Читать книгу El don de la diosa - Arantxa Comes - Страница 14

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El fin de la humanidad. La historia alternativa y no demostrada —prohibida por el Código— sobre la llegada de los seres humanos a Nueva Erain. La versión que cuenta que algunos recibieron una segunda oportunidad para vivir y que la Magia los eligió de lo que llaman el antiguo mundo para salvarlos de su propia destrucción. Sin embargo, no hay pruebas que verifiquen esta versión. Los mudnanos niegan esta historia. Los nuclenses también. Solo los indómitos, humanos y draizs que decidieron marcharse de las capitales del país y vivir en pequeñas zonas de la isla, desvinculados y apartados de las leyes impuestas por el Código, apoyan esta historia abiertamente. Sé que el hecho de que el Código sepulte esta versión es motivo suficiente para sospechar y pensar que puede haber algo de verdad en ella. Pero si mis propios padres, los seres en los que más confío, la niegan. Y como no hay pruebas reales de que existe esa Magia, entonces no puedo creer en ella. Y, por tanto, en tal leyenda.

¿Soy culpable por centrar mis esfuerzos en la protección de los nuclenses y no en una historia que, venga de la mano de un poder superior o no, no está marcando ahora mismo una diferencia real?

Porque hace veintidós años que los humanos llegaron a Nueva Erain y conquistaron a los draizs. Hace veintidós años que el centro del país se dividió en dos para separar ambas especies. Años después, los indómitos decidirían no participar en esta guerra, pese a que fueron perseguidos, obligados a volver o a morir en su intento de huida. Hasta el Incidente, transcurrieron dieciocho años de puro horror en los que salir a la calle era un futuro incierto, porque el Código se enfrentaba a todo y a todos: a los que se exiliaron a voluntad, a los draizs que no bajaban la guardia y a los humanos que decidieron no apoyar su conquista y fueron recibidos en Núcleo.

Por suerte, mis padres eran los danían en aquellos tiempos. Comprensivos, tolerantes y justos, que aceptaron a los humanos que huían de su propia especie en la tierra que les había correspondido. Ellos mismos nos encontraron a Ézer y a mí llorando en medio de un bosque, cerca de un prado muy próximo a Núcleo. Nos acogieron y nos cuidaron. Nos criaron junto a Kalestra y Dido, sus hijos biológicos, como si también lo fuésemos.

Me llevo una mano al parche. Echo demasiado de menos a Kalestra y Dido. Mi hermana habría guiado Núcleo mejor que yo. Ambos habrían sabido qué hacer con estos dos humanos que han irrumpido en la ciudad avivando la llama de una historia que debería estar bien apagada por el bien de todos. No es el momento de tentar la ira del Código. Y lo que más me extraña es que ambos intrusos no conozcan las consecuencias hacerlo.

Observo al chico desde mi montura. La herida que le ha causado la flecha de Almog ha parado de sangrar, aunque ha dejado un rastro rojizo en su pálida piel. Parece enfermo, y las ojeras que enmarcan sus enormes ojos verdes no mejoran su aspecto. Pero es en su mirada donde descubro lo raro que es. A veces el pánico titila en sus pupilas, sobre todo cuando Almog lo intimida y él se percata. Sin embargo, durante gran parte del camino, lo que más reluce es su curiosidad y sorpresa.

Todo lo contrario que su compañera, que no enmascara su desasosiego ni un solo segundo. Se mira las muñecas encadenadas e intenta mantenerse firme en la grupa del caballo de Ehun. Parece al borde de la histeria. Ni siquiera cuando el chico la observa y trata de decirle algo ella se esfuerza por atenderlo.

Algo en esa actitud me dice que no son tan íntimos como he imaginado en un comienzo.

—¿Qué vas a hacer con ellos?

Ézer se coloca a mi lado y me susurra la pregunta sin desviar la mirada de los recién llegados. Su voz destila tensión y, por un momento, me duele que mi propio hermano piense que esta situación me va a sacar de quicio. Sabe con todo lo que he tenido que lidiar de primera mano durante cinco largos años; esto no va a superarme. Me observo las manos y puedo ver en ellas toda la sangre que he derramado por la causa. Sacudo la cabeza, sintiendo el corazón golpearme el pecho. La sangre desparece. Me fijo en el desconocido que ahora me mira con el ceño fruncido. El estómago baila en mi interior y me encorvo hacia delante, mareada.

—¿Kira?

Me aferro a la realidad de la voz de mi hermano, aunque queme como el fuego. Quiero que ese chico deje de estudiarme como si fuera una pieza de exhibición. Aprieto las riendas y alzo el rostro. El sudor me resbala por la nuca hasta perderse por la espalda. El desconocido ladea la cabeza, desconcertado, y vuelve la vista al frente.

—No voy a castigarlos, si es lo que te preocupa.

—Kira, eso no…

—Déjalo, Ézer.

He golpeado fuerte y bajo. Sin embargo, sé que él aguantará mi arremetida. A veces es el pozo en el que descargo toda mi frustración. Lo recompensaré por ser tan paciente, por quererme tanto. Le daré la libertad que tanto anhela, porque cada vez es más evidente; el hecho de que quiere marcharse de Núcleo.

—¿De dónde han salido? ¿Por qué han decidido venir a Núcleo a hablar sobre algo que lleva muerto desde hace años? ¿Sobre algo que causó tanto dolor? ¿Se sabe si en Mudna ha sucedido algo parecido?

—No que sepamos. Le preguntaremos a Haneul por si acaso, pero… —Baja la voz—. En cuanto llegue cualquiera de las espías les preguntaré también.

Está claro que el kalente de los mensajeros no va a saber nada, a no ser que el Código quiera que lo sepamos mandándonos una de sus preciadas cartas de letra roja. Así que nos tocará averiguarlo por la otra vía. De cara a Mudna cumplimos los Pactos de la Armonía a raja tabla, porque mantienen esta guerra fría en suspense. Sin embargo, si actuásemos sin artimañas, no sobreviviríamos, y por eso existe la parte oculta del ejército nuclense: las espías. Infiltradas en territorio enemigo para extraer la mejor y más fresca información.

El espionaje está prohibido en los Pactos, pero sé que el Código tiene sus formas, y yo me niego a ceder.

—Cuando Pantea y las demás regresen, comunícamelo. Esta irregularidad no nos conviene. Esto… necesito hablarlo con los papás y el resto de kalentes.

—Los ciudadanos están descontentos.

—Lo sé. He visto el terror, el desconcierto y la rabia en sus rostros. Así que, de momento, vamos a encerrar a esos dos en los calabozos.

—Pero, Kira…

—Yo tampoco quiero y, sin embargo, es lo que único que se me ocurre de momento para mantener la situación bajo control.

Espoleo al caballo. El animal aprieta el paso y, poco a poco, me alejo de mi hermano. Necesito espacio. Necesito meditar. No quiero tenerlos encerrados para siempre, solo lo suficiente para comprobar que Mudna no se ha enterado de esto y para que Núcleo vea que este pequeño altercado no va a afectarnos negativamente.

No me siento bien con mi decisión. Noto cómo el Código, con sus déspotas y violentas leyes, me obliga a tomar medidas como esta. He coartado la libertad de expresión de ambos desconocidos y los estoy encerrando por ello. Pero como danían debo acatar ciertas normas por el bien de Núcleo, aunque me convierta en un objeto de odio. Aunque me sacrifique a mí misma en el intento.

La chica grita hasta que se da cuenta que su eco es el único que la va a responder. No me pasa desapercibido su extraño acento. Hay muchos y muy distintos en Nueva Erain, pero el suyo destaca por ciertos siseos. El chico solo se recuesta en el suelo y cierra los ojos. Ézer le dice que puede descansar en el camastro, que para eso hay uno, pero el desconocido simplemente lo mira a los ojos y asiente, sin moverse del sitio.

A veces me olvido de que el Liman tiene construido en el subsuelo un amplio calabozo. Es el lugar que menos me gusta utilizar de todo el edificio. Pero si algo odio más que esta caverna oscura son las enormes jaulas en las que encerramos a nuestros prisioneros. Sí, jaulas. Todas construidas con barrotes de metal, cuyos huecos privan la intimidad de quienes las ocupan. El interior queda a la vista del ejército que custodia. Entre jaula y jaula apenas hay dos metros de separación; espacio que, en tiempos de guerra, no fue suficiente para contener tanto a draizs como humanos, que encontraban la manera de recortar la distancia para matarse entre ellos.

Trato de recomponerme y llamo a Ézer, que sigue insistiéndole al chico en que se acueste en el camastro. Mi hermano me mira, enfadado. Es muy cabezota cuando quiere, y si se junta con sus ansias de ayudar, resulta imparable. Pero tal vez es mi mirada de alerta la que debilita sus ganas de que nuestro nuevo inquilino se sienta más cómodo en el calabozo. No hay forma de que se sienta a gusto si de todas formas va a estar encarcelado.

—Voy a convocar otra reunión con los kalentes —le susurro a Ézer cuando se acerca a mí—. Querrán saber qué quiero hacer con ellos.

—Sabes que mantenerlos prisioneros por lo que han hecho es absurdo.

—Son humanos. Los van a querer bien atados. Aparte, quiero comprobar si Mudna se ha enterado de esto. No quiero darles más razones para que rompan los Pactos de la Armonía. —Me cruzo de brazos, observando de reojo a la chica que se agarra a los barrotes y pone la oreja en nuestra conversación con descaro.

—Pero tú eres la danían de Núcleo, no ellos. Si los convences de que no son una amenaza, no habrá problema.

—¿Y no son una amenaza? —Escruto el rostro de mi hermano en busca de alguna apreciación que a mí se me haya escapado para confiar con tanta facilidad en los dos aparecidos.

—No tienen pinta de serlo.

—Ojalá no tener pinta fuese suficiente. —Le doy la espalda a la caverna.

—Kira, tú no quieres esto. Lo sé. Tienes que hacer lo posible para dejar claro que cualquier draiz o humano puede manifestar sin problemas su opinión. Que no nos doblegamos ante las crueles imposiciones del Código.

—¡Eso ya lo sé, Ézer!

Alzo la voz y el grito se lo lleva el eco. Ambos intrusos alzan el rostro hacia mí. La chica parece sorprendida, pero el otro es, de nuevo, una máscara de curiosidad. Me rasco la frente para intentar aplacar el nerviosismo que me está carcomiendo desde el estómago. Les hago una indicación a los dos soldados que vigilan las celdas para que se mantengan alerta. Ellos se cuadran ante mi gesto y giro sobre mis talones.

—Tengamos esta conversación en otro sitio.

Avanzamos escaleras arriba, perseguidos por los gritos de súplica de la chica. Del otro no obtengo nada. Y hasta que no llegamos a la planta baja, no retomo la conversación. Estoy demasiado alterada por los consejos de Ézer. Tiene razón, tanta que abrasa. Pero no puedo hacer lo que me venga en gana por muy buenas que sean mis intenciones. La danían guía, no ejecuta sin escuchar a los demás.

—Kira, parecen cadáveres en vida.

—Habrán recorrido un largo viaje.

—Kira —Ézer me detiene por el brazo y me obliga a mirarlo directamente—, han venido a pie, ellos dos solos, única y exclusivamente para esto. El chico parece que vive dentro de una burbuja y la chica está a punto de mearse encima de miedo. Solo ella llevaba una daga y ni siquiera la ha sacado cuando nos ha visto llegar a la plaza. Te resultan raros y eso, justamente, es lo que los vuelve inocentes.

—Está claro que o son temerarios y venían a tentar a la muerte, o no conocen la problemática del país. Lo primero me insta a que los mantenga encerrados, y lo segundo me preocupa. Hay pocas posibilidades de que alguien viva solo en Nueva Erain, aislado de todos y todo, sin conocimiento de nada. Lo otro que se me ocurre es que…

—Es que vengan de fuera. De otros países.

—Es improbable, pero puede ser, sí. —Me llevo un dedo a los labios, pensativa, rememorando los matices tan peculiares en la voz de la prisionera.

Ézer tiene razón. Hay demasiadas variantes misteriosas que envuelven a las dos personas. Tanto mi hermano como yo hemos aprendido a analizar bien al resto de seres, a tratar de resolver quiénes son antes de que hablen y les dé tiempo a callar lo que su apariencia sí transmite. Estos dos han aparecido de la nada, hechos polvo, con un mensaje demasiado peligroso.

—Está bien. Trataré de usar tu baza. —Respiro hondo.

—Esta es mi hermanita. —Ézer me rodea con sus largos brazos e intenta alzarme, pero no se lo permito.

—No te emociones tanto. Aún no lo he conseguido.

—Eso es lo que tú crees. —Y sonríe, confiado.

Deshacemos nuestros pasos hasta llegar a la puerta principal del Liman. En ella espera agolpada una multitud gigantesca que reclama una respuesta. Una solución. Al verme, la revolución crece en exigencias más feroces y algún que otro insulto. Intento tranquilizarlos, pero, al final, solo los soldados, haciendo barrera con sus cuerpos y armas, consiguen dispersarlos.

Subimos hasta la sala de reuniones, a sabiendas de que los kalentes y nuestros padres ya se encontrarán dentro. Tengo claro que Almog, Eka y Haneul no van a perder la oportunidad de despellejarme viva. Por suerte, las puertas de la enorme sala están cerradas, lo que me permite tomar una profunda bocanada de aire antes de exponerme a las críticas.

—Ézer. —Tengo que decírselo o voy a reventar—. Kalestra y Dido lo habrían hecho mejor que yo. Tú lo habrías… —Pero mi hermano me detiene.

—Kalestra y Dido estaban siendo educados para ello. Y yo… Kira, que sea cuatro años mayor que tú no me faculta para desempeñar mejor esta tarea.

—Ya, bueno. Tú solo quieres ser libre fuera de aquí.

—Kira…

Pero esta vez soy yo la que no le deja concluir. Me pesan los hombros y me duele la cabeza. La herida de la mano comienza a mandarme punzadas de dolor. Arrastro los pies. Intento levantarlos, andar con confianza, pero es como si las suelas de mis botas contuvieran las rocas más pesadas de todo el país. En menos de un día me han intentado asesinar dos veces, me he enfrentado a una conversación con mi peor enemigo y he capturado a dos humanos que han metido el dedo en la llaga. Y solo han dado nueve campanadas matutinas.

Apenas miro a mis padres y a los kalentes cuando entro en la habitación. De reojo advierto a Korshid, la líder del sector justicia. Me alienta encontrarla por fin entre nosotros. Es la única del lugar, junto a mis padres y Ézer, que me trata como a una igual. La necesito de mi lado en esta discusión, sobre todo cuando parece que también vamos a tratar el tema de mi primer atacante.

—¿Qué ha sucedido? ¡Esos dos humanos nos han puesto en peligro! —me recrimina Almog nada más llego a la mesa, libre de comida y de sillas.

—¿A mí me lo preguntas? Que sean humanos no significa que tenga que conocerlos ni mucho menos leerles la mente.

—Con esa voluntad… Así de despreciable es vuestra especie —me escupe Haneul.

—¡Silencio! —ordena mi padre.

Quiero agradecérselo. Quiero insultar a Almog y Haneul por ser tan poco comprensivos. Quiero desmayarme aquí en medio. Pero aguanto y me quedo en silencio. Ni siquiera la lengua me responde, pegada a mi paladar con fuerza. Rozo la mesa intentando que mis dedos mantengan sutilmente el equilibrio de todo mi cuerpo. Mi madre parece notarlo, pero no reacciona.

—Almog, no es culpa de Kira lo que ha sucedido —dice Zigon—. Discúlpate.

—No voy a pedir perdón por decir la verdad. —Casi puedo oír cómo le rechinan los colmillos.

—Yo sí te pido disculpas, Almog. —Las palabras salen como un susurro de mis labios—. Por lo de antes…, a la hora del desayuno. No debería haberte faltado al respeto. Eres una kalente y capitana del ejército. Como tal, no mereces mi desprecio. Lo siento mucho.

El «mucho» se pierde en un gemido. Esta vez sí, mi madre extiende una mano y me acaricia la parte interna del brazo. Su piel siempre está caliente, como la de todos los draizs de ojos naranjas y piel azul. Alzo unos dedos y los muevo en el aire, indicándole que puede soltarme. Después de haber caído tan bajo, lo último que necesito es que mi madre me haga parecer aún más débil.

—Kira —la voz de Almog me atraviesa como una esquirla—, disculpas aceptadas.

Nunca me reconocerá. Ni ella ni los demás. Haga lo que haga. Todos habrían preferido que Kalestra hubiese sido la danían de Núcleo, y no yo. A mi hermana le había correspondido la sucesión de la danorniam de la ciudad —siendo apoyada por Dido— y no a mí, aunque me lo hubiese ganado, aunque hubiese arriesgado mi vida por ello.

Consideraba a Kalestra y Dido mis hermanos de sangre, tanto como Ézer. Los quería, los admiraba, eran un referente para la persona que yo quería ser cuando fuese adulta. Fueron aplicados, dispuestos, justos, valientes, comprensivos… Eran todo lo que un danían debe ser. Yo también creía tener todo aquello, pero cuando profundizo en mi interior, cuando alguien me hace sentir tan insegura como para no poder vencer la crítica destructiva, me encuentro con una Kira inexperta, perdida y desmotivada.

—¿Almog? —La voz de mi padre tiembla. Está enfadado.

—No. —Almog va a protestar, pero me adelanto—. No hace falta. No quiero que se disculpe si no lo siente de verdad. No quiero mentiras. Quiero la verdad. Y la verdad es que me odias, Almog. Pero está bien. ¿Sabes por qué? Porque puedo lidiar contigo y con quien me enfrente. Me basta con mis aliados y conmigo misma. Mientras haya alguien que quiera luchar por esta ciudad, ahí estaré yo.

Solo aparto la mirada de la kalente militar para descubrir la ligera sonrisa que enmarca el rostro de mi hermano. Está orgulloso de mi respuesta. Por otra parte, Almog no deja de taladrarme con su mirada, aunque sus labios se quedan ligeramente entreabiertos. La he dejado con la palabra en la boca. Nunca pensé que unos ojos sin pupilas ni iris pudiesen expresar tanto; me equivocaba. Los ojos rojos de Almog se humedecen, pero no como símbolo de tristeza, sino de frustración. En ellos arden miles de sentimientos, que se regeneran y vuelven a calcinarse.

—Dicho esto —retomo la conversación, tratando de no mirar mucho a Almog y apretando la empuñadura de Sustituta para aplacar el cansancio—, Korshid, ¿has averiguado algo del mercenario?

—Sí, Kira. —La kalente cruza un par de brazos en la espalda y con los otros dos gesticula—. Creemos que viene de un sector rebelde de los artesanos.

—¿Mercaderes?

—¿Cómo lo sabes? —El cejo sin vello de Korshid se frunce.

—Esta mañana uno me ha atacado. No sé si será el mismo o es que existe una célula dispuesta a acabar conmigo, pero…

—¿Han atentado contra ti otra vez? —Mi padre alza la voz.

—Tranquilo, Zigon —interrumpe Ézer—. Nadie se ha enterado y Kira ha sabido manejar la situación.

—No, hijo. Esto es grave. En menos de un día han amenazado su vida dos veces. ¡Dos veces! —Mi padre ni siquiera me mira. Su frente azul está perlada de sudor. Su enfado se ha convertido en miedo.

—Padre, Ézer tiene razón —intento mediar.

—¿Lo has dejado suelto? —me pregunta Korshid.

—Estaba asustado. Tal vez lo han obligado a hacerlo…

—¡Kira! —Esta vez es mi madre la que se impone—. ¿Entiendes que podrías haber muerto? ¿Lo entiendes siquiera?

—Sí, pero…

—¡Pero nada! Eres la danían de esta ciudad. Eres su esperanza. No te prohibimos pasear sin escolta por Núcleo porque sabemos de tus habilidades y confiamos en que el pueblo te quiere más que te rechaza. Sin embargo, no puedes ir por ahí…

Su voz se pierde en mis pensamientos. Es un eco doloroso en mi mente. Puedo cuidarme sola. Puedo sobrevivir a todo y a todos. No es solo que pueda, sino que lo voy a hacer. Es mi misión encontrar un futuro pacífico, no solo para Núcleo, sino para toda Nueva Erain. Derrotar al Código es una necesidad para que por fin Mudna, Núcleo y los pueblos indómitos se unan o, al menos, puedan convivir sin temor a la confrontación. A la muerte.

—… tienes una fortaleza enorme y te admiro, mi cielo. Pero no puedes arriesgarte así. No puedes comportarte como lo hiciste en el Incidente.

El corazón se me encoge. Aquel día fue el más duro de mi vida a la par que el que me dio la posición que ahora ostento. Fue mi perdición y mi victoria. Mi sacrificio y mi triunfo. Me convirtió en la persona que soy, fuerte pero repleta de heridas sangrantes.

—¡Silencio! —chillo. Mi madre enmudece de golpe—. Silencio, por favor. Tienes razón, madre. La tenéis, y yo… —Intento recomponerme—. Respecto al mercenario, se encargará Roll, para eso es el kalente de los artesanos. Korshid, obviamente, tú lo ayudarás. Si los atrapáis, intentad que el resto no se entere. Bien. Dicho esto —no espero a que me confirmen mi orden—, los dos humanos…Vamos a liberarlos.

—¡Imposible! —Almog se recupera del golpe anterior y asesta de nuevo.

—Kira, su acto conforma una ilegalidad inscrita en los Pactos —tercia Eka.

—Entiendo que lo que estaba diciendo nos pone en peligro, pero tendremos que preguntarles al menos, ¿no? Saber de dónde vienen, con qué intención…

—¡La intención es clara! Quieren infundir temor en Núcleo. Claramente son infiltrados de Mudna que vienen aquí a derrocar la paz. Atacar desde el interior.

—¿Pero alguien les ha preguntado si son de Nueva Erain? ¿Si conocen la situación de este país?

—¿Cómo no van a conocerla? —se escandaliza Haneul.

—¡Puede ser! —me defiendo—. Si no los interrogamos no sabremos nada. No leemos mentes, solo juzgamos. Por favor, intentad dejar de lado los prejuicios y centraos en lo verdaderamente importante. ¿Son inocentes o no?

—Aprovecharán que bajas la guardia para atacar sin escrúpulos —gruñe Almog.

—Yo apoyo a Kira.

—Oh, Ézer, ¿no me digas? ¡Una sorpresa que estés del lado de tu hermana! —Haneul manotea en el aire, irónico.

—Seguro que este le ha metido esa idea pacifista en la mente. Kira no sería capaz de razonar algo tan democrático en la vida —se mofa Almog.

—Cuida tus palabras, capitana —le advierte Ehun.

—¿Es que tus hijos no se pueden defender solos?

La sangre me hierve. A veces no puedo evitar pensar que Almog y Haneul solo quieren liderar Núcleo, sin importar el destino de la ciudad. Que lo importante es exiliar a todos los humanos y que sea íntegramente draiziana. No aparto la sospecha de que alguno de los dos kalentes sea quien esté intentando asesinarme. Me rechazan. No me quieren aquí. Lo demuestran cada día.

Ellos continúan discutiendo. Las voces han empezado a elevarse hasta un punto en que es complicado diferenciar quién dice qué. Yo sigo con la mirada perdida. Totalmente absorta en mis pensamientos. No soy capaz de meterme en ese fuego cruzado del que no saldré malherida, sino moribunda.

Pero son las últimas palabras de Almog las que activan todo mi adrenalina y mi toma de decisiones. No lo medito, solo me dejo llevar por la rabia y luego por la firme intención de proteger a los dos humanos. Puedo estar equivocada, pero merecen justicia; merecen poder defenderse.

Esas palabras, que terminan con toda mi fortaleza:

—¡Kira provocó la muerte de Kalestra y Dido!

Mi cuerpo reacciona solo. Apoyándome en la mesa con una mano, me subo a ella. La cruzo sin que nadie logre detenerme y cojo a Almog del cuello de su peto de cuero. La aproximo hasta situarla a pocos centímetros de mi cara. Nuestros alientos chocan. El suyo movido por la estupefacción, el mío por la ira.

—¡No os mováis! —advierto al ver que los demás están dispuestos a separarnos—. Yo no maté a Kalestra y Dido. Hice lo que pude. ¡Lo hice! —Siento que el ojo se me anega de lágrimas—. No estabas allí. Si yo no pude defenderlos y cargo con su muerte, ¿dónde estabas tú para no evitar el ataque? ¿Quieres torturarme por ello? ¡Dime, Almog! —La sacudo y ella no se resiste. Está paralizada—. Puedo soportar tus embistes. Pero soy yo la danían de Núcleo, no tú, y vas a acatar mis órdenes lo quieras o no.

—¿Eso es lo que quieres ser, Kira? ¿Una dictadora? —Y se atreve a sonreír con suficiencia.

Aflojo el agarre y el peto de Almog se escurre entre mis dedos. Ella ha calado mi culpa. Ella ha calado mi temor. Soy transparente, al parecer. Pero ella siempre hace una cosa de la que normalmente se arrepiente, y es subestimarme.

Aquí de pie, mirándola desde arriba y con el resto de kalentes demasiado tensos, mi boca se mueve sola:

—Hagamos un trato.

—No, Kira —me alerta Ézer.

—¿Un trato? Interesante.

—No seáis crías. Esto no es un juego —nos reprende Ehun.

—La danían de Núcleo está hablando, ¿no? —Almog se pasa un dedo por sus inexistentes labios, desafiante—. Adelante, Kira.

Sé que voy a enfardarlos a todos con mi comportamiento. Yo misma no me siento cómoda destacando que poseo la danorniam, pero tengo que hacer algo con Almog. Tengo que lograr que lo justo gane terreno.

—Si atrapo a Sid en la próxima batalla, los humanos son libres. Si no lo consigo…

—Si no lo consigues me dejas a mí tomar la decisión sobre ellos —propone Almog—. ¿Hay trato? —Extiende su mano de seis dedos.

De reojo, reparo en la negación de Ézer. Mi madre se ha llevado una mano a la cara y mi padre no parece contento. Pero no es nada extraño, él apenas se siente orgulloso de mí. No le gusta cómo tomo la mayoría de las decisiones. No desisto. Me haré respetar.

Miro la mano de Almog.

Avanzo hasta llegar al calabozo. Los dos intrusos se incorporan, mirándome como animales apaleados. Ézer me persigue, alarmado. En todo el trayecto no ha parado de gritarme que me equivoco, que lo mío es un suicidio y que he condenado a los dos humanos. Su falta de confianza en mis habilidades duele, pero no tanto como mi agotamiento físico.

—¡Libéranos, por favor! —suplica la chica.

Del bolsillo trasero saco unas llaves que le tiendo a Ézer. Mi hermano, rechistando, se dirige a la jaula de la chica para abrirla.

—Os he conseguido una tregua. He conseguido sacaros de aquí, de momento…

Mis palabras se enredan en mi lengua. Intento enfocar la vista en el desconocido que me observa como si fuese una estatua. Sus ojeras son dos surcos enormes como pozos… Como mi pozo. Me tambaleo.

Un golpe seco contra el suelo.

Y la oscuridad.

El don de la diosa

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