Читать книгу El sitio de Ariadna - Arabella Salaverry - Страница 7

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A la mañana siguiente Mariana. Otra cita en la oficina: pilas de cuadernos por corregir, horarios pegados a las paredes, diagramas inconclusos. Un ordenado desorden. Luis me ha contado… ¿Contado? No hay mucho que contar. Mariana, entre amiga y maestra, con su blusa blanca almidonada –tan como debe ser– no encuentra cómo manejar la situación. Ariadna realmente no sabe qué le ha contado Luis o si efectivamente le ha contado algo, pero no importa. Se imagina a Mariana con hábito de monja, como las monjas de la escuela en su infancia. Quiere a su profesora pero no aceptará intromisiones. Mariana intenta. Ari, ¿le parece correcto? Es su profesor, es mayor que usted, hasta podría estar casado, pues edad tiene para estarlo. Vive solo. No sabemos de dónde vino, ni quién es realmente. Es mejor que no se involucre. Hasta podría ser un juego para él. Como que muy simpático no es, siempre silencioso, siempre observando. Nunca se sabe realmente qué piensa. Quise hablar primero con usted. Nos tenemos confianza. Recuerde que al final, las mujeres salimos perdiendo. Oigo pero no escucho. Las palabras ahora un ruido innecesario. No tengo nada que decir. Nada importa más que mi enamoramiento. Incomprensible para los demás. Lo que sucede, lo que tenga que suceder será por mi propio gusto.

Don Arturo, sabio, se mantiene al margen. Posiblemente sea él quien ha pedido a Mariana que intervenga, pero sin mucho convencimiento. Adivina que Ariadna es vieja, con la edad del mundo a sus espaldas. Que carga dolores ocultos. Intuye que al fin es feliz. Y sabe que la felicidad es tan efímera como una campanilla de cristal.

La muchacha sale de la oficina sin nada resuelto, con un dolor en el pecho pensando en Luis. ¡Ella lo quiere tanto! ¡Ha sido su compañía, su dulce compañía por tanto tiempo! Acariciarle los rulos de angelote renacentista. Quisiera hablar con él, explicarle, pero no sabe bien qué debe explicar, y tampoco sabe si a él le interesa.

A la hora del almuerzo Manuel la espera. En el extenso pasillo, al lado de las aulas. Le cierra el paso al comedor. Toma suavemente su muñeca y la conduce al teatro, hasta el escenario. Ella, muda, lo sigue. La sala oscura. El teatro vacío. Nadie los podrá mirar ni oír. Manuel se acerca y cómplice y pícaro le habla al oído: Haremos lo que no se debe. ¿Te parece? Nos han invitado a un almuerzo. ¿Nos? Pregunta ella. Sí. Tenemos que salir sin que nos vean. Tú primero y te sigo. Me esperarás en la esquina del Chicote. Tomaremos un taxi. Escapamos un par de horas y regresamos. Te prometo que nadie se enterará. Ariadna es lo que Manuel necesita y quiere que sea. No hay conflicto. No hay duda.

Se escabullen entre los telones del teatro hasta enceguecerse con el resplandor del mediodía que espera en la calle a esa hora solitaria. Llega a la esquina y casi de inmediato aparece Manuel. Corren tomados de la mano detrás de un taxi que al final, compadecido, se detiene. Lo abordan. A Escazú. Serán veinte minutos. Se sientan muy juntos. Luego él se retira un tanto y la mira. No puede esperar. Posa su mano en el muslo de la muchacha. Sube ligeramente la falda del uniforme y como si fuese una ceremonia nueva, inventada para ellos dos, con la yema del dedo índice dibuja pequeños círculos en la rodilla de Ariadna, atento, dulce. Cuando está ansiosa y temblando, él se inclina y posa su boca con suavidad. La deja allí un momento. Ariadna no sabe si es un beso o algo más que no entiende. Esa boca detenida en su rodilla traspasa el calor de la respiración de Manuel. Su cabeza, reclinada en el regazo. Como si encontrara allí el descanso necesario para seguir. Luego se incorpora, se acerca a su oído, dice casi imperceptiblemente: siempre tú misma, en ti y para ti. Tienes que mirarte y aprender. No dependerás de nadie. Eso quiero que aprendas, que nunca lo olvides. No dependerás de nadie en ningún sentido. Porque allí está la salvación. Especialmente la salvación de las mujeres. En su autonomía. Se acerca a su rostro, y besa sus párpados para cerrárselos. Retira su boca. Le coloca un libro sobre la falda. Ella abre los ojos. Lee: Simone de Beauvoir. “El Segundo Sexo”. No, no lo conozco. A ella, la autora, sí, pero no el libro. Sí, he oído hablar de Sartre, del existencialismo, pero no sé mucho. El taxista escucha, atento. Ni tampoco de Simone. Amor, amor mío. Ariamor, re-conocerte, y a partir de ello construirte. Porque de esa parte eres responsable. El taxista se asoma por el espejo retrovisor. Este es quizá el ensayo más importante de una mujer sobre las mujeres. La Beauvoir plantea que a las mujeres les corresponde re-construirse; se lamenta la soledad de las mujeres, porque no han desarrollado un sentido de solidaridad entre ellas. El taxista trata de escuchar. Dice que más bien suelen ser solidarias con los estamentos donde se desenvuelven aún cuando sirvan para su sujeción y control. Es importante, Ari, que lo tengas presente. Es un libro excepcional. Como su autora. El taxista se esfuerza por comprender. Aprenderás en ese libro sobre los roles que históricamente la sociedad ha adjudicado a la mujer. Y la construcción de la figura femenina a partir de esos roles. Es un libro que tendrás que leer muchas veces. El taxista opta por el camino.

Mientras escucha Ariadna piensa en ella pero también piensa en mujeres que ha conocido en su vida, que la han marcado. Mujeres como esas que veía de pequeña desfilando bajo su ventana. Entiende ahora su sentimiento de antes. Y si debe ponerle un nombre, este sería solidaridad.

Cuatro años. No muchos. Como todos los viernes, empotrada en la ventana. Ese su oficio de los viernes. Desde allí, desde esa alta ventana del segundo piso le gusta ver el desfile. No sabe de dónde vienen pero sí conoce su paso obligado por la acera paralela al parque justo al lado del tajamar. Primero un repiquetear de tacones. Luego, un silencio medroso, roto esporádicamente por una carcajada eléctrica. Por último aparecen entre un remolino de colores desaliñados. Caminan solas, a veces en parejas, a lo más en grupos de tres. Ariadna las conoce de tanto mirar. Sabe además que no debe mirarlas. Ya se lo han prohibido. Pero su curiosidad es más fuerte que la prohibición. Un viernes, un viernes más, a la misma hora con lluvia o sin ella pasarán por la acera musgosa rumbo a la casa blanca de ventanales verdes que es la Unidad Sanitaria.

La niña no entiende el motivo de la procesión. No es común ver a esas mujeres en las calles. Solo los viernes. Con esa soledad acompañada que se prodigan. No son del Puerto. Las delata el color de sus pieles. Son blancas en una ciudad en donde los dueños blancos se conocen entre ellos, comparten whiskies y trabajos, conversan en el Club, comparten raquetas de tenis y esposas, nadan en el Swimming. El resto de la población, negra. Esas mujeres blancas que no van al Club, que no van a misa, que viven confinadas no se sabe muy bien dónde, son un despropósito en el entorno.

La peregrinación comienza a la una de la tarde cuando el resto de la ciudad duerme su siesta de ventanas cerradas y abanicos metódicos. Las mide, inventa historias alrededor de cada una. Las observa, las repasa, las cuenta. Son dieciocho. Desde su ventana las vislumbra cuando van hacia la oficina del médico. Esperan primero en el corredor sentadas en bancas interminables. De a una pasan al cubículo del médico, y de a una reciben luego del examen su tarjeta sellada y la tranquilidad de la semana. Alguna sale sin tarjeta y desolada. Regresará la semana siguiente, ojerosa y tímida, después del tratamiento.

Anayancy es una de ellas. Anayancy, la única que llega con un niño. Un pequeño de tres años tironeado de la mano. No habla con las demás pero sí juega con el niño. Entra al corredor, sienta al niño en una de las largas bancas, lo acomoda y aguarda la consulta. A la salida de la Unidad, cuando recibe la tarjeta, se la oye reír mientras se esconde detrás de las palmeras para que el niño la busque, Anayancy, Anayancy, ¿dónde está? ¡No sea mala, no se esconda! Aparece Anayancy y lo levanta hacia el cielo, hacia los pájaros que vuelan en escuadras perfectas atravesando el azul. Y se llenan ambos, Anayancy y el niño, de luz y de risas. Ariadna escucha las voces que se quedan, reiteradas, repitiendo las palabras en su cabeza. Las voces que la aturden. A Ariadna le hubiese gustado que alguien la levantara igual, que alguien igual se riera con ella. Quisiera quedarse toda la tarde mirándolos. Pero las voces la agotan. Sí, desde niña, las voces con ella.

Hasta ese viernes en que contó y recontó. No le calzan las cuentas. Primero tres, luego dos, de pronto una, y así hasta diecisiete. No ve al niño ni tampoco a Anayancy. Por un momento piensa en bajar hasta la acera y preguntar. Pero no es posible. En su casa no entenderían. Y el castigo podría ser una ventana cerrada. Esperará al próximo viernes.

No fue necesaria la espera. A la mañana siguiente entre tostada y mantequilla y mermelada, su tío comenta que han encontrado un cuerpo de mujer –una de esas– enterrado en la arena; y su tía que afirma: ¡es que se lo buscan!

Ahora las palabras de Manuel le traen a esas mujeres. Recuerda a Anayancy. Recuerda el comentario de su tío. Las palabras de su tía. Y entiende con claridad el significado de desolación y violencia y falta de autonomía.

Finalmente Escazú, el pequeño pueblo que aún es campesino. Una casa de adobes repleta de helechos desbordados nos recibe. Aparece Rosario con su cerrado acento de Cataluña enredada en las brumas del pueblo meseteño. Manuel entra como parte de la familia. No sé si debo estar allí o mejor en otra parte. La mujer como un dardo. Su pelo negrísimo y su voz ronca me saludan. Adelante. Un corredor colmado de begonias hasta llegar a una pequeña sala. Al lado el comedor. Una mesa de madera sin pintar, y cuatro sillas con almohadones de rojo brillante. Esperad un minuto. Almorzaremos juntos.

¿Ha llegado el correo? No, aún no. ¿Y sabrás qué hacer? ¿La lista con los precios? Manuel confirma. ¿Cuándo pagaremos, siempre el jueves? Manuel asiente. Pero la transferencia aún no llega. La conversación es demente y trastocada para Ariadna: listas, precios ¿armas? No lo sé. Solo sé que es algo secreto que debe ser manejado a sotto voce. Qué hago allí entre esas dos personas que parecen conocerse de siempre, hablando en claves que se me escapan. Pues que os he preparado tortilla de patata. Modesta pero sabrosa. Y un poco de jamón. Me imagino que la chica no toma vino… Rosario amable, Rosario lejana, Rosario imponente. A pesar de su extrema delgadez, su piel blanquísima. Ariadna torpe, Ariadna ingenua, pero no tanto como para no estar consciente. No, por favor, no se moleste. ¿Estará todo a punto? Manuel asiente. Y el pan lo hemos amasado en casa. Espero que el tiempo corra. Ojalá muy de prisa. Quiero no estar allí pero no me atrevo siquiera a insinuarlo. Se sientan. Nos sentamos a la mesa. El abrazo de Manuel, por primera vez delante de otra persona conocida, me inquieta. Rosario es inasible y me perturba. Comemos rápido y en silencio. Pareciera que ya se dijo lo necesario. Ahora las palabras sobran. Un silencio de monasterio. Se interrumpe el silencio: os preparo un café. En un minuto estará listo. Gracias, pero no tomo café. Es un alivio cuando él inicia la despedida. Quiero saber, pero no me atrevo. Nunca preguntaré por Rosario, ni por su delgadez, ni por sus ojeras, ni sus ojos negros, ni por las listas, ni los precios. ¿O las armas? Nunca preguntaré por nada. Porque indagar sobre lo trivial es de mal gusto y sobre lo escondido, peligroso. Porque mejor no saber, no inmiscuirse. Porque lo cotidiano no existe, y de hacerlo, posiblemente conlleva situaciones extremas, temores bien fundados, historias difíciles. Y peligros. Porque la vida es el momento, no más. El resto no es. Así se te dio la vida, Manuel, así se nos dio la vida, así la aceptamos y así la vivimos.

Al regresar al Colegio se encuentra en el pasillo con James. James, su otro compañero, su otro amigo. El genio del grupo de los trece. Milagrosamente no está en el piano. A sus quince años es un virtuoso extremadamente inteligente. Él sabe lo que sucede y también lo que no sucede en el Colegio. Y en la vida. Y por supuesto, sabe de Manuel. Se lo dice: Ari, ya sé. ¡La vi! Los seguimos. Porque nosotros tenemos una agencia de detectives. Ariadna no se mueve. No pregunta quiénes son esos “nosotros”. Se queda esperando. Esa realidad paralela que le toca vivir a veces la desconcierta. Pero James calla. Solo la mira también esperando. La muchacha no dice nada porque no tiene nada que decir. Sube rápidamente la escalera hacia el aula. Es la hora del recreo y no hay nadie. Es un alivio. En la soledad piensa mejor. ¿Una agencia de detectives? Recuerda entonces los quince años de James. Su capacidad para la fábula. Su inteligencia incisiva y su curiosidad permanente. Ariadna opta por el silencio. Su única protección.

Otro día. Vivido como todos sus últimos días, bordeando el vértigo. A los ojos ajenos está en falta. Un cosquilleo en la nuca, una premonición de desastre. Pero no quiere escuchar, prefiere no escucharse. El ensayo terminará pronto y ya tiene listo el pequeño tocadiscos azul, una de sus poquísimas pertenencias. Se complementará con el acetato de “El Pájaro de Fuego”, regalo de Manuel, –Stravinsky, Ariamor, tienes que conocerlo– que escuchará esa tarde en el hotel cercano al parque en donde ese día igual que todos los últimos días concluye su tarde de estudiante.

Decir diecisiete años es decir bastante. Decir que no puede respirar cuando piensa en Manuel, es más que suficiente. Decir que el mundo que le muestra, el afán restaurador, de transformarla en algo más que un cuerpo, es lo necesario, es decir lo cierto. Porque Manuel integra su cuerpo, su inteligencia, su emoción y entonces Ariadna es una, múltiple y una. ¡Será por su propio gusto!

Sí, soy feliz de tanto amor. Por primera vez en mi existencia me siento viva. Feliz asomándose de la mano de ese hombre fuera de la ciudad casi pueblo su San José en esos sesentas impetuosos, de tumultos galopantes en otros países de Latinoamérica y del mundo. Soy feliz explorando, conociendo, imaginando; feliz de tanto, tanto amor alucinado.

¿Manuel uno de los “niños de la guerra”, uno más entre los más de treinta mil niños que no jugaron más con las palomas, evacuados durante la guerra civil española y enviados a Francia, África Francesa, Bélgica, Gran Bretaña, la Unión Soviética, México, Suiza o Dinamarca, con la esperanza de quitarles la máscara de horror que cubría sus caras en el año 1936? La Segunda República Española. El ejército da un golpe de estado. Tres años de guerra. Un niño de tres años. La sangre cubre las calles de Madrid, de las ciudades y campos de España. Desolación y muerte. La sangre toma un matiz apurpurado. Un niño como tantos otros. El espanto continúa con la dictadura perversa del General.

Los hombres, padres o hermanos en los campos de batalla. Las mujeres solas. ¿Tu madre, Manuel?, ¿tu hermana? Las mujeres se olvidan de sí. Están los ancianos, los niños. Tres años. Alejarlo de la barbarie. ¿Qué tan difícil fue separarte de tu madre? ¿Tus pasos nuevos recorrieron el vacío, se adentraron en la ausencia? Ve, te esperan. No, madre, ¡no quiero! Corrés para esconderte. Corrés hacia el patio de tu casa, pero el campo yermo no ofrece refugio alguno. Ven hijo, vamos. Ya es hora. Sentís los labios de tu madre en la frente. ¿Hacia dónde? ¿Con quién? Sentís sus brazos, tibios en ese otoño de hojas secas. Sus brazos te rodean para liberarte luego, mientras te empuja suavemente. Se extienden manos, muchas manos amigas. ¡No, no quiero subir! Déjate de niñerías! Tienes que subir a ese camión. Solo si vienes conmigo. ¡Vete! ¡No seas testarudo! Te encuentro luego. Las lágrimas apretadas de tu madre. En el silencio, en la noche, en el miedo. El transporte se bambolea por caminos desconocidos. Organizaciones políticas y humanitarias dispuestas a ayudar. Después del camión, un tren anónimo. Niños, cientos de niños. Vagones helados. Vagones oscuros. El tren para escapar del destino, pero el horror es ciego, y el desarraigo marca. El sonido exacto, reiterado, de los ejes del tren no termina. Amanece. Alrededor rostros desconocidos, voces que susurran en idiomas nuevos. ¿La frontera francesa? Mirás alrededor. El miedo está sentado a tu lado, te toma de la mano. Estás solo. El mundo es una planicie deshabitada y vos en el centro mirás alrededor. ¿Fue así? Los recuerdos se te van muriendo en el regazo con la añoranza de tu casa, tu familia, tu madre, tal vez tus hermanas, tu padre, el recuerdo prendido con alfileres, punzándote para el resto de tu vida, única razón para no sucumbir. Así, igual que vos, Manuel, cientos, miles de niños desdibujados en el tiempo.

Pero Manuel, al menos no uno de los niños que el franquismo repatrió. Uno de los niños secuestrados, más de veinte mil, regresados a España para liberarlos del gen comunista. Otra tortura, la sangre sigue siendo roja. Ahora mana por dentro: desaparecer su pasado, esfumar su historia pequeñita, ponerlos a jugar con el odio, borrar su familia. No, al menos no fuiste uno de ellos.

Amor. Manuel llenándola de amor. Stravinsky, y Manuel contándole de la aceptación tardía de la obra de Stravinsky. ¿Sabes? El mundo está lleno de escándalos. Lo que no se comprende resulta escandaloso. ¿Ves? Como la obra de Stravinsky. Uno de los mayores escándalos en la historia de la música, –se olvida cuando está con ella de los apremios de su otra vida, la invisible, y se da el tiempo para la ternura, para la conversación– por su propuesta de armonía politonal. Su mano se detiene en el pie de Ariadna, acaricia cada uno de sus dedos, besa el empeine. Perdido en el cuerpo de la muchacha sintiendo su atención, perdido en el mundo que construyen. Y ahora la armonía politonal es aceptada. Escucha, escucha. Sus ritmos dislocados. Su agresiva orquestación. El mundo no entiende que otra constante puede ser lo politonal. Y que en lo dislocado, en el caos que representa está el germen de lo nuevo, de lo que sigue. Su entusiasmo contagia. La muchacha es una con él, aprendiendo, asimilando, escuchando. Y sintiendo. Su lengua, tibia, se desplaza despacio por la pierna de Ariadna. Las manifestaciones de la vida sean artísticas, emocionales, prácticas, deben analizarse a partir de su unicidad. De su realidad específica. Así. Como nosotros. Quien no nos mire desde nuestra especificidad jamás podrá comprendernos. Manuel besa la redonda estructura de la rodilla de Ariadna. Se tiene que hacer un análisis concreto de cada realidad. Sea esta de cualquier tipo. No funcionan las generalizaciones. Eso es lo primero que cada marxista debe tener presente: no hay verdades generales que se apliquen en general. El muslo de la muchacha palpita, conmovido con la caricia lenta de la boca de Manuel. Y vale para todos los órdenes de la vida, Ariamor. Para la música, para las relaciones. No lo olvides nunca, mi amor. Y la lengua de Manuel, dulce y suavemente, invadiendo la húmeda vulva de Ariadna. Y “El Pájaro de Fuego” sonando con fondo de aguacero en esa tarde, una más, llena de palabras y llena de caricias.

El sitio de Ariadna

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