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Capítulo 9

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El aviso de tormenta se extendió ese lunes a toda la isla y lo que empezó como una leve llovizna aquel domingo de diciembre del año dos mil siete se convirtió en la Tormenta Olga. El fenómeno atmosférico dejó catorce muertos en la República Dominicana, más de treinta mil personas damnificadas y daños en miles de casas. Además de múltiples poblados incomunicados, los estragos de las lluvias que iniciaron el lunes y se prolongaron por setenta y dos horas, impidieron también el encuentro esperado por Virginia y Andrés.

La ciudad se tornó intransitable durante varios días y cuando finalmente se restablecieron las comunicaciones, las prioridades de todos habían cambiado y el trabajo acumulado durante los días no laborables impidió que ese viernes retomaran la rutina.

Cora Gibson, la asistente personal de Andrés, tomaba las llamadas de Virginia a la oficina, algunas veces anotaba sus mensajes y otras simplemente olvidaba entregarlos. La chica era una rara excepción en el mundo de las rubias; hablaba cinco idiomas con apenas veintitrés años, así que, además de anotar algunos mensajes, recibía los pedidos de clientes y se encargaba de las traducciones más sencillas. Era hija de una pareja canadiense, buenos y viejos amigos de sus padres. Pasaron juntos muchas navidades en su niñez, y a pesar de que era apenas cinco años menor que él, la seguía viendo como la niña de ojos azules y larga cabellera rubia que siempre jugaba con sus hermanas. Cuando ella llegó a pedirle trabajo recién graduada de una licenciatura en Lenguas Extranjeras, le pareció extraño que, siendo su padre el gerente general de una multinacional canadiense, acudiera a su microempresa de traducción. Era un gran recurso, así que no dudó en darle el puesto, no sin antes aclararle que la paga era modesta. Sabía de su inteligencia por los elogios que su madre no cesaba de expresar cuando quería reprocharles algo a sus hermanas y más de una vez doña Sonia había insinuado que Dante debía salir con ella, pues como era políglota podría acompañarlo en sus giras con la filarmónica sin sentirse fuera de lugar. Dante solo contestaba a estos comentarios que: « ¡Ya suficiente hablan las mujeres que conocen una sola lengua! ¡De solo pensar cuánto hablaría una que puede hacerlo en cinco lenguas, ya estoy agotado!».

Bromeaba, por supuesto. Cora era bailarina clásica de la academia de artes de Quebec antes de que la empresa donde trabajaba su padre lo escogiera para abrir sus oficinas en Santo Domingo y se mudaran. Se veían con alguna frecuencia y en más de una ocasión quiso invitarla a salir; en una época, durante las clases de verano, salía de clases al atardecer y esperaba unos minutos en un banco al pie de las escaleras a que saliera ella. Cora vestía siempre el uniforme de leotardo negro y mallas rosa, parcialmente ocultas por un tutú de igual color, atado a su minúscula cintura. Solía desatar su copiosa cabellera justo antes de bajar las escaleras, y la dorada melena recorría la espalda, apenas cubierta, hasta alcanzar el lazo de su tutú. Ella sabía que aquel ritual atraía las miradas de más de un estudiante, y sabía también que uno de ellos era Dante. El problema era que lo conocía por sus romances veraniegos, primaverales y en fin… Ninguno duraba más de una estación.

La idea de tener que verlo en Navidad, cuando era seguro que para otoño ya tendría otra novia, desechaba cualquier esbozo de debilidad ante sus propuestas seductoras. Así que por mucho que Dante insinuó sus intenciones, ella siempre le dejó claro que no estaba interesada en lo absoluto. No había sido sencillo, porque definitivamente él era un gran partido. Su cuerpo bien formado, producto de años practicando la natación y su abundante cabello negro llevado a los hombros eran solo unos pocos de sus atractivos. Era el mejor violinista de la academia; sus solos eran apasionados y brillantes y los rumores de que la filarmónica pronto lo contrataría para sus giras internacionales habían elevado su popularidad al cielo. Pero Cora, pese a su juventud, era determinada en sus decisiones y no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer.

Así que los comentarios de doña Sonia no eran totalmente desacertados; sin embargo, con tanta atención, Dante no perdería la cabeza por tener una damisela menos en su creciente colección y, con el tiempo, la descartó como pareja y siguieron siendo amigos. Cora, por otro lado, pasó la mitad de su adolescencia lanzando indirectas al «hermano bueno», como solía llamar a Andrés cuando hablaba de él con sus amigas de la academia. Pero se veían solamente en ocasiones especiales, pues Andrés no contaba las artes como una de sus pasiones y las horas libres las pasaba en la cancha de tenis o en la piscina. La pobre chica hacía visitas improvisadas a la casa Nova con la excusa de practicar el arabesque de la próxima función con Anne y Sophie, ambas compañeras de clase; sin embargo, pasaba más tiempo interrogándolas sobre la última conquista amorosa de Andrés, que casi nunca estaba en casa.

Andrés nunca notó, en los años previos a que trabajaran juntos, el creciente interés romántico de Cora por él. Pero, en fin, él había demostrado que no tenía buena intuición en el amor. Es por eso que cuando finalmente ella lo invitó a salir sin preámbulo alguno el viernes posterior a la tormenta, la sorpresa se dibujó en su rostro y se preguntó en qué momento se habría convertido esta chiquilla en una adulta.

Desconcertado, usó la vieja excusa de un compromiso previo para desanimarla y, luego de convencerla de forma cariñosa de bajar de su escritorio, continuó trabajando en su computadora mientras ella se alejaba a su puesto con una sonrisa en los labios y la convicción de que en poco tiempo lo tendría a sus pies. La sorpresa de la repentina invitación dejó a Andrés pensando en otros temas y por unos minutos dejó de preguntarse el porqué de su silencio.

El fin de semana, Marcelo sugirió ver una película de terror en su casa para levantar los ánimos tras la tormenta. Todo el grupo hizo acto de presencia y más de diez amigos estaban reunidos para ver la cuarta entrega de El Juego del Miedo, estrenada hacía un par de semanas en el cine y disponible en copias clandestinas gracias al amigo de un amigo de Marcelo.

Iveth y su prometido llegaron temprano, Gabriela y Osvaldo que ya llevaban un par de meses saliendo juntos se unieron poco después. A la primera oportunidad, Iveth se acercó a Andrés que, sentado en el sofá con una copa de vino, conversaba con Marcelo sobre lo ocurrido con Cora.

— ¿Interrumpo? —preguntó ella, sentándose al lado de su amigo y antes compañero de trabajo.

— ¡Nunca! —dijo Marcelo, poniéndose de pie para abrir la puerta, que sonaba a pocos pasos de ellos.

— ¿Y tú? ¿Has hablado con Virginia? ¿Sabes a qué hora viene? —inquirió Andrés, con un tono de fingida indiferencia al dirigirse a Iveth.

—Su teléfono celular se descompuso con la tormenta y anoche, que hablé con ella, aún no lo habían reparado. ¿De verdad no han conversado ustedes dos? —preguntó Iveth, mientras observaba su reacción atentamente, pero él no estaba poniendo atención.

Su mirada se dirigía a la puerta, por donde hacía su entrada Virginia, en un inolvidable vestido rojo, corto y de falda ancha, que dejaba al descubierto sus piernas lindas y bien formadas. Su cabello corto se agitaba con soltura mientras giraba la cabeza de un lado a otro saludando con un beso a todos y dejando discretas marcas de su labial rojo rubí en más de una mejilla. Cuando finalmente llegó al sofá tuvo que sostener su falda para agacharse a saludar a Iveth y luego a Andrés, que se apuró en ponerse de pie, como le habían enseñado sus padres que se hace cuando una dama entra al salón.

Se encontraron a medio camino y sus rostros quedaron muy cerca… demasiado cerca. La película ya iba a comenzar.

Capricho De Un Fantasma

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