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Gudlaugur Egilsson había empezado a trabajar en el hotel en 1982. Entonces tenía 28 años de edad. Antes había desempeñado diversos trabajos, el último de ellos como portero en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Cuando decidieron contratar un portero con carácter fijo en el hotel, solicitó el puesto. Eran tiempos de crecimiento del turismo. Habían ampliado el hotel y habían contratado más personal. El antiguo director no recordaba con exactitud por qué habían elegido a Gudlaugur. Lo que sí recordaba es que no se presentaron muchos aspirantes al puesto.

Causó muy buena impresión al director del hotel. Parecía caballeroso y cortés, con un gran espíritu de servicio, y resultó ser un empleado digno de confianza. No tenía familia, ni mujer ni hijos, lo que causó algunas preocupaciones al director del hotel porque estaba comprobado que los padres de familia solían ser trabajadores más fieles. Y por lo demás, a Gudlaugur no le gustaba hablar de sí mismo ni de su pasado.

Poco después de empezar a trabajar en el hotel, fue a ver al director para preguntarle si había allí algún alojamiento que pudiera utilizar mientras encontraba casa nueva. Le habían notificado con muy poco tiempo que tenía que dejar el apartamento donde vivía realquilado y se encontraba prácticamente en la calle. Hizo lo posible por provocar compasión, y le indicó al director que en el corredor del sótano del hotel había un trastero donde quizá, tal vez, podría instalarse hasta encontrar un nuevo alojamiento. Fueron los dos a echar un vistazo al trastero. Se usaba para guardar objetos heterogéneos, y Gudlaugur dijo conocer otro lugar donde se podrían almacenar, aunque, de todos modos, la mayor parte era mejor tirarlos.

De este modo se acordó que Gudlaugur, portero y más tarde también Papá Noel, se mudaría al trastero del sótano, donde vivió hasta el día de su muerte. El director del hotel estaba convencido de que no permanecería allí más de unas cuantas semanas. Es lo que le dio a entender Gudlaugur, y el trastero no invitaba a usarlo como residencia por tiempo prolongado. Pero la búsqueda de vivienda nueva fue demorándose y, poco a poco, empezó a parecer normal que Gudlaugur viviera en el hotel, especialmente porque su trabajo era más de conserje que de simple portero. Con el tiempo, resultó práctico que estuviera siempre disponible, de día o de noche, por si se producía alguna avería que necesitara la intervención de alguien con buenas manos.

—Poco después de que Gudlaugur se mudara a vivir al trastero, dejó el puesto el director anterior al actual —dijo Sigurdur Óli, sentado en la habitación de Erlendur, al contarle la entrevista con el antiguo director. Había pasado buena parte del día y empezaba a anochecer.

—¿Sabes el motivo? —preguntó Erlendur. Estaba recostado en la cama, mirando el techo—. El hotel estaba recién ampliado, había contratado un montón de empleados, y entonces él se marcha. ¿No te parece algo peculiar?

—No me lo planteé. Veré lo que me dice, si crees que eso puede tener algún interés para el caso, por mínimo que sea. Y no tenía ni idea de que Gudlaugur hiciera de Papá Noel. Eso fue después de su época, y para él resultó un auténtico mazazo enterarse de que había aparecido muerto en el trastero.

Sigurdur Óli recorrió con la mirada aquella habitación vacía.

—¿Tienes intención de pasar aquí las vacaciones? —preguntó.

Erlendur no le respondió.

—¿Por qué no te vas a casa?

Silencio.

—La invitación sigue en pie.

—Te lo agradezco mucho, y transmite mi agradecimiento a Bergthóra —dijo Erlendur, pensativo.

—¿En qué piensas?

—En nada que te afecte, si es que estoy... pensando en algo —dijo Erlendur—. Me fastidian las navidades.

—Pues yo tengo intención de marcharme a casa —dijo Sigurdur Óli.

—¿Qué tal va el asunto del niño?

—No va, en realidad.

—¿Es problema tuyo, o de ambos?

—No lo sé. No nos hemos hecho los análisis todavía. Pero Bergthóra ya ha empezado a hablar de ello.

—¿Pero realmente quieres tener un hijo?

—Sí. No lo sé. No tengo ni idea de qué es lo que quiero.

—¿Qué hora es?

—Las seis y media pasadas.

—Vete a casa —dijo Erlendur—. Yo me encargo de nuestro Henry.

Henry Wapshott había regresado al hotel pero no estaba en su habitación. Erlendur pidió que le avisaran, subió a su planta y llamó a la puerta de su habitación, pero no obtuvo respuesta alguna. Se preguntó si debería hacer que el director del hotel le abriese la habitación, pero para ello necesitaría una orden judicial de registro, lo que podría demorarse hasta bien entrada la noche, además de que no era seguro que Henry Wapshott fuese el Henry con quien Gudlaugur tenía una cita a las 18:30.

Erlendur estaba en el pasillo evaluando sus posibilidades cuando un hombre de entre cincuenta y sesenta años de edad surgió de un recodo y se dirigió hacia él. Llevaba una gastada chaqueta de tweed, pantalones color caqui, camisa azul con corbata de color rojo vivo. Era medio calvo, con el cabello entrecano peinado cuidadosamente de un lado al otro del cráneo.

—¿Es usted? —dijo en inglés cuando llegó adonde estaba Erlendur—. Me han dicho que había un señor que preguntaba por mí. Un islandés. ¿Es usted coleccionista? ¿Me buscaba?

—¿Se llama usted Wapshott? —preguntó Erlendur—. ¿Henry Wapshott? —Su inglés no era demasiado bueno. Entendía decentemente la lengua, pero la hablaba mal. La globalización del crimen había hecho que se dieran clases de inglés especializado, clases a las que Erlendur había asistido y que le habían gustado. Había empezado a leer libros en inglés.

—Me llamo Henry Wapshott —dijo el hombre—. ¿Quería algo de mí?

—Quizá no deberíamos seguir aquí, en medio del pasillo —dijo Erlendur—. ¿Podríamos entrar en la habitación? ¿O...?

Wapshott miró la puerta de la habitación y otra vez a Erlendur.

—Quizá podríamos bajar al vestíbulo —respondió—. ¿En qué puedo servirle? ¿Quién es usted?

—Vayamos abajo —dijo Erlendur.

Henry Wapshott lo siguió, dubitativo, hasta el ascensor. Cuando llegaron al vestíbulo, Erlendur eligió una mesa de fumadores con unas sillas que estaban algo apartadas del comedor y se sentaron. Enseguida apareció una camarera. La gente había empezado a ocupar sus lugares en torno al bufé, que a Erlendur le parecía aún más apetitoso que el día anterior. Pidieron café.

—It’s very odd —dijo Wapshott—. Estaba citado en este mismo lugar hace media hora, pero la persona en cuestión no apareció. No me envió ningún mensaje ni aviso, y luego aparece usted delante de mi puerta y me trae aquí abajo.

—¿Quién era la persona con la que estaba citado?

—Un islandés. Trabaja en el hotel. Se llama Gudlaugur.

—¿Y la cita con él era a las seis y media de hoy?

—Exacto —dijo Wapshott—. ¿Qué...? ¿Quién es usted?

Erlendur le dijo que era de la policía y le explicó la muerte de Gudlaugur, y que habían encontrado en su cuarto una nota que indicaba que había acordado una cita con un hombre llamado Henry, que obviamente se refería a él. La policía querría saber cuál era el objeto de la cita. Erlendur no mencionó que estaba considerando la posibilidad de que Wapshott estuviera en el trastero de Papá Noel cuando éste fue asesinado. Se limitó a decir que Gudlaugur había trabajado en el hotel durante veinte años.

Wapshott miraba fijamente a Erlendur mientras éste le contaba lo sucedido, y sacudió la cabeza con incredulidad, como si fuera incapaz de comprender plenamente lo que estaba oyendo.

—¿Está muerto?

—Sí.

—¿¡Asesinado!?

—Sí.

—Dios mío —dijo Wapshott en un gemido.

—¿Cómo conoció a Gudlaugur? —preguntó Erlendur.

Wapshott parecía desorientado, así que le repitió la pregunta.

—Hace años que le conozco —respondió por fin Wapshott, y en sus labios se dibujó una sonrisa que dejó ver unos dientes pequeños y amarillentos por el tabaco, algunos de la encía inferior con las puntas negras. Erlendur supuso que fumaría en pipa.

—¿Cuándo se vieron por primera vez? —preguntó Erlendur.

—No nos hemos visto nunca —respondió Wapshott—. Nunca lo he visto. Hoy iba a verlo por primera vez. Para eso vine a Islandia.

—¿Vino a Islandia para reunirse con él?

—Sí, entre otras cosas.

—Pero entonces, ¿de qué lo conocía? Si no se habían visto nunca, ¿qué tipo de relación había entre ustedes?

—No había relación —dijo Wapshott.

—No le comprendo —repuso Erlendur.

—Nunca existió relación —repitió Wapshott, dibujando unas comillas en el aire, en torno a la palabra «relación».

—¿Y entonces? —preguntó Erlendur.

—Solamente una adoración unilateral —dijo Wapshott—. Por mi parte.

Erlendur le rogó que repitiera sus últimas palabras. No comprendía cómo aquel hombre, llegado desde Gran Bretaña y que nunca había conocido personalmente a Gudlaugur, podía ser un admirador suyo. De un portero de hotel. De un hombre que vivía en un cuartucho en el sótano del hotel y al que habían encontrado muerto con el cinturón desabrochado y una puñalada en el corazón. Lo adoraba unilateralmente. A un hombre que hacía de Papá Noel en las fiestas infantiles del hotel.

—No comprendo de qué me está hablando —dijo Erlendur. Entonces recordó que Wapshott le había preguntado, cuando estaban aún en el pasillo, si era coleccionista—. ¿Por qué me preguntó si yo era coleccionista? —preguntó—. ¿Qué clase de coleccionista? ¿A qué se refería?

—Pensé que sería coleccionista de discos —dijo Wapshott—. Como yo.

—¿Cómo que coleccionista de discos? ¿De discos? ¿Se refiere a...?

—Colecciono discos antiguos —respondió Wapshott—. Discos antiguos de tocadiscos. Vinilos. Así conocí a Gudlaugur. Por eso conozco a Gudlaugur. Ahora por fin iba a conocerlo personalmente, ardía en deseos de hacerlo, de modo que comprenderá usted que haya sido un auténtico mazazo saber que ha muerto. ¡Y asesinado! ¿Quién habría querido asesinarlo?

Su asombro no parecía fingido.

—¿Quizá lo vio usted ayer? —preguntó Erlendur.

En un primer momento, Wapshott no comprendió a qué podía referirse Erlendur, pero entonces se percató del significado de sus palabras y se quedó mirando boquiabierto al policía.

—¿Quiere decir... quiere decir que cree que le estoy mintiendo? ¿Qué yo...? ¿Me está diciendo que sospecha de mí? ¿Qué cree que yo puedo haber participado en su muerte?

Erlendur lo miró sin decir nada.

—¡Eso es absurdo! —dijo Wapshott, alzando la voz—. Hace mucho tiempo que estoy deseando conocer personalmente a ese hombre. Años. No puede haberlo dicho en serio.

—¿Dónde estaba usted ayer a esta hora? —preguntó Erlendur.

—En la ciudad —respondió Wapshott—. Estaba en la ciudad. Estuve en una tienda para coleccionistas que hay junto a la calle comercial principal, y luego comí en un restaurante indio no muy lejos de allí.

—Lleva varios días en el hotel. ¿Por qué no se encontró antes con Gudlaugur?

—Pero... ¿no me acaba de decir que estaba muerto? ¿Qué quiere decir?

—¿Por qué no intentó concertar una cita con él al registrarse en el hotel? Me ha dicho que ardía en deseos de conocerlo personalmente. ¿Y por qué esperó tanto para hacerlo?

—Fue él quien decidió el lugar, la fecha y la hora. ¡Dios mío, en qué lío me he metido!

—¿Cómo se puso en contacto con él? ¿Y qué quiere decir eso de la adoración unilateral?

Henry Wapshott lo miró.

—Quiere decir que... —empezó Wapshott, pero Erlendur no le dejó concluir la frase.

—¿Sabía usted que trabajaba en este hotel?

—Sí

—¿Cómo?

—Había hecho mis averiguaciones. Me esfuerzo por conocer a fondo todo lo relativo a mi negocio, al coleccionismo.

—¿Y por eso se alojó en este hotel?

—Sí.

—¿Le compraba usted discos? —continuó Erlendur—. ¿Fue así como se conocieron? ¿Dos coleccionistas con intereses comunes?

—Como le he dicho, yo no lo conocía. Ahora iba a conocerlo personalmente.

—¿Qué quiere decir?

—Usted no tiene ni idea de quién era, ¿verdad? —dijo Wapshott. Parecía asombrado de que Erlendur no conociera a Gudlaugur Egilsson.

—Era portero, conserje y Papá Noel —respondió Erlendur—. ¿Hay algo más que necesite saber?

—¿Sabe cuál es mi especialidad? —preguntó Wapshott—. Ignoro si sabe mucho o poco sobre coleccionismo en general, o sobre coleccionistas de discos en particular, pero la mayor parte de los coleccionistas se especializan en un campo determinado. La gente puede llegar a ser un tanto excéntrica en determinados temas. Es increíble lo que se dedica a coleccionar la gente. He oído hablar de un hombre que colecciona bolsas para vomitar de casi todas las compañías aéreas del mundo. Sé también de una mujer que colecciona pelo de muñecas Barbie.

Wapshott miró a Erlendur.

—¿Sabe cuál es mi especialidad? —repitió.

Erlendur sacudió la cabeza. No estaba seguro de haber comprendido bien lo de las bolsas de vomitar. ¿Y qué era eso de las muñecas Barbie?

—Mi especialidad son los coros infantiles —dijo Wapshott.

—¿Los coros infantiles?

—Y no solo los coros infantiles. Mi particular interés son los niños de coro.

Erlendur vaciló, no sabía si había comprendido lo que decía aquel hombre.

—¿Niños de coro?

—Sí.

—¿Colecciona discos de niños de coro?

—Sí. Naturalmente colecciono otros discos, pero los niños de coro son... ¿cómo expresarlo?... Mi pasión.

—¿Y qué tiene que ver Gudlaugur con todo eso?

Henry Wapshott sonrió. Alargó un brazo para coger una cartera de cuero que llevaba consigo. La abrió y sacó una pequeña funda que envolvía un disco de 45 revoluciones.

Sacó sus gafas del bolsillo de la pechera y Erlendur vio que se le caía una hoja de papel al suelo. Se agachó a recogerla y vio el nombre Brenner’s impreso en letras verdes.

—Muchas gracias —dijo Wapshott—. Una servilleta de un hotel alemán. El coleccionismo es una manía —añadió como para excusarse.

Erlendur asintió.

—Pensaba pedirle que me firmase un autógrafo en la funda —dijo Wapshott al tiempo que entregaba el disco a Erlendur.

En la parte delantera de la funda figuraba en letras doradas, formando un arco, Gudlaugur Egilsson, y había también una foto en blanco y negro de un jovencito de no mucho más de doce años, peinado y engominado primorosamente, y algo pecoso, que sonreía a Erlendur con una sonrisa un poco forzada.

—Poseía una voz asombrosamente sensible —dijo Wapshott—. Pero luego llega la pubertad y... —Se encogió de hombros, como rindiéndose ante lo inevitable—. En su voz se percibía tristeza y nostalgia. Me extraña que no haya oído hablar usted de él, que no sepa quién era, si está investigando su muerte. Tiene que haber sido un nombre conocidísimo en su época. Según mis averiguaciones, puede decirse que fue un niño prodigio muy conocido.

Erlendur levantó la vista hacia Wapshott.

—¿Un niño prodigio?

—Sacó dos discos, uno cantando él solo, y otro en el que canta con una escolanía. Tiene que haber sido un nombre muy famoso aquí en Islandia. En su época.

—Un niño prodigio —repitió Erlendur—. ¿Cómo Shirley Temple, quiere decir? ¿Un niño prodigio de ese tipo?

—Probablemente, a la escala de ustedes, me refiero, a escala de Islandia, un país poco poblado y un tanto aislado. Tiene que haber sido de lo más famoso, aunque ahora parece que todos lo hayan olvidado. Naturalmente, Shirley Temple era...

—La pequeña princesa —se dijo Erlendur en voz baja.

—¿Cómo?

—No sabía que hubiera sido un niño prodigio.

—Hace muchísimos años ya.

—¿Así que grabó discos?

—Sí.

—Y usted los colecciona.

—Estoy intentando conseguir copias. Estoy especializado en niños de coro como él. Tenía una voz infantil magnífica.

—¿Niño de coro? —dijo Erlendur como hablando para sí mismo. Vio en su imaginación el póster de La pequeña princesa e iba a preguntarle a Wapshott más detalles sobre Gudlaugur, el niño prodigio, cuando algo se lo impidió.

—Ah, estás aquí —oyó Erlendur por encima de él, y levantó la mirada. Detrás de él estaba Valgerdur, sonriente. Ya no llevaba la bolsa de muestras en la mano. Llevaba puesto un fino abrigo negro de cuero que le llegaba hasta las rodillas, y por debajo un bonito jersey rojo, y se había maquillado con tanto esmero que casi ni se notaba—. ¿Sigue en pie la invitación? —preguntó.

Erlendur se puso en pie de un salto. Wapshott se quedó allá abajo.

—Perdona —dijo Erlendur—, no me había dado cuenta... Naturalmente—. Sonrió—. Naturalmente.

La voz

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