Читать книгу El don de la diosa - Arantxa Comes - Страница 11

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Un rumor arrulla en mis oídos. Noto los rayos de sol reverberar cálidos sobre mi rostro. Hora de despertar; aunque sienta por primera vez en mucho tiempo que puedo quedarme acostado más tiempo del habitual. Cojo la manta por el borde y estiro hasta que me cubre la nariz. De nuevo, el arrullo molestándome. ¿Será algún pájaro repiqueteando su pico contra mis ventanas?

» Noah, despierta.

—Cállate —susurro.

Hace días que no hablo conmigo mismo y mi voz surge ronca. No debo abandonarme. No puedo darme ese lujo ahora que he determinado qué hacer con mi vida. Cuál puede ser mi misión en ella.

» Ha salido el sol.

Gruño para acallar al rumor; la Voz que se pierde en el flujo de mis pensamientos una vez me detengo a estudiarla. Pero para estudiarla tendría que compararla con mi propia voz y yo tampoco soy un sujeto muy fiable. Haciendo acopio de las pocas ganas que tengo de levantarme, me desperezo y pataleo hasta quitarme la gruesa manta de encima. Aunque es primavera, las brisas matutinas son frescas y la humedad sigue calándome los huesos como en invierno.

Primavera. Con el próximo verano habré vividos dos años. Eso según unos retazos borrosos prendidos en mi débil memoria. A veces solo hay eco en ella.

—¿Cómo te llamas? Noah… O eso creo. ¿Cuántos años has vivido? Dos años... O eso creo. ¿Por qué estás en esta casa? Porque nací aquí…

Se me quiebra la voz antes de continuar con mi examen para comprobar el estado de mi memoria. Todo sigue en su sitio, menos los episodios de mi vida; los que espero que solo estén perdidos y no borrados para siempre. O esa es la conclusión a la que llegué tras despertar hace ya dos años. Gracias, en parte también, a la Voz. Porque eso explicaría por qué estoy en esta casa, por qué sé hacer lo que sé, y por qué no entiendo o no recuerdo cuándo aprendí todo lo que no he olvidado. Por qué me lo cuestiono todo.

Soy un ser humano. Estoy solo en esta casa junto al mar, pero no estoy solo en el mundo como creí al comienzo. Hay más; más como yo y de otras especies. Muy lejos de mi hogar. Mucho más al norte.

» Pierdes el tiempo.

Frustración. En mi corta vida solo dos cosas me han hecho experimentar este sentimiento que me encoge la garganta, me incendia las mejillas y me hinche de malestar. Una de ambas es no haber comprendido algunos textos de la biblioteca de mi casa; capacidad tal vez perdida en mi memoria o que nunca llegué a aprender. La otra es la misma Voz. Porque no es mi voz, es otra cosa… Algo explicado en los libros, cuya existencia algunas veces niego por miedo y otras me debo a ella.

Porque esta Voz es la prueba de la verdad.

Y esta certeza me quita el sueño más que nada.

Un cosquilleo me recorre la nuca. Sacudo la cabeza para espantar la reacción.

Dispuesto a no dejar que la Voz vuelva a hablar —si hablar es el término adecuado para describirlo—, me incorporo de un salto bastante torpe. Me desperezo otra vez mientras estiro las piernas y los brazos. Observo por la ventana: hace un día espléndido para salir a correr. Me miro la ropa. He dormido con el conjunto de ayer, bastante cómodo y elástico. Perfecto.

No me calzo las botas, porque ya amenazan con dejar caer sus suelas, y salgo por la puerta principal. Inspiro hondo y, sin perder más tiempo, corro colina abajo hacia la orilla de la playa. La frustración se la llevan las olas. Adoro el mar, porque me hace sentir libre. Aunque nunca he sentido lo contrario como para saber si esto es la verdadera libertad. Porque parte de mi experiencia se perdió con mis vivencias, y un cosquilleo se adueña de mí cada vez que creo sentir por primera vez; como si quisiese despertar la parte dormida de mis recuerdos. Como si estuviese reconociendo un sentimiento que ya he vivido antes.

Sacudo la cabeza: estoy corriendo, me siento bien y eso debe bastarme… por ahora.

Después de alcanzar los cinco kilómetros, doy media vuelta. Nunca he sobrepasado el espigón que crean las gruesas rocas que reconducen el río Sur —como lo denominé en su momento gracias a mi poca imaginación— hasta el mar. Jamás se me ha ocurrido cruzar al otro lado. Viajar. Pero eso va a cambiar pronto.

Cuando llego de nuevo frente a la casa no me detengo a recuperarme del resuello. Me desvisto hasta quedar completamente desnudo y me lanzo contra las olas como algunos peces de escamas plateadas hacen al atardecer. No espero que el agua esté tan helada y, por un instante, mis músculos se engarrotan tanto que tengo que detenerme. No obstante, el acaloramiento por la carrera y los rayos de sol recuperan el sofocante calor, y me zambullo en el agua para bajar la temperatura de mi cuerpo.

El baño me despeja del todo y renueva todas mis fuerzas. Después de chapotear, bucear y jugar con las olas, salgo del agua. Me coloco los pantalones y, dejando el resto de ropa atrás, me dirijo al huerto, separado de la playa; más cerca del resto del mundo que del infinito azul. La piel de los tomates reluce; por su superficie resbalan gotas de rocío. Saco una zanahoria; tiene un aspecto delicioso. Me ruge el estómago y observo el campo para decidir qué será mi desayuno. Las fresas ganan la batalla visual, pero cuando voy a coger un puñado de ellas, las moras me parecen más apetitosas todavía.

Termino por coger un buen puñado de ambas.

Entro por la puerta trasera de la cabaña de madera. Me estoy tomando con mucha tranquilidad mi último día en ella. Mañana partiré y no miraré atrás. Mentiría si dijese que no me siento un poco alterado, como cuando desperté dos años atrás y no solo fui consciente de mi existencia, sino de todo lo que guardaba en mi cabeza —y todo lo que parece faltar—.

Ese estallido de pensamientos fue implacable.

Pero también esclarecedor.

Y, aun así, no hubo un temor real. Tal vez sorpresa, incomprensión y curiosidad. Pero ¿miedo por el conocimiento? Nunca. Al fin y al cabo, aquella tromba de saberes, que no recordaba haber aprendido, era totalmente lo opuesto a lo desconocido. Y, según los libros de la biblioteca, lo desconocido conforma el miedo más irracional para la especie humana. Yo voy a iniciar un viaje en esa dirección, y más que aterrado me siento eufórico.

Devoro el desayuno, fresco y delicioso. Me chupo los dedos y la sal del mar se mezcla con el dulzor de la fruta. Una mueca. Corro hasta la cocina en busca de agua. Cojo un vaso y lo hundo en un cubo repleto de ella. Bebo hasta que no queda ni rastro de ese sabor tan desagradable. Menos mal que en mi zona llueve con frecuencia, por lo que los huertos se mantienen sanos y siempre estoy abastecido para las necesidades más básicas.

Y hablando de necesidades básicas…

Salgo corriendo por la puerta principal y me acerco a una enorme roca que linda con una duna. Sonrío, divertido, cuando suspiro de alivio por no haberme orinado encima. Solo me ha pasado una vez; la primera noche después de mi nacimiento. La Voz y una pesadilla desordenaron todos mis sentidos hasta que no fui capaz de contenerlo más. Supuestamente, habría tenido que sentir vergüenza, pero no había nadie allí para hacérmela sentir. O tal vez es que no me avergüenzo por mis acciones y fallos.

La brisa cambia de dirección y me empuja por la espalda. Voy a dar media vuelta para entrar de nuevo en casa, cuando una flor marchita capta mi atención. Dudo en si ayudarla o no. Puede suceder cualquier cosa, desde destrozarla hasta conseguir revivirla. Incluso que no ocurra nada. Según los archivos del Caimán no podemos hacer daño con nuestro poder, pero la potencia de este sí puede provocar el caos.

Demasiada energía acumulada en un solo cuerpo.

Demasiada magia para controlarla.

Aun así, me acerco y me acuclillo frente a ella, protegiéndola de la impetuosa brisa. Carraspeo e inspiro hondo. Las pocas veces que he usado magia los resultados han sido catastróficos. Abro los ojos lentamente, concentrado. El viento se intensifica y el entrechocar de las olas contra la orilla estalla en mis oídos. En mi piel rezuma el poder. Rozo el tallo de la flor con un dedo. No sucede nada. No desespero. Pensando que la vida necesita más intensidad para proyectarla, concentro la energía en las yemas de mis dedos. Soy capaz. Esta vez acaricio los pétalos, que antes fueron blancos, y sucede. El fulgor dorado tiñe mis yemas y, como una nube ligera y dispersa, envuelve la flor entera.

Sonrío.

Dejo de sonreír.

Un segundo tarda un vendaval causado por la intensidad de mi magia en arrancar ese ser marchito de la tierra para llevárselo lejos. Mi energía se esconde y la ventisca cesa de golpe.

—Y por esto nos persiguen. Por la que llamaban Diosa a la Magia.

Me incorporo, sin dejar de mirar lo que he provocado. Me limpio algunos rastros de arena de las manos en el pantalón. Eso es todo. No puedo hacer más. Doy media vuelta y me dirijo de nuevo al interior. No hay tiempo que perder.

Una vez dentro, entro en la única habitación separada del resto. Hay una cama, un escritorio y un armario repleto de ropa. Nunca he usado el colchón. No me pertenece y no me transmite buenas vibraciones utilizarlo; siempre con la sensación de que he invadido un espacio al que nunca he sido invitado. El escritorio está totalmente despejado, muy diferente al caos que domina la mesa, las estanterías y el piso del salón. Abro el armario, repleto de ropa vieja.

Cojo un conjunto al azar. Mientras me quito los pantalones, me fijo por enésima vez en las prendas más pequeñas que cuelgan en las perchas de madera. Antes que yo, aquí vivieron dos seres. Uno adulto y otro más pequeño. Se marcharon antes de mi nacimiento y entonces yo ocupé el espacio que les pertenecía.

Que pertenecía al Caimán.

Vistiendo la ropa del Caimán.

Leyendo los libros del Caimán.

Aprendiendo y viviendo gracias al Caimán.

A su legado.

Un hormigueo me recorre la nuca. Reconocimiento.

Salgo al salón, arreglándome la manga de la chaqueta. Me calzo las viejas botas sin deshacer los cordones. Últimamente apenas me he asomado al espejo, pero puede que sea la última vez que me vea en mucho tiempo, así que echo un vistazo para recordar cómo soy.

Los iris de un verde intenso destacan a causa de las profundas ojeras que nunca me abandonan. El pelo rubio, de un pálido enfermizo, me roza los hombros. Me lo corté cuando llegó a la parte baja de mi espalda y se convirtió en una molestia para muchas de mis actividades cotidianas. Ato un puñado de mechones con una cuerda fina en la parte alta de mi cabeza. Me rasco la barbilla. No me gusta afeitarme, porque luego la piel me pica demasiado, pese a que termino haciéndolo.

—Estoy perdido. No recuerdo nada. ¿Y si esto es lo que soy? ¿Y si solo me estoy convenciendo de que antes tenía algo para no sentirme solo? —La sugestión me vence y la opresión se instala en mi pecho, alimentando los peores pensamientos—. Estoy solo...

¡Estoy solo!

» No lo estás.

—¡Cállate!

Enmudezco por mi propio grito. Intento acompasar mi respiración. Me ahogo, y pocas veces soy capaz de evitar perderme en esta oscuridad. Me apoyo en la mesa y empujo unos folios, que caen en estampida contra el suelo. Las lágrimas se agolpan en mis ojos. Oscuridad. Es lo único que me invade por dentro.

» La bellota…

La bellota. Palpo la superficie de la mesa intentando hallar el objeto. Los sudores fríos y los mareos comienzan a dominar todo mi cuerpo. Sin embargo, cuando doy con esa pieza única, una ola de alivio apacigua la inquietud. Siento el clavo que atraviesa el fruto contra la palma de mi mano. El corazón empieza a recuperar su ritmo habitual. Respiro hondo.

Enfoco la vista en el suelo agrietado de madera. Me concentro en una hendidura, intentando enumerar todos sus detalles. Luego deslizo la mirada hasta mi mano. La abro. La bellota reluce por el sudor de mi piel. El clavo ha dejado marcas anaranjadas en mi palma a causa del óxido que lo está carcomiendo. El cordel negro sujeto al extraño objeto raspa por el desgaste.

Me coloco el collar alrededor del cuello. Una sensación de nostalgia me inunda el pecho. Nostalgia por algo que no recuerdo. Sin embargo, es el tipo de sentimiento que reafirma mi teoría sobre que he perdido la memoria: para sentirla necesito un pasado. Y esta bellota atravesada por un clavo que encontré en la mesa del salón el día en que desperté ha sido, hasta el momento presente, el objeto con más carga emocional pese a no recordar su origen.

—Vale… Con cuidado.

Consigo sostenerme sobre las piernas, aunque las rodillas aún me tiemblan. ¿Seré capaz de vivir en un mundo que conozco por la teoría y no por la práctica? Observo todo el trabajo que he estado estudiando durante dos años enteros y que reposa sobre la mesa en forma de folios, libros y mapas.

Acaricio los volúmenes en los que he resumido todos los conocimientos recopilados por el Caimán y en los que se encuentra todo lo necesario para salir de aquí y defenderme en un país inhóspito: Nueva Erain. Una tierra en la que conviven dos especies totalmente diferentes. Una tierra que fue destruida y reconstruida por…

—El Caimán —leo, acariciando la firma de quien ha escrito parte de lo aprendido—. Te encontraré.

Me vuelvo sobre mis talones y contemplo el enorme mapa que se muestra como un nuevo misterio ante mí. Nueva Erain, bastante despoblada. Si los estudios del Caimán son correctos, yo debo vivir en el sur, en esa marca de color rojo que señala un pequeño punto en la frontera con el mar. Sin nombre, casi como yo. Sin habitantes, solo yo. Muchos de los caminos están marcados por líneas de diferentes colores, pero la roja, más gruesa que ninguna, se dirige por el centro del país hasta la capital, dividida en dos territorios enfrentados: Núcleo y Mudna. Ahí la tinta se pierde en un borrón. Sin embargo, es una buena zona para empezar a buscar al Caimán, además de propagar la verdad que el país parece desconocer. O esconder.

No sé cuánto tiempo habrá pasado desde que el Caimán y ese ser más pequeño abandonasen esta cabaña, pero si la situación del país continúa igual a como él explica en sus archivos, entonces me será fácil integrarme y guiarme por Nueva Erain.

Dos años de puro esfuerzo estudiando, entrenando y meditando deben ser suficientes para lograr mis objetivos.

—¿Pero lo vas a cambiar tú, una persona que ni siquiera se ha cruzado con alguien de su especie? Sí, yo. Yo solo. Como siempre ha sido. Estoy preparado. He estudiado todos los documentos que he entendido. Conozco la sociedad de este país mejor que sus propios ciudadanos.

» ¿Seguro?

Termino de convencerme en silencio.

Me dirijo a la mochila que descansa en una de las esquinas de la habitación y compruebo que todo lo necesario para sobrevivir está dentro. Solo falta empaquetar un poco más de comida y meter los archivos que he recopilado, y estaré preparado para dejar esta vida atrás.

Salgo al exterior, recordando que he dejado la camiseta y los calzoncillos en la orilla del mar. No puedo olvidarme de nada; no puedo dejar a la vista ninguna pista sobre mí. Me meto las manos en los bolsillos de la chaqueta y me dirijo colina abajo acompañado por la brisa. Voy a echar de menos el mar. Su sonido, su movimiento, todo él. Me agacho y entierro los dedos en la tibia y suave arena.

Sobreviviré sin todo esto. Debo hacerlo.

Me acerco a la orilla con pasos lentos para retardar el regreso. Me acuclillo y recojo las piezas de ropa. Están empapadas y sucias por la arena mojada. Es cuando alzo los ojos que algo capta mi atención. En medio de la extensión azul hay un punto negro que se acerca. Me froto los ojos con el antebrazo y observo de nuevo. El punto negro permanece, un poco más grande que antes.

—No puede ser.

Atraso un paso, dispuesto a echar a correr para esconderme, pero sé que no me dará tiempo a escapar. Tengo que hacer tantas cosas antes de partir. Respiro hondo. Valentía, digna de los personajes de las pocas historias de ficción existentes en la biblioteca del Caimán. Nunca me he enfrentado a una situación que requiera de un valor similar, pero he combatido al hambre y alguna que otra catástrofe atmosférica.

Dejo caer la ropa en la arena. Corro hasta el pequeño cobertizo que está unido al lateral de la casa, donde guardo las diversas herramientas útiles para arar el campo. De entre todas ellas, escojo un machete que apenas uso. No me detengo a comprobar si está afilado, así que me repito que debo mostrarme suficientemente amenazador como para asustar a ese punto negro, pero no tanto como para enzarzarme en una pelea que ya, desde el comienzo, sé que está perdida.

Regreso a la orilla con la respiración alterada. Ahora logro distinguir sin problemas lo que es la sombra en el horizonte. Una persona. Alguien como yo; o eso parece. El pelo anaranjado le roza el cuello. De momento, no discierno más. Alzo el machete. Las manos me tiemblan y el filo parece poseído por un seísmo. Agarro la empuñadura de diferentes formas, tratando de encontrar la postura que no me haga agitarme así. Pero no hay manera.

Por primera vez en mi vida, estoy sintiendo miedo.

Miedo real.

Es muy distinto a otros sentimientos, porque se esconde en zonas oscuras de mis instintos a los que no me atrevo a entrar. A enfrentar. Es una sensación parecida al vértigo, pero mucho más inestable. Es una visión agónica e indiscutiblemente incierta.

Trago saliva.

—¿Qué quieres? ¡Tú! ¿Qué quieres?

La persona, como respuesta, alza una mano. Viste manga corta, mostrando un brazo totalmente pintado. Es un entramado de colores que ocupa toda su piel. Una segunda manga, tal vez… Me asusta aún más. ¿De dónde viene? ¿Con qué intención? ¿Por qué? Nadie nunca ha llegado a mi zona, ¿por qué ahora? ¿Por qué justo ahora?

—¿Qué quieres? ¡No lo vuelvo a repetir!

Me doy cuenta de que, por mucho que grite, va a resultar un intento vano por detenerla. Voy a pelear contra alguien. Sacudo el machete, haciendo movimientos que más resultan torpes aspavientos. Consigo escuchar cómo se ríe. Eso me paraliza del todo. La risa de otro ser. Ha acariciado mis oídos e inundando mi pecho de una sensación cálida. Y, de pronto, me doy cuenta de un detalle que me aterra mucho más que una futura pelea: voy a interactuar con un ser racional por primera vez. Voy a escuchar su voz, a descubrir su expresión corporal, a mirar a los ojos de alguien como yo. La impresión me ataca y noto que el aliento se escapa con toda la valentía que había reunido.

La persona de cabello naranja está tan cerca que ya es irremediable. Ha viajado en un bote de madera de un aspecto bastante inseguro. Una mochila cuelga de su hombro y desciende hasta entrar en el mar. El agua le roza las rodillas y me percato de que ha dado con un banco de arena.

Se aproxima hacia mí con el ceño fruncido. Su rostro comienza a mudar hasta quedarse mucho más pálido que el mío. Y entonces, alza ambas manos. Inclino la cabeza hacia un lado, intentando analizar su gesto y lo que significa. Asustado, levanto más el filo. La persona extiende totalmente los brazos, confundida, pero sin dejar de avanzar.

—¿Qué quieres?

Última oportunidad.

—¡Baja el arma, no voy a hacerte daño!

Su voz me desestabiliza durante unos segundos. Más porque proviene de otra persona que por su peculiar acento, muy distinto al mío, aunque se haya expresado en un perfecto eraino —el idioma de los seres humanos del país—. Es increíble. Estoy escuchando a otro ser, no a mí mismo delante de un espejo, imaginando que mi reflejo no soy yo.

Sin embargo, mi instinto me pellizca para advertirme que la curiosidad no se puede convertir en confianza. ¿Debo creerla? Puede estar mintiendo, y de la mentira conozco muchas cosas. No solo por lo que sé del país en el que me encuentro, construido a base de ellas, sino porque, día a día, yo me miento a mí mismo. Me hago creer que todo va a ir perfectamente, que todo se solucionará solo por esperar que es posible. Que recuperaré mi pasado y, por fin, seré feliz.

» La voluntad no lo es todo.

—Silencio…

—¿Perdona?

Me concentro de nuevo en la persona desconocida, intentando hallar un punto equilibrado entre mis reacciones contradictorias. Ahora está frente a mí. Bueno, más bien frente al filo del machete. Rememoro el tono de su voz, tratando de encontrar matices que me revelen sus intenciones. Profundizo en sus pupilas dilatadas, rodeadas por un anillo de un intenso azul, muy parecido al del mar.

—¿Eres un pervertido?

—¿Pervertido? —reproduzco. No sé a qué se está refiriendo—. ¿Qué me has llamado?

—Pervertido.

Le ha molestado que la observe tan detenidamente. El Caimán habla de eso en sus libros sobre la sociedad: a los seres vivos, sobre todo con raciocinio, no les gusta que se los estudie con atención. Indiscretamente. Sin embargo, yo nunca he puesto en práctica mi sutilidad. Las rocas, las plantas, el agua o la arena no reaccionan a mi curiosidad. Solo una ardilla me enseñó sus paletas cuando se sintió amenazada por mi atenta mirada.

Y aunque me doy cuenta de mi error, de pronto, el calor me sube hasta las mejillas. La persona sigue observándome. Quiero ocultarme de su dura mirada azul. Y, cuando comprendo mi reacción, me percato de que lo que estoy sintiendo es vergüenza. No me gusta, me hace sentir… ¿irritado? Pero la irritación es muy distinta a la vergüenza, porque esta última me encoge el estómago y no me deja encontrar un lugar seguro en el que posar la mirada.

—Eh, pervertido, ¿qué pasa?

Otra vez con esa palabra. Trato de explicarme:

—¿Eres un ser humano?

—Sí, una humana. Como tú.

No me he equivocado, estoy frente a alguien de mi especie.

—Yo… Es solo que no he visto a nadie en mi vida. A ningún ser de cuerpo presente, ¿entiendes?

—¿Qué me estás…?

Y, de pronto, abre mucho sus enormes ojos. Se lleva una mano al pecho y yo bajo el arma, preocupado por su bienestar. En mi vida mi máxima preocupación ha ido dirigida a que creciesen bien las verduras y frutas que cultivaba en el campo. Pero ahora ese sentimiento evoluciona a pasos agigantados, dirigiéndose a un «alguien» y no a un «algo».

Un cosquilleo me cruza la espalda como un latigazo, erizándome la piel. Estar cerca de una persona es un detonante para mi memoria adormecida.

—¿Estás bien?

—Eres como nosotras. Una anomalía —me espeta.

Y sus palabras despiertan mi interior. La desconocida retrocede un paso, pisando con fuerza una ola que le salpica las perneras de los pantalones. Puedo sentir cómo la magia me impulsa hacia ella. Como si una cuerda nos atase y, poco a poco, se tensase hasta juntarnos en su centro. Y, pese a la enorme coincidencia, tengo la sensación de que la humana está más confundida que yo.

La Magia cobijada en dos cuerpos distintos; llamándose a sí misma.

—¿No estás sorprendido?

—Claro. —Sé que existen más como yo. No puede esperar que me asombre cuando ya tengo conocimiento de ello—. Es decir, eres la primera persona que conozco. Por esa parte, estoy totalmente fascinado. Y resulta que eres una anomalía como yo. Se supone que esto es lo que tiene que pasar. Que es inevitable que nos juntemos.

—No, justo es lo que no tiene que pasar. No me puedo creer que estés tan tranquilo cuando se supone que la primera persona que te encuentras en tus veintidós años de vida es otra anomalía.

Veintidós años. Los años que, según la historia escrita por el Caimán, tenemos quienes poseemos magia. Veinte años perdidos; todo ese tiempo he olvidado, supuestamente.

—Es lo que tiene que pasar. Mi energía habrá atraído a la tuya. No sé…

—Mejor si no sabes. Tengo que alejarme de ti cuanto antes.

Avanza, dejando el bote a la deriva. Me esquiva sin más y un impulso domina mi cuerpo. La detengo por el brazo pintado. Me asombro porque esa manga parece su propia piel, cálida y suave. Blanda y delicada como la mía. Frágil. La chica se gira con los labios apretados. Es complicado leer las expresiones humanas. No sé qué puede estar sintiendo. No importa cuántas horas me haya pasado delante del espejo atendiendo a mi rostro, intentando hallar las emociones que en los libros se describen. Es imposible, no las encuentro. Esta persona me lo está mostrando y ni aun así soy capaz de conectar mis conocimientos.

La magia se desata entre mis dedos y su brazo en forma de calambres. Vibramos. Somos como un tornado incontrolable. Empiezo a marearme y, por su tambaleo, entiendo que ella también está sintiendo los efectos de nuestra conexión.

—Suéltame, pervertido —dice entre dientes. No lo hago.

—No sé qué significa esa palabra, pero no me llamo ni me identifico como pervertido. Mi nombre es Noah. Puedes llamarme así.

—¿Estás loco? No quiero saber nada de ti.

Lo comprendo entonces: me rechaza. Dejo caer la mano, pero ella no se mueve. Curioso, estudio mis dedos. No están manchados y aún siento el rastro de su tierna carne en ellos.

—Necesito ayuda.

—No voy a ser yo quien te la ofrezca, anomalía. —No usa mi nombre.

—Es que…

Y un estruendo, tan profundo que reverbera en mi pecho, se extiende en eco por toda la playa. Me vuelvo, buscando el origen. Otro punto negro en el horizonte; este mucho más grande. Me alejo de la orilla y me choco contra la chica. Ella se queja y noto cómo se tensa todo su cuerpo.

—Te pido perdón.

Disculparse. El Caimán también lo hace mucho en sus escritos.

—¿Por qué?

—Los he traído hasta ti. Sin querer.

—¿A quiénes? ¿Más personas? —Debo proyectar más entusiasmo que otra cosa, porque la chica me mira extrañada.

—Al Código. A nuestro enemigo.

El miedo regresa con fuerza y me derrumba. El Código es, entre otras funciones, el captor en secreto de las anomalías. De seres mágicos como ella y como yo. La chica me observa como si fuera un pez a punto de morir asfixiado. No me gusta ese gesto.

—No quieres que estemos juntos, vale. No es mi objetivo hacerlo y no te voy a obligar a lo contrario. Ayúdame con algo y luego podrás marcharte.

—No voy a…

—Por favor —suplico. Qué nuevas están siendo todas estas expresiones para mí. Me asombra cómo me puede cambiar otro ser en cuestión de segundos.

Fija su vista en el horizonte y alterna varias veces la mirada hasta posarse de nuevo en mí. No me muevo hasta que ella cede. Con otro movimiento inconsciente, la cojo de la mano y la arrastro hasta el interior de la cabaña. Recojo la mochila y meto en ella los libros importantes y el diario del Caimán. Con dos zancadas más llego a la cocina y abro un armario enorme. Dentro, unos barreños de madera contienen litros y litros de aceite. Me ha costado recolectar tal cantidad, pero, por suerte, será suficiente.

—Coge este y empieza a esparcirlo por la habitación.

Olisquea y frunce la nariz.

—¿Es aceite? ¿Qué pretendes?

—¡No perdamos tiempo!

Me coloco la mochila en la espalda y agarro otro barreño. Empiezo a empapar la mesa y las estanterías. La chica corre hasta la habitación y la oigo volcar el líquido por todas partes. Intento no alterarme y esconder la angustia que me está encogiendo el corazón. No sabía que iba a ser tan complicado deshacerse de todo lo que ha formado parte de mi vida desde siempre.

Cuando termino con el primer recipiente, alcanzo el tercero. Ella sale de la habitación y me señala el armario abierto. Asiento. Solo queda uno más. Bordeo todas las esquinas echando grandes cantidades de aceite. El hedor comienza a ser insoportable. Salgo al exterior y termino el último litro en la puerta principal. La chica llega desde la parte trasera.

—¡Ya está! ¿Ahora qué?

—Ahora…

Lanzo miradas nerviosas al punto negro, todavía lejano, mientras escarbo en el interior de mi mochila. Ni siquiera me fijo en qué tipo de embarcación viajará el Código. Aunque no importa cómo lleguen, sino que lo hagan. Alcanzo el objeto. La chica no se resiste más:

—¿Por qué vas a incendiar tu hogar?

—Porque el Código no puede saber lo que guarda esta cabaña.

Se aparta y entro por última vez. Entrechoco ambas piedras, dirigiendo las chispas hacia un montón de papel impregnado de aceite. Me cuesta varios intentos crear una llama pequeña, pero cuando lo consigo, me dirijo a otras zonas para crear diferentes focos.

Salgo, tosiendo por el humo negro que se acumula en el espacio. Me saltan las lágrimas, incontrolables, y no sé asegurar si es a causa de la espesa y oscura nube o por el dolor que se está concentrando en mi pecho. Sin embargo, me alegro cuando me encuentro con ella esperándome fuera. Se ha alejado de la casa y, con los brazos cruzados, observa el mar.

—Una llama más y…

Pero, de repente, un fogonazo de fuego, que rompe una ventana buscando más oxígeno, me hace tropezar. Caigo de espaldas y un agudo calambre en el trasero me sube por la espalda.

—¿Estás bien?

La chica se agacha junto a mí y me tira del brazo. Sin mirar al mar ni a mi casa, me incorporo intentando ahogar los quejidos que intentan desgarrar mi garganta. Me duele todo. Nunca me ha consumido un sentimiento así, pero está destrozándome por dentro. Las lágrimas no dejan de surcar mis mejillas.

—¡Vámonos!

Y avanzamos hacia delante. Hacia el futuro. O, al menos, yo corro hacia el mío. Corro para entregar la verdad y para enfrentar la mentira. Corro para expandir la palabra del Caimán. Para decirles a todos que nacimos del fin de la humanidad.

El don de la diosa

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