Читать книгу El sitio de Ariadna - Arabella Salaverry - Страница 5

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“¡Cállate, larga de lengua, penacho de catalineta, que si yo lo he hecho, si yo lo he hecho, ha sido por mi propio gusto!” El texto de la obra que ensayo me calza como si Lorca hubiese pensado en mí cuando lo escribió. Las palabras resuenan, repiquetean, y la voz en mi cabeza –con un sonido de alas de pájaro quebrándose– repite una, otra vez: “si yo lo he hecho, ha sido por mi propio gusto”, “por mi propio gusto”, “por mi propio gusto”. Porque lo que sucede, todo lo que sucede, lo que me espera es y será por mi propio gusto. O al menos eso creo.

Allí en el escenario del Colegio lo imprevisto. Día tras día sin importar la hora. Bandadas de gorriones, peces por donde menos se esperan, huracanes que arrasan y tormentas que laten. Se inunda con lluvias, cataratas, tifones. Voces, cuerpos en movimiento, luces. Lo vive en la experiencia de cada minuto, de cada hora, de todo el tiempo. El escenario está vivo y es su casa. Y allí su tristeza se diluye, solapada no estorba.

El Colegio, don Arturo, y Ariadna se salen del lugar común. El Colegio –idea de don Arturo– por ser único. Don Arturo, su director, por iluminado. La muchacha por su soledad que la sigue como un gato que intenta perder pero siempre regresa.

Al Colegio llegan personas de todas partes con destinos o procedencias misteriosas en huida de las dictaduras que como virus imparable cubren la geografía convulsa de Latinoamérica. Personas que hacen su pausa de descanso o de impulso en ese país mínimo, Costa Rica, sumergidas en la magia, sustentadas en el misterio. Pensadores, guerrilleros, artífices de mundos nuevos. Desde allí definen rumbos, afinan compromisos, hilvanan vidas. Y dejan un reguero de luz a su paso. Don Arturo abre las puertas de su Colegio tan peculiar para recibir a esas personas únicas y en ese mundo efervescente los jóvenes crecen. Ariadna vive, cuando no muere, en ese sitio que también es su casa. Sí. Lo que sigue, todo lo que sigue ha sido por mi propio gusto. De eso estoy segura.

Manuel en el Colegio. Pequeño, frágil, intenso. El nuevo profesor de Teatro. Habla francés, y un español cerrado con un trasfondo inubicable. ¿Catalán? Podría ser. Su ropa atemporal lo cubre con colores de niebla. Sus ojos de puma relampaguean detrás de los lentes miopes con montura oscura que terminan tragándose su cara. Un nuevo personaje, uno más en el paisaje siempre barroco de su Colegio, piensa Ariadna, sin prestarle excesiva atención. ¡Vamos, muchachos, muchachas, al escenario, rápido, rápido! Don Arturo reúne a los estudiantes: Aquí está Manuel, viene de Guatemala, y será su nuevo profesor de Teatro.

¿Te comenté, Manuel, que muchos de estos muchachos los recogí de la calle? Los estudiantes conocen a don Arturo y saben lo que sigue. Dice esas cosas y más. Con su tuteo importado de México. De sus épocas de estudiante. Se le perdona. Cualquier cosa. El tuteo, lo que dice y lo que no. Sí. Fíjate que nadie quería mandar a sus hijos aquí pues no creían en el experimento. Imagínate, fusionar la educación tradicional con la enseñanza de las artes desde la primaria. ¡Once años! Las mañanas dedicadas a impartir el programa oficial del Ministerio. En las tardes el espacio para el arte: violines, arpas, pianos, lo que se te ocurra; talleres de teatro, de literatura, de danza por donde podamos, y aquí nos tienes: voces creciendo en cubículos que hemos tenido que inventar, esculturas, óleos y acuarelas regados por los corredores. Me dijeron que estaba loco. Aunque, chicos, chicas, algunos de ustedes siguen creyendo que estoy loco, ¿verdad? Notaste, Manuel, no hay campanas, no hay timbres, ¡hay arte! No recibí ningún apoyo oficial. Ah, pero sí el de unos coterráneos tuyos. Luego construimos el Teatro y acá estamos. Quédense los de cuarto y quinto… los demás, ¡a sus aulas! Manuel, aunque ha permanecido ajeno, –escuchando el derroche de vitalidad que es don Arturo–, después del trámite atropellado y nada convencional de la presentación es ya parte de la familia tal vez a pesar suyo.

Los de quinto. Los de quinto que somos trece, hermandad terrible, almorzamos en el Colegio con el nuevo profesor. Nos acomodamos en las mesas interminables de la cocina frente a los ventanales por donde entran el sol y las buganvilias. Yo, en apariencia una muchacha más, siempre educada, siempre deseando quedar bien, siempre deseando ser aceptada, tomo asiento a su lado. Miro a Alexia interrogándola sin palabras ¿qué te parece? Alexia solo sonríe. Ellas dos se entienden aunque no hablen, de alguna manera intangible se comparten. Él intenta una conversación que se traba pues se siente abiertamente examinado por las dos muchachas. Sigue una de esas conversaciones deshilachadas entre adolescentes y adultos ¿Qué desean? Se miran ¿Qué esperan del futuro? ¡Qué pereza! ¡Siempre preguntan lo mismo! ¿Por qué estudian teatro? ¡Idiay! ¡Porque sí! Se desgranan lugares comunes tan propios cuando no se sabe qué decir, pero de un momento a otro la plática resucita. ¡El programa para la clase de Teatro! Sí, Lorca, ¿Qué tal La Zapatera Prodigiosa? Ariadna, la muchacha, ahora atenta, embebida en las palabras que saltan presurosas de la boca de Manuel. Sí, ese será el nuevo proyecto. Una puesta en escena de La Zapatera. Quienes estén interesados permanecerán aquí conmigo. Ella sí, por supuesto, está interesada. “Y no quiero más conversación, ni contigo ni con nadie, ni con nadie, ni con nadie” Conoce la obra de memoria, cada parlamento, cada acotación, cada suspiro. La ama desde hace varios años cuando ensayo tras ensayo, tarde tras tarde, con sus pocos años y sus muchas ganas observó a su madre, también profesora, trabajando con un grupo de teatro aficionado en esa obra: “Rubia con los ojos negros, que hay que ver el mérito que esto tiene”. Rubia ella no, pero tiene ojos negros y bien podrá usar una peluca, teñir su larguísimo pelo negro, lo que sea, sí, lo que sea y ¡ojalá, ojalá pase la audición y le den el personaje!

Viene de Guatemala. Algo desentona entre el francés fluido que le ha escuchado a Manuel, su acento españolísimo y su supuesto país de origen: ¡Guatemala! Solo el nombre llena a Ariadna de huipiles bordados, dibujos geométricos que se despliegan en una fiesta de color: púrpuras, amarillos de oro, verdes, azules, rojos, en tejidos que las manos indígenas transforman en arte; el volcán de Agua un contrasentido porque es fuego y es rojo, como roja es la sangre que corre por las calles de Guatemala después de la caída de Arbenz, después de la invasión de Castillo Armas con el apoyo del norte. Guatemala. Donde la muerte se pasea sin permiso. ¡Guatemala! El lago Atitlán, con su paz azul, con esa paz ficticia que se viste de azul pero es roja, como roja es la sangre que encharca avenidas, no importa contra qué, no importa quién caiga, no habrá Reforma Agraria, no hay Reforma Agraria. Ni tampoco habrá más Jacobo Arbenz. Los partidos tradicionales borrados. Ahora el color que circula es el color parduzco, casi morado, ese color que toma la sangre cuando se coagula. El ejército mantiene el poder con asesinato y tortura. Hasta Costa Rica se cuelan noticias. Y golosa, recorriendo el país, lamiendo el país ensangrentado ¡pobre Guatemala! la miseria que cubre de amarillo los rostros.

Ella ha leído algo en la prensa. Guatemala; ha oído hablar de Honduras, de El Salvador, Nicaragua. Tortura, represión. Pueblos masacrados. Detenciones injustas. Su madre le ha contado. Para justificar la ausencia de su padre, perdido en alguna cárcel de Somoza, el dictador. Y la prensa no es muy dada a informar y menos sobre esos temas. Pero Luis, su compañero con familia en Guatemala está al tanto. En sus viajes en el autobús del Colegio con sus siempre largos y conversados trayectos hablan de la situación en Guatemala: el partido comunista, Ari, ¿usted sabe que mi mamá y mi papá son militantes? El PTG, clandestino, quiere reorganizar a las personas más progresistas, sí, a mi mamá le contaron, quieren intentar un levantamiento. Ya en Cuba fue posible.

Al siguiente día de la llegada de Manuel Ariadna se presenta a la audición. La luz de ensayo espanta a medias la oscuridad del escenario. No son muchas las compañeras aspirantes. No será difícil. En su Colegio bailarinas, mejores cantantes, pero no muchas actrices. ¡Más luz sobre la escena! ¡Ajusten esos tachos! Más luz! El profesor imperioso. Sí, que se circunde el espacio, iluminen nada más el área que usamos. Ella y David, otro compañero apasionado por el teatro conforman la tercera y última pareja que se presenta. Una improvisación. El escenario palpita, es un ascua con los cenitales que tiñen de ámbar, naranja, rojo. La parrilla de luces un incendio. A la muchacha le sale el texto de Lorca a borbotones y sale también de su mutismo, de su aparente falta de apasionamiento habitual: “¡Si no te metes dentro de tu casa te hubiera arrastrado, viborilla empolvada!” y más: “Si yo lo he hecho, si yo lo he hecho, ha sido por mi propio gusto” Al finalizar encuentra la mirada del profesor.

Guatemala de rojo. Más bien apurpurada. Sangre. Sangre que huele a represión, a sufrimiento. Sí. Sangre de estudiantes, sangre de trabajadores, roja. Hay que lavar la sangre, detenerla, que no siga manando. El primer grupo guerrillero: El “20 de Octubre” ¿Sería Manuel uno de los estrategas? ¿Participa en las decisiones? Él, extranjero. Los extranjeros mirados con recelo aún dentro de los mismos cuadros combatientes y además vigilados muy de cerca por los militares. El peligro se pasea por todas partes, desde el gobierno, desde la guerrilla. Los guerrilleros, invitados de honor a una fiesta sangrienta por parte del ejército. Dientes quebrados, costillas rotas, uñas arrancadas y la sangre, la sangre que toma un tono anochecido cuando está seca y que huele con un olor quemante.

Comienzan los ensayos. Para Ariadna con el texto ya sabido es mucho más sencillo. Manuel, en su nuevo personaje, –el de Director de la puesta–, propone: hoy solo leeremos la obra. Tendremos claro que es a partir del texto que edificaremos el montaje. El texto es la caja de sorpresas, el surtidor de donde brotará el concepto. Es el espacio en donde encontraremos lo que necesitamos, no hay que buscar en otra parte. Es en la propuesta del dramaturgo en donde están las piezas para construir. Podríamos realizar una segunda lectura, es decir, reinterpretarla, pero siempre a partir del texto. La muchacha con su menuda estatura se ovilla en un rincón del escenario como le gusta hacerlo, –no se sabe a ciencia cierta si para pasar desapercibida, para no importunar, o para analizar su entorno–, mientras escucha la voz de Manuel ahora intensa que habla de lo que a ella sí le interesa. Luis, lee el prólogo, pide Manuel. En el enorme escenario matizado de claroscuros con la luz de ensayo los textos de Lorca fluyen. Manuel interrumpe con su voz suave y a la vez potente, como si quisiera ser escuchado pero no tanto, acostumbrado a hablar con claridad, pero clandestinamente: una “farsa violenta”. Así la clasifica el autor. ¿Por qué creen ustedes que la considera así? Ariadna tímidamente, que se ha incorporado y camina hasta el borde del semicírculo de sillas con el Director al centro se atreve: por la batalla que se da a través de la obra entre la realidad que siempre es violenta y la fantasía, que libera, que ayuda a vivir, que nos lleva a otro plano, que permite escapar, que permite respirar… La sombra de Manuel entra y sale de la luz, se pasea bordeando el semicírculo, escuchándola con atención. Lo asombra el análisis de la muchacha. Y ella continúa: La Zapatera lucha durante toda la obra entre la realidad que la cerca, que la tiene sitiada. Manuel a su lado la observa. La voz que comenzó en un susurro ahora vibra con sonoridades nuevas. Observa cómo agita las manos, la intensidad de sus facciones limpias, sus cambios de expresión en tanto habla. Le llama la atención. No es precisamente un buen momento para intranquilizarse. Y menos alterar su equilibrio por una muchacha, casi una niña, en ese espacio y ese tiempo que solo son un préstamo. Su energía debe concentrarse en otra realidad, en otro mundo que lo espera. Decide ignorar. Sigan la lectura, ahora las acotaciones. Fíjense, chicos, otro rasgo importante… Manuel que se hace dueño de la luz después de su paseo por la sombra: Lorca se alimenta de las corrientes que el pueblo propone, en todos los ámbitos. Es un autor comprometido. Se nutre además del arte del pueblo. Aprovecha la canción popular, la utiliza para ilustrar o para sugerir acontecimientos, emociones. Bueno, dice Ariadna, de nuevo niña, de nuevo estudiante, solo espero que no me toque cantar. Sus compañeros ríen. No te preocupes acá aprenderemos todos. Manuel la mira. Lo harás muy bien. Agradezco la mirada. Esa mirada que me llega desde los ojos amarillos de puma.

Varias sesiones de análisis y ella que aguarda cada día por una más. Espero cada nuevo día para entrar al escenario, al escenario que vive en cuanto estamos ahí, repleto con tempestades, al escenario que es mi casa, en donde la luz hace la magia; que resuena con un poema de Guillén, de Nicolás el sonoro, con Neruda del Canto General: “Alta es la noche y Morazán vigila”, con la palabra que también es magia y me permite vivir realidades distintas. ¡Ah! Las sesiones de análisis de la obra. Un paseo por el pensamiento inagotable de Manuel, quien propone, desata sus capacidades de invención, los mueve: escuchen el texto, la vivacidad de los giros idiomáticos. Pongan atención a las onomatopeyas que enriquecen el decir. Él no ignora los ojos de la muchacha, insistentes. Escuchen las hipérboles: “Tengo tanto coraje que agarraría un toro de los cuernos, le haría hincar la cerviz en las arenas y después me comería sus sesos crudos con estos dientes míos.” La voz incisiva de Manuel dice el texto y luego se cubre con un velo suave, su energía lo lleva a levantarse de la silla y pasearse entre el grupo: atiendan también los diminutivos y su fuerte carga emotiva: “clavellinita encarnada” y no puede evitarlo y mira a Ariadna y ella replica con su mirada abierta. Los textos cargados de un tenue erotismo: “qué lástima de talle”. Y, “hay que ver qué ondas en el pelo”. Manuel que la mira, olvidándose de su condición de profesor, ella que devuelve la mirada directo a los ojos, sin reticencias, francamente a sus ojos amarillos de puma escondidos detrás de los lentes miopes. Manuel siente cómo la tortura, respuesta a su compromiso se va diluyendo. Está cómodo en ese mundo tan distinto que se abre. Noten las acotaciones: allí el autor nos dibuja tanto a los personajes como sus intenciones además del espacio en el que se mueven. Ariadna escucha la voz de Manuel y piensa en cuáles serían las acotaciones adecuadas para su tarde de luz en el escenario, en el teatro, en la vida que quiere vivir a partir de la ficción. Acostumbrada como está a escabullirse inventándose nuevas realidades o nuevas fantasías.

Guatemala. La sangre corre casi desbordándose. Roja. Sangre de estudiantes. Fuerzas Armadas Revolucionarias, así se llaman. Grupos de campesinos, grupos de estudiantes. Ellos forman el frente guerrillero. Verde su uniforme que se ensucia con sangre. Con manchas que van creciendo, con manchas por donde se escapa la vida. La sangre cuando se coagula toma un tono anochecido. Su olor avasalla. Y Manuel que viene de la guerrilla. Ariadna intuye que regresará pronto. La sangre cuando se coagula tiene un olor acre.

Las horas se amalgaman. Son días. Se transforman los días en semanas para terminar consolidadas en un tiempo sin nombre. Masa difusa en la cual apenas respiro a la espera del siguiente ensayo. Espero que el escenario se inunde de nosotros, con nosotros. Solo eso. Que se llene con la presencia del director, de los actores. Con la presencia de los personajes. Con la presencia de Manuel y su mirada. Escuchemos la lectura. Inicia tú, Ariadna. Bien. Pero debes aprender a escucharte. Cada voz es única. La tuya, como todas, está repleta de matices. Debes aprender a usarlos. Cada voz es única. Y sí, Manuel, tu voz es única. Me llena por dentro, me estremece. Recuérdalo Ariadna. Cada timbre es único. Es el sello, la huella digital. Si das una nota do con un violín o con una guitarra o con una trompeta, aún siendo la misma nota tendrá un timbre distinto. Me gusta tu fiesta de palabras, Manuel. Lo mismo sucede con las voces. La tuya posee su timbre especial, pero debes aprender a usarlo. Acércate. Aprenderás a respirar para controlar la emisión de tu voz. Manuel coloca ambas manos sobre las costillas frágiles. Siento el calor que atraviesa mi uniforme hasta tocar la piel. Hago un esfuerzo para concentrarse, para no dejarme llevar por la comodidad que producen esas manos aprisionando mis costillas y que con un pequeño movimiento, con un desplazamiento mínimo, podrían caer en el abismo del abrazo. Ahora inspira, ordena Manuel. Ariadna obedece. Es como si fuese ese el lugar natural predestinado para sus manos. El corazón incorrecto, se apresura. Ahora libera el aire de a poquito, suavemente. ¡Así! Tíralo hacia mí. Debo percibir la corriente. Tienes que hacerlo durar lo más posible. Eso te permitirá decir los textos largos, cuidar el volumen, mantener tu timbre. Manuel coloca su mano en mi diafragma. Siente cómo se expande y cómo se contrae. Estoy a punto de disolverme, de quedar adherida a esas manos fuertes que enmarcan mis costillas y que reposan en mi plexo solar y ser nada más lo que esas manos contienen.

Cada tarde vivo, renazco en ese momento preciso cuando empieza el ensayo después de que se han encendido los reflectores, se olvida el mundo exterior, se ha repasado el texto, se ha dejado el libreto a un lado: ahora este cajón es la mesa, esta silla es el armario, esta hoja plegada es el abanico, esta es mi capa y esta mi saya. Yo soy pero ya no, también soy la otra. Cuando la realidad se transforma por la gracia de la luz, del movimiento, de la palabra. Cuando vivo llena con la presencia de Manuel y de los personajes que construimos en el escenario y en nuestras vidas. Cada tarde es nada más el preámbulo del siguiente ensayo. Espera con su mundo cotidiano galopando. Espera a que llegue la hora. Porque en el gesto adecuado, el tono de su voz, sus ojos y la forma en que miran, sabe que él también espera a que llegue la tarde. Algo la une a su profesor más allá del Teatro y más allá de la Academia.

Por su propio gusto. Sí, es por su propio gusto que se zambulle en las palabras de Manuel, en los bocetos del vestuario que ha hecho Manuel, con líneas delicadas, trazos simples, aún ausentes de color –tinta negra sobre papel blanco– desde donde saltan las vecinas lorquianas, el Mozo de la Faja, el Niño, la Zapatera. Escruta las pequeñas maravillas dibujadas por Manuel; no, Manuel, esta vecina es espinosa, tiene que ser puntiaguda, y Manuel que celebra el comentario de Ariadna, le toma un instante la mano y ella conmovida con los bocetos, conmovida con el tacto de su mano fuerte, tal vez lo único realmente bello de ese cuerpo frágil se sumerge en sus indicaciones. Se sumerge en su mesura. Construyamos juntos un personaje. Busquemos en nuestra experiencia. Transformémosla. Si te han hecho sufrir es allí en donde encontrarás tu fortaleza, aunque tu corazón siga siendo un mazapán. Lo mismo que el de la Zapatera. Así nos transformamos nosotros. Busca la fuerza del personaje en tu vida. Ariadna palpita en la presencia de Manuel: él, que está allí pero también no, igual que ella, buceando en quién sabe qué otras vidas invisibles. Cada tarde. Lo observa, trata de leerlo, y en esa lectura a pesar de que es fragmentada se va envolviendo, va creciendo la admiración por el hombre solitario, creativo, que se ocupa de ella, que también la mira. Ella espera por ese hombre que indica cómo, llevándola de la mano, abriéndole las puertas de la irrealidad, que es a la larga el único espacio seguro para Ariadna. Y él, Manuel, que se alimenta de lo inusitado para salvarse tal vez puede crearla a través de la palabra como crea el mundo distinto que vive en el escenario, en donde Ariadna es otra, la que siempre quiso ser, capaz de decir no, capaz de decir sí, capaz de hablar, desear, amar, de acuerdo a su voluntad y su designio. O a la voluntad y al designio de su personaje… Así va delineando su contorno, se aposenta un sentimiento nuevo y crece cada día que pasa, cada día que espera, cada día vivido al lado de Manuel. Mientras él también se va enredando en la muda propuesta de la muchacha.

Costa Rica. La Guerra Fría se pasea por las calles. Pero sigue siendo la democracia del continente. Dirigentes revolucionarios de distintos acentos se reúnen en la Soda Palace. Frente al Parque Central. El edificio Art Decó con su salón interminable poblado por pequeñas mesitas de patas oscuras, sobres de mármol blanco y sillas de cuero. Allí se fuman habanos cuyo perfume también se pasea entre tazas de café y paella y algún ron tempranero. Allí se preparó en los cincuentas el primer intento para derrocar a Anastasio Somoza, el dictador nicaragüense. Ariadna ha escuchado que su padre, el siempre ausente, también participó para terminar en una prisión torturado una y mil veces. Allí se piden coñacs y se confabula, se habla del derrocamiento de Fulgencio Batista, de Trujillo, de la lista densa de dictadores que enturbian la transparencia del Caribe. Allí se apoyó al estudiante de Derecho, Fidel Castro, para hacer realidad su revolución, y tomó un café Ernesto Guevara, entre utopías y realidades. San José hierve solapadamente.

El tiempo desbocado. En caída libre. Ariadna deja que el tiempo se detenga solo en el Colegio. Su reloj se paraliza cuando vive lo que sucede en ese espacio. En tanto, espera que los días, las horas, vuelen entre una clase y otra, entre un ensayo y el siguiente. A la muchacha no le interesa nada más que su Colegio. “La navaja se contesta con la navaja, y el palo con el palo, pero cuando de noche cierro esa puerta y me voy sola a mi cama…” El tiempo se suspende cuando llega el momento del ensayo y el escenario se colma de movimiento, de texto, de luz. Cuando se inunda y viven allí el Zapatero, el Niño, Don Mirlo. El mundo del poeta y el mundo del director de la puesta. El mundo creado por Lorca y por Manuel para ella, en donde está segura y es feliz.

Única alternativa: las armas. Aunque se cubran de rojo las calles. Don Arturo ha vivido en Guatemala. También él les ha contado: ¡Es una lástima!, Guatemala, ¡un desperdicio! Un país tan rico culturalmente. Él ha dirigido la sinfónica guatemalteca. Muy buenos músicos, pintores de gran fuerza, escritores, de todo hay en Guatemala, talento sobra; y aunada la riqueza de los pueblos indígenas. Pero la miseria se pasea sin pedir permiso. Conocí a varios voluntarios internacionalistas, dice don Arturo: de Latinoamérica, de España, de Francia. Guatemala y su paz azul que es de mentira. Hay que apoyar a Guatemala, ayudarla a lavar la sangre. De Guatemala viene Manuel, Manuel que ha tenido que dejar España por “motivos vitales”, eso sí lo ha dicho, de lo poco que ha dicho, de lo mucho que silencia. Lo escuchó mientras conversaba con David, su compañero. Cuando se manifestó abiertamente contra la dictadura franquista.

Inoportuna. Ella siempre inoportuna. Ya se lo han dicho. Su madre, sus tías. En ese universo femenino siempre la han considerado inoportuna. Y no han tenido reparos en decírselo. Hasta su nacimiento fue inoportuno. Ya cerca del estreno enferma de rubeola, ¡una tonta enfermedad infantil! Le toca experimentar a saltos, a deshoras, su infancia interrumpida. Descubre su cuerpo rosa, cuerpo ahora de bebé con manchas rosas. No sabe qué hacer. La tía con quien vive, una más, se preocupa. Aunque no mucho. Sus hijos, los propios, la entretienen. Ariadna, desolada. ¡No ha podido ir al Colegio! No sabe con quién hablar, no sabe con quién compartir el desasosiego que la mantiene alerta a pesar del termómetro que vuela y su sed de pozo seco. Quiere estar donde está viva. Quiere estar en el escenario. Piensa en Manuel. ¡Debo explicarle por qué falté al ensayo, por qué no estoy ahí, y por qué posiblemente no estaré mañana! Lo llamo. Lo busco. Manuel vive en un hotel cerca del Parque Morazán pleno centro de la ciudad. Brumosa por la fiebre pienso en ese parque, en su rincón japonés. Se mira. Atravieso despacio lenta lentamente el puentecito pintado de rojo en el lago pequeño del centro avanzo despacio despacio por el medio arco que propone el puente llego hasta su punto más alto me inclino sobre la baranda observo los relámpagos dorados que se visten de peces y que van iluminando el fondo del agua me inclino más más más.. y entre los peces Manuel que me mira su mirada Manuel es su mirada solo su mirada que me sostiene que me detiene cuando estoy a punto de caer… La figura se descompone. Quedan estelas que multiplican los ojos de puma de Manuel. Ahora giro en la niebla del parque cuatro cisnes pasean su indolencia por la superficie del lago se elevan ahora navegan por la verde extensión de los árboles terminan llevándose los ojos. Los árboles que rodean el Kiosco de la Música, –esos árboles que son los últimos de la ciudad– me alejan cada vez más me alejan me separan del hotel mientras los cisnes se deslizan entre las ramas los árboles el hotel lejano cada vez más lejano y los árboles se multiplican crecen se reproducen frente a mí árboles solo árboles una cortina densa de árboles el parque es un bosque de tan repleto de árboles árboles de verde total troncos oscuros retorcidos llenan de brisas también verdes la tarde detrás de tantos árboles de árboles que se pegan al cielo con troncos retorcidos y copas inconmensurables el hotel de Manuel el hotel de Manuel que se me escapa corro entre los árboles las ramas golpean latigan siento el perfume de las hojas tanto verde que oscurece el entorno el hotel cada vez más lejos y Manuel flota arriba de los árboles trato de alcanzarlo cada vez más arriba y no puedo los árboles saltan de todas las esquinas de todos los rincones me borronean el paisaje desconozco el camino me enredo me pierdo me pierdo me pierdo… de nuevo sin previo aviso estoy en mi habitación. La fiebre ha bajado un poco. Manuel. Sí, lo llamaré a la noche.

A las siete se acerca al teléfono. El aparato, sombrío, la rechaza. Pero ella se deja llevar por impulsos. Siempre lo ha hecho. Por eso está en esa casa, lejos de la familia. O mejor, lejos de su madre. Tuvo que ser así. Esa tarde-noche aún de verano con los últimos arreboles que llenan el cielo de anaranjados y amarillos perdiéndose en el oeste y con el sol tibio que se apaga, temblando, Ariadna marca el número. Responde una voz amable con acento francés. Luego se enterará de que es el administrador, tal vez el dueño del hotel y amigo de Manuel. ¡Extraños, sus amigos! Comunican de inmediato. Inoportuna. Ella siempre inoportuna. Se lo han repetido otras veces. La voz intempestiva, casi asustada, un tanto dura de Manuel pregunta con un brevísimo y casi inaudible ¿quién? Yo, Ariadna, su alumna de quinto. Para disculparme. Estoy con una tonta enfermedad. Manuel, sorprendido del contacto y directo: Bien. Lo lamento. Descansa. Si te parece, y si mejoras, te espero mañana a la tarde en El Molino, ¿Recuerdas dónde está? Ese Café cercano al Parque Central. Sí, ella lo conoce. Ese Café, otro de los puntos de encuentro de los ciudadanos del mundo que viven en Costa Rica, y que arman el futuro de muchos países desde ese San José de apariencia inocente. Así podremos, con tranquilidad, conversar y ponerte al tanto de los avances en la puesta. Por un momento Manuel duda. ¿Habrá sido una imprudencia? La chica es su alumna. Desecha su aprensión. La vida se acaba. No dura mucho. Especialmente la suya que la vive con la muerte ansiosa a su lado.

La tarde siguiente. Con menos fiebre y más afán se prepara. Ella, que nunca se maquilla disfraza las pequeñas manchas de la enfermedad, empolvándolas. Sigue un suéter negro de mangas largas, falda de lana, también negra, sus zapatillas planas, el pelo es un desastre, indomable, ¡ni modo! y parte. El Molino y Manuel esperan. Aprovecha un descuido de su tía y se escabulle, pasa corriendo un jardín que también espera las primeras lluvias de mayo, continúa corriendo hasta la parada del autobús, trata de no desmayarse. Se siente débil, como si le sacaran el sostén de los huesos, la sangre golpea en todo el cuerpo la sangre con su percusión constante molesta el ruido me aturde pero no importa nada importa solo su presencia solo mi deseo. ¡Es por mi propio gusto!

Por su propio gusto olvida la rubeola, toma el autobús en un viaje que no termina nunca, –porque está asustada, porque está ansiosa, porque teme y no importa–, hasta llegar a la esquina del edificio de Correos, decimonónico, con sus arabescos, sus yesos y su encanto, como una fascinante torta colocada allí por un descuido del pastelero. El edificio que ocupa casi media cuadra del centro, uno de los pocos intentos de San José por parecer ciudad verdadera, no ya aldea provinciana. Deja el autobús en la parada que está al lado de la Farmacia Fischel. Camina las dos calles y media que la separan de su destino para llegar, ahora titubeante, levemente avergonzada, hasta la puerta grande de El Molino. Busca a Manuel, lo busca entre las primeras mesas. No está. La cita pudo ser nada más una broma, una broma de mal gusto. Siempre temiendo tomaduras de pelo, bochornos. Siempre contemplando el envés de las situaciones. Porque sí, podría ser… porque ¿qué más puede esperar ella? Se desplaza entre conversaciones en acentos e idiomas distintos, llega a la sala del fondo. Frente a una mesa larga, en un sillón adosado a la pared está él. La recibe con ojos sonrientes. La besa en ambas mejillas. Un roce casi imperceptible cerca de sus labios. Un roce que le hormiguea el resto de la tarde. Y que la distraerá de su voz y su palabra. Siente su olor. Manuel indica un lugar a su lado en el sillón. La contempla primero en silencio detrás de palabras que Ariadna supone vedadas y que no se atreve a pronunciar. Intenta hablar pero se detiene. La emoción de sentirse en comunicación con otra persona se traduce en su silencio. Él, que debería estar ya acostumbrado a la soledad. ¿Por qué no? Luego extiende un paquete con un lazo desaliñado. Para celebrar tu regreso al mundo de los sanos. Ariadna abre el paquete y encuentra dentro un regalo insólito para ella que pocas veces los recibe: ¡un libro insospechado! las “Cartas sin Dirección y el Arte y la Vida Social”, de Plejánov, ambos en uno, y Manuel que comenta ansioso, atento a su reacción, deseoso de entusiasmarla como lo está él: ¿Sabías que Plejánov es, dentro de los pensadores que se ocupan del marxismo, profundamente agudo y sincero? Su defensa de la libertad interior fue su principal aporte. Manuel toma su mano, vuela en su disertación sin esperarla. Defendió esa libertad contra cualquier dogmatismo. Está bien. Así debe ser. Ariadna no sabe si dejarla entre las de él. Sin libertad interior ninguna otra libertad es válida. Opta por abandonarla. Ni siquiera tendría razón de ser. Su mano está cómoda, pareciera que ese es su lugar natural. Por ejemplo, nosotros: estamos acá uno al lado del otro porque hemos sentido el impulso y hemos respondido a ese impulso aceptándolo. Su mano ahora en el abrigo de la mano de Manuel. Siente su pulso. Vale hasta en un plano personal, estamos ejerciendo nuestra libertad de decidir en virtud de nuestra necesidad. Puede sentir el calor de las palabras y el calor de su cuerpo, al lado, cerca, muy cerca, fascinada por las palabras y fascinada por la presencia de ese cuerpo frágil que se trasmite a través de su mano, aprendiendo: “A la necesidad no se la trasciende, se la satisface”. Eso en todos los órdenes. Ella que decide de acuerdo a su necesidad. Me han dicho que escribes poesía y si escribes poesía comulgarás muy fácilmente con las ideas de Plejánov: sostiene que el escritor se debe mover en el dominio de las imágenes. No en el de la lógica o la razón. Buenísimo para una poeta ¿No? ¿Qué crees? Aboga por la libertad creativa, frente a las constricciones ideológicas. Ariadna escucha. Entiende. Piensa, le dice Manuel, en Plejánov como el creador de una estética nueva. Y la muchacha ávida de saber, ávida de palabras, ávida del amparo que presiente o que en su necesidad imagina.

El tiempo interrumpe. Oscurece, y aunque desde esa sala al fondo del Café no se nota ya la noche va tomando las calles, es la hora del regreso, podrían regañarla… Sí, nos veremos mañana en el ensayo… si amanezco mejor… Y Manuel toma con delicadeza su rostro, duda un instante, ¿por qué no? decide postergar su indecisión, casi lo cubre con sus manos, y lenta, muy lentamente, sí, ¿por qué no? la besa con un beso de fruta, ahora sí, en la boca.

Sale de El Molino. No se reconoce en la imagen que los ventanales devuelven. Su corazón de nuevo ensordeciéndola. ¡El ruido! El ruido es ahora un asombrado latido se agiganta la sobrepasa. Recorre media cuadra hasta la Avenida Central –ya inundada de autos–. Decide caminar. “A la necesidad no se la trasciende, se la satisface”. La frase regresa, una, otra vez, –como si estuviera viva–, se enreda con el redoble incesante de su sangre. Torna en la esquina a su derecha y se dirige cuesta arriba dejando atrás la Librería Lehmann con su arquitectura de piedra y vigas de madera, sus techos altísimos, rebosante de aroma a libro nuevo; el Teatro Nacional, la Librería López –aposentada en una casa ya antigua, de adobes y balcones; su bitácora señalada por librerías, por libros, por palabras. ¿Por qué Plejanov? ¿Será que Manuel la sobreestima, que sus diecisiete años dan para eso? ¿O que simplemente él entendió que ella es vieja, más allá de cronologías, que ella es antigua como el mundo, y que habita ese cuerpo joven por alguna extraña equivocación?

Sube por Cuesta de Moras y llega al Parque Nacional añoso de árboles y musgos hasta encontrarse en un costado con el Monumento Nacional; figuras alegóricas en bronce traídas de Francia. Lo observa una vez más. Es Costa Rica la que guía a los otros países contra la invasión extranjera. ¡Costa Rica! Una idea, un concepto. No una persona. No un nombre. Destacarse en su país. Mejor morir. Hay una insistente necesidad de enterrar lo más profundo posible a cualquiera que se destaque. El monumento debería, cree ella, honrar a Don Juan Rafael Mora, quien libró la primera guerra antiimperialista del continente. Él hizo posible el triunfo. Pero no. Se lo menciona tangencialmente. Bueno, al menos un homenaje velado, perdido entre árboles y bancas que ahora, a esa hora, dan albergue a enamorados furtivos. Mientras cruzo el parque trato de no mirar las caricias, los besos escondidos que repletan la noche. Paso bajo el puente por el que transita el ferrocarril. Continúo caminando hasta enfrentar al Hospital Calderón Guardia ¡una excepción! Sí, una excepción en este país ajeno al reconocimiento, donde no hay héroes, donde no hay próceres. Pero al menos seres humanos, piensa Ariadna, por un momento distraída. Como el Secretario del Partido Vanguardia Popular, Manuel Mora, otro Manuel. (Manuel, Immanuel, dios con vosotros. Conmigo. Emmanuel para traernos la buena nueva. Emmanuel. Enviado). Don Manuel, el arzobispo Monseñor Sanabria, el mismo doctor Calderón Guardia: la Izquierda, la Iglesia, el Caudillo, dispuestos a unirse por medidas sociales que hacen al país disonante en un continente lacerado, acciones que solo en ese pequeño país que es el suyo se producen.

No. No sabe qué pensar. Quiero devolverme y experimentar de nuevo la sensación que se durmió en mi boca y despertó en mi cuerpo. Quiero no tener que llegar a esa casa cerca del cine Aranjuez que no es mi casa, sino una casa, otra más. Una casa para adaptarse a claves ajenas, a costumbres ajenas, viviendo de puntillas para no molestar. Estoy cansada. La caminata fue larga y el corazón, aún desacompasado, no ayuda. Lo escucha. Hay días en que su cuerpo todo es una caja de resonancia. Puedo oír lo que sucede en mi interior, los pequeños huesos que se mueven, las articulaciones engarzando los huesos largos, mi estómago, los pulmones cuando reciben el aire, pero sobre todo la sangre que pasa, que me aturde. No sabe cómo será recibida en la casa. Posiblemente con indiferencia. Pero ahora no me importa. Tumbarme en la cama, cerrar la puerta de mi habitación y sentir. Nada más.

La madrugada, trémula de pájaros, la atrapa aún vestida, tendida en la cama. Nadie se enteró de su ausencia. Nadie preguntó por ella. ¿Me preparo para el Colegio, o sigo reposando la rubeola? Teme enfermar a los compañeros. A Luis que está siempre. No sabe si el período de contagio ya pasó. Pero lo que realmente temo es mirar a Manuel ante testigos. Ante miradas alertas. ¿Su mirada estará lista para guardar secretos?

Se decide. Entra al baño. Abre la ducha mientras se desviste a tropezones. Apresuradamente, se mete bajo el chorro que está helado, tiembla, la toalla no aparece, ¡ah!, ¡al fin!, se seca y se viste en un suspiro. El uniforme: Su blusa blanca, ata el lazo rojo a su cuello, la falda azul, se cierra el cinturón negro, sus calcetines blancos, enlaza los cordones de los zapatos también negros, de pasada toma la malla para la clase de danza, se olvida del desayuno y corre a esperar el autobús que la llevará al otro extremo de la ciudad. Hasta su verdadera casa, su Colegio. Pienso en mi destino de casas, una, después otra, otra más. Casas incontables. Casas ajenas. Casas para transitar en puntas de pie.

Cuando llega el autobús y abre su puerta se aturde pues la asalta una bocanada de sonidos mezclados: risas, comentarios, gritos, canciones. Los más chicos no cesan. Busca un espacio al lado de una ventana y se sumerge en las calles por las que van pasando. Nada existe a su alrededor. Su dulce compañía, Luis, un par de años menor que ella, pero su compañero constante, corre al niño que está a su lado y ocupa su lugar. Luis, que comparte la dulce armonía de los efebos etruscos y su transparente fragilidad. Toma su mano. Ariadna la retira suavemente. ¿Qué pasa? En realidad, no sabría decirle qué pasa, no podría explicarle lo que ella misma no tiene claro. Un beso cariñoso en la mejilla. Nada. No pasa nada. Entre Luis y ella una corriente de amor dulce y tranquilo, un amor que la entibia por dentro, la llena de sonidos amables y que es la burla de los demás en el colegio. Ariadna es mayor que él. Además, Luis sigue siendo un niño. Pero andan juntos, se cuentan secretos, se ríen de las mismas cosas, y se besan velada y dulcemente. Ambos escriben poesía, se leen mutuamente en los recreos. Comparten, además de ese amor nuevo, el amor apasionado por la palabra y por el teatro. Ese día la muchacha es otra y Luis, sin nombrarlo, lo percibe. La mira con sus ojos grandes y sabe. Porque la conoce como parte de él decide no preguntar nada más. La muchacha sigue mirando la ciudad que se da y se desaparece en el cuadrado de la ventana del autobús. Bajan hacia calle 20 después de pasar por los barrios tortuosos de los alrededores del mercado. Alguna prostituta saliendo a esas horas de alguna cantina, con alguna parte de su cuerpo desnuda: una pierna, un seno que se asoma amargo. Algún mendigo tirado sobre cartones, arrinconado en un dintel de una puerta maltrecha, en un charco de orines y sudores. No puede mantenerse al margen.

El viaje cotidiano termina, y el color de la vida cambia con tan solo entrar al Colegio.

No habrá ensayo. Eso le permitirá reponerse. A la tarde llega Manuel pese a que no hay ensayo. Se dirige de inmediato a la oficina de don Arturo. Conversan. Secretos compartidos entre el hombre mágico que es don Arturo, y Manuel, el hombre aparentemente anodino, pero con hendiduras y recovecos en donde se esconden intensidades. Hasta el pasillo se cuelan retazos de conversación: me están buscando. Y don Arturo: acá no hay problema. Y la voz de Manuel decidida, casi violenta: después creo que me iré a Dominicana. Sí. Debo ir. Lo que está sucediendo con el Movimiento Revolucionario 14 de julio es aberrante. Tal vez en algo pueda ayudar. ¿Después de qué? La pregunta latiendo. Ariadna, desde afuera, escucha. Manuel, siempre elusivo no responde.

En Guatemala, roja de sangre que se transforma en púrpura de sangre coagulada, transida con ese olor acre que deja la sangre cuando seca, los internacionalistas colaboran y luego salen, se pierden en la clandestinidad. ¿Serás uno más, uno de los tantos que apostaron por la solidaridad en realidades ajenas? ¿Sería esa la razón de la presencia de Manuel en Costa Rica, en el Colegio? ¿Estarás perdido en lo incógnito, Manuel? ¿Esperás nada más una orden? ¿Aguarda Guatemala, –roja de sangre, roja cuando mana para luego tornarse parduzca–, aguarda Guatemala tu regreso?

Manuel rebusca en la pequeña biblioteca que hay en la oficina de don Arturo. Escoge un libro. Lee, o pretende hacerlo, mientras permanece en el Colegio hasta la hora de salida. Espera, deja pasar el tiempo como si no estuviera ansioso, –tanto y tan distinto lo que espera–, como si no estuviera deseando el momento de sentir cerca a la muchacha, recorrer de nuevo el contorno de su cara, olvidarse del miedo, sentir la suavidad de su piel, de esa piel que es suave como la seda de China, olvidarse de las heridas, dibujar sus labios, olvidarse, pasar su mano por la negra extensión de su pelo, olvidarse, sí, besar, olvidarse aunque sea por un instante del temor, de ese temor revuelto con la furia que da el sentirse acosado.

Termina la jornada. Tomará el mismo autobús que Ariadna. Cuando ella sube con una suave indicación Manuel señala el espacio a su lado. Sé que es mi espacio natural. Tomo asiento. Estamos en silencio. No puedo pensar. Paralizada. Escucho la voz una vez más que me repite, insistente: “por mi propio gusto, por mi propio gusto”. Imposible callarla. Trato de desviar la atención. Por más que intento imposible. No debería. Pero no importa. Nada me detiene. Es por mi propio gusto. Al llegar a la parada cerca del Teatro Nacional –jardines habitados por estatuas mudas y bustos ciegos– ¿bajamos? Obediente me levanto, lo sigo, bajo del autobús. No sé qué pasará… En mi espalda, la mirada de Luis.

A media cuadra del Teatro Nacional la boite de Dominique. Otra francesa conocida de Manuel. A duras penas la distingue en la noche prematura que hay en el lugar. Se saludan afectuosamente. ¿Comment vas tu? Esta es mi amiga, Ariadna… Dominique, –pelo cortísimo, rubio cenizo, figura menuda y ojos extremadamente azules– no presta atención. Está atenta a la palabra de Manuel. Blusón también azul y pantalón ajustado. Lo lleva a un rincón del bar. Hablan apasionadamente. Primero la francesa, como si estuviera rindiendo un informe, enumera, dice, mientras Manuel asiente. Luego él, brevemente le responde. ¿De qué hablarán? ¿Cuáles secretos comparten? La muchacha no alcanza a escuchar. Un piano en una esquina, y las “Hojas Muertas”. “Mais la vie sépare ceux qui s’aiment, tout doucement, sans faire de bruit, “Las Hojas Muertas” que caen de las teclas llenando el lugar de melancolía, de amargas premoniciones. Dominique se retira después de besar en ambas mejillas a Manuel, apretar con fuerza sus manos y dirigirle a ella un seco a bientot. Se sientan en un rincón aún más oscuro, en donde se borra su uniforme de colegial. El piano es sustituido por una rockola, luces que van y vienen, se agigantan, se diluyen. “Et maintenant”, inicia suavecito, aumenta, va creciendo, se repite, como un recuerdo del Bolero de Ravel, la frase musical se pega a las paredes. “Et maintenant, que vais je faire, de tout ce temps que será ma vie” Manuel la lleva hasta la pequeña pista de baile que hay en el centro, un pretexto como cualquier otro para abrazarla, “Tu m’as laissé /La terre entière Mais la terre sans toi /c’est petit”, y con la voz de Becaud mezclada con la de él, la mece tiernamente, canciones de soledad y despedida, un abrazo para irse de ese San José en la tarde ya de aguacero y vivir en París por un momento, en las palabras de Manuel y en el libro de Neruda, Las Obras Completas, de terso cuero rojo y hojas finísimas con borde de plata que ha sido el regalo de ese día… París, sí, habla de París. Él conoce la ciudad como si fuese suya. De París extraño su amabilidad con los enamorados, me dice. Una ciudad que acoge besos apasionados en sus calles, caricias en sus puentes, abrazos en las escalinatas que bajan al Sena, o las que suben a Montparnasse, o en cualquier otro lugar. París, una ciudad apta para amarse, hasta sus cementerios son gentiles con los amantes, y murmura un poema de Neruda sobre aquellos enamorados que no teniendo sitio para su amor terminan floreciendo montados en una bicicleta. Ariadna acepta: es y será por su propio gusto. Por su propio gusto su respiración se detiene para escuchar su acento cuando Manuel lee los poemas de Neruda, cuando habla del Canto General, por su propio gusto se olvida de los lentes de miope, por su propio gusto se embebe contemplando sus manos cuando dice que Hermann Hesse, Demián, tienes que leerlo, Ariamor, sus dedos manchados de tabaco, sus muñecas fuertes, tal vez lo único hermoso de ese cuerpo frágil, y su boca, reducto de palabras fascinantes. Ariadna entiende que ya no hay escapatoria. Y Rilke, Ariamor, Rilke, ese poeta que define su destino, o el destino lo define: “Pero todo aquello que tocamos/ tú y yo nos une/como un golpe de arco/ que una sola voz arranca de dos cuerdas”. Presiente que ella es una de esas dos cuerdas, presiente que el amor que le ofrece será el mayor amor que alguien pueda darle, que alguien pueda jamás recibir.

La muerte. Sí, la muerte. La muerte que se viste de rojo y recorre los campos, los montes, las ciudades de España. La muerte que cubre con sangre las calles, cuerpos apilados, agujeros de bala por donde mana la sangre, brillante, y luego cuando se seca deja ese olor acre, ese olor que marea. Cuando los aviones escupen pájaros de fuego. Cuando los niños cubren sus caras con máscaras de espanto. Cuando los niños no juegan más con las palomas. Juegan con fusiles. Y las mujeres, sus manos rojas –guantes de sangre– taponan heridas, detienen torrentes. Cuando los olivares también se cubren de rojo, desaparece el verde de los olivos y cabalga la muerte por las mesetas; tus padres, Manuel, se deciden por Francia. Así entiendo tu francés. ¿Tus padres huyendo del horror de la Guerra Civil toman aliento en Francia? Y en París, ya adolescente, tu encuentro con Nahuel Moreno, el dirigente trotskista argentino. Apasionado por la filosofía y el arte. Nahuel Moreno que comparte con intelectuales, hombres de teatro, músicos, poetas, escritores y dirigentes políticos de Francia, de América Latina, que tienen París como su casa y caminan inundados de banderas.

Manuel, francés y español, teatrero, pintor, poeta, de padres republicanos, fervorosamente joven, trotskista, admirando a Moreno, vinculado a los latinoamericanos que viven allí, en París. ¿Será? ¿Te construyo, te invento? ¿qué más? ¿qué escondés, Manuel? ¿Quién sos? ¿Qué está oculto en tu vida? ¿Debo interrogar, investigar? Acepto tu amor. O tu ausente presencia. Acepto lo que podás darme, sin pedir más. Me basta. No sé qué pensar. O mejor no pensar…

Ya nada importa. Como no sean las horas cerca de Manuel. Los ensayos, un preámbulo para sumergirse en el mundo de las palabras, en el mundo que le propone Manuel.

Su profesora de Literatura, Mariana, quiere conversar con ella. El conserje del Colegio llega hasta su sala de clases. Compermisito, la manda a llamar la profesora Mariana. Lo sigue hasta la oficina. Cuando llega, la nota extraña. Es también su profesora guía. Demasiado joven para lo que se espera del cargo. Aunque en su Colegio las cosas se apartan del lugar común. Mariana, blanca y dulce, tiene esa plácida belleza de los santos de iglesia. Casi de su edad, cercana, acogedora y maternal. Mariana la espera en su pequeño cubículo: diagramas, afiches, torres de papeles…Mariana pregunta. Su distracción en clase, su presente ausencia ¿Te pasa algo? No tiene nada que responder. Ella tampoco sabe si le pasa algo. O si le pasa mucho. O si es mejor callar. Ya tiene el ejemplo de un maestro del silencio: Manuel.

Esa tarde, otra más ahora sí de aguacero y de relámpago, después del ensayo evade la tristeza de los ojos de Luis que nuevamente la observa bajarse con Manuel del autobús aún muy lejos de su casa. Se dirigen a El Molino. El Café los recibe amable, sin reticencias, a pesar de su uniforme colegial y de las canas, las primeras, de él. Se sientan una vez más en la mesa del fondo, ajenos a miradas y a interrupciones.

Por primera vez en su historia usa las palabras para ella. Y en ese Café del centro de San José, por primera vez habla de ella. Por primera vez en su historia, larga, larguísima a pesar de sus años escasos se atreve a darle nombre al dolor. Se atreve a hablar de la infancia, de su pubertad, de su inicio a la vida adolescente. Habla de abuso, de soledad y tristeza. Manuel escucha mientras llora por ella, y sus lágrimas son las que nunca ha llorado Ariadna. Manuel ahora entiende por qué la muchacha está ausente de su cuerpo. Por qué se mira desde afuera, en una mirada donde no hay reconciliación ni perdón, como si fuese responsable de un destino que no eligió.

Y Manuel que trata de distraerla. Y Manuel que habla ahora del Quattrocento, mientras le da como regalo un libro sobre esa época, resuelto en imágenes donde saltan los tonos oscuros, algunos levemente sensuales. Manuel le cuenta, sí, le cuenta, vehemente, que allí aparecen nuevos géneros. Ya no únicamente el religioso. Fíjate, en esta etapa se introducen mitologías. Disfrazadas, por supuesto, con trasfondos religiosos, incluso mistéricos, difícilmente interpretables. Excepto para círculos restringidos. Conforme habla, crece su entusiasmo. Ariadna supone que si él hubiese vivido en el Quattrocento, habría pertenecido a esos círculos secretos. Intuye que ahora pertenece a algún círculo clandestino, a alguna logia prohibida. ¿Sabías que Masaccio pinta en Florencia los frescos para la Capilla Carmine, con el primer desnudo de la modernidad: La Expulsión de Adán y Eva del Paraíso? Míralos. Se aman y no saben dónde llevar su amor. Están hermosamente desnudos pero traspasados por el sufrimiento, dice, mientras le acaricia la cara. Fíjate como la representación de ese episodio está inundado por primera vez en la historia de la pintura de un aire absolutamente dramático: Adán y Eva son seres que sufren, seres que reflejan el drama del género humano. Son expulsados del Paraíso con su dolor y con su amor a cuestas. Amor de piel, pero también amor por saber. Amor por el conocimiento. En el Quattrocento, Ariadna, por primera vez aparecen en la pintura imágenes de un velado pero fuerte erotismo. Manuel se deja llevar por sus propias palabras hacia los mundos que, –desde esa Centroamérica inhóspita para él–, parecieran lejanos. Conversan, mientras él la observa con atención, atento a cada una de sus reacciones. Y ella con el rostro mudo, sin expresión. El tema es igual que la cuerda floja. Hablar de desnudos… hablar de erotismo… ¿Podrá Ariadna reconciliarse con su cuerpo? ¿Qué significa un “estar” erótico en el mundo? ¿Es necesario el erotismo? Son tantas las preguntas de una materia que la inquieta, más aún, que le resulta incómoda, más que una astilla en la palma de su mano. Y Manuel dice que es justamente a través de un estar erótico en el mundo que se puede vivir con absoluta plenitud. Él libre de prejuicios, ajeno al universo constreñido de esa sociedad provinciana, de la cual ella intenta huir y de la cual él es extranjero, no mide la dimensión de las nuevas heridas que tendrá que acarrear la muchacha con su libre transitar y su despreocupación por el qué dirán. Sí, Ariadna, puedes crecer, podemos crecer en la medida en que nuestro cuerpo sea pulso y vehículo para acercarnos a las manifestaciones de la vida. Ideas nuevas para ella. Ideas que la inquietan cada vez más. Es posible despertarnos a través de los sentidos, sintiendo con ellos y desde ellos. No solo lo que percibimos sino también lo que pensamos. Ariadna bebe cada una de las palabras pero no sabe si alguna vez podrá incorporarlas como algo vivo, reconocible en la dimensión de su cuerpo y el dolor que lo habita desde el mundo del recuerdo. Y Manuel continúa, para ella implacable: Reconocernos en el cuerpo y desde el cuerpo alegrándonos en su gozo, es el primer paso hacia el conocimiento.

Tienes que saber, Ariadna, que erotismo significa no solo estar en sí mismo, vivirse plenamente, sino también estar en el otro y en lo otro y ser en el otro y en lo otro. En tanto potenciemos cada instante de nuestro estar en el mundo desde su perspectiva erótica seremos más humanos, más solidarios y más libres.

Ayudada por tu mano Manuel, sigo pasando las páginas del enorme libro desde donde me miran los espléndidos caballos de Uccello, las melancólicas mujeres de Rafael, las madonas tiernas y sensuales de Lippi –con bebés prendidos golosamente a la teta– disfrutan la caricia de esas manitas regordetas. Trato de no pensar. Solo miro las imágenes y ya no estoy en El Molino sino en Italia, y ya no soy yo sino La Madonna. La mano de Manuel se desliza inquisidora entre los pliegues de mi enagua azul, sube por mi muslo acariciándolo lenta y dulcemente hasta alcanzar mi refugio húmedo, aparta con cuidado mi calzón adolescente para acariciar, con fervor y con ternura, los pétalos de esa flor asombrada que resguarda mi clítoris, primero con la misma delicadeza de un orfebre, avanzando cada vez más mientras salto al Quattrocento, la Madona, el Niño, San Sebastián traspasado con la lascivia de las flechas hincadas en su carne y Manuel que llega al punto definitivo como si se tratase de una ceremonia en donde la ternura ocupa el sitio de honor, la delicadeza se impone, y la devoción es total y es el placer que por primera vez se riega anegando el cuerpo de la muchacha. A través de un estar erótico en el mundo y a través del gozo del conocimiento es que nos conformamos como seres humanos. En ese momento ella comprende plenamente el sentido de las palabras de Manuel. Comprende ese amor de él que es homenaje y a la vez ceremonia, en donde el placer del otro es igual al placer propio. Ese amor que permite saber con el cuerpo y desde el cuerpo, que permite sentir más allá del cuerpo, con la mente, con la inteligencia, ese amor que le propone el homenaje de Manuel. Entiende, ahora sí, que en su placer está el placer de él. Y que lo que su cuerpo siente, Manuel lo sabe. Y lo que él sabe, ella lo siente.

Silencio. Se quedan en silencio. La muchacha no quiere reconocer plenamente el placer de su cuerpo porque su cuerpo ha sido hasta entonces vehículo de dolor. Pero reconoce en ese instante que estará para siempre ligada a Manuel no importa el tiempo, la edad, la circunstancia. Es Manuel quien le ha dado, desde el cuerpo y desde su inteligencia, la sabiduría para entender de qué se trata el placer, asomarse al amor, al disfrute del conocimiento.

El sitio de Ariadna

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