Читать книгу El don de la diosa - Arantxa Comes - Страница 16

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Golpe alto. Golpe bajo. Patada. Patada. Golpe bajo. Bajo. Más bajo. Donde duele. Arriba. Directo al pecho; brutal y decisivo. Otro puñetazo, tan fuerte y cargado de rabia, aunque innecesario, que rompe la vara de madera por la mitad. Las astillas se clavan en mis nudillos y gruño.

Abro y cierro las manos. Una pequeña mancha rojiza en el vendaje de la mano izquierda me indica que la herida suturada por Ézer se ha vuelto a abrir.

Suspiro. Le doy una patada al palo quebrado del maniquí de madera con el que suelo entrenar. Cuando me lo construyó Alian, uno de los aprendices de artesanía de Roll, el aparato tenía ocho brazos. Tras mi último ataque solo quedan cuatro. Definitivamente, Alian tendrá que fabricar otro si quiero seguir practicando.

Echo a correr por la sala, muy cerca de las paredes, intentando no tropezar con el resto de instrumentos. Cada inhalación me aguijonea el pecho y reconozco que es el cansancio advirtiéndome de que estoy llegando a mi límite, pero necesito entrenar más y más. Mi condición el día de la batalla es la única baza para obtener la libertad de Noah y Runa y, por qué no destacarlo, la mía propia.

Si Sid me vence, si logra darme caza a mí en vez de yo a él, no solo los recién aparecidos van a tener problemas, no solo yo, sino también todo Núcleo. ¿Qué dirán los nuclenses de mí si se enteran de que he perdido por una simple apuesta? ¿De que me he precipitado en tomar una decisión que, además, involucra a dos humanos que han causado el pánico en medio de la ciudad? Desde luego, Almog no escatimaría en detalles. Y, por supuesto, los nuclenses pedirían mi renuncia al momento.

Para la mayoría soy demasiado joven y una novata que tomó el cargo por puro rebote, ya que lo hice bien en mi primera batalla en campo abierto. Soy una humana. No soy digna para guiar Núcleo. Ni lo fui cinco años atrás, cuando mis padres me otorgaron la danorniam, ni lo soy hoy en día. Solo unos pocos draizs y humanos simpatizan con mi función en esta ciudad. Conmigo como persona. Y a casi todos ellos los he ayudado de alguna manera en su momento, por lo que su apoyo y aprecio están justificados.

Por eso mis palabras ya no sirven de nada. Por eso mis actos son lo único que me definen.

Por otra parte, si consigo atrapar a Sid, las tornas cambiarán. Capturarlo supondrá un duro golpe para Mudna y una gran victoria para Núcleo. Durante cinco años hemos mantenido este sistema de batallas impuesto por el Código en pos de hallar una especie de equilibrio en esta guerra fría tan peligrosamente inestable. En Núcleo no estamos conformes, pero según el Código es la única manera de evitar que se repita el Incidente. A mí me parece que lo único que quieren es medir nuestras fuerzas. Tener la oportunidad de aterrorizarnos un poco más, aunque eso amenace a los mismos mudnanos.

No vamos a obtener la paz a través de la violencia, tenga la forma que tenga.

—¿Estás intentando matarte a ti misma antes de la batalla, Kira?

Me detengo de golpe y la rodilla cruje al descargar todo mi peso en ella. Me llevo la mano a la pierna y estudio que no haya sucedido nada peor. Lo que me encuentro es incluso más alarmante: el piso está manchado de huellas y gotas de sangre. Por mis manos se escurre toda ella como regueros, pero no siento el dolor.

—Estoy entrenando —determino, alzando la vista y viendo entrar a Noah y Runa tras Ézer.

—¿Entrenar? ¿Tú has visto este estropicio?

Mi hermano se acerca cargando un maletín médico. Resignada a detenerme, porque si no lo hago yo me va a obligar Ézer, me siento en el banquillo de madera más próximo a mí. Él se arrodilla a mi lado y me hace una indicación con la mirada. Pongo los brazos sobre mis piernas, dirigiendo las manos hacia él.

—No mires —me susurra.

—No soy impresionable, lo sabes.

Pero aparto la mirada; la aparto porque siempre lo hago. Porque prefiero sentir cómo me cura que contemplar mis heridas y cicatrices. Es una forma de decirme a mí misma que puedo sobrevivir sin sentir la tortura que es sacrificar mi cuerpo y mi mente.

Mientras Ézer trata mis cortes y llagas, me dedico a observar a Runa y a Noah. Tienen muchísimo mejor aspecto. Ya no solo porque llevan casi una semana duchándose, al menos, una vez al día, o porque se están alimentando mejor, sino porque han descansado y empiezan a encontrarse más cómodos con el entorno.

Toda la suciedad del viaje había encrespado y oscurecido su cabello, pero, una vez limpio, Noah es incluso más rubio de lo que había creído en un momento. Se recoge parte del pelo en una pequeña cola a la altura del cogote, desordenadamente, y sus ojos son de un verde tan llamativo que parece que un bosque habite en su mirada. Eso sí, las ojeras, aunque ahora son un mero rastro oscuro bajos sus párpados, no han desaparecido del todo. Es tan alto como yo y, aunque está delgado, puedo intuir en las líneas marcadas de sus músculos que no es débil, que de alguna manera se ha entrenado.

No obstante, al lado de Runa, Noah parece que haya sido abandonado a su suerte, porque, después de acicalarse, la chica luce el cabello de un naranja vibrante, perfectamente cortado. Es bajita y gruesa, pero en su forma de andar se advierte que es capaz de aguantar grandes esfuerzos. Lo que más me llama la atención es su brazo tatuado. Hace dos días, Noah me preguntó en privado si yo veía cómo el dibujo de Runa cambiaba de vez en cuando. Al principio no lo creí y, aunque aún no se lo he confirmado, tampoco voy a ser capaz de negarle lo evidente, porque es cierto: el tatuaje cambia su forma.

Jamás he visto una ilustración tan compleja, con tantos detalles. Por supuesto, Noah no escatima en explicarme que eso debe ser cosa de magia. Desde luego, el chico está dispuesto a defender sus ideales, no importa la reacción de los demás. Pero yo lo rebato con que el tatuaje debe ser una forma moderna desarrollada fuera de aquí, ya que, al fin y al cabo, ella proviene de otro país.

Solo hace un día que la chica me convocó a solas para desvelarme su secreto. En principio, la sorpresa me desarmó por completo, porque, si eso es cierto, es la primera extranjera que conozco. No es algo que nos sorprenda en Nueva Erain, ya que los humanos mismos en su momento emigraron. Pero después de aquello no se ha conocido oficialmente a ningún recién llegado más.

Aunque nuestra intención es mandar grupos de exploración fuera del país, estamos demasiado sumidos en la guerra como para implicar una gran parte activa de nuestros esfuerzos en ello.

Pese a todas mis dudas, me alegra que nuestra confianza se vaya estrechando. A veces pillo a Noah observando Núcleo desde la ventana de la biblioteca con un libro sobre sus rodillas y apretando entre sus dedos un lápiz. Sus ojos siempre desbordan curiosidad, fijos en un punto en concreto. Escribe y dibuja. Pregunta y escucha. El perfecto aprendiz.

Runa pasa la mayoría del tiempo en la habitación o en la biblioteca jugando con sus cartas de adivinación. Siempre frunce el ceño cuando le lanzo miradas de escepticismo. Yo le explico que no es la primera vez que he visto a alguien intentar predecir el futuro o usar las energías de la Tierra para obrar magia. Al fin y al cabo, muchos de los draizs veneran la naturaleza. Creen que su vida está ligada a ella y que, por tanto, comparten esencia, el poder que hace que todo funcione. Pero Runa siempre se encoge de hombros y me saca la carta: La Mano Ejecutora. Así me llamó el día en que llegaron a Núcleo, pero nunca le he pedido explicaciones, ni ella ha pretendido dármelas.

—Ya está —anuncia Ézer.

Regreso la mirada hacia mis manos, completamente vendadas. Espero que los ungüentos y los vendajes de mi hermano sean tan eficaces como para curarme tales heridas en dos días. Porque solo quedan dos días para la batalla contra el ejército del Código. Abro y cierro las manos para comprobar el verdadero estado de mi piel: escuece pero es soportable.

—¿Habéis dormido bien? ¿Qué tal la mañana?

—Hemos desayunado en la habitación con Pantea y Copelia, que nos han enseñado un juego de cartas —cuenta Noah, entusiasmado.

—Yo no me fiaría de ninguna de ambas, siempre hacen trampas.

—Por eso han ganado todas las partidas. —Runa se cruza de brazos.

—Una cosa, Kira —empieza Noah, lanzando miradas nerviosas a mi hermano y a la chica. Me va a pedir algo a lo que yo voy a contestar que no. Estoy segura—, ¿un día de estos podemos…?

—No, no podéis salir del Liman —atajo, incorporándome a la vez que Ézer.

—Pero…

—Noah, entiendo que desquicia estar encerrado una semana, pero puedes elegir entre estarlo en diversas habitaciones de este edificio o estarlo en el calabozo. Suerte que conseguí convencer a mis padres de que me apoyasen en esta decisión, porque si llega a ser por Almog, estaríais allí abajo aún, sin ni siquiera ver la luz del sol.

—Y te lo agradecemos, solo que… —insiste Runa.

—Runa, Noah, en serio. —Alzo una mano—. Me encantaría dejaros libres ya. Me encantaría que lo fueseis para que reemprendáis vuestro camino, pero esto es lo máximo que puedo ofreceros hasta dentro de dos días. ¿Creéis que podéis aguantar hasta ese momento? Porque os prometo que conseguiré vuestra libertad.

Se miran entre ellos, pero Ézer mantiene la cabeza gacha. Sé que mi hermano los ha secundado en la idea de salir del Liman. Incluso cabe la posibilidad de que haya sido idea suya. Tiene buena voluntad. Quiere plantar la semilla de la esperanza en ellos, hacerlos sentir invitados y no prisioneros, pero yo no puedo ceder y, por eso mismo, prefieren su compañía a la mía. Porque Ézer es todo carisma y bondad mientras que yo soy implacable, sometida a miles de limitaciones.

Siempre ha sido así y siempre lo será.

—¿Vais a hacer algo ahora?

—Vamos los tres a la biblioteca. Pantea y Copelia están ocupadas y solo nos puede supervisar Ézer —me contesta Runa.

—Ah… Oh, pues… Bien —carraspeo—. Bien. Pasadlo bien.

Me estiro la camiseta y me preparo para abandonar la sala de entrenamiento, pero Ézer me detiene por el brazo. Sus ojos marrones me miran con tristeza y algo en mi interior hierve. Puedo soportar mucho, pero no soy capaz de enfrentar la compasión de alguien. No necesito que me observe como si estuviese desperdiciando mi vida a raudales. Él sabe que lo odio, y que lo haga en este preciso momento hiere muchísimo más mi orgullo.

—Estaré bien —le espeto—. Las manos, digo…, estarán bien.

Me sacudo su agarre de encima y me dirijo hacia la puerta de entrada a la sala. Lo último que oigo es a Noah musitar:

—Mentira.

Y es verdad que es mentira. Pero yo nunca estoy bien. Y cuando algo me hace sentir medianamente satisfecha, se derrumba.

Ando con decisión, como si nada ni nadie pudiera derribarme. Esta debe ser la actitud a demostrar delante de mi pueblo y, sobre todo, de mi ejército. Desde mi posición logro escuchar los gruñidos de esfuerzo, el acero entrechocar, las caídas y algunas risas. Los soldados están bien entrenados y su predisposición a la victoria es incomparable. Los draizs no eran una especie violenta, sino protectora. Sin embargo, los humanos los obligaron a evolucionar en sus artes de guerra para poder sobrevivir.

Los pocos humanos con los que cuenta el ejército también están en forma, pero su naturaleza no es como la de los draizs. No son tan ágiles, tan fuertes y tan resistentes de base. Aun así, ambas especies se esfuerzan de igual manera para alcanzar su mejor estado para proteger Núcleo de cualquier tipo de ofensiva.

Pantea y Copelia gritan instrucciones al grupo de humanos que, en este momento, están practicando diversas técnicas cuerpo a cuerpo para inmovilizar al enemigo.

Las normas de estas batallas me las tuve que aprender en su día a la perfección para no equivocarme en mi estrategia y, por ello, llevar a Núcleo a la perdición. Cada ejército debe estar compuesto por cincuenta soldados, con la particularidad de que el de Núcleo incorpore diez humanos entre sus filas.

Sé por qué quieren la presencia de los humanos nuclenses. Gracias al grupo de espías descubrimos la estúpida cruzada contra las anomalías. Humanos con supuestos poderes mágicos que el Código busca en secreto para controlarlos. Es tan contradictorio. Prohíben que se hable de la supuesta Magia, pero la desean entre sus filas. Ojalá tuviese más tiempo para indagar sobre esto.

Debo estar atenta a cada batalla, preocupada por que capturen a alguna de ambas especies. Ya que en eso consisten los combates entre ambos ejércitos: en darse caza. Cada parte va vestida de un color identificativo y deben enfrentarse hasta encontrar, de forma individual, un contrincante al que piense que puede vencer. En cuanto escoges a uno, se detiene la batalla. A partir de ese momento, todo depende de un sencillo y peligroso duelo, mientras el resto forman un círculo alrededor de la pelea principal, sin derecho a mediar.

Las peleas no son a muerte; ni siquiera está permitido causar heridas graves. Se puede usar todo el cuerpo y todo tipo de instrumentos posibles para enfrentarte al enemigo, pero si la herida alcanza un punto peligroso, la contienda se termina y gana el ejército cuyo soldado ha sido dañado de gravedad.

El campo de batalla se encuentra hacia el noreste, a medio camino entre Mudna y Núcleo, donde las llanuras son más amplias y hay menos zonas verdes. Unas rocas enormes delimitan el terreno formando un rectángulo gigantesco. Nuestro instinto se ha acostumbrado a los límites, pero en un principio los sobrepasábamos muchas veces y perdíamos; un símbolo de rendición, sea voluntario o no.

Y rendirse no es una opción.

¿Cómo se gana en el enfrentamiento? Cuando en el duelo uno de ambos se rinde o no puede continuar. Nadie puede ayudar al individuo apresado, porque no es su pelea. Así que te detienes y observas cómo pierdes a un compañero mientras el enemigo sonríe ante su victoria.

Eso, precisamente, es lo que quiero hacer con Sid. Lo elegiré como contrincante en la próxima batalla. Seré feroz y lo ganaré. Y luego, con su captura, no solo conseguiré la libertad de Noah y Runa, porque el intercambio de Sid valdrá mucho más que el de cualquier otro mudnano. Y sé que el Código querrá recuperarlo; esta vez no lo abandonarán para quedarse con los nuclenses ya capturados y hacer con ellos a saber qué. Los rumores dicen que los esclavizan, que los tienen encerrados y que incluso a veces los asesinan. La incertidumbre no me deja dormir.

Yo, en cambio, intento reinsertar en la sociedad a los soldados de Mudna que el Código no recupera. Les doy la oportunidad de reconstruir su vida. Muchos nuclenses no apoyan esta medida, pero yo soy partidaria de ofrecer una segunda oportunidad. Normalmente, terminan de nuevo en el ejército, en nuestro ejército, pese a mi negativa. Sin embargo, varios de los kalentes creen que, de esa manera, esos antiguos mudnanos avivarán la llama de los contrincantes y los desconcertarán. Los reinsertados no se quejan nunca. Piensan que es mejor volver a luchar que el destino que les pueda ofrecer el Código tras su derrota.

—¡Pantea! ¡Copelia!

Las dos chicas se giran ante mi llamada. Dan varias indicaciones al grupo de humanos y luego corren hasta mí. Son las dirigentes de mi grupo de espías humanas en Mudna. Alguien tiene que indagar en los asuntos de la otra ciudad sin llamar la atención y, por supuesto, los draizs no tienen opción de pasar desapercibidos. A veces me arrepiento de haber creado este grupo, porque constantemente las estoy exponiendo a un peligro diferente. Si mueren en una misión de espionaje, no seré capaz de perdonármelo. Sobre todo, si son Pantea o Copelia, a las que considero mis amigas.

Copelia se ha cortado mucho el pelo y uno de sus pajaritos mensajeros reposa sobre lo alto de su cabeza. Ha cambiado de lugar y, por tanto, de aspecto. Pantea luce un feo moratón en la mejilla; el maquillaje que se ha aplicado se lo ha llevado el sudor y ahora se advierte perfectamente.

—Pantea, ¿quién te ha hecho eso?

—Sigo infiltrada en ese antro —murmura.

—Te ordené que no volvieras ahí —le espeto con demasiada dureza.

Suspiro para calmarme. Pantea es demasiado exigente. Está tan entregada a la causa como yo o incluso más. Sé que es su forma de agradecerle a Núcleo el darle una segunda oportunidad tras rendirse en el Incidente y pedir asilo entre nuestros muros. No tenía familia, ni amigos ni nadie de confianza en Mudna. No sabía qué aportar a la sociedad y, al final, solo sirvió para engrosar las filas de aquella guerra. Un rostro más entre los miles que cada día vivían por defender la ciudad. Y aquí trabajó duro, se ganó la confianza de todos y escaló hasta dirigir a las espías. Insistí en que escogiese otro tipo de trabajo, en que era muy peligroso, porque cabía la pequeña posibilidad de que alguien la reconociese, pero ella cambió su aspecto hasta que no quedó nada de la antigua Pantea. Ni física ni psicológicamente. Aun así, siempre que emprende una nueva misión, sufro por ella.

Pantea es el ejemplo claro de que debemos esforzarnos para dejar de juzgarnos. Confío en ella casi tanto como en Ézer. Mudnana, nuclense o de la otra punta del planeta, da igual.

El don de la diosa

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