Читать книгу La voz - Arnaldur Indridason - Страница 8

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La cantina del personal tenía poco en común con el espléndido vestíbulo del hotel y sus elegantes salones. No había coronas de Navidad, ni música navideña, solo unas cuantas sillas y mesas de cocina, suelo de linóleo, rajado en un sitio, y en un rincón un pequeño espacio de cocina con armarios, máquina de café y un frigorífico. Parecía que nadie se encargaba de la limpieza. Las mesas tenían manchas de café y había tazas sucias por todas partes. La cafetera, exhausta, estaba encendida y eructaba agua a borbotones.

Unos cuantos empleados del hotel formaban un semicírculo en torno a una chica joven, aún muy afectada tras encontrar el cadáver. Había estado llorando, y el rímel negro se le había corrido por las mejillas. Levantó la mirada cuando entró Erlendur acompañado por el director del hotel.

—Ahí la tienes —dijo el director, como si hubiera sido ella quien hubiera violado la santidad de las navidades, e hizo una señal a los empleados para que salieran. Erlendur le dio un empujoncito para que saliese él también, diciendo que quería charlar con la chica en privado. El director del hotel lo miró asombrado, pero no hizo objeción alguna e indicó que tenía mucho que hacer. Erlendur cerró la puerta tras él cuando salió.

La muchacha se frotó las mejillas para limpiarse el rímel y miró a Erlendur sin saber bien a qué atenerse. Erlendur sonrió, arrastró una silla y se sentó delante de la muchacha. Tenía más o menos la edad de su hija, algo más de veinte años, estaba intranquila y todavía bajo el shock de lo que había visto. Era delgada, tenía el cabello negro y vestía el uniforme de las limpiadoras del hotel, una bata de color azul claro. Encima del bolsillo del pecho llevaba prendida la etiqueta con su nombre. Ösp.

—¿Hace mucho que trabajas aquí? —preguntó Erlendur.

—Casi un año —respondió Ösp en voz baja, mirándolo. No daba la impresión de que fuera a hacerle nada malo. Sorbió por la nariz y se acomodó en la silla. Sin duda, encontrar el cadáver la había afectado mucho. Un suave temblor la hacía estremecerse de arriba abajo. El nombre le va muy bien, pensó Erlendur. Ösp, el álamo temblón. Parecía un arbolillo agitado por el viento.

—¿Te gusta trabajar aquí? —preguntó Erlendur.

—No —fue la respuesta.

—¿Y por qué no lo dejas, entonces?

—Hay que trabajar.

—¿Qué es lo que te disgusta tanto?

Le miró como si la pregunta fuera ociosa.

—Hago las camas —dijo—. Limpio los baños. Paso la aspiradora. Aunque mejor que estar de cajera de supermercado sí que es.

—¿Y la gente?

—El director es un tío asqueroso.

—Parece una boca de incendios mal cerrada —dijo Erlendur.

Ösp sonrió.

—Y algunos clientes se creen que una trabaja para que le metan mano.

—¿Por qué bajaste al sótano? —preguntó Erlendur.

—A buscar a Papá Noel. Los niños le estaban esperando.

—¿Los niños?

—Los de la fiesta de Navidad. Tenemos una fiesta de Navidad para los empleados del hotel. Para sus hijos y también para los niños que se alojan en el hotel, y él hacía de Papá Noel. Como no aparecía, me mandaron a buscarlo.

—No debió de ser nada agradable.

—Nunca había visto un cadáver. Y encima el condón... —Ösp intentó apartar la imagen de su mente.

—¿Ese hombre tenía amigas aquí, en el hotel?

—Ninguna que yo sepa.

—¿Sabes si había alguna mujer con la que tuviera relaciones fuera del hotel?

—No sé nada sobre ese hombre, y ya he visto más de él de lo que se me petece.

—Me apetece —la corrigió Erlendur.

—¿Qué?

—Se dice «me apetece», no «se me petece».

La muchacha se lo quedó mirando como si Erlendur hubiera perdido un tornillo.

—¿Eso te parece importante?

—Sí —dijo Erlendur.

La muchacha sacudió la cabeza, con la mirada perdida.

—¿Y no sabes nada de idas y venidas de clientes? —dijo Erlendur para acabar de una vez con la conversación sobre la corrección del lenguaje. De pronto se imaginó una institución terapéutica en la que iban entrando deprimidos enfermos de incorrecciones gramaticales, en bata y zapatillas, y confesaban sus enfermedades: Me llamo Fulano y digo «se me petece».

—No —dijo Ösp.

—¿Estaba abierta la puerta cuando lo encontraste?

Ösp pensó un momento.

—No, la abrí yo. Llamé a la puerta y nadie contestó, esperé y cuando estaba a punto de irme se me ocurrió abrir. Pensaba que la puerta estaría cerrada con llave, pero de repente se abrió y allí estaba él, sentado, con un condón puesto...

—¿Por qué pensabas que estaría cerrada con llave? —Erlendur la interrumpió a toda prisa—. La puerta, quiero decir.

—Bueno. Sabía que era su habitación.

—¿Te cruzaste con alguien al bajar a su cuarto?

—No, con nadie.

—Así que se había vestido para la fiesta de Navidad y llegó alguien y le interrumpió. Tenía puesto el traje de Papá Noel.

Ösp se encogió de hombros.

—¿Quién le hacía la cama?

—¿Qué quieres decir?

—La cama, la ropa de cama. Lleva mucho tiempo sin cambiar.

—No lo sé. Seguramente él mismo.

—Debió de ser una impresión tremenda.

—Fue espantoso —dijo Ösp.

—Lo sé —dijo Erlendur—. Deberías tratar de olvidarlo cuanto antes. Si puedes. ¿Era un buen Papá Noel?

La muchacha se quedó mirándolo.

—¿Eh? —preguntó Erlendur.

—Yo no creo en Papá Noel.

La encargada de la organización de la fiesta de Navidad iba muy bien vestida, era bajita y Erlendur calculó que tendría unos treinta años. Dijo que era la directora de promoción y publicidad del hotel, y Erlendur prefirió no preguntarle más detalles al respecto; casi todo el mundo al que conocía en estos días trabajaba en algo de promoción. La mujer tenía un despacho en el primer piso del hotel, y allí la encontró Erlendur, hablando por teléfono. Había llegado el soplo a los medios de comunicación de que en el hotel estaba pasando algo, y Erlendur imaginó que la buena mujer estaría contando mentiras a algún periodista. La conversación terminó de modo muy abrupto. La mujer colgó el teléfono a su interlocutor diciéndole que no podía dar ninguna información.

Erlendur se presentó, estrechó una mano seca y le preguntó cuándo había hablado por última vez con, ejem, con el hombre del sótano. No sabía si debía hablar del portero o de Papá Noel, y el nombre lo había olvidado. No le pareció muy adecuado llamarle Papá Noel. Sigurdur Óli sí que era un verdadero Papá Noel, aunque nunca se pusiera el disfraz.

—¿Gulli? —dijo ella, solucionando el problema—. Esta misma mañana, para recordarle la fiesta del árbol de Navidad. Hablé con él en la puerta. Estaba trabajando. Era el portero del hotel, como posiblemente ya sepas. Y más que portero, en realidad era el conserje. Hacía de todo.

—¿Mañoso? —preguntó Erlendur.

—¿Qué?

—¿Mañoso, habilidoso, nunca había que insistir para que cumpliera su cometido?

—No lo sé. ¿Importa? Para mí no hizo nunca nada. O bueno, yo nunca tuve que recurrir a él.

—¿Por qué hacía él de Papá Noel? ¿Le gustaban los niños? ¿Era gracioso? ¿Divertido?

—Es algo de antes de mi llegada. Llevo trabajando aquí tres años, y esta es la tercera fiesta de Navidad de la que me hago cargo. Él había hecho de Papá Noel en las otras dos ocasiones, y también antes. Era correcto. Como Papá Noel. Los niños se lo pasaban bien con él.

La muerte de Gudlaugur no parecía haber afectado mucho a aquella mujer. El pobre hombre no tenía nada que ver con ella. El único resultado del crimen fue una alteración temporal de los asuntos de promoción y publicidad, y Erlendur pensó en cómo podía ser la gente tan insensible y desagradable.

—¿Pero qué clase de persona era?

—No lo sé —respondió—. No le conocía. Era el portero. Y el Papá Noel. En realidad eran las únicas veces que hablé con él. Cuando hacía de Papá Noel.

—¿Qué fue de la fiesta de Navidad? Quiero decir, cuando se supo que Papá Noel había muerto.

—La suspendimos. No se podía hacer otra cosa. También como muestra de respeto —añadió, como para mostrar por fin una pizca de sentimiento. No sirvió de nada. Erlendur sacó la clara conclusión de que el cadáver del sótano no podía resultarle más indiferente a aquella mujer.

—¿Quién conocía mejor a ese hombre? —preguntó—. Aquí en el hotel, me refiero.

—Pues no lo sé. Intenta hablar con el jefe de recepción. El portero estaba a sus órdenes.

Sonó el teléfono que había en la mesa y la mujer respondió. Miró a Erlendur como si le molestara, así que el policía se levantó y salió, pensando que la mujer no podría seguir mintiendo por teléfono para siempre.

El jefe de recepción no podía atender a Erlendur. Los viajeros se apiñaban ante el mostrador de recepción, donde se afanaba con ayuda de otros tres empleados del hotel, y no podía dejar el puesto ni por un momento. Erlendur les estuvo mirando mientras anotaban los registros, examinaban pasaportes, entregaban llaves, sonreían y atendían al siguiente. La cola llegaba hasta la puerta giratoria. A través de ella, Erlendur vio detenerse otro autocar de turistas ante el hotel.

Había policías por todo el establecimiento, la mayoría de paisano, interrogando a los empleados. Habían instalado una especie de oficina policial en la cantina del sótano, desde donde se dirigía la investigación.

Erlendur observó los adornos navideños de la entrada. Por los altavoces sonaba una canción navideña americana. Entró en el gran comedor que había al otro lado de la puerta principal. Los primeros clientes estaban tomando asiento ante un espléndido bufé navideño. Pasó junto a la mesa y admiró los arenques y la carne ahumada, el jamón frío y la lengua de ternera con todo su acompañamiento, y los apetitosos postres, helados, tartas de crema y mousse de chocolate, o lo que fuera aquello.

A Erlendur se le hizo la boca agua. Prácticamente no había comido nada en todo el día. Miró a su alrededor y de pronto, sin dar tiempo a que nadie lo viera, se metió en la boca una loncha de sabrosísima lengua de ternera. Pensó que nadie se habría dado cuenta y el corazón le dio un vuelco al oír a su espalda una voz irritada.

—Ah no, eso no se puede hacer. ¡Eso no se puede hacer!

Erlendur se dio la vuelta y vio a un hombre con gorro alto de cocinero que se dirigía a él con gesto furioso.

—¿Pero qué es eso, meterse la comida en la boca de ese modo? ¡Qué falta de educación!

—Tranquilo —dijo Erlendur, alargando la mano para coger un plato. Empezó a llenarlo con diversos manjares, como si su intención hubiera sido desde el principio hacer los honores al bufé.

—¿Conocías tú a Papá Noel? —preguntó para zanjar el tema de la lengua de ternera.

—¿Papá Noel? —dijo el cocinero—. ¿Qué Papá Noel? Tengo que pedirte que no toques la comida con los dedos. No es...

—A Gudlaugur —le interrumpió Erlendur—. ¿Lo conocías? Era también portero y un poco el chico para todo en el hotel, ya me entiendes.

—¿Te refieres a Gulli?

—Sí, Gulli —dijo Erlendur mientras depositaba en su plato una estupenda loncha de jamón frío con un poco de salsa de yogur por encima. Pensó en avisar a Elínborg para que hiciera una visita al bufé, era una gran gastrónoma y estaba escribiendo un libro de recetas desde hacía muchos años.

—No, yo... ¿qué quieres decir con «lo conocías»? —preguntó el cocinero.

—¿No te has enterado?

—¿De qué? ¿Pasa algo?

—Ha muerto. Asesinado. ¿No se ha corrido la voz por el hotel?

—¿Asesinado? —exclamó el cocinero—. ¡Asesinado! Pero, ¿aquí, en el hotel? ¿Y tú quién eres?

—En su cuarto. Abajo, en el sótano. Yo soy de la policía.

Erlendur continuó seleccionando manjares sobre su plato. El cocinero se había olvidado ya de la lengua de ternera.

—¿Cómo lo mataron?

—Es mejor decir lo menos posible.

—¿Aquí, en el hotel?

—Sí.

El cocinero miró a su alrededor.

—No puedo creerlo —dijo—. Habrá follón, ¿no?

—Pues sí —dijo Erlendur—. Habrá follón.

Sabía que el hotel nunca podría quitarse de encima aquel crimen. Nunca podría borrar el estigma. A partir de aquel momento sería siempre el hotel donde encontraron muerto a Papá Noel con un condón en el pene.

—¿Lo conocías? —preguntó Erlendur—. ¿Conocías a Gulli?

—No, casi nada. Era el portero y se apañaba con toda clase de cosas.

—¿Se apañaba?

—Las arreglaba. Yo no le conocía.

—¿Sabes quién podía conocerlo mejor en el hotel?

—No —dijo el cocinero—. No sé nada sobre el buen hombre. ¿Quién puede haberlo asesinado? ¿Aquí? ¿En el hotel? ¡Dios mío!

Por sus palabras, Erlendur supo que estaba más preocupado por el hotel que por el muerto. Estuvo a punto de decirle que la clientela podría aumentar con el crimen. La gente era así. Incluso podrían hacer publicidad del hotel como escenario de un crimen. Atraer al turismo interesado en el mundo del delito. No siguió por allí. Le apetecía sentarse con su plato a saborear la comida. Estar tranquilo un momento.

En esas llegó Sigurdur Óli.

—¿Habéis encontrado algo? —preguntó Erlendur.

—No —respondió Sigurdur Óli mirando al cocinero, que ya entraba precipitadamente en la cocina con la noticia—. ¿Y ahora te pones a zampar? —añadió, indignado.

—Venga, no me fastidies. He tenido un problemilla por aquí.

—Ese hombre no tenía nada, y si lo tenía, no lo guardaba en su cuarto —dijo Sigurdur Óli—. Elínborg encontró unos discos viejos en el armario. Y eso es todo. ¿No deberíamos cerrar el hotel?

—¿Cerrar el hotel, pero qué estupidez es esa? —dijo Erlendur—. ¿Cómo vas a cerrar este hotel? ¿Y por cuánto tiempo? ¿Piensas registrar todas las habitaciones del edificio?

—No, pero el asesino podría ser un huésped del hotel. No podemos descartarlo.

—No es nada seguro, en absoluto. Hay dos posibilidades. O está en el hotel, sea huésped o empleado, o no tiene nada que ver con el hotel. Lo que tenemos que hacer es hablar con todos los empleados y con todas las personas que vayan a dejar el hotel en los próximos días, y sobre todo con los que se vayan antes de lo previsto, aunque dudo que el culpable se atreva a llamar la atención haciendo algo así.

—No, claro. Pensaba en el condón —dijo Sigurdur Óli.

Erlendur buscó con la mirada una mesa vacía, la encontró y se sentó. Sigurdur Óli se sentó a su lado mirando el plato rebosante, y también se le hizo la boca agua.

—Una cosa, si se trata de una mujer, estará aún en edad fértil, ¿no? Por el condón.

—Sí, de haber sucedido hace veinte años —dijo Erlendur saboreando el jamón ligeramente ahumado—. Hoy día, un condón es más que un simple anticonceptivo. Es una protección contra toda clase de enfermedades, clamidia, sida...

—El condón también puede decirnos que no conocía bien a esa, esa... persona con la que estuvo en su habitación. Debía de tratarse de alguien a quien acababa de conocer. De haberle sido más familiar, quizá no habría usado condón.

—No debemos olvidar que el condón no excluye que hubiera podido estar con un hombre —dijo Erlendur.

—¿Qué clase de cuchillo pudo ser? El arma del crimen, digo.

—Ya veremos lo que sale de la autopsia. Naturalmente, no tiene ningún sentido investigar todos los cuchillos del hotel, si es que el agresor era alguien de aquí.

—¿Está bueno? —preguntó Sigurdur Óli. Había estado contemplando a Erlendur regalarse con los manjares y estaba en un tris de coger algo también él, pero temía incurrir en otro escándalo: dos polis en plena investigación de un asesinato cometido en el hotel, sentados en el bufé como si no hubiera pasado nada.

—Olvidé comprobar si había algo dentro —dijo Erlendur entre un bocado y otro.

—¿Crees que es correcto ponerte a comer así en el escenario del crimen?

—Esto es un hotel.

—Sí, pero...

—Ya te lo he dicho. Tuve algún problemilla. Esta fue la única forma de salir airoso. ¿Había algo dentro del condón?

—Vacío —dijo Sigurdur Óli.

—El forense dijo que había tenido un orgasmo. Dos, en realidad, aunque no le comprendí bien.

—No sé de nadie capaz de comprenderle.

—Así que el crimen se cometió en plena faena.

—Sí. Fue algo hecho de repente mientras todo está saliendo a pedir de boca.

—Si todo iba a pedir de boca, ¿por qué había un cuchillo allí al lado?

—A lo mejor era parte del juego.

—¿De qué juego?

—El sexo se ha vuelto muy complicado, ya no es solo la posición del misionero —dijo Sigurdur Óli—. Así que puede haber sido cualquiera, ¿no?

—Cualquiera —dijo Erlendur—. ¿Por qué se habla siempre de la posición del misionero? ¿De qué misionero se trata?

—No lo sé —dijo Sigurdur Óli con un suspiro. A veces Erlendur hacía preguntas que le resultaban molestas, porque eran muy simples y al mismo tiempo tremendamente complicadas y aburridas.

—¿Procede de África?

—O de los católicos —dijo Sigurdur Óli.

—¿Y por qué un misionero?

—No lo sé.

—El condón no excluye otra clase de sexo —dijo Erlendur—. Eso hay que tenerlo claro. No se puede excluir nada por ese condón. ¿Preguntaste al director del hotel por qué quería echar a la calle a Papá Noel?

—No, ¿quería echar a Papá Noel a la calle?

—Lo dijo de pasada, pero no lo explicó. Tenemos que saber lo que quería decir.

—Me lo apunto —dijo Sigurdur Óli, que llevaba siempre un cuadernito y un lápiz.

—Y hay un grupo de personas que usa condones más que los demás.

—¿Sí? —preguntó Sigurdur Óli poniendo gesto interrogante.

—Las putas.

—¿Las putas? —repitió Sigurdur Óli—. ¿Las furcias? ¿Crees que las hay aquí?

Erlendur asintió.

—Llevan a cabo una potente evangelización en los hoteles.

Sigurdur Óli se levantó pero se quedó moviéndose inquieto delante de Erlendur, que había terminado su plato y volvía a mirar el bufé con ojos ávidos.

—Ejem, ¿qué planes tienes para la Navidad? —preguntó finalmente Sigurdur Óli, incómodo.

—¿Para la Navidad? —dijo Erlendur—. Pues voy a... ¿Qué quieres decir, con qué planes tengo para la Navidad? ¿Dónde debería pasar la Navidad? ¿Y a ti qué te importa?

—Bergthóra estaba dándole vueltas a si las pasarías solo.

—Eva Lind tiene no sé qué planes. ¿Y qué pretende Bergthóra? ¿Que vaya con vosotros?

—Ay, bueno, no lo sé —respondió Sigurdur Óli—. ¡Mujeres! ¿Quién las entiende? —y se alejó de la mesa a grandes zancadas en dirección al sótano.

Elínborg estaba frente a la puerta de la habitación del interfecto, observando las labores de los especialistas de la policía científica, cuando Sigurdur Óli apareció por el oscuro corredor.

—¿Dónde está Erlendur? —le preguntó, exprimiendo las últimas migas de su bolsita de frutos secos.

—En el bufé —soltó violentamente Sigurdur Óli.

El análisis que se practicó aquella tarde certificó que el condón estaba cubierto de saliva.

La voz

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