Читать книгу El don de la diosa - Arantxa Comes - Страница 12

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En la herida puedo ver perfectamente al draiz que intentó asesinarme ayer al atardecer. Lo lógico habría sido buscarlo, encerrarlo y luego condenarlo a muerte en secreto. Lo lógico según el Código. Pero yo no soy el Código, aunque sea humana. Cuánta etiqueta, cuánto estigma.

Suspiro mientras me levanto de la cama. Hoy va a ser un día demasiado largo como para estar analizando los contratiempos del pasado. Ayer me intentaron asesinar, sí. Pero no es la primera vez, ni será la última. Me acerco a la ventana y la abro, dejando que la brisa cálida de la primavera cruce mi habitación y la llene de olores que nunca me recuerdan nada bueno. Aun así, dejo que el aire viciado del cuarto se esfume, y cierro la ventana de golpe.

Entro en el baño. Me despojo de toda la ropa que, más tarde, cuando tenga un hueco libre, quemaré. Mi madre odia que me deshaga de las prendas solo porque me recuerdan momentos malos de mi vida. Ella no sabe que, si fuese así, entonces iría desnuda por la calle. Quemo la ropa cuando está manchada de sangre. Cuando huele a ella y a humo… y a muerte. Esta, además, resalta por la sangre del draiz del que me tuve que proteger.

Lo había herido en una pierna y ese hecho avivará una llama a la que, al final, no me podré enfrentar. Mi futuro está sentenciado, aunque saberlo no me va a detener.

Peleo con el pequeño grifo hasta que cede y el enorme barril deja correr el agua. Está helada. Tirito, con la piel erizada, alejando la mano herida del chorro. Haber intentado detener una estocada agarrando el filo del arma no ha sido una buena idea, pese a que ha sido la que me ha salvado de que me rebanase el cuerpo por la mitad.

Las campanas resuenan. Una, dos, tres… hasta siete. ¡Siete campanadas! El amanecer me ha engañado. Salgo del baño corriendo, con el pelo mojado haciéndome cosquillas en la parte baja de la espalda. Me seco tan rápido como puedo y luego me visto con lo primero que encuentro en el armario. Decidida a salir, me detengo: olvidaba dos cosas muy importantes. Corro hasta la esquina de mi cama, donde descansa Sustituta, la espada que perteneció a mi padre.

Sonrío cuando la agarro por la empuñadura, verde esmeralda y tallada en cientos de escamas. Nunca olvidaré el día en que le cambié el nombre a la espada. Mi padre se escandalizó, poniendo el grito en el cielo porque quería cambiar el sagrado nombre de su espada, legado de familia, por otro. Sin embargo, fui contundente en mis razones: «Siempre me has contado que la espada no hace a quien la empuña, sino que es quien la empuña quien hace a la espada. Pues muy bien, tú usaste a Sienco —“alianza” en draiziano— como creíste, por eso no puedo permitir que tu forma me domine a mí. No. Hasta el día en que la merezca por fin, Sustituta será su nombre».

Estoy segura de que mi padre nunca se ha vuelto a sentir tan orgulloso de mí como aquel día.

Lo segundo de lo que no puedo olvidarme reposa sobre la cómoda. Lo agarro, lo poso sobre mi ojo derecho y ato el cordón negro por detrás de la cabeza, ocultándolo entre mi enmarañado pelo. Me observo un segundo en el espejo de pared para comprobar que me he colocado bien el parche. Hace años que no necesito guía para ponérmelo, pero desde aquella pesada broma que me gastó…

La puerta suena tres veces.

—Hablando del susodicho —carraspeo—. Adelante, Ézer.

La puerta se entreabre y mi hermano asoma la cabeza. Me vuelvo hacia él con una mueca y Ézer no puede más que echarse a reír. Entra con las manos metidas en los bolsillos del pantalón y se detiene frente a mí. No suele ser tan silencioso por las mañanas. De hecho, tiene un espíritu demasiado enérgico para mi mal humor matutino. Una de las pequeñas y finas trenzas que siempre recogen parte del lado izquierdo de su pelo está prácticamente deshecha. Él nunca habría dejado un detalle así sin perfeccionar. Es demasiado detallista. No me hace falta indagar más: trae malas noticias.

—¿Qué sucede?

Todavía mudo, saca un sobre manchado de tierra de su amplio bolsillo. Recorro el espacio, siguiendo la carta que, por supuesto, va dirigida a mí. Conozco demasiado bien el papel. Conozco demasiado bien la tinta roja que se transparenta entre las capas a causa de los intensos rayos de sol.

—Quémala —digo mientras me engancho el cinto.

—Kira…

—No, Ézer. No estoy preparada para leer sus tonterías. Tengo muchas cosas que hacer.

—Sabes que es una advertencia de batalla. No la puedes obviar. No eres adivina… De momento.

—Sé cuándo va a suceder. Sé los tiempos que se toman entre batalla y batalla, Ézer. Llevo a la cabeza de esta guerra fría desde hace cinco años. No tienes que enseñarme cómo gestionarla.

Quizá he sido demasiado contundente con mis palabras, pero sirve para que mi hermano guarde la misiva en su bolsillo. Luego entorna sus preciosos ojos marrón claro y estudia mis movimientos. No ha reparado en que me estoy colocando a Sustituta, pero no tarda en demostrar su desacuerdo cuando se percata.

—Zigon y Ehun —le cuesta llamar padres a la pareja draiziana que nos ha cuidado desde que éramos pequeños— no te van a dejar salir. No después de lo de ayer.

—No pienso postergar ni un día más el Intercambio. Y menos por lo de ayer —contesto con retintín.

—Vas a hacer que te maten.

—Lo sé, pero eso no me va a impedir salir de estas cuatro paredes y hacer lo mejor por Núcleo. —Termino de amarrarme bien el cinto, compruebo la sujeción de la vaina y lo miro con determinación—. ¿Te quedas o me acompañas?

Mi hermano se recoge un mechón de pelo blanquecino tras la oreja y me aguanta la mirada, enfurruñado. Nunca suele ganar contra mí en estos juegos. Y, como es de esperar, rompe el contacto apartando la cabeza y cruzándose de brazos. Sonrío, victoriosa.

—Ay, mi pobre Ézer. —Extiendo las manos para arreglarle la trencita, pero un dolor agudo inunda mi palma. Gruño.

—Estás sangrando.

Me coge la mano. Es verdad; el vendaje destaca rojo contra la luz.

—Creo que se te ha saltado algún punto.

—Eso podremos solucionarlo lue…

—Ahora mismo.

Se dirige a un cajón de la cómoda y rebusca hasta encontrar un pequeño maletín médico. No sé hasta qué punto me gusta que Ézer conozca el contenido de todos mis muebles. Se yergue, dejando sobre la cama un rollo de vendas blancas. Maniobra hasta que consigue pasar el hilo por el ojal de la aguja y luego mueve los dedos en mi dirección para que le dé la mano herida. Miro al exterior a la vez que él obra un milagro. Porque no hay otra forma de describir las artes curativas de mi hermano. Es cuidadoso, decidido y eficaz. Nunca me ha dolido una curación por su parte, tal vez, porque es agradable sentir sus suaves manos tratando mi piel.

Las mías son todo lo contrario a las suyas: llenas de cicatrices y durezas. Demasiado ásperas.

Después de vendarme la herida no espera a que diga nada, me coge por la muñeca y estira con fuerza hasta que me saca de mi habitación. Forcejeo un poco, pero Ézer no afloja. Sabe que puedo vencerlo, por lo que ha aprendido a no bajar la guardia. Descendemos las escaleras, cruzándonos con varios draizs alados. Son del sector de los eruditos. Lo sé por la posición de sus prendas, entrecruzadas en el pecho. Se dirigen a la biblioteca. Los saludamos llevándonos un puño al vientre —el gesto de respeto draiziano— y ellos corresponden de la misma manera.

Alcanzamos el pasillo del segundo piso. El olor a pan recién hecho y a queso fundido remueve mi estómago y lo hace rugir contra mi voluntad. Descubro la sonrisa de satisfacción de Ézer y entonces entiendo a dónde me conduce. Me resisto con más ahínco, deteniéndome en seco, pero el piso de mármol está tan pulido que mi hermano consigue, literalmente, arrastrarme.

Algunas draizs del sector justicia se cruzan con nosotros y se ríen de la situación. Sé que, por ser quien soy, no debería armar tales escándalos infantiles, pero estoy dispuesta a hacer cualquier idiotez para no presentarme al desayuno al que Ézer me está obligando a asistir.

—Kira, no seas cría.

—¿Cría? —Pongo una mano sobre la de él para forzar la separación—. Me estás arrastrando por un pasillo para que vaya a desayunar, cuando debería estar a medio camino de la casa de Guo y no jugando a la familia feliz.

Ézer se detiene en seco y la inercia me empuja hacia delante. Me detiene antes de que entrechoquemos y provoquemos la risa del resto de draizs que inundan el pasillo. Me saca fuera del camino y me arrincona tras una columna adosada.

—Escúchame, se han reunido los kalentes. Ehun y Zigon quieren que estés presente.

Hago una mueca de desagrado. Los kalentes dirigen cada sector importante de Núcleo. Kalente, aligerando la pronunciación de la inicial, significa «líder» en draiziano.

—¿Para qué? ¿Para que me maten envenenándome con la comida?

—No, idiota. Para demostrarles que a ti no te vence nadie.

Me sorprendo por la afirmación. Ézer se extraña por mi reacción y recaigo en mi propio error. Mis padres confían en mí. Jamás pondrían en duda que yo no sea capaz de anteponerme a una situación tan grave como es que un draiz me ataque. De ser así, ambos nunca me habrían cedido el puesto de danían —«guía» para el idioma humano. Entonando fuertemente la «i», la palabra acoge el significado de «ser que dirige sin dominar»— en Núcleo.

Al sol, el pelo blanco de Ézer es aún más níveo y brillante. Cuando alzo el rostro para clavar mi mirada en la suya, me cuesta mantener el contacto. Es como un copo de nieve suspendido en el aire. Sonrío débilmente. Este es mi hermano, la luz en mi eterna y profunda oscuridad.

—¿Vamos allá?

Los ojos de Ézer se iluminan de emoción y, juntos, avanzamos pasillo arriba. Esta vez ningún draiz se ríe de nosotros, de hecho, varios nos muestran su respeto con la mano cerrada a la altura del abdomen. Hasta que mis padres no cedieron su danorniam —«poder compartido con los demás y cedido a un ser valiente del pueblo»— en mí, no entendí por qué los que me aceptaban en la ciudad mantenían cierta distancia fría, aunque cortés, conmigo. Antes del cambio, rogué todos los días por ser tratada como cualquier otro. Y pese a que hoy en día considero bastantes amistades como un tesoro, con muchos de los draizs sé que no es recíproco.

Porque antes que la amistad entre dos especies está la sangre.

Sacudo la cabeza. Para mí no hay distinción entre ellos y nosotros. Me he cansado de analizar nuestras nimias diferencias y, por ello, lucho por derribarlas; nos tienen enfrentados sin sentido. Durante el paso de los años he alcanzado mi límite en el poder de convicción desde mi posición. Ahora que poseo la danorniam, soy capaz de lograrlo: lograr la unidad de ambos pueblos.

Llegamos ante la puerta de la sala de reuniones, donde se congregan los kalentes de los distintos sectores para discutir los problemas políticos, económicos, sociales y culturales que pueden generarse en Núcleo y fuera de él. Son elegidos por el pueblo y me gustaría tener mejor relación con cada uno de ellos, pero ser humana parece importarles más que mi capacidad para guiar Núcleo —de la que dudo muchas veces, aunque sin dejar que la inseguridad venza—.

—¿Prepara…?

Pero no lo dejo terminar. Empujo las puertas de la sala de reuniones con las dos manos y entro sin mirar atrás. Escucho a Ézer a mis espaldas, con sus pasos tranquilos, casi silenciosos, pisándome los talones. No bajo la mirada ante el imponente panorama que se presenta ante mí. Una larga mesa ocupa el centro de la enorme habitación de mármol blanco y sobre ella reposan unos cuantos platos llenos de comida. Y, aunque no es abundante, me sigue pareciendo demasiada para quienes la van a disfrutar.

Mis padres están sentados en una esquina y entre ambos hay dos sillas vacías para Ézer y para mí. Nos esperan. Siento la mirada roja como la sangre de Almog, la kalente del sector militar y capitana del ejército nuclense, de la que cada vez estoy más convencida de que me odia profundamente. Ese resentimiento lo palian un poco los ojos completamente amarillos y comprensivos de Roll, el kalente de los artesanos. En los demás no me detengo; si lo hubiese hecho, habría vomitado de puro nervio.

Continúo avanzando sin dudar, con el sonido de las hebillas de mis botas entrechocando a cada paso. Cuando llego a la altura de Eka, la kalente de los eruditos, todos se levantan para recibirnos con parsimonia, con el puño sobre el vientre. Ézer y yo respondemos con el mismo gesto, y hasta que no alcanzo mi silla y mi hermano asiente desde el otro lado de la enorme mesa, que ahora me parece infinita, no intervengo:

—Gracias por asistir. —Me expreso en draiziano. No suelo usar el eraino, el idioma de los humanos, porque no me he criado con él.

—Tu fría bienvenida es para morirse de risa —suelta Almog mientras se sienta de nuevo.

—Querida Almog —empiezo, sin ser capaz de retener el sarcasmo—, cuando venga a Núcleo el festival del humor, ya te llamaré. Haces mucha falta.

—¡Kira! —me reprende mi madre.

Oigo cómo rechina la silla de Almog. Estoy segura de que no me perdonará la afrenta, pero ya son muchos años cuestionándome y, quiera o no, yo soy la cabeza de toda esta organización. Sin embargo, tengo que morderme la lengua para no continuar despotricando. No debería ceder ante tanta provocación, cuando mi intención no es separar más ambas especies, sino establecer la paz entre ellas. Pero soy humana y, como tal, me meten en el mismo saco que al resto de mi especie; en el saco de los del Código, para ser exacta.

Me vuelvo hacia mi madre, que ahora posa una de sus manos de seis dedos azulados sobre mi brazo. Parpadea a una velocidad pasmosa con sus cuatro ojos anaranjados y me da un apretón. Nunca he sido capaz de obviar la tristeza de mi madre, así que chasqueo la lengua y destenso los hombros.

Alcanzo la fuente de panecillos recién horneados y comienzo a desmenuzar lentamente la hogaza. Tengo los ojos de mi padre taladrándome la frente. No voy a ser yo quien hable primero. No puedo evitar demostrar que no me agrada no haber sido informada de esta reunión con antelación. Y, aunque trato de permanecer imperturbable, paso de participar en este desfile de apariencias.

—Kira, esta reunión ha sido organizada por la misiva que ha mandado esta mañana el Código —me informa mi padre—. ¿La has leído?

—No —suelto.

—Esto no se puede tolerar —gruñe Haneul, el kalente de los mensajeros.

—Pero, Kira, es necesario saber cuándo son las batallas. Prepararnos. Sopesar nuestras opciones —apunta Eka, toqueteando las arrugas de los guantes que caracterizan a los artesanos.

—Ya sé lo que van a decir. Ya sé cuándo quieren jugar. Sé el porqué, la forma y cómo frenarlos. Siempre lo he hecho y siempre lo haré.

—La última vez se llevaron al hijo de Guo. Eso es mucho suponer, hija. —Mi madre entorna los ojos.

Un golpe bajísimo por su parte.

—¡No es digna para ser la danían! —grita Almog.

—¡Soy digna porque me lo he ganado! —me defiendo, y mi madre me intenta detener de nuevo por el brazo, pero ni siquiera noto su tacto—. Los draizs no otorgáis la danorniam por herencia. Estoy donde estoy por mi esfuerzo. Por lo que hice hace cinco años.

—¡El Incidente no es un buen ejemplo! ¡Todo son mentiras! ¡Eres una humana! —Se incorpora Almog, haciendo tambalear la mesa.

—¡Y tú una draiz! ¿Y qué?

—La sangre siempre por delante. ¿Recuerdas nuestro lema draiziano? Es como si una hogaza —coge una pieza de pan. O sea, yo— intentase liderar una marea de sopa. Imposible. Incompatible. Se ahoga… Se ahogará. —Y tira el pedazo de pan a un cuenco enorme de sopa que, con el impacto, salpica todo a su alrededor.

—¿Me estás amenazando?

Me levanto, tirando la silla con mi brusco movimiento. Inconscientemente, llevo una mano a la empuñadura de Sustituta. Sin embargo, antes de que pueda hacer otro movimiento, Ézer me detiene poniendo una mano sobre la mía. Y su contacto es como despertar de una pesadilla. Lo miro, inquieta. Tengo la respiración alterada y noto el sudor frío recorriéndome la espalda. Mi hermano no afloja el agarre y, poco a poco, voy desasiendo los dedos hasta dejar caer el brazo a un lado de mi cuerpo. Oigo la risa de satisfacción de Almog al otro lado de la mesa y a Roll rechistándole para que no empeore más la situación.

Ézer regresa a su silla, pero yo no me siento. Espero a que todos me miren y la sala acoge un silencio molesto. Respiro hondo. Alzo la mirada y digo:

—¿Dónde está Korshid? —La kalente del sector justicia.

—Está investigando el caso de tu atacante, Kira —informa Haneul.

—Bien, pues mientras no estemos todos, doy por concluida esta reunión.

—Pero…

—Es suficiente. No pretendo que nos enfrentemos, pero si Almog no es capaz de controlarse, huyo de esta emboscada en forma de desayuno. —La draiz tuerce el gesto.

—Kira… —comienza mi padre.

—Me voy —anuncio, interrumpiéndolo.

—¿Que te vas? ¿A dónde? —pregunta Eka, indignada.

—Por si no lo recordáis, hoy hay un Intercambio. Y, si no me marcho ahora, esta reunión, que ha sido una completa pérdida de tiempo, podría desencadenar una guerra que hemos mantenido muy fría durante años.

Cojo la fuente de panes ante la confusa mirada de todos.

—Van a sobrar, así que voy a repartirlos por Núcleo.

—Los nuclenses no pasan hambre. No hay necesidad —apunta Roll.

Gracias al sistema de trueque en la ciudad, el índice de pobreza es muy bajo. Todos reciben bienes de primera necesidad por su trabajo, sin embargo, incluso así se establecen pequeñas jerarquías sociales que generan distintos tipos de riqueza.

—Siempre hay necesidad —le contesto—. Por cierto, a la próxima cocinemos un buen plato de sopa con una hogaza de pan ahogándose en medio. Lo disfrutaremos entre todos.

Y, con esta frase, doy media vuelta y me encamino hacia la puerta principal de la sala de reuniones. Capto cómo Ézer me persigue y cómo mi padre me llama cada vez más furioso. Mi decisión va a desencadenar una riña en la que Zigon no me va a dar la razón. Nunca lo hace cuando pierdo los papeles. Yo intento anteponerme a su rechazo y falta de comprensión, pero lo entiendo. Al fin y al cabo, él es un draiz y yo una humana, y si en su interior al final impera la sangre de su pueblo, yo no soy quién para forzarlo a cambiar de parecer. No después de habernos salvado a Ézer y a mí del abandono de nuestra familia biológica.

La sangre siempre por delante.

—Kira.

Ézer me saca de mis pensamientos. Le lanzo una mirada de preocupación y trata de componer una sonrisa que acaba en un gesto torcido. Levanto una mano, indicándole que no hable. Ahora necesito estar en silencio, aunque junto a él. Su presencia me relaja, me ayuda a reflexionar mejor.

Llegamos a la planta baja del enorme edificio de piedra gruesa en el que vivimos y una estampida de niños, cinco draizs y un humano, a punto están de chocar contra nosotros. Al reparar en mí, primero se asustan, pero cuando les sonrío, responden con una carcajada sonora que tranquiliza la marea de enfado que, hasta hace unos instantes, ha dominado todo mi carácter.

—¿Habéis desayunado? —pregunto.

—No, danían. Nuestra malí —«educadora »— quiere esperar a que la vieja Doda abra su puesto de pastelitos —responde el niño draiz más mayor, haciendo zumbar sus pequeñas alas, emocionado.

—Mientras, ¿queréis abrir el apetito? —Muevo el recipiente lleno de panes frente a sus enormes e infantiles ojos.

—¡Sí, danían! —exclaman mientras algunos olisquean el delicioso aroma que desprenden las piezas horneadas.

—Pues tomad.

Le tiendo la fuente al más mayor y reemprendo la marcha al tiempo que escucho con satisfacción los vítores de los pequeños. Cruzo el portal principal del Liman, nuestra casa, y entonces, una mujer humana se acerca a mí con una sonrisa complaciente y la mano sobre el vientre. Ézer y yo contestamos.

—Muchas gracias, Kira. —No recuerdo su nombre, pero sé que se trata de la malí—. Los niños se van a poner las botas hoy.

—No hay ningún problema. Para eso estamos. —Sonrío, avanzando.

—Kira…

Me giro hacia la mujer. Me sostiene la mirada unos segundos, y luego mueve la mano en el aire, acallando el resto. No insisto, me despido con una nueva sonrisa y continúo. No me pasa desapercibida su duda. Algo está cambiando en Núcleo. Algo está cambiando en la ciudad vecina, en Mudna. Puedo notarlo en el ambiente, en el comportamiento de los ciudadanos, en sus palabras. Y no me agrada nada.

Observo durante unos segundos más la fachada pálida y rugosa del edificio en el que anoche consiguió entrar un mercenario draiziano. En él vivimos mi familia, los kalentes y algunos aprendices de los distintos sectores. Liman, cerrando el tono en la segunda vocal, significa «fortaleza» en draiziano. El idioma de esta especie es muchísimo más rico que el de la humana. Las palabras adquieren un significado distinto según la entonación, y el uso del pasado, presente y futuro es bastante complejo. La forma de expresión draiziana es tan enrevesada como lo es la vida misma. Late a cada letra, como si los sonidos, el movimiento de los labios y todo la maquinaría necesaria para poder conformar una palabra fuese un organismo vivo y separado del propio individuo. Además, el acento draiziano es mucho más suave que el del eraino.

Desde que tengo conocimiento, los draizs han usado el Liman —«fortaleza, cobijo, cielo, infinito…» hasta donde sé de esta única palabra en sus procesos de expresión— como hogar de los danían y otros cargos importantes. Para lo colaborativa y justa que es la sociedad draiziana, siempre me ha extrañado que los danían y kalentes gocen de una posición un poco más privilegiada que el resto. No estoy de acuerdo con este sistema, por lo que llevo varios años ideando junto a Ézer un proyecto para convertir el Liman en un edificio completamente público al servicio de los nuclenses.

De momento, ya he conseguido que las dependencias privadas se trasladen al tercer y cuarto piso, y que la planta baja, el primer y segundo piso se destinen a la sala de reuniones, una biblioteca, una zona de juegos, una guardería, tres talleres, dos salas de curación y varias salas de estudio y práctica destinadas a los aprendices de los distintos sectores.

Al final, el Liman se erigirá como una fortaleza para todos.

Cruzamos dos calles, evitando que nos atropellen los caballos u otros animales de carga. Nos estamos acercando al mercadillo y el bullicio de la mañana se está empezando a notar. Muchos se detienen a darme las gracias, otros me lanzan miradas desconfiadas. Sé que no paso muy desapercibida por culpa de mi oscuro y espeso cabello, y el parche que siempre me cubre el ojo derecho. Soy Kira, la danían de Núcleo, y este cargo, otorgado hace cinco años ya, es una imposición de la que no puedo desprenderme.

De pronto, percibo el susurro de una amenaza. Aparto a Ézer con un empujón y consigo que esquivemos la trayectoria de un puñal que casi se clava en el cuello de mi hermano, pero que termina incrustado en uno de los largos troncos que alzan un tenderete de abalorios. Por supuesto, el objetivo real era yo. Observo el arma y luego a mi alrededor. Cerca de un puesto de especias, un draiz con la cara cubierta, pero con los guantes del sector de los artesanos, tiembla al ser descubierto.

Trago saliva. Por poco.

Saco el arma de la madera y la lanzo contra el suelo, clavando su filo en la tierra con firmeza. Ézer me coge la mano herida con suavidad. Yo le doy un apretón débil que aun así me duele.

—Sigue practicando.

El draiz huye confuso ante mi propia afirmación.

—Pero no lo provoques.

—Tiene motivos para odiarme. Todos lo tienen.

Y es cierto. Los draizs no soportan a los seres humanos y viceversa. La historia de Nueva Erain cuenta que los humanos llegaron a este país sin nombre en una expedición por encontrar lugares del mundo que todavía no habían sido descubiertos. Los draizs eran una especie totalmente rural, de costumbres muy sencillas. A ojos de los humanos, fáciles de dominar. Y, por ello, cuando alcanzaron esta nueva tierra, la conquistaron. No superaban en número a los nativos, pero sí en conocimientos de batalla y artilugios. Los draizs, que no esperaban aquel ataque, se vieron sometidos por mi especie de la noche a la mañana. Se les impuso las leyes y costumbres humanas, diluyendo la cultura draiziana y acrecentando la tensión entre ambos hasta que fue insostenible y la sociedad se dividió en dos: Núcleo para los draizs, y Mudna para los seres humanos. Pocos viven fuera del centro del país. Esta es la versión oficial del nacimiento de Nueva Erain, de cómo llegamos y lo controlamos todo.

Luego está la otra versión. La que prácticamente todos niegan y que parece sacada de la cabeza de alguien con muchísima imaginación. De la que apenas se habla ya. De la que no se ha demostrado nunca con pruebas fehacientes que sea cierta. Yo no creo en ella por eso mismo, y porque mi familia, en quien más confío, ha negado su verdad.

—Kira —Ézer me saca de mis ensoñaciones de nuevo—, ¿ese no es el puesto de Guo?

Mi hermano señala al frente y un tenderete de madera endeble que expone una gran diversidad de telas de colores me confirma que hemos llegado a nuestro destino. Asiento y me acerco al puesto, esquivando a varios draizs que me observan con precaución.

—¿Guo? —No lo avisto por ninguna parte.

Pero, ante mi pregunta, unos cuernecillos verdes aparecen en la parte posterior, tras unas cajas apiladas por cuyos bordes sobresalen retales. Entonces Guo se asoma. Me sorprendo al encontrarme con que su barba, antes negra como la noche, ahora reluce como la plata, dominada por las canas.

—¡Kira! ¡Ézer!

Sus ojos se anegan de lágrimas. Sé que por su cabeza solo pueden pasar dos opciones: su hijo está vivo o muerto. Enseguida alzo una mano para tranquilizarlo y Guo deja escapar un fuerte suspiro. Ézer me pone una mano en la espalda para infundirme ánimo. Estas situaciones nunca son fáciles. Apoyándome sobre los telares que reposan en el estante del puesto, me reclino hacia el draiz, que también avanza para recortar la distancia que nos separa. Mejor si no destacamos. Los Intercambios suelen perturbar a la sociedad, porque son los momentos en los que el Código más cerca está de Núcleo.

—En breve realizaremos el Intercambio —le susurro—. Lo traeré de vuelta. Sano y salvo.

Guo emite un sonido lastimero que me destroza por dentro. Reuniendo toda la fuerza que encuentro en mi interior, poso una mano en su hombro huesudo y aprieto. Él me mira mientras unas enormes lágrimas surcan sus verdosas mejillas. Hace el amago de abrazarme, pero se detiene. Se detiene. Tal vez porque soy yo, tal vez porque haberlo hecho habría significado un chismorreo seguro por parte de quienes nos observan con curiosidad.

—Gracias, Kira. Eres buena. Tan buena que no sé cómo te lo voy a pagar.

—Viviendo con plenitud la vuelta de tu hijo. Él fue muy valiente al enfrentarse aquella vez al ejército del Código, pero ya es hora de que vuelva a casa —lo consuelo al tiempo que poso una mano sobre su mejilla.

Guo asiente con energía. Aparto la mano con un movimiento suave. Cualquiera de mis acciones es revisada con lupa por todo mi alrededor y, si me hubiera alejado de Guo rápidamente, habría supuesto unas habladurías que ni serían ciertas ni me puedo permitir: «Lo rechaza porque es un draiz»; «Lo odia porque es humana»; «No se merece la danorniam».

Observo la piel de mis dedos, empapada por las lágrimas del draiz desconsolado. Cálidas y transparentes como las de todos nosotros. Somos iguales, pero nos empeñamos en marcar la diferencia, porque siempre tiene que haber un pez más grande en el mar; siempre tiene que haber una especie que devore a la otra.

De repente, los ciudadanos que abarrotan el mercado comienzan a hablar más fuerte y a replegarse hacia nosotros. Ézer me coge del codo y alzo la mirada, dispuesta a enfrentarme a cualquiera que quiera echarme en cara el contacto con Guo. Sin embargo, el escándalo no es por mi causa, sino por la llegada de Almog y dos soldados montados a caballo.

—¡Almog! —la llamo, acercándome a la posición en la cual la capitana está deteniendo a su montura.

—¡Se acercan, Kira! ¡Ya están aquí!

Si no quería que nadie se enterase de que el Código iba a acercarse a los límites de Núcleo, Almog se ha encargado de fastidiarlo todo. No obstante, no se lo reprocho. Esta vez en su mirada no detecto malicia, más bien preocupación. Pese a todo, sé que la kalente sería incapaz de mezclar sus asuntos personales con los de Núcleo. Quiere demasiado a su pueblo. Así que dejo a un lado el disentimiento que siempre nos enfrenta y me dirijo hacia los soldados.

Me hago escuchar por encima de los gritos que los draizs y los humanos profieren sobre el miedo que les causa saber que se acerca una comitiva de humanos de Mudna.

—¡Soldados, calmad este caos! —les ordeno a los otros dos—. ¡Ézer!

Los dos draizs, que lucen las hombreras del ejército de Núcleo, descienden de los caballos a mi orden. Me monto enseguida en el blanco, mientras que mi hermano se sube con elegancia al negro, que parece encabritado. Él tiene mano con los animales. Bueno, tiene mano para todo en general.

—¡Almog! —aviso a la capitana a la vez que obligo a mi montura a que cambie de dirección, hacia la salida del mercado—. ¡Han llegado antes de lo previsto! ¡Saca al prisionero de los calabozos y tráelo al límite! ¡Yo haré tiempo!

La del sector militar asiente y dej o que abra camino entre los ciudadanos que se lanzan hacia nosotros suplicando por una respuesta a tal acontecimiento. A duras penas alcanzo a oír las inútiles explicaciones que Ézer intenta darles. Inútiles porque no lo escuchan, porque el terror impera en sus oídos. No quieren palabras que los calmen, quieren soluciones inmediatas.

Y soluciones les daré.

Almog consigue crear un pasillo que aprovechamos para cabalgar rápidos, aunque cuidadosos de no aplastar a nadie. Los temerosos gestos de los nuclenses se desdibujan por la velocidad, pero los escucho tan alto y claro, que mi estómago se retuerce nervioso por cualquier posible error. Porque no me puedo permitir fallar. Nunca.

Conseguimos salir del mercado sin altercados. Almog me hace una seña con el brazo para indicarme que se dirige a los calabozos. Le respondo con una indicación similar y nuestros caminos se separan. Tomamos la ruta por una de las cuatro calles principales que estructuran Núcleo. Esta conduce a las afueras y, normalmente, nunca está transitada. Es una parte poco habitada, ya que su localización es la más cercana a los límites que separan nuestra ciudad de Mudna. A medida que avanzamos, los edificios se van convirtiendo en ruinas; las ruinas que encontraron los primeros draizs que se asentaron aquí. Monstruosas construcciones metálicas prácticamente enterradas en la tierra, que chirrían y siempre parecen a punto de derrumbarse.

Mis padres me contaron que así se habían encontrado el mundo, medio construido y medio destruido. A veces pienso en cómo fue el mundo antes de la llegada de los seres humanos, antes de los draizs, cuando esas edificaciones habían sido alzadas en un tiempo donde todo fue más… ¿moderno?

El eco de los cascos de unos caballos por una calle transversal reconduce mi atención. Mis padres se acercan con una comitiva de soldados para acompañarnos al límite de Núcleo. Ézer y yo aminoramos la marcha hasta que Zigon y Ehun se colocan a nuestro lado y el resto del ejército, detrás. Reemprendemos el camino a buen paso, pero el silencio no es portador de buenas noticias, y que mi padre se haya puesto a mi lado menos todavía.

—Luego hablaremos tú y yo, jovencita.

—Sí, padre.

—No, sí, padre, no, Kira. ¿Entiendes que como nuestra danían no puedes comportarte así con los kalentes de los sectores más importantes? ¿Entiendes que es necesario el apoyo de todos ellos para que tú puedas completar tus tareas sin iniciar una guerra civil? ¿Es lo que quieres?

—No, padre.

—No, padre; ya estamos otra vez —suelta Zigon en un draiziano tan cerrado que, por un momento, no logro discernir lo que me ha dicho.

—Quiero decir… Ha sido inapropiado y cuando todo esto se solucione, le pediré disculpas a Almog y al resto de kalentes. —Me cuesta mucho ceder, pero Zigon me ha educado en la humildad, y me alegro de que esta salga a relucir en el momento apropiado.

—Así lo hará Almog también.

—¿En serio? —me sorprendo, abriendo mucho mi ojo.

—En serio.

Una fuerza interna me llena por dentro. Sí, yo le pediré a Almog disculpas, pero ella también tendrá que hacerlo. Qué satisfacción. Siento la mano de mi padre sobre mi nuca; un ligero golpe de advertencia, señal para que me centre. Lo mucho que Zigon me conoce me alarma. Cómo sabe leer mis gestos, incluso mis pensamientos. Si las apariencias no nos distanciasen tanto, cualquiera habría asegurado que somos familia biológica.

Una vez salimos de Núcleo, una alargada sombra de color granate, que se extiende a lo largo del horizonte, nos espera. Chasqueo la lengua, molesta. El Código trae soldados de más. ¿Y si la misiva comunicaba que la batalla se realizaría tras el Intercambio? Imposible. Ézer me lo habría dicho. Me insulto por dentro, a mi orgullo, por no haber leído esa estúpida carta. Aprieto las riendas del caballo y lo espoleo para avivar el paso. Necesito… No. Deseo que este día termine ya.

Los dos ejércitos se van aproximando. Dos líneas difusas en diferentes zonas que, poco a poco, se van haciendo más nítidas hasta que los integrantes nos descubrimos los rostros. Ese punto esclarecedor es el límite entre Núcleo y Mudna. Una frontera que jamás puede cruzar alguien de la ciudad contraria sin un permiso especial. A no ser que desee una flecha entre ceja y ceja.

Mis soldados aminoran la marcha y mis padres también. Yo me quedo delante con Ézer. En el ejército contrario sucede lo mismo. De la primera fila de chaquetas granates, solo dos personas se acercan a nuestro encuentro. A medida que se aproximan, vislumbro con más precisión sus rasgos y sus prendas. Hace dos meses que no nos vemos, pero tampoco vamos a hacer de nuestro reencuentro una fiesta. Lucen la levita característica del Código con su símbolo: un círculo negro bordado en la pechera, significado de unión y fuerza. Nadie sale ni nadie entra si el círculo no lo desea. Para mí, opresión y mentes cerradas. Un peligro.

Bernice se ha cortado el pelo rubio hasta el hombro, detalle que me sorprende. Siempre lo ha llevado recogido en una larga trenza. Desde mi posición ya advierto sus ojos verdes observando con devoción a la persona que cabalga con seguridad unos pasos por delante de ella: Sid. Sid, que continúa igual que siempre. Igual de presuntuoso.

—Ya se acerca…

—Ya los veo, Ézer. Tengo un solo ojo, pero los veo.

—Hablo de Sid.

Me giro hacia él, alarmada, descubriendo en su rostro una sonrisa demasiado traviesa. Odio cuando insinúa este tipo de cosas. Me hace sentir incómoda, fuera de lugar, lejos del mundo al que me estoy enfrentando. Como si todo se resumiese a una realidad fácil y banal.

—No me eches tus ganas a mí si no corresponde tu amor, Ézer.

—Oh, ¡ja, ja, ja! No es mi tipo, no te preocupes.

Y calla, porque Sid y Bernice han llegado al límite; esa fina línea invisible que, sin embargo, todos advertimos. Los morros de nuestros caballos están a pocos centímetros de tocarse, pero mientras sus patas no traspasen la frontera imaginaria, estamos a salvo.

Permanecemos en silencio, escrutándonos con fiereza. Nos medimos la valentía, aunque yo desisto antes, porque me urge conocer el paradero del hijo de Guo. ¿Por qué no está junto a ellos? Si la respuesta es negativa, Sustituta desayunará de inmediato. Sin embargo, y como suele suceder, no soy yo quien habla primero.

—¿Dónde está Alejandro? —pregunta Sid.

—¿Quién es Alejandro? —suelta Ézer con ironía.

Y luego me replica a mí por provocar a los draizs que no me apoyan.

—No tientes, Ézer. No estás en posición de tensar más la situación.

—No estás en posición tú, Sid. —Tomo las riendas del asunto—. Os habéis adelantado a la hora del Intercambio. Doce campanadas, no siete. No anunciar un contratiempo rompe…

—…las leyes, bla, bla, bla —me interrumpe, y la rabia me estrangula por dentro. ¿En qué se ha convertido?—. Ya lo sabemos, pequeña Kira.

Bernice ríe la gracia de Sid y la rabia pasa de estrangularme a mí a estrangularla a ella. Una pena que la voluntad no sea suficiente para que ocurra. Intento concentrarme, obviando las ganas que tengo de gritarle a Sid todo lo que nos hemos ocultado durante años. Me reprimo, porque esos secretos ya no importan.

—Tenemos la misma edad, pequeño Sid —replico con retintín—, pero entiendo que lleves mal las matemáticas. Visto un idiota como tú, conocida toda Mudna.

Involuntariamente, aprieta los labios. Pronto se percata de su propio gesto e intenta corregirlo, pero ya es demasiado tarde. La misma Bernice se ha dado cuenta de que, esta vez, la batalla verbal la he ganado yo. Ézer suelta una risita de diversión y eso cabrea aún más a Sid, cuyas mejillas pálidas se tornan rojo fuego. No me satisface atacarlo de esta manera, pero no sé qué más hacer para distanciarnos sin llegar a las manos.

—Si volvéis a incumplir las normas, la próxima vez nos encontraremos en una batalla real.

—Eso si no la provocas tú antes con alguna de tus violentas salidas, Kira. Porque el día en que tengas un desliz, conquistaremos Núcleo. ¿Es que no has leído nuestra misiva? —Bernice se cruza de brazos como si hubiese soltado una gran proeza.

—Creía que había dejado claro que no atiendo a idiotas mudnanos. —Sonrío.

De pronto, la chica da una sacudida a su caballo, que responde dando un paso adelante. Y lo que sucede después es tan rápido que mi propio movimiento me sorprende. Sid coge las riendas para detener al animal de Bernice, tiempo suficiente para que yo desenvaine a Sustituta y apunte con su filo en dirección al cuello de la mudnana, sin traspasar el límite.

—Baja el arma, Kira, no ha irrumpido en vuestro territorio.

—Solo por haber violado la Ley de Intercambios contemplado en los Pactos de la Armonía que, recuerdo, nos mantienen en esta supuesta paz, ya debería haberme cobrado su vida —espeto con voz grave.

—Está prohibido matar humanos.

—También asesinar nuclenses y parece que esa parte del contrato, a veces, la olvidáis.

—Nosotros no hemos asesinado… —empieza Sid, pero mi hermano interviene:

—Aquí llega Almog con el prisionero.

Con Sustituta todavía en ristre, no dejo de clavar mi mirada en Sid. Tiene los iris de un intenso color gris que a veces lucen extrañamente opacos y sin vida. Qué veo en ellos suelo guardarlo bajo llave en lo más profundo de mis pensamientos, porque me confunden. A veces me proponen que lo ataque y otras que lo salve.

Por fin capto los pasos del caballo de Almog y, lentamente, desciendo la espada hasta que la envaino. Oigo a Bernice tragar saliva. Al menos esta noche tendrá pesadillas con Sustituta. Cuando Almog llega a nuestra altura interrumpo el contacto con Sid para observar a la capitana. En la grupa de su montura está acostado hacia abajo el prisionero humano de Mudna.

—¿Dónde está Elpor? —cuestiona Almog con acritud.

—¿Sid?

El chico no ha dejado de mirarme en ningún momento, por lo que, cuando vuelvo a hacer contacto con su mirada, los sentimientos se revolucionan con demasiado ímpetu. Sid suspira y, sin apartar la vista, alza una mano. Entonces una montura se abre paso entre el resto del ejército. Tras el soldado que cabalga está sentado Elpor, el hijo de Guo. Por primera vez, han sido más delicados que nosotros.

—Elpor, ¿estás bien? —pregunto mientras el caballo se acerca.

El draiz me contesta con un asentimiento. En su gesto se entrevé el miedo y el trauma. Si le han tocado un solo centímetro de piel, yo misma cruzaré el límite, haré frente a cualquier defensa y desafiaré a cuantos hagan falta para vengar su dolor.

Cuando el caballo del soldado humano llega hasta el límite, Almog gruñe y Alejandro baja de la grupa con un salto muy torpe. Está maniatado, a la espalda, por lo que sus movimientos en todo momento parecen conducirlo a una dura caída. Por la parte de los humanos, Elpor desciende con las manos atadas al frente. El control de su equilibrio es mucho mayor y consigue llegar a nuestro lado sin problemas. Alejandro se desmaya una vez cruza la frontera.

Almog ayuda a Elpor a subir a su caballo y cuando me convenzo de que el draiz está libre y seguro tras la capitana del ejército, decido que ya es hora de concluir el Intercambio:

—Vámonos. —Estiro las riendas del caballo para reconducirlo hacia Núcleo.

—Nos vemos en la próxima batalla, Kira —me provoca Sid—. ¿A quién os arrebataremos esta vez?

¿Por qué no nos limitamos a cumplir nuestras obligaciones sin tener que verbalizar un odio que no existe?

—Adiós —le respondo con una última mirada cargada de más mensajes de los que pretendo.

No vuelvo a girarme para comprobar cómo se marcha el ejército de Mudna. Suspiro de alivio. Alejarme de Sid es como llegar a aguas tranquilas después de una fuerte marejada: descanso y paz.

Nos unimos a mis padres y al resto de soldados. Algunos palmean mi espalda y mi madre me da un suave beso en la frente. Sus finos labios contra mi piel terminan por calmar la tormenta de nervios que se ha desatado en mi pecho. Reemprendemos la marcha mientras Almog, sin tacto alguno, interroga a Elpor sobre lo que ha visto en Mudna y cómo lo han tratado. El hijo de Guo tartamudea y se queda sin palabras; la mitad de ellas siempre atascadas por un repentino ataque de tos.

—Almog, el interrogatorio para luego —le pide mi padre con tranquilidad, y la draiz responde de inmediato.

¿Alguna vez me ganaré la confianza de la capitana? ¿La confianza de cualquier draiz por quien soy como Kira y no por quien soy como hija de Ehun y Zigon, los antiguos danían de Núcleo?

—¿Eso es un mensajero de Haneul?

La pregunta repentina hace que atienda al horizonte. De los lindes de Núcleo se acerca alguien a caballo a una velocidad pasmosa. Sin esperar a una reacción ajena, espoleo mi montura y me dirijo hacia quien se aproxima a nosotros. Efectivamente, forma parte del sector de mensajería. No me gusta el gesto que arruga su rostro. No me gustan las prisas con las que corre hacia nosotros.

¿El Intercambio ha sido una trampa para que el resto del ejército humano embosque Núcleo? ¿Una revuelta interna? Lo cierto es que miles de teorías cruzan mis conjeturas. Todas, menos la que el mensajero me da a conocer una vez llega a mi altura.

—¡Kira! ¡Hay un… loco!

—¿Un loco?

—¡Sí! ¡Un humano está en la Plaza Triangular proclamando que…! —Las palabras se agotan con su aliento.

—¿Proclamando qué? —Noto el hormigueo y el frío en mis extremidades anunciando un futuro desmayo.

—¡Dice que los humanos os salvasteis del fin de la humanidad!

El don de la diosa

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