Читать книгу El don de la diosa - Arantxa Comes - Страница 13

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Corro sin mirar atrás. Escucho la respiración de la chica persiguiéndome, pero cada vez más lejos. Me detengo, aunque sé que, si bajo el ritmo, parte de mi energía reposará definitivamente con el descanso y ya no seré capaz de recuperarla de nuevo. Me doy la vuelta, recolocándome el asa de la mochila sobre el hombro. La chica intenta apretar el paso pese a que el camino, cada vez más empinado y rocoso, le dificulta la tarea de avanzar con sus cortas y gruesas piernas.

Respiro profundamente; tanto que toso. Tanto que una especie de jadeo se me escapa junto a un montón de lágrimas más. La casa del Caimán ahora es un punto negro y rojo bajo mis pies. Desde aquí, el mar parece comerse lo que, en dos años, he podido considerar mi cobijo. Pero en toda esa inmensidad azul no encuentro el otro punto negro que nos ha amenazado a la llegada de la desconocida; la embarcación que ha forzado el inicio de mi viaje.

Como la humana aún está lejos y el navío desparecido ya no parece constituir un peligro, me permito llorar en voz alta. Me desgarro la garganta mientras las lágrimas recorren mi rostro acalorado y se cuelan entre mis labios o se pierden por el cuello. Durante unos instantes, tengo que apoyarme sobre las rodillas para no desfallecer. De pronto, mi vista comienza a nublarse y un insoportable pitido copa mis oídos. El dolor me está ahogando. Un dolor muy diferente a cuando me hiero físicamente. Un dolor muy diferente a la noche en que desperté. La vida es capaz de golpear así de fuerte y comienzo a dudar de si estoy preparado para afrontar lo que viene después.

La desconocida llega hasta mí e intento boquear para recuperar toda la entereza que se ha escapado junto a mis lágrimas. No dice nada. Se queda ahí de pie, observándome, como si fuese un animal apresado en una trampa. De nuevo, no me gusta que me contemple así, como un humano indefenso e inútil.

Pestañeo, intentando recobrar los cincos sentidos. Encontrar un punto en el que calmar todo este torrente de emociones que jamás he experimentado —aunque un reconocible cosquilleo por la nuca me indica lo contrario—. Y entonces, más allá de la desesperación, lo que creo que es una planta llama mi atención. Está atrapada entre dos enormes rocas, a merced de la brisa fresca que se cuela por los resquicios de sus protectoras. Jamás he visto en los alrededores de mi casa, ni en los archivos del Caimán, un organismo tan extraño. Tiene la raíz larga, delgada y verde, coronada por un conjunto de finísimas pestañas blancas que aparentan demasiado frágiles como para sobrevivir en un medio natural tan salvaje como es la propia Tierra.

—Diente de león.

Me giro, aguantando el impacto de los rayos del sol contra mis ojos y esperando que la sombra que proyecta la chica me ayude a mirarla directamente. Suda muchísimo y se toca la zona de los hombros donde descansa su mochila, entre quejidos. Se deja caer en el suelo y resuella. Mis labios resecos se despegan para decirle que no es momento de descansar, que, aunque no veamos al Código perseguirnos, eso no significa que no estén tras nuestros pasos. Y, sin embargo, me encuentro de pronto sentado en tierra, con las piernas temblando sin control.

Decido contestar:

—¿Así se llama esta flor?

—Exacto. —Ella extiende la mano, acerca la planta a su rostro y sopla con decisión.

Las delgadas y pálidas pestañas se desprenden de su centro y sobrevuelan el espacio, planeando y dejándose llevar por la brisa. La danza de los frágiles fragmentos a través de la luz me atrapa hasta el punto de que olvido por qué me tiembla todo el cuerpo.

—Bueno, yo me tengo que marchar —digo, tras recuperar el aliento—. No puedo perder tiempo.

—¿Me vas a dejar aquí?

Frunzo el ceño. Ella no quiere acompañarme. Ella prefiere no estar cerca de mí y, sin embargo, ahora me está preguntando que por qué la dejo aquí. No lo entiendo. Yo no la dejo en ninguna parte, ella se marcha de mi lado.

—Pero tú no quieres acompañarme. —Me incorporo, acomodándome la mochila.

—Cierto, pero tengo un problema mayor. La marea o… la Magia, si quieres verlo así, me ha conducido hasta tu costa, y no sé dónde me encuentro. No conozco todos los caminos de este país. —No me pasa desapercibido de nuevo su extraño y suave acento, y la forma en la que habla de Nueva Erain como si no perteneciese aquí.

—¿Eso significa que vienes conmigo?

—No lo sé. —Se incorpora, apoyando las manos en la tierra.

Sus dudas me están confundiendo. ¿De verdad es tan complicado? Puedo llegar a entender por qué no quiere juntarse con otras anomalías. Hacerlo supone exponerse a un peligro mayor. Por lo tanto, su indecisión carece de sentido después de haberme expresado tan claramente su propósito de alejarse de mí. Pasan unos minutos en que el silencio le sirve más a ella que a mí, porque me encuentro harto de su quietud. Y es raro. Siempre me ha gustado el silencio, porque en él percibo más sonidos que cuando nada calla. Pero este cambio me sorprende; me sorprende descubrir que hay silencios incómodos y difíciles de romper.

La humana no parece molesta con él, pero yo no aguanto más. Mi paciencia, hasta el momento inagotable, ha sido vencida. Me limpio las manos manchadas de tierra en el pantalón, doy media vuelta y emprendo el camino.

—¡Eh! ¡Eh!

Me llama con insistencia. Creo que jamás me cansaré de escuchar su voz. No es el sonido del mar, no es el gruñido de algún animal, no es el viento silbando, no es mi voz desgastada. Es otra persona. Y es tan fascinante y esclarecedor que tengo la sensación de que, si habla una vez más, su voz será capaz de desvelar todos los secretos del universo. Por eso respondo sin volverme:

—¿Qué?

—¿Cómo te vas así sin decirme nada? ¿Cómo eres tan maleducado? ¿Es que nadie te ha enseñado a comportarte?

—Ya te he dicho que eres la primera persona que veo en mi vida. He leído sobre las normas sociales, pero, sinceramente, no comparto la mayoría. Al menos, no las de este país.

Llega hasta mí y me detiene de un empujón.

—Eres una anomalía muy rara. De hecho, eres una anomalía repleta de anomalías.

Esa frase me hace sonreír.

—¿Y ahora por qué sonríes?

—Es que no te entiendo. Si todos los humanos y demás especies son tan complejas como tú, lo voy a tener difícil para integrarme.

—¡Oh, créeme, soy de lo más fácil que te vas a encontrar en este maldito mundo! —Y su propia afirmación termina en una risa que tironea de mis mejillas, pero no consigo corearla.

Reemprendo el camino. Ella suspira e intenta acompasar sus pasos a los míos. Mis piernas son demasiado largas para su ritmo, y me descubro intentado reducir el paso. No puedo negarlo: quiero que me acompañe. Después de tanto tiempo en soledad, por fin alguien aparece en mi vida. Pero no voy a tratar de convencerla de lo contrario, no voy a obligarla. Obligar es una práctica cruel que gracias al Caimán sé que debo evitar; solo alienta a personas perversas.

—Llevas un mapa, ¿no? Dentro de tu casa vi uno colgado en la pared y me resultaría extraño que no lo hubieses cogido.

—Sí, llevo uno.

—Vale, pues te acompañaré hasta que sepa situarme, ¿de acuerdo?

—Como quieras. —Me encojo de hombros.

—Eres insufrible, de verdad.

Un tirón en mi interior me revela que la energía que nos consume a los dos está de acuerdo con esta decisión. Me rasco el torso intentando aplacar la intensidad. La teoría sobre muchas cosas me la sé. Soy capaz de definir muchísimos conceptos sin ni siquiera pararme a pensar. Y, sin embargo, la práctica está siendo dura.

» Es complicado mostrarse como uno es sin encubrir… Sin mentir, ¿verdad?

Como siempre, la Voz tiene razón.

Sentado en una roca gigantesca, continúo observando el territorio. La humana insiste en que no pretende continuar a mi lado, que lo mejor es que nos separemos y, sin embargo, no se marcha. Me persigue con sus cortas piernas que, aunque dan zancadas más lentas, parecen tener la experiencia de la exploración. Yo, en cambio, vagabundeo siguiendo las indicaciones de un mapa que, por el momento, acierta en sus señalizaciones. Aun así, no me confío. La diferencia de años entre que el Caimán y el ser más pequeño abandonaran la casa junto al mar y mi nacimiento en ella puede ser abismal. Puede que el mapa ya no sirva.

Pero es mi única esperanza. Y si Nueva Erain de verdad es una isla y al final me pierdo, la costa me detendrá. Los límites físicos del país hacen más seguros mis pasos.

Llevamos un día caminando sin descanso. Ella no me ha pedido parar y yo no siento agotadas mis fuerzas. No obstante, sé que, en un momento u otro, tendremos que descansar, al menos, unas horas. Comer caminando no me supone un problema, pero es obvio que es imposible dormir avanzando.

Apenas hemos cruzado palabra en todo el camino, el cual ha consistido en subir hasta lo alto de una cadena de montañas, que separan el sur del país —mi casa— con el resto, y descenderla hasta llegar a un extenso prado. Después de recorrer diez kilómetros campo a través, en él hemos encontrado una ruta trazada por lo que parecen huellas de carros y caballos. La temperatura ha subido y las brisas son mucho más cálidas que en la costa. La hierba, en diferentes alturas, crece mullida bajo nuestros pies y los árboles se congregan a menudo en enormes masas. Y, pese a que echo de menos la arena de la playa y la visión que me ofrece un horizonte despejado, me asombra descubrir lo diferente que es el país según en qué zona te encuentres.

—Vas muy rápido.

—Si te dejo atrás es para comprobar que seguimos las indicaciones correctas.

—Hay un camino de tierra, ¿lo ves? Es esta zona marrón que divide en dos las partes verdes del prado. —Llega hasta mí con la cara roja, a juego con el color de su pelo.

—Lo veo claramente. Pero eso no significa que sea la única dirección de todo el país. No nos podemos confiar —le contesto, doblando el mapa.

Como respuesta, pone los ojos en blanco y me grita:

—¡Era una ironía! ¡Puro sarcasmo! ¿Es que no has leído sobre eso?

—¿Ironía? ¿Sarcasmo? —Aprieto los labios—. ¡Ah, sí! Vale, entiendo… Creo. Es un concepto interesante.

Y de verdad que lo es. No resulta tan complicado de captar. Si asocias bien los términos y escuchas el tono con el que se pronuncia, es sencillo descubrir cuándo intentan pillarte con un sarcasmo o no.

—Increíble. Eres increíble. —Se deja caer en la tierra y se deshace de la mochila a brazadas.

La observo con detenimiento. Su brazo manchado de pintura está intacto pese a las enormes perlas de sudor que lo recorren. El pelo pelirrojo parece un nido de pájaros que solo incita a tocarlo para comprobar si en su interior oculta algo. Su cuerpo está formado por curvas carnosas —a su lado yo estoy enfermizamente delgado—. Su ropa está empapada y sucia. Toda ella huele a animal muerto. A comida podrida. Olfateo mi chaqueta. Los dos apestamos igual.

Ella se percata de mi estudio y frunce el ceño. Entreabre sus gruesos labios, pero no dejo que hable, adelantándome a sus posibles quejas. He tenido tiempo para meditar bastante sobre el impacto que mis inexistentes conocimientos sociales pueden causar en los demás. La desconocida está siendo un buen sujeto para practicar, porque responde sin temor tanto a mis supuestos errores como a mis supuestos aciertos.

—Ayer… Ahora… No te estaba mirando. Es decir, lo estaba haciendo, pero no pretendía molestarte. Noté tu… ¿incomodidad? La noto —me explico.

La chica parpadea, sorprendida. Yo mismo estoy atónito por haber descubierto el sentimiento que, de pronto, ha crecido en su interior. No estoy siendo un experto en la lectura de gestos y expresiones, pero tengo que aprender si quiero integrarme en la sociedad. Es necesario.

—Pervertido.

—No me gusta esa palabra. Suena a insulto.

—Pues no me mires.

—¿Que te mire te resulta molesto?

—Que me mires como lo haces, sí.

—¿Y cómo lo hago?

El rojo de sus mejillas se torna incandescente. ¿He dicho algo malo? Solo deseo saber cómo la he estado observando para no repetir este gesto que parece disgustar tanto a los humanos. Intento ponerme en su lugar. Si alguien me observase sin discreción, tal y como yo he hecho con ella, también me sentiría muy incómodo, sin importar la intención.

—Mi cuerpo no es un objeto que puedas repasar con atención. No te lo permito.

Y, de golpe, lo entiendo. Ella piensa que la estoy mirando con un interés sexual o peor. Oh, no. No, esta no es mi intención. La indiscreción no es un término que abunde en los archivos del Caimán, pero el interés sexual sí. Con definiciones explícitas.

—No te estaba mirando de esa forma. Yo… Lo siento.

La chica ladea la cabeza, entorna los ojos y, tras unos segundos, se echa a reír. Su risa es contagiosa. Tiene una cadencia agradable. Pero, de nuevo, no consigue que me una. Estiro las comisuras de mis labios y me rasco la nuca, ahí donde el pelo sudado se pega a mi cuello.

—¡Eres tan tan raro! —continúa hasta que su risa se agota. Se seca unas lágrimas. Reír hasta llorar, he leído sobre ello. ¿Seré capaz de conseguirlo algún día?

—Lo siento. —Disculparme me resulta más sencillo de lo que el Caimán dice. Aunque tal vez hay distintos tipos de perdón. Tal vez, según qué, es más o menos complicado ofrecer una disculpa.

—No, no. Es bueno. Eres muy peculiar.

—No soy peculiar. Simplemente, he perdido la memoria.

Ella enmudece de pronto. Otra vez esa mirada que parece decirme que no voy a sobrevivir en Nueva Erain. A lo mejor me lo estoy imaginando, a lo mejor solo quiero ver en cada gesto de su cuerpo un mensaje. Hay tantos detalles que se me escapan… Tendré que preguntarle sobre esa mirada en concreto, sobre qué significa.

—¿Has perdido la memoria? —retoma la conversación.

—Eso creo. —Pienso en mis palabras. Nunca he hablado con nadie de esto. Bueno, nunca he hablado con nadie que no sea conmigo mismo—. Según mi memoria solo he vivido dos años.

—Pero tienes veintidós, porque eres una anomalía.

—Sí. Veintidós. Veinte años perdidos.

La desesperación vuelve a oprimirme el pecho. Me llevo una mano ahí donde el aire se acumula y parece esconderse para no llegar a mis pulmones. Luego tanteo hasta encontrar la bellota atravesada por el clavo. La manoseo y la cobijo entre mis dedos. Cierro los ojos, intentando concentrarme en la energía que me transmite este objeto tan extraño. Recuerdo la noche de mi despertar y lo mucho que me tranquilizó hallar el collar sobre la mesa. Sin abrir los ojos aún, me lo quito y comienzo a enrollar el cordel en torno a mi muñeca. Es, de pronto, cuando noto sus dedos sobre mis manos. Abro los ojos y dirijo la mirada hacia la chica.

—¿Estás bien? ¿Echas de menos tu casa? Siento mucho…

Tardo en contestar. Su mano reposa sobre las mías. Es la primera vez que me toca y su contacto me resulta diferente a cuando lo provoco yo —sin contar la vibración que producen nuestras magias conectándose—. Su gesto es muy distinto. Una sensación cálida se expande por mi pecho y siento… ¿paz? Pero si no estoy en guerra, ¿cómo es posible que esta humana transmita tanto con tan poco?

» Estás en guerra contigo mismo.

—No. —No sé a quién me dirijo con esta negación. Retomo la conversación—. Se supone que debería echarla de menos, pero no. La siento como algo material. Algo que, en realidad, no me pertenece.

—No me refería a la casa en sí, sino a tu hogar.

Lo comprendo.

—Sí, al hogar sí, aunque fuese del Caimán y su acompañante. No mío. Yo ocupé su espacio como esos bichos que cambian de cascarón. No pertenezco a ninguna parte.

—¿El Caimán?

—Es el ser al que busco. Es por quien tengo una misión.

—¿Y cuál es tu misión?

—Contarles a todos que venimos del fin de la humanidad.

—¿Estás…? ¡Estás loco!

—Sé que se ha ocultado la verdad en este país. Yo los liberaré de la mentira —sentencio.

—Noah —es la primera vez que usa mi nombre, marcando mucho su acento por la tensión—, te asesinarán como hicieron con los que trataron de contar esa historia después de que se prohibiese hacerlo.

Enmudezco de golpe. Tiene sentido que ella sepa la verdad, porque es una anomalía, pero me sorprende, porque siempre he pensado que nuestra verdadera historia es un secreto muchísimo mejor guardado. El Código la vetó bajo pena de muerte para someter a los draizs y engañar a generaciones y generaciones de humanos. Ellos no quieren que recordemos por qué se nos dio una segunda oportunidad para vivir.

» Es lo que sois…

—Cállate…

» Es lo que eres y no debes frenarlo.

—¡Silencio!

Otra vez. La calidez de su mano; esta vez apoyándose en mi espalda. Luego me acaricia y me voy dejando caer contra tierra. Soy un laberinto de pasadizos escurridizos que no llegan a ninguna parte, a ningún final. No conozco mi pasado y tampoco parezco saber mucho del presente. El Caimán es mi respuesta. Ofrecer la verdad es el encuentro definitivo. ¿O la huida definitiva?

—¿Noah?

Levanto la mirada y la chica me recibe con una sonrisa. Una sonrisa que me recuerda a la casa junto al mar. A la casa que invadí con mi presencia. Pero en su gesto descubro un doble filo, como el de un arma: me reconforta y me destroza. Me reconforta porque, por fin, estoy junto a alguien. Junto a un ser que late vida y la transmite. Pero me destroza, porque me está dando a entender que esa casa que yo he creído un simple techo bajo el que dormir, ha sido mi verdadero hogar. La vida de mi corta memoria.

Las lágrimas se acumulan en mis ojos y no las retengo. Por segunda vez, lloro de pura tristeza. Y la tristeza agota, aunque el vacío que crea también llena. O, más bien, deja espacio para nuevos sentimientos. Como vaciar un recipiente para tener la oportunidad de rellenarlo de algo nuevo. Algo, supuestamente, mejor.

—¿Noah?

—¿Cómo te llamas?

No sé por qué lo pregunto.

—Ya te he dicho que…

—Por favor.

Suplico. Suplico como lo hice hacia el duro invierno, cuyo frío casi me mató el primer año. Como lo hice cuando no sabía descifrar algunos escritos del Caimán. Suplico porque nunca he sentido la soledad como una bestia que se afila los dientes para hacer daño.

—Me llamo Runa.

—¿Runa?

—Sí.

—Pues Runa, he perdido mi hogar. He llorado bastante por él, pero no entendía el porqué de ese sentimiento tan desesperante. No sabía que algo aparentemente material pudiese convertirse en algo intangible y sentimental.

—El hogar no tiene por qué tener forma de casa. Puede ser el cobijo de un árbol o incluso alguien.

—Tu sonrisa, Runa, me ha recordado al hogar. —Intento componer un gesto agradable.

Me gusta decir su nombre en voz alta. Hace más real su presencia.

—Pero que me acabas de conocer, ¿qué dices?

Se separa de mí, aunque no bruscamente. Comienza a estrujarse las manos como si así pudiera contener un sentimiento irrefrenable. Runa es demasiado divertida, mucho más que las olas del mar.

—Eres una anomalía repleta de anomalías, Noah.

No puedo evitar que mi imaginación juguetee con la idea de que Runa me acompañe y me ayude a extender la verdad por Nueva Erain. A contarles que venimos del fin del mundo a todos los que no lo saben y a alzar de nuevo la voz de los forzados a callar. Que el Código se ha inventado un nuevo origen para enaltecer la figura de los seres humanos y ocultar que, en realidad, invadimos a otra especie, también hija de la naturaleza. Hija de la Magia.

Observo cómo Runa se lleva una mano al pequeño bolsillo de su grueso cinturón y saca una lámina rectangular en la que hay esbozado un ojo del que se desprende una lágrima. En la parte inferior hay algo escrito, pero no sé descifrarlo. ¿Otro idioma diferente al eraino y el draiziano? Una idea repentina, aunque no descabellada, me cruza por la mente y me deja sin respiración. ¿Es posible que proceda de otro país?

No se percata de mi duda y, como no soy capaz de reaccionar, ella continúa:

—Aquí pone: El Hallazgo. —Me señala la inscripción con el índice—. En mi… —enmudece. Palidece y sus claros ojos repasan el lugar, inquietos. He acertado.

—¿En tu idioma?

Runa aprieta los labios y contiene la respiración. Que venga de otro país me sorprende, pero no creo que sea algo tan terrible como para alterarse. Por eso, en su desmedida inquietud, creo intuir algo más. Algo que no se atreve a decir en voz alta.

—Vengo a visitar y explorar Nueva Erain. ¿Es un problema? —pregunta, apenas vocalizando, y yo niego rápidamente porque no quiero molestarla.

Carraspeo y repaso la ilustración con el dedo. Trato de retomar la conversación para que Runa se destense. No quiero destrozar lo poco que hemos construido hasta ahora.

—¿El Hallazgo? ¿Eso qué significa?

Ella parece acceder en silencio a mi acuerdo de dejar estar el tema de su procedencia.

—Pues significa que mis cartas de adivinación —¿acaba de decir adivinación? ¿De adivinar el futuro?— me han mostrado que tú eres la anomalía a quien alguien busca desesperadamente. Desean hallarte. El Hallazgo es esquivo, pero parece que tú aceptarías descubrirte ante ese ser.

—Tus cartas son solo un juego. Están equivocadas. A mí no me buscan, me persiguen. Igual que a ti. Por la Magia. Y soy yo quien está buscando a alguien. No al revés. —Me dirijo hacia la mochila, cierro bien los bolsillos y me la cargo a la espalda.

—Tu camino no es único, Noah.

—Cierto, pero sigue sin responder a cómo vas a ser capaz de conocer el futuro.

Entonces Runa esboza una sonrisa que hasta el momento no he visto en ella y que, desde luego, no me recuerda al hogar. Es una mueca desdibujada por un sentimiento hiriente… o que hiere. Aunque no pueda ponerle nombre, me molesta.

—Somos anomalías, ¿no? ¿Quién te hace pensar que nuestro poder reacciona de la misma manera en todos los cuerpos?

—Pero…

—¡Está bien!

Retraso un paso, porque con esas palabras tuerce el gesto de nuevo hasta convertirlo en su cálida sonrisa. ¿Estoy descubriendo una parte de Runa de la que desconfío? En realidad, no sé nada de ella. Podría pertenecer al Código. Podría estar engañándome para darme caza.

De pronto, el hecho de que ella no quiera estar conmigo me alivia. Tal vez mi misión es mejor llevarla a cabo solo. Siempre lo he estado, así que no tengo por qué sentir la necesidad de compañía solo por conocer a una persona. Por suerte, Runa…

—Te acompañaré hasta que nos topemos con la capital. Bueno, con una de las dos capitales.

» Te está engañando…

—Cállate —chisto, pero ella me oye.

—¿Qué sucede?

—Nada. Me parece bien. Quiero decir… ¡Muy bien! —Intento sonar entusiasta, aunque fingir no es una conducta que haya practicado mucho, porque nunca he tenido que aparentar conmigo mismo—. ¿Y allí te separarás de mí? —tanteo.

—Desde luego. No quiero que nuestra magia nos ponga en peligro.

—Te perderás cómo cumplo mi misión.

—Eres demasiado sincero, Noah. Por tu bien, te aconsejo que aprendas a mentir.

Así que es cierto. Los humanos no podemos sobrevivir sin la mentira. Sin ocultar. Pero si mi misión se basa en ser sincero, ¿qué tipo de persona sería si no sigo ese mismo camino para todo lo demás? Carraspeo.

—Me dirijo a Núcleo. Si voy a Mudna, que es donde está el Código, no saldré vivo de allí.

—Lo que me extraña es que creas que vas a salir vivo de Núcleo. Los draizs rechazan a los humanos.

—No todos. Confío en que apoyen la intención de mi visita.

Runa me responde poniendo los ojos en blanco, y comienza a caminar. Ella es misteriosa. Es como algunos ejercicios de matemáticas que siempre dejaba incompletos por no saber resolverlos. Es un laberinto distinto al mío. Lleno de luz pero también de sombras oscuras, demasiado tenebrosas; nunca me acercaré a ellas.

Me he emocionado con nuestro encuentro. He caído en la trampa de ilusionarme solo por tener contacto con un ser racional. Runa puede resultar ser un arma de doble filo, porque, según el Caimán, todos los humanos lo son.

Incluido yo.

Lo único que queda de la última página del diario del Caimán son unos pequeños trozos irregulares en los que no se aprecia ni una sola letra. Alguien ha arrancado parte de esa página. ¿El mismo Caimán? No puedo saberlo. Ni siquiera intuirlo, porque cuando desperté, el diario ya se encontraba en aquel estado. Lo que tengo claro es que la página desaparecida debe entrañar algo especial. Algo que noto como parte esencial de mí. Porque los documentos, ahora incinerados, construyeron al Noah que soy en el presente. Si falta una hoja, falta un pedazo de mí.

Rozo los restos con los dedos y mi mirada se desliza hacia la penúltima página. He leído infinidad de veces el diario del Caimán, y todas las lecturas siempre me han dejado mentalmente exhausto. ¿Es posible echar de menos a alguien que ni siquiera he conocido? ¿Es posible considerar familia, considerar hogar, a un ser que incluso podría no existir?

Respiro hondo. Leo en un murmullo:

Si me lees, aquí finaliza este camino. Si me lees, es porque ya no estaré. Si me lees, es porque tú estarás de nuevo. No he soportado tu ausencia. No la he soportado en esta casa que se me venía encima. Ahora me tengo que ir. He indagado demasiado, he descubierto demasiadas cosas más allá de este lugar. Creo que cabe una posibilidad, una ínfima posibilidad de volverlo a conseguir. Sé que están por ahí, por el mundo. Sé que está aquí, en alguna parte… como tú.

No te voy a prometer mi vuelta, porque tú no pudiste prometerme la tuya. Lo entiendo: no pudiste. Y no huyo, solo busco fuera de aquí. Lejos de ti, tal vez. Espero que, si vuelves, encuentres todo esto, espero que si vuelves acudas a

Y fin. «Acudas a» son las dos últimas palabras, porque alguien arrancó el resto. Siempre he creído que el diario y todos los documentos van dirigidos a mí, aunque quizá yo no sea el objeto de todos estos mensajes. Tal vez me he aprovechado de las pertenencias de otro ser, simplemente, para darle un sentido a mi vida. Sin embargo, el Caimán es la razón de mi existencia. No tengo un pasado, y sin el Caimán dejo de tener presente. Y si no poseo ninguno de ambos, ¿qué será de mi futuro?

Quiero recuperar mis recuerdos. Quiero saber cómo era el otro Noah; qué experimentó. Si vivía en la casa junto al mar o apareció en otro momento. No obstante, no puedo evitar sentir una pizca de temor: ¿y si al rescatar mi memoria, el anterior Noah regresa con tanta fuerza que hace desaparecer a mi yo actual? Aunque estoy lleno de huecos, me gusta cómo soy. No quiero esfumarme sin más.

Cierro el volumen, tratando de controlar mi respiración. Observo la bellota que se balancea pendida de mi muñeca. ¿A quién pertenecería? ¿Al Caimán? ¿A su acompañante? Pero parece tener demasiado tiempo. Está demasiado usado. También cabe la posibilidad de que, antes de que yo llegase, alguien hubiese pasado por allí y se le hubiese olvidado. Alzo el brazo para observar el objeto a contraluz.

El aliento entrecortado de Runa me saca de mis pensamientos. Guardo el diario del Caimán en la mochila. Tres días más de viaje juntos han pesado más de lo que imaginaba. Interactuar con otro ser racional es agotador. Además, Runa es una persona muy críptica. A mis preguntas contesta con monosílabos, encogiéndose de hombros o con el mismísimo silencio. Le ofrezco sinceridad con mis respuestas y ella me responde con indiferencia absoluta.

Solo el segundo día mi insistencia dio frutos. Me contó que su brazo pintado lo estaba, pero para siempre. Que a aquella práctica se le llama: tatuaje. Yo le volví a palpar el brazo, fascinado. Era inevitable mirarme las manos después de tocarle la piel. Runa se rio de mí, por supuesto, y me sorprendió que le hiciera gracia mi curiosidad. Y lo más asombroso es que creo que su tatuaje cambia de forma y color cada cierto tiempo. A veces la ilustración muestra olas de mar, azules y verdes; otras, una especie de construcciones de piedra, e incluso alguna noche me ha parecido apreciar cuervos de ojos rojos con los picos abiertos. Obviamente, cuando le pregunté sobre mi impresión, solo obtuve una sonrisa como respuesta.

Al cuarto día, a punto de llegar a Núcleo, me doy por vencido. Runa no tiene intención de dejarse conocer, al menos, no con otra anomalía. Tampoco quiere mi sinceridad. Lo único que desea es alejarse lo máximo posible de lo que ella considera un peligro inminente: la unión de nuestra magia.

Llega hasta a mí resoplando. Le tiendo una cantimplora llena de agua fresca. El centro de Nueva Erain está surcado por varios ríos y ocupado por muchísimos bosques, por lo que abastecernos de provisiones ha sido bastante sencillo.

—En serio, Noah, me muero. Dime que la mancha que veo en el horizonte es Núcleo y no un espejismo. —Bebe tan rápido que parte del agua se la derrama por encima.

—Si me contestas a unas preguntas te respondo sin problemas. —Ato la última correa de la mochila.

—¿En serio? No voy a decirte nada sobre mí. ¿No tuviste suficiente con el tatuaje?

—No.

—Pues no te voy a contestar, querido Noah.

—Retintín —le señalo, y ella se echa a reír.

Aunque hemos permanecido en silencio la mayor parte del viaje, no he abandonado mi estudio sobre el comportamiento social. Gracias a Runa, estoy aprendiendo a diferenciar cuando alguien habla con retintín, con sarcasmo e incluso las emociones que pueden atrapar las palabras. Lo último aún tengo que pulirlo bastante, pero comprobar que avanzo solo me anima a continuar aprendiendo a relacionarme.

—Muy bien, Noah. —Runa aplaude con lentitud.

—Claramente ironía. Te estás burlando de mí.

—Te daría un abrazo si no fuese porque cada vez que nos tocamos siento tu magia como una horrible punzada. ¿En serio no puedes contenerla ni un poco?

Frunzo el ceño. Sabe que no, así que me lo está preguntando para desviar la atención de ella; algo que suele hacer siempre. Me cruzo de brazos y enarco una ceja —la chica lo hace mucho y se me ha pegado el gesto—. Ella me contesta imitando mi expresión que, en realidad, es suya.

—Te has dado cuenta.

—Aprendo rápido. He estado dos años solo con la única ayuda de mis propias, aunque escasas habilidades. No voy a… —¿Cómo es esa expresión?

—Andarte por las ramas —completa Runa.

—Eso, a andarme por las ramas. Voy a preguntarte y vas a tener que responderme al menos con cinco palabras, ¿de acuerdo?

—Y luego me dirás si eso del horizonte es Núcleo.

—Por supuesto.

Aprieta los labios y observa durante unos segundos el cielo. Descruza los brazos para poder cogerse de las manos y me dice:

—Está bien, dispara.

—¿Que dispare?

—Es una forma de decir que empieces a hablar sin impedimentos.

—Entiendo. —Lo anoto mentalmente—. Bien. Mira, Runa, he concluido que no me fío de ti. Apareciste de manera misteriosa delante de mi casa a la que nunca ha llegado nadie. Dices ser de otro país, pero te perseguía el Código. Dices que vienes a explorar esta tierra, pero ya sabes nuestro idioma a la perfección, sus ciudades e incluso sus conflictos políticos. ¿Cuáles son tus verdaderas intenciones? ¿Es que piensas hacer algo malo?

—Uf, eso es más de una pregunta, ¿eh, Noah? —Su voz suena tan neutra que me eriza la piel del cuello.

—He dicho que iba a preguntarte, no he especificado cuánto.

—Quiero ayudarme a mí misma.

—¿Esa es tu respuesta?

—Una respuesta de, al menos, cinco palabras. ¿Eso es Núcleo? —Sigue con ese tono de voz monocorde que parece denotar enfado. Su mirada ronda aquí y allá, incómoda.

—Sí, lo es. Andando. Cuando antes lleguemos, antes podremos separarnos.

Emprendo el camino y me percato de lo mucho que me duele la garganta. Es como si me hubiese comido una planta llena de espinas. Y pensar que había deseado que me ayudara en mi misión. No. Runa no es de confianza. Runa no la pide tampoco, así que no se la voy a dar más.

Pero eso no disipa todas las dudas que le he expresado.

Tres kilómetros después, Núcleo es una realidad. La periferia de la ciudad la conforman casas de piedra de dos pisos. Logro avistar a algunos draizs salir de ellas. Mi corazón empieza a latir desenfrenado por la impresión. El Caimán recopiló y dibujó los diversos aspectos de esta especie mamífera: alados, de piel azul, de manos palmadas, de siete ojos… Cientos de características físicas distintas, como en el ser humano. Solo que el Caimán dejó claro que los humanos tienden a discriminarse entre ellos, aunque todos estemos compuestos por carne y huesos. Los draizs no plantean esas disyuntivas, porque entienden que sus diferencias corporales son una mera capa que resguarda lo verdaderamente importante.

Aunque no me puedo olvidar de los harums, hijos de humanos y draizs. Harum, que significa en draiziano: «nacido entre dos mundos». Son una población joven y escasa que permanece oculta, según el Caimán, por el propio prejuicio que existe en el país. No logró documentar la apariencia de ninguno, pero por lo poco que recabó, sé que las características físicas de ambas especies se mezclan, aunque predominan las humanas. ¿Continuarán asustados e invisibles a los ojos de Nueva Erain?

—Noah, ¿estás bien?

—Son draizs. —Omito a los harums—. Estoy viendo draizs. —La emoción deshace un poco el malestar que ha agarrotado mi garganta—. Son una especie fascinante.

—Te recomiendo por enésima vez que te calmes. A los draizs no les gustan los humanos.

—Lo sé.

—Pues si lo sabes cálmate. No vamos a ser bien recibidos.

—Pero ¿no te marchas ya?

—Quiero descansar. Necesito un buen plato de comida caliente y bañarme. Lo necesito con urgencia. —Suspira—. Además, me ha entrado curiosidad. Quiero verte en acción para que no me lloriquees que me he perdido cómo realizas tu misión —se burla de mí.

—Llevo casi dos años preparándome para esto, pero no creo ser capaz de empezar ahora mismo.

—Lo harás bien, si no te matan antes. —Detecto que es un chiste, aunque no llego a entender su humor basado en temas dolorosos—. Lo harás bien. Practicas en sueños —cede ante mi nula reacción.

—No lo creo.

—Pues hablas durmiendo. Te lo digo yo que no me has dejado ni una noche en paz. —Me da un ligero y cordial empellón. La primera vez que me empujó de esa manera me puse en guardia pensando que me iba a atacar.

Respiro hondo, acuciado por los nervios. Es cierto que la mayoría de draizs repudian a los humanos por lo que hicimos. Su miedo no me extraña, aunque me apena. La decisión de unos pocos que tomaron el poder nos ha condenado al resto. Espero que sepan ver que solo pretendo ayudarlos.

Continuamos la marcha al son de siete campanadas que apreciamos lejanas, extendiéndose por la ciudad. Aminoro la marcha, pero Runa me coge del brazo y estira de mí. Estamos apenas a medio kilómetro del borde externo de Núcleo y a cada paso mi entusiasmo va perdiendo fuerza.

—Tranquilo. Es tu misión, ¿no?

—Que tú me animes no me anima.

—¿Soy tan mala contigo?

—Lo que eres es sincera. Y eso está bien. Pero lidiar con la sinceridad de otra persona es complicado. No quiero meterte en problemas.

—Voy armada.

—Esto solo empeora…

Y no sé cómo lo logra, pero se ríe. Retomo la marcha y mi gesto se descompone a medida que nos acercamos. Estamos llegamos a Núcleo. Un paso y entramos en la ciudad. Un paso más y…

Estamos en la ciudad.

Avanzamos por la calle polvorienta. Núcleo es una ciudad muy poco colorida. Hay vegetación, aunque es escasa y queda sepultada por el marrón de la tierra, y el amarillo y el rojizo de los materiales que componen las edificaciones. Los alrededores de la ciudad ya ofrecen algunas pistas sobre lo que vas a encontrarte en ella: yermas superficies duras y arenosas, salpicadas por algunos matorrales y restos de construcciones metálicas del antiguo mundo —que solo había podido ver en dibujos del Caimán, pero que me moría por estudiarlas más de cerca—. Núcleo promete lo que desvela su camino.

Estamos sucios y apestamos demasiado como para no llamar la atención. Aunque se me olvida que somos forasteros humanos, y que con eso basta. Un pequeño draiz de alas membranosas nos señala mientras estira del pantalón de su madre que, inmediatamente, lo devuelve al interior de una casa.

—Hola —saludo. Avisto a un draiz de cuatro brazos—. Hola.

—No saludes a todo el mundo —me chista Runa por lo bajo.

—¿No es un gesto de buena educación?

—Antes tal vez. Ahora resulta demasiado perturbador.

—Puede ser. Nos miran inquietos.

—¿Y qué esperabas?

Vagabundeamos por las calles, totalmente perdidos, bajo la atención de los draizs. Runa trata de deshacerse de la tensión, indicándome sitios en los que estaría bien que empezase con mi misión, pero mi inseguridad ha crecido tanto que la respuesta a todas sus apreciaciones es una rotunda negativa.

No sé en qué momento sucede, pero cuando nos damos cuenta, un enorme grupo de draizs nos persigue. Hallo entre la multitud unos cuantos humanos, sin embargo, eso no me calma. Los que habitan en Núcleo desde el comienzo de la conquista son aceptados porque han demostrado su lealtad y bondad. Todos los nuclenses parecen hostiles y alerta por igual.

—Es perfecto. —Sonríe Runa.

—Estás disfrutando. Nos persiguen. Nos conducen a una trampa.

—¿Ves esa plaza de ahí? —No me ha escuchado y señala al frente—. Vas a subirte al bordillo de esa fuente y a empezar.

—No. No, Runa.

—Noah, si no lo haces ahora, no te vas a atrever nunca. Entiendo tu malestar, eres nuevo en todo esto. Que te presten atención, estar rodeado de público… Es nuevo, vale. Pero estoy aquí para ayudarte.

—Estás aquí para marcharte.

—No seas injusto.

Lo estoy siendo. Estoy siendo hasta contradictorio con mis propias intenciones respecto a Runa. Estoy sacando todo de mi interior, dando golpes al aire por si alguno le cae a alguien y consigo, de esa manera, deshacerme de mi creciente ansiedad. Interactuar es complicado; interactuar y estar rodeado de seres racionales es casi agónico.

Llegamos hasta la plaza y Runa me empuja hacia la fuente. Vuelvo la mirada, negando. Ella me mira con sus profundos ojos azules, advirtiéndome. Me giro de nuevo hacia la fuente a la espera de que mi público no sea tan numeroso como me ha parecido mientras cruzábamos Núcleo. ¿Por qué no podía empezar ante una masa pequeña? Tantear el terreno y no arriesgarme a terminar muerto, como bien ha destacado Runa a cada segundo de nuestro viaje hasta aquí.

—Hazlo —me susurra la chica—. Están esperando.

Están esperando, sí, a que sea un blanco fácil. ¿Por qué si no nos han seguido? Trago saliva y, con un paso tembloroso, subo al bordillo de la fuente. Giro sobre mis talones, mirándome los pies. De reojo, advierto la multitud que me rodea. Y, de pronto, todo lo que he aprendido con Runa: los gestos, las emociones... Todo desaparece. Solo aprecio innumerables ojos de distintos colores puestos en mí, con intenciones tan diversas que no logro sacar en claro ninguna.

Balbuceo. Me atraganto. Oigo una risita, y también el entrechocar de dos metales. Cierro los ojos. Estoy sudando. Me he confiado. Tengo demasiada fe en la sociedad; demasiada, teniendo en cuenta la poca que tiene el Caimán.

—¡Hola! —saludo en eraino. Pienso un instante en expresarme en draiziano, pero no lo domino lo suficiente y no deseo que alguien crea que los estoy faltando al respeto. Abro los ojos. Alzo una mano y capto cómo Runa se estampa la suya en la cara—. Quiero decir…

—¡Fuera de Núcleo, humano!

—¡Es un infiltrado del Código!

—¡Despojo!

—¡Traidor!

Me parecía una suerte saber draiziano, pero ahora que mis oídos están copados por su odio, preferiría olvidar su idioma. Al final no chillan tanto como preveo, pese a que sus mensajes me llegan igual: altos y claros. Voy a morir aquí, estoy casi seguro. Pero entonces, la voz de Runa atraviesa la plaza y acalla a los nuclenses, sorprendiéndome.

—¡Escuchadlo! ¡Tiene un mensaje importante y sin distinción para todos nosotros!

Sus palabras levantan un murmullo generalizado que me intranquiliza todavía más. Sin embargo, alguien comienza a chistar. Alguien está callando a los demás y no es mi compañera. Poco a poco, el murmullo se convierte en un silencio que domina toda la plaza. Runa me ha dado una oportunidad y, aunque los nervios están ahogándome, no voy a desperdiciar su esfuerzo.

—Nuclenses…

» Más alto. Alza el rostro.

La Voz.

Lo hago.

—¡Nuclenses, vengo a entregar un mensaje muy importante! ¡Venimos del fin de la humanidad!

Nadie responde. Veo algunas bocas abiertas. Miradas confusas. Draizs y humanos. Dirijo una mirada desesperada a Runa, que enseguida hace aspavientos con las manos, indicándome que continúe con la explicación. Antes de que comiencen a criticarme, prosigo:

—Vosotros no. Vosotros sois hijos de esta tierra, pero los seres humanos no. No del todo —matizo—. Nosotros tuvimos la oportunidad de vivir hace mucho tiempo, antes de que… —Dilo—. ¡Antes de que la Magia destrozase todo lo que la envenenaba en este planeta para regenerarse de nuevo! —murmullos. Algunos de reconocimiento, otros que me cuestionan—. ¡La conquista del ser humano a los draizs fue inaceptable! ¡El Código es el terror! ¡Restos de la sociedad que llevó a este mundo a la perdición! En el pasado, en el antiguo mundo, la Magia aguantó la vida de este planeta hasta que los humanos prefirieron explotarla. La Magia, considerada entonces como una divinidad, decidió terminar con la humanidad que, día a día, asesinaba a la naturaleza. A ella misma. No justifico su decisión, sin embargo… —Mis ojos se deslizan hacia la calle en la que un revuelo comienza a formarse—. Sin embargo…

—Vamos, Noah —me anima Runa.

—¡Las anomalías, que no las conocéis, pero así las llama el Código…! ¡Las anomalías son la prueba viviente de que hay fe en este mundo, porque fueron salvadas por…!

Y una flecha sobrevuela el espacio y me roza la mejilla. Enmudezco. Siento mi sangre, punzante y cálida, recorrerme la piel. Runa se tapa la boca con ambas manos, asustada. Los draizs también callan de golpe. En la plaza solo se advierten, de pronto, los cascos de unos caballos avanzando. El peligro. Lo percibo sin ni siquiera tener que echar un vistazo. Frente a ello, decido poner en práctica la maniobra que Runa me ha enseñado para declarar que he venido en son de paz. Alzo las manos y me vuelvo lentamente hacia el sonido del metal y los relinchos de los caballos.

El escenario me deja sin aliento. Un ejército de, al menos, cincuenta draizs, ocupa toda la calle por la que han llegado. Son grandes, enérgicos y amenazadores. Sin embargo, mi mirada queda atrapada por los dos humanos que avanzan entre los soldados. Uno tiene el pelo blanco como la nieve y la otra camina con decisión, con su único ojo descubierto puesto en mí.

La multitud nuclense que he congregado sin pretenderlo saluda a los recién llegados cerrando un puño sobre su vientre. Oh, no. El saludo de respeto draiziano. Continúo petrificado, con las manos en alto, incluso cuando la chica del parche se sube de un bote ágil al bordillo de la fuente. De reojo advierto a su compañero alternar su mirada entre ella y yo. No sé interpretar su gesto.

—Corre, Noah. Es La Mano Ejecutora —me advierte Runa.

—¡Almog! —grita la del parche—. ¡Detén a estos dos humanos por escándalo público!

—¡No! —chilla Runa, pero antes de que pueda huir, una musculosa draiz de piel rojiza ya está sujetándola por la espalda y amenazándola con un cuchillo.

La chica del parche se gira hacia mí. A corta distancia puedo apreciar a la perfección las pecas que salpican su nariz. La humana parece percatarse de mi escrutinio y me da un toque de atención con un ligero golpe de su espada envainada en la pierna. Alzo de nuevo la mirada y me encuentro con ese ojo de un castaño claro, pero tan profundo como un pozo. Parece vacía por dentro.

—Mi nombre es Kira, y soy la danían de Núcleo. Bienvenido, alborotador. —Sonríe. Retintín—. Tú y yo tenemos que hablar.

El don de la diosa

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