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Elínborg los estaba esperando en el hotel.

En la puerta principal se alzaba un gran árbol de Navidad, rebosante de adornos navideños, cintas y bolas brillantes. Noche de paz, noche de amor, sonaba en una invisible red de altavoces. Grandes autobuses de viajeros estaban parados delante del hotel y la gente se apiñaba en recepción. Extranjeros con intención de pasar las navidades y el fin de año en Islandia, con la idea de que Islandia es país de aventuras y emociones. Acababan de aterrizar, pero al parecer algunos ya se habían comprado jerseys islandeses de lana y estaban registrándose emocionados en la ignota tierra del invierno. Erlendur se sacudió el aguanieve del abrigo. Sigurdur Óli miró hacia la entrada y descubrió a Elínborg al lado del ascensor. Le dio un golpecito a Erlendur en el brazo y los dos se dirigieron hacia ella. Ya había examinado el escenario. Los primeros policías en llegar al lugar se habían encargado de que nadie tocara nada.

El director del hotel les pidió que no hubiera revuelo. Es la palabra que utilizó cuando telefoneó. Aquello era un hotel y la prosperidad de un hotel se apoya en su reputación. Les pidió que lo tuvieran en cuenta. Por eso no sonaban sirenas ni había agentes uniformados entrando por la puerta principal a todo correr. El director dijo que bajo ningún concepto debían alarmar a los clientes del hotel.

No había que exagerar las aventuras y emociones de Islandia.

Estaba al lado de Elínborg, que saludó a Erlendur y Sigurdur Óli con un apretón de manos. El director del hotel era tan gordo que apenas cabía en el traje. Llevaba la americana abrochada en el vientre con un solo botón, que parecía a punto de reventar. El cinturón desaparecía bajo la inmensa barriga que rebosaba de la chaqueta, y el hombre sudaba de tal modo que no podía dejar de pasarse un gran pañuelo blanco por la frente y la nuca. El blanco cuello de la camisa estaba empapado en sudor. Erlendur estrechó su mano húmeda y fría.

—Muchas gracias —dijo el director del hotel, resoplando como una ballena, agobiado por aquella contrariedad. Llevaba veinte años al frente del hotel y jamás se había encontrado con algo parecido.

—En pleno frenesí navideño —suspiró—. ¡No comprendo cómo puede suceder algo así! ¿Cómo puede suceder algo así? —repitió, y los policías se dieron perfecta cuenta de que se sentía totalmente superado por la situación.

—¿Está arriba o abajo? —preguntó Erlendur.

—¿Arriba o abajo? —resopló el obeso director del hotel—. ¿Te refieres[1] a si ya está en el reino de los cielos?

—Sí —dijo Erlendur—. Tenemos que saberlo.

—¿Subimos en el ascensor? —preguntó Sigurdur Óli.

—No —dijo el director del hotel, y miró irritado a Erlendur—, está ahí abajo, en el sótano. Tiene una habitación pequeña. No le hemos querido echar a la calle. Y ahora pagamos las consecuencias.

—¿Por qué ibais a querer echarle? —preguntó Elínborg.

El director del hotel la miró, pero no respondió.

Bajaron lentamente por una escalera que había al lado del ascensor. El director iba delante. Le costaba un considerable esfuerzo bajar la escalera, y Erlendur se quedó pensando en cómo se las arreglaría cuando tuviera que volver a subir.

Se habían puesto de acuerdo para mostrar cierta consideración. Excepto Erlendur. Intentaban actuar con todo el tacto posible hacia el hotel. Detrás del edificio había tres coches de policía y una ambulancia. La policía y los camilleros entraron por la puerta trasera. El forense estaba de camino. Confirmaría la defunción y avisaría a un coche fúnebre.

Recorrieron un largo pasillo con la ballena resoplando delante. Agentes de policía uniformados les saludaron. El pasillo era más oscuro cuanto más se adentraban en él, porque las bombillas estaban fundidas y nadie se había tomado la molestia de cambiarlas. Finalmente llegaron a una puerta abierta, en medio de la oscuridad, que daba a una pequeña habitación. Parecía más un trastero que un alojamiento, pero contenía una cama estrecha y un pequeño escritorio, y en el suelo había una alfombrilla deshilachada, sobre unas baldosas sucias. Junto al techo había un ventanuco.

El hombre estaba sentado en la cama, apoyado contra la pared. Llevaba puesto un rojo disfraz de Papá Noel y aún tenía el gorro en la cabeza, aunque medio caído sobre el rostro. La abundante barba blanca le ocultaba la cara. El enorme cinturón estaba suelto y la chaqueta desabrochada. Por dentro llevaba una camiseta blanca de tirantes. A la altura del corazón tenía una herida de carácter letal. Había otras heridas en el torso, pero la del corazón era la definitiva. Las manos estaban llenas de cortes, como si hubiera intentado defenderse del ataque.

Tenía los pantalones bajados. El miembro estaba cubierto por un condón.

—... blanca Navidad... —canturreó Sigurdur Óli mirando el cadáver. Elínborg le chistó.

En la habitación había un ropero pequeño, abierto, donde se veía un revoltijo de pantalones y jerseys, camisas planchadas, calzoncillos y calcetines. Un uniforme de portero colgaba de una percha, azul oscuro con franjas doradas en los hombros y relucientes botones de latón. Unos zapatos negros de cuero, muy limpios, descansaban junto al armario.

Sobre el suelo había periódicos y revistas. Junto a la cama una mesita de noche con lámpara. En la mesita, un único libro: A History of the Vienna Boys’ Choir.

—¿Este hombre vivía aquí? —preguntó Erlendur, mirando a su alrededor. Entró con Elínborg en la habitación. Sigurdur Óli y el director del hotel se quedaron fuera. No había sitio suficiente para ellos.

—Le permitíamos vivir aquí —dijo el director del hotel con apuro, quitándose el sudor de la frente—. Trabajaba con nosotros desde hacía mucho tiempo. Desde antes de que yo me incorporara. En la portería.

—¿Estaba abierta la puerta cuando le encontraron? —preguntó Sigurdur Óli, intentando parecer formal, como para compensar la cancioncita.

—A la chica que lo encontró le pedí que os esperara —dijo el director—. Está aguardando en la cantina de personal. Se llevó un buen susto, la pobre, como podréis imaginar. —El director del hotel evitaba mirar el interior de la habitación.

Erlendur avanzó hacia el cadáver y observó la herida del corazón. No conseguía imaginar qué clase de cuchillo había podido matar a aquel hombre. Levantó la mirada. Por encima de la cama, en el rincón, colgaba un viejo y amarillento cartel de una película de Shirley Temple, sujeto con cinta adhesiva. Erlendur no conocía la película. Se llamaba The Little Princess. El cartel era el único objeto de decoración de todo el dormitorio.

—¿Quién es esa? —preguntó Sigurdur Óli desde la puerta, mirando el cartel.

—Ahí lo pone —respondió Erlendur—. Shirley Temple.

—¿Quién dices que era? ¿Está muerta?

—¿Qué quién era Shirley Temple? —preguntó Elínborg asombrada de la ignorancia de Sigurdur Óli—. ¿No sabes quién era? ¿No estudiaste en América?

—¿Era una estrella de Hollywood? —preguntó Sigurdur Óli, mirando el cartel.

—Fue una niña prodigio —dijo Erlendur con sequedad—. Así que lleva muerta muchísimo tiempo, esté muerta o no.

—¿Cómo? —preguntó Sigurdur Óli, que no comprendía ni una palabra.

—Una niña prodigio —dijo Elínborg—. Creo que sigue viva. No me acuerdo. Creo que hace algo para las Nacionas Unidas.

Erlendur se percató de que no había más objetos personales en la habitación. Miró a su alrededor pero no vio ni una estantería con libros ni CD, ni ordenador, ni televisión, ni radio. Solo una mesa, una silla a su lado y una cama con un almohadón desgastado y un edredón sucio. Aquel cuartucho le recordó a la celda de una prisión.

Salió al pasillo, observó la oscuridad del extremo y creyó notar un débil olor a quemado, como si alguien hubiera andado con cerillas en las tinieblas, para entretenerse o para iluminar su camino.

—¿Qué hay allí? —preguntó al director del hotel.

—Nada —respondió, y miró al vacío—. Solo el final del pasillo. Faltan algunas bombillas, las mandaré arreglar.

—¿Cuánto tiempo llevaba viviendo aquí ese hombre? —preguntó Erlendur, volviendo a entrar en la habitación.

—No lo sé, desde antes de mi incorporación al hotel.

—¿Ya estaba aquí cuando empezaste de director?

—Sí.

—¿Me estás diciendo que ha vivido en este cuchitril durante veinte años?

—Sí.

Elínborg miró el condón.

—Como mínimo practicaba el sexo seguro —dijo.

—No lo suficiente —dijo Sigurdur Óli.

En esos momentos apareció el forense acompañado por un empleado del hotel, que volvió a desaparecer por el pasillo. El médico estaba muy grueso, aunque no podía ni compararse con el director del hotel. Entró como pudo en la habitación y Elínborg aprovechó para salir.

—Hola, Erlendur —dijo el forense.

—¿Cómo pinta esto? —preguntó Erlendur.

—Ataque al corazón, pero tendría que examinarle mejor —dijo el forense, famoso por sus chistes malos.

Erlendur miró a Sigurdur Óli y a Elínborg, que mostraban amplias sonrisas.

—¿Sabes cuándo sucedió? —preguntó Erlendur.

—No puede haber pasado mucho tiempo. En algún momento de las dos últimas horas. Apenas ha empezado a enfriarse. ¿Han aparecido los renos?

Erlendur suspiró.

El forense puso una mano sobre el cadáver.

—Voy a escribir el certificado —dijo el doctor—. Luego lo enviáis al departamento de patología forense en Barónstígur, y allí lo abrimos. Dicen que el orgasmo es una especie de muerte —añadió mirando el cuerpo—. Así que lo tuvo por partida doble.

—¿Por partida doble? —Erlendur no comprendía.

—Me refiero al orgasmo —dijo el médico—. Habréis hecho fotos, ¿no?

—Sí, claro —dijo Erlendur.

—Quedarán preciosas en su álbum familiar.

—Me parece que no debe de tener familia —dijo Erlendur mirando en torno suyo—. ¿Ya has acabado por ahora? —preguntó para librarse de su humor.

El forense volvió a contraerse para salir por la puerta de la habitación y desaparecer pasillo adelante.

—¿No tendríamos que cerrar el hotel? —preguntó Elínborg, y vio que el director del hotel contenía la respiración—. ¿Prohibir que la gente entre o salga? ¿No habría que interrogar a los clientes y empleados del hotel? Cerrar los aeropuertos e interrumpir los vuelos al extranjero...

—Por todos los santos —suspiró el director del hotel, que estrujó su pañuelo y miró suplicante a Erlendur—. ¡No es más que el portero!

María y José nunca habrían encontrado alojamiento en este hotel, pensó Erlendur.

—Este... este... horror no tiene nada que ver con mis clientes —dijo el director sin poder respirar, de lo espantado que estaba—. Son extranjeros casi todos, y gente de provincias, solteros de buena posición, armadores de pesca y cosas por el estilo. Nadie que tenga relación alguna con el portero. Nadie. Este es el segundo hotel más grande de Reikiavik. Está repleto durante las fiestas. ¡No podéis cerrarlo y quedaros tan tranquilos! ¡No podéis hacer eso!

—Podríamos, pero no lo vamos a hacer —dijo Erlendur, intentando tranquilizar el director—. Quizá tengamos que interrogar a algunos huéspedes del hotel y a bastantes de los empleados, supongo.

—Gracias a Dios —suspiró el director, ya más tranquilo.

—¿Cómo se llamaba este hombre?

—Gudlaugur —respondió el director del hotel—. Creo que andaba por los cincuenta. Y tienes razón, creo que no tiene familia.

—¿Quiénes venían por aquí a visitarle?

—No tengo ni la menor idea —resopló el director.

—¿Ha sucedido en el hotel alguna vez alguna cosa extraña relacionada con este hombre?

—No.

—¿Algún robo?

—No. No ha pasado nunca nada.

—¿Quejas?

—No.

—¿No andaba metido en nada que pudiera explicar esto?

—No, que yo sepa.

—¿Tuvo algún enfrentamiento con alguna persona del hotel?

—No, que yo sepa.

—¿Y fuera del hotel?

—No, que yo sepa, pero no lo conozco demasiado bien. No lo conocía —se corrigió el director.

—¿En veinte años?

—No, realmente no. No trataba mucho con la gente, creo. Se aislaba todo lo que podía.

—¿Crees que un hotel es lugar adecuado para personas así?

—¿Yo? No sé... Siempre era muy amable y no hubo quejas por su causa, vaya.

—¿Vaya?

—No, no hubo nunca quejas contra él. En realidad no era un mal empleado.

—¿Dónde está la cantina? —preguntó Erlendur.

—Te acompañaré —el director del hotel se quitó el sudor de la cara, feliz de que no tuvieran intención de cerrar el hotel.

—¿Solía recibir invitados en su habitación? —preguntó Erlendur.

—¿Cómo? —dijo el director.

—Invitados —repitió Erlendur—. Quien estuvo aquí debía de ser alguien conocido, ¿no te parece?

El director del hotel miró el cadáver y sus ojos se detuvieron en el condón.

—No sé nada de sus amigas —dijo—. Nada en absoluto.

—No sabes mucho de este hombre —dijo Erlendur.

—Es el portero —dijo el director del hotel, convencido de que esa explicación habría de ser suficiente para Erlendur.

Salieron. Aparecieron los técnicos de la policía científica con sus aparatos e instrumentos, y varios agentes más detrás de ellos. Les resultó un poco complicado atravesar el pasillo, ocupado casi en su totalidad por el director del hotel. Erlendur les ordenó que examinasen bien el pasillo y el rincón oscuro que había más allá del cuarto. Sigurdur Óli y Elínborg seguían en el diminuto cuchitril, mirando el cadáver.

—No me gustaría que a mí me encontrasen así —dijo Sigurdur Óli.

—A él ya no le importa —dijo Elínborg.

—No, probablemente no —dijo Sigurdur Óli.

—¿Hay algo ahí? —preguntó Elínborg, sacando una bolsita de frutos secos. Siempre estaba mordisqueando algo. Sigurdur Óli pensaba que tenía algún problema de los nervios.

—¿Ahí? —dijo él.

Ella asintió con la cabeza, apuntando al cuerpo. Sigurdur Óli la miró un instante y comprendió a qué se refería. Vaciló un instante, pero finalmente se inclinó y miró atentamente el preservativo.

—No —dijo—. Nada. Está vacío.

—De manera que la mujer le mató antes de que llegara al orgasmo —dijo Elínborg—. El médico creía...

—¿La mujer? —preguntó Sigurdur Óli.

—Bueno, sí, ¿no es evidente? —dijo Elínborg, metiéndose en la boca un buen puñado de panchitos. Se los ofreció a Sigurdur Óli, que rechazó la invitación—. ¿No hay algo de puterío en todo esto? Estuvo aquí con una mujer —añadió—. ¿No?

—Es la hipótesis más simple —dijo Sigurdur Óli, incorporándose.

—¿Tú no lo crees así? —dijo Elínborg.

—No sé. No tengo ninguna sospecha clara.

La voz

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