará en un hotel. No quiere verla. ¡Usted solo da problemas! La amenaza con un encuentro con el Ministro de Educación.

Más. Pero la vida de Ariadna es algo más. Mucho más. Tal vez la plenitud de quien encuentra la dimensión exacta de las cosas, de quien se asoma al mundo primigenio en el cual no hay ataduras, no hay leyes, solo las de su necesidad. Desnudez de cuerpo. Desnudez de alma. Desnudez de un infante recién nacido antes de la culpa, antes del pecado, antes de las convenciones. Se despoja de todos sus ropajes en ese cuarto de hotel en el centro de San José húmedo, ella también húmeda, mojada por el deseo, mientras Dave Brubeck deja caer su “Toma Cinco” desde el pequeño tocadiscos azul y ahí la batería presentándose, luego el piano. Escucha, Ari, ahora les acompaña el contrabajo. Manuel que la lleva por los caminos del jazz. Y el piano golpea, rítmico, y la voz de Manuel que la acaricia mientras cuenta que Brubeck, y su piel erizada con la caricia que le recorre la espalda, la caricia que se desprende de la mano de Manuel y ahora es el saxo que introduce el tema, primero delicadamente, y el cuarteto hipnótico que repite las notas, las altera levemente y el saxo que vuela sin pausa en espirales sincopadas para luego descender suave, muy suave, la caricia intensa del jazz que se riega por el cuarto, sí, Brubeck refinado, Brubeck exuberante, escucha, siéntelo, deja que te recorra. Oye, oye cómo se atreve a experimentar y cómo hay reminiscencias de la música clásica. Y la mano de Manuel que se detiene en la curva de sus nalgas, la batería se impone, las acaricia suavemente, las abre y acerca su boca para besarla en su rincón escondido, Manuel dedicado con devoción a darle placer, cuidadoso, tierno, colmándola de brasas encendidas y apagando los incendios que desata con su boca mientras los sonidos de la percusión descienden y regresa el piano, ahora sí, unido al saxo, se acopla el contrabajo y juntos desgranan música. Así como las caricias que se unen y van llenando de rumores su piel, concentrándose luego en un temblor que agita las suaves profundidades de su vagina. Sí, Ariamor, porque tú también eres mi cuerpo. Y te amo como se debe amar al propio cuerpo, sin exclusiones, porque solo así se puede saber realmente lo que es amar... Y dice, esperando que ella entienda, lo entienda, que no sea necesario pronunciar más palabras: Recuérdalo siempre. Es a partir del amor que te tengas a ti misma que podrás estar en el otro de manera absoluta. Como te amo en este momento. Amándome en tu cuerpo que es el mío. Escucha Ariamor ahora el Rondó Azul a la Turca y Brubeck que se instaura en las esquinas, golpea en su magnificencia, y el ritmo turco deja el paso a la sensualidad del saxo que se esparce por la llanura. Manuel se detiene en esa ceremonia de iniciación en la extensión dulce del cuerpo de Ariadna, ella desnuda, ahora sobre esa alfombra gris como la tarde que se asoma por la ventana. Brubeck, sí, casi expulsado de la escuela de música por no saber muy bien cómo leer partituras. Escúchalo. Tienes que tener cuidado con las etiquetas, con los estereotipos. Deja que tu palabra desde más allá del sueño mane sin que la detengan. Recuerda siempre que tu piel es posible que la endurezcan los vientos. Los de la dulzura. Los de la violencia. Antes de leerte, antes de tus poemas, no entendía, Ariamor, estaba muy lejos de imaginar el sentido real del Sueño. No entendía cómo ese mito podría mantener su máscara varias veces milenaria y habitar en ti.

Escucha “In your own sweet way”. Recuerda que así debes vivir. De tu propia y dulce manera, con esa intensidad. Tienes que cuidarte, Ariamor, porque desde todos los flancos te acecha el peligro. El peligro está sobre ti. Porque no es posible llevar ese impulso absurdamente indefenso del cuerpo y del espíritu al centro mismo de las verdades del hombre, sin estallar en él. Escucha el piano. No es posible vivir heroicamente víctima de los metales primigenios. Y Ariadna estremecida con el beso en cada uno de sus pezones. Porque los cementerios, Ariamor, abiertos para todos, solo son frecuentados por ti, alimentándote de fibras desconocidas, de raíces universales. ¿Cómo, amor, amor, a tus diecisiete años eres capaz de decir “Ya terminé, aunque abra diez, o mil compuertas a la tierra y me siente en su vientre y la destroce y me entierre en los surcos de la noche”? Tienes esa visión desgarrada de las fuerzas oscuras que están en nosotros. No dejes que te impongan estilos. Sé tú misma. Siempre. Con esa manera tuya de vivir antes de la expulsión de paraíso. Y habita en tu poesía, escúchala, no la intentes domesticar. Las imágenes se prenden a ti más que tú a ellas. Cada uno de tus poemas, como tú, construye su propio lenguaje como puede. Y así hay que vivir, construyéndose de manera permanente en todos los planos. Cada poema es una aventura perseguida a través de la interrogación y el vacío, en una tensión apasionada donde desconoces, antes de haberla encontrado, la forma que alcanzará tu obra. Como tu vida. Buscas, amor, a ciegas, lo que no tiene cara: las imágenes salidas del olvido y aún de más lejos, las imágenes que aparecen como estallidos de la vida misma, las ideas que se revelan inesperadas, que aclaran y que, sin abandonar el misterio, abren un camino para su acceso por las vías y medios de la comunicación ordinaria. Eso eres en tu palabra. Eso debes seguir siendo en la vida.

Porque en la vida, Ariamor, debe existir también la improvisación. Así como en el jazz y como en toda forma de creación. Yo vivo improvisando. Nunca sé qué pasará mañana, no sé siquiera si llegará mañana. Sigue escuchando las voces que te alimentan, aliméntalas también tú a ellas, y así seguirás creciendo amor, amor y mírame mientras te beso, siente mi cuerpo que te espera. Sí, el cuerpo de Manuel. Tu cuerpo, Manuel, que esperó tardes enteras, días y noches. Tu cuerpo que trasnochó en mi cuerpo, que madrugó en mi cuerpo. Brasa en el fuego. Tu cuerpo, olor a mar, sabor a alga marina. Tu cuerpo que reptaba por el mío. Tu cuerpo a mi medida. Tu cuerpo, atento a mi delirio, tu cuerpo de palabra y risa, tu cuerpo que esperó tardes, noches enteras, vestido solo con un infinito traje de paciencia hasta que el aire se perfumara con el olor de la guanábana, para acercarse, despacio, al mío.

La cita con el Ministro. Mi madre lo logra. De calificarla, diría que lo más parecido al desastre. Nuevo en su cargo. Además, conocido de mi madre. El pobre hombre no desea problemas. Y no de ese calibre. Tiene suficientes. En el despacho, extenso escritorio de madera tallada. Y menos enfrentar a una madre exaltada, y amiga. Además, ¿el estado migratorio del extranjero? Butacas oscuras. Interroga brevemente a Ariadna y ella como en una letanía confirma: sí, veo a Manuel todos los días. Y no dejaré de verlo. Lo veo por mi propio gusto. El aire pesa cada vez más. No puede detenerse. Sabe que no debe hablar pero un impulso de suicida sin retorno la lleva a repetir: por mi propio gusto, por mi propio gusto. Por favor, espérenos fuera, concluye el Ministro mientras en el paroxismo de su incomodidad intenta acomodarse el nudo de la corbata.

El presidente detrás en la fotografía de sonrisa congelada. Ariadna mira con una mirada oscura a su madre. Tanto don Arturo como Manuel, especialmente él, está segura, sufrirán lo que sucede. De nuevo se siente culpable. Asume, una vez más, las responsabilidades y culpas –si es que las hay–, ajenas. Que espere fuera.

Manuel también espera en uno de los sillones de cuero oscuro de la antesala. Su mano cuelga a un lado del posabrazos, relajada, al menos en apariencia. La mira larga, largamente y casi en silencio le dice: No temas. Estamos juntos. Haremos lo que sea necesario. Pantalón de corduroy de un verde amargo. Le indican que puede pasar. Un saco más bien desaliñado. Manuel desde la puerta observa a su alrededor y saluda, cortésmente. Hace una pausa para acomodarse los lentes. Está dispuesto a ser pacífico, a tratar de resolver la situación. Quiere estar con ella. Cualquier propuesta que se haga en ese sentido será bien atendida. Sus palabras respondidas con silencio. Luego su madre no, de ninguna manera. Su única misión es hacer que Manuel desaparezca. Solicita para él un nuevo exilio o bien la exiliada será Ariadna, ahora de la casa que es su Colegio. Si usted no se va del país de inmediato, Ariadna no podrá terminar sus estudios. Ya está acordado. Por orden del Ministro. Manuel tiene presente que solo restan unos meses para que ella se gradúe. Decide aceptar la exigencia: A pesar del dolor. A pesar del tiempo que se acaba, cada vez es menos; a pesar de que el paréntesis en el que vive deberá terminar y la soledad, de nuevo la soledad, y el tiempo, el tiempo disponible, esa trampa terrible que es el tiempo terminará muy pronto. Pero cumplirá. Ahora por ella se irá del país. Otro sacrificio, uno más. Por ella. Por esa muchacha. No se acercará hasta que terminen las clases.

Imposible despedirse. Impiden que se vean. Su madre, su joven e inexperta madre, aún más exaltada. No sé a qué la ha enfrentado Manuel. A cuál de los secretos. No quiero saberlo. No puedo ignorar la mirada de mi madre. Mirada de tormenta. En mi cabeza, con el tono irritante de falsete la voz, otra vez la voz que resuena, que taladra cuando estoy al límite, en una cantinela sin fin: “por mi propio gusto… por mi propio gusto”. Cada vez más fuerte, cada vez más dolorosa. Y escucho los sonidos, ahora sí estridentes, como de alas de pájaro quebrándose, como si fuese más bien yo quien estuviera quebrándome: huesos, ligamentos, músculos. Los sonidos la aturden, la desesperan. Sí, ha sido por su propio gusto. Ahora es por mi propio dolor. Nada importa.

Manuel prepara viaje: Panamá. Antes de partir, busca a Alexia y le entrega una carta para Ariadna. En tanto él no se aleje del país, ella quedará confinada al Caribe.

El sitio de Ariadna

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