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CAPÍTULO V

El divorcio de la realidad


I. ESFERAS DENTRO DE ESFERAS (EUDOXO)

En un universo cerrado, donde las estrellas fijas ya no planteaban ningún problema especial, aún faltaba comprender qué eran los planetas. La principal tarea de la cosmología consistía en idear un sistema que explicara cómo se movían el Sol, la Luna y los cinco planetas restantes.

Esta tarea resultó más urgente cuando la aseveración de Platón –según la cual todos los cuerpos celestes se movían en círculos perfectos– llegó a ser el primer dogma académico en la primera institución que llevó ese solemne nombre. La misión de la astronomía académica era la de demostrar que las líneas aparentemente irregulares y tortuosas que seguían los planetas eran la resultante de alguna combinación de varios movimientos simples, circulares, uniformes.

Eudoxo, el discípulo de Platón, realizó la primera tentativa seria, superada luego por su propio discípulo, Calipo. Trátase de una tentativa ingeniosa: Eudoxo era un matemático brillante a quien se debió la mayor parte del quinto libro de Euclides. En los anteriores modelos geocéntricos del universo cada planeta –según se recordará– estaba ligado a una esfera transparente propia, y todas las esferas giraban alrededor de la Tierra. Pero como esto no explicaba las irregularidades de sus movimientos, tales como los ocasionales altos y retrocesos temporales, y las “detenciones” y “regresiones”, Eudoxo asignó a cada planeta no una sola esfera, sino varias. El planeta está ligado a un punto del ecuador de una esfera, que gira alrededor de su eje A; los dos extremos de ese eje están fijos en la superficie interior de una esfera concéntrica mayor, S2, que gira alrededor de un eje diferente A2 y lleva consigo a A. El eje de S2 está fijado a la siguiente esfera, más grande, S3, que gira alrededor de un eje diferente, A3, y así sucesivamente. De esta suerte, el planeta participa de todas las rotaciones independientes de las varias esferas que forman su “juego” y, al hacer que cada esfera gire con la inclinación y velocidad apropiadas, es posible reproducir aproximadamente –aunque solo apenas aproximadamente– el verdadero movimiento de cada planeta.1 El Sol y la Luna necesitaban un juego de tres esferas cada uno. Los otros planetas, cuatro esferas cada uno, lo cual (con la única modesta esfera asignada a la multitud de estrellas fijas), hacía un total de veintisiete esferas. Calipo perfeccionó el sistema a costa de agregarle siete esferas más, lo cual hizo un total de treinta y cuatro. En aquel momento intervino Aristóteles.

En el capítulo anterior me limité a los rasgos generales y a las consecuencias metafísicas de la concepción aristotélica del universo, sin ocuparme de detalles astronómicos. Hablé, pues, de las nueve esferas clásicas, desde la esfera de la Luna a la del Primer Motor (que fueron en verdad las únicas recordadas durante la Edad Media), sin decir que cada una de esas nueve esferas era realmente un juego de esferas dentro de otras esferas. En realidad, Aristóteles empleó cincuenta y cuatro esferas en total para explicar los movimientos de los siete planetas. Es interesante la razón por la cual agregó estas veinte esferas más. Ni a Eudoxo ni a Calipo les interesaba construir un modelo que fuera físicamente posible. No tenían interés en el mecanismo real de los cielos; construyeron un dispositivo puramente geométrico que, como ellos sabían muy bien, solo existía en el papel. Aristóteles deseaba algo mejor y transformó el esquema en un verdadero modelo físico. La dificultad estribaba en que todas las esferas adyacentes debían relacionarse mecánicamente y, sin embargo, el movimiento individual de cada planeta no debía transmitirse a los otros. Aristóteles trató de resolver este problema intercalando una serie de esferas “neutralizadoras” que giraban en dirección opuesta a la de las “esferas operantes”, entre dos juegos sucesivos; de esta manera el efecto de los movimientos de Júpiter sobre su vecino, por ejemplo, quedaba eliminado, y el juego de Marte podía moverse por sí mismo; pero, como reproducción de los movimientos planetarios reales, el modelo de Aristóteles no representaba ningún progreso.

Además quedaba otra dificultad. Mientras cada esfera participaba en el movimiento de la mayor siguiente, en que estaba encerrada, necesitaba una fuerza motora especial para rotar independientemente sobre su propio eje, lo cual significaba que debían existir no menos de cincuenta y cinco “motores inmóviles” o espíritus, para mantener el sistema en movimiento.

Tratábase de un sistema extremadamente ingenioso y completamente insensato, aun para el nivel de los contemporáneos de Aristóteles, como lo demuestra el hecho de que, a pesar del enorme prestigio de este, el sistema quedó pronto olvidado y sepultado. Sin embargo, era solo el primero de los diversos sistemas –igualmente ingeniosos e igualmente insensatos– que los torturados cerebros de los astrónomos crearon obedeciendo a la sugestión poshipnótica de Platón: que todo el movimiento celeste debe ser movimiento circular alrededor de la Tierra.

Y había también cierta pizca de fraude en tal sistema. Las esferas de Eudoxo podían explicar –aunque imprecisamente– el fenómeno de las “detenciones” y “retrocesos” en la marcha de un planeta; pero no podían explicar jamás los cambios de tamaño y brillo producidos por las variaciones de la distancia a que el planeta se hallaba respecto de la Tierra. Esta circunstancia era particularmente evidente en los casos de Venus y Marte y, sobre todo, en el de la Luna. Por ejemplo, los eclipses centrales del Sol son “anulares” o “totales”, según la momentánea distancia a que la Luna se halle de la Tierra. Ahora bien, todo esto se sabía antes de Eudoxo y, desde luego, lo sabían el propio Eudoxo y Aristóteles;2 sin embargo, sus sistemas ignoran sencillamente tal hecho: por complicado que sea, el movimiento del planeta se limita a alguna esfera alrededor de la Tierra, y la distancia del planeta respecto de la Tierra, por ende, nunca puede variar.

Esta insatisfactoria explicación dio nacimiento a esa rama de cosmología no ortodoxa que desarrollaron Heráclides y Aristarco (véase cap. III). El sistema de Heráclides eliminaba (aunque solo en el caso de los planetas interiores) los dos escándalos más llamativos: las “detenciones y retrocesos” y las variadas distancias respecto de la Tierra. Además, explicaba (como lo ilustra la fig. B de la pág. 45) la relación lógica que mediaba entre los dos escándalos: por qué Venus brillaba siempre del modo máximo cuando se movía como un cangrejo, y por qué le sucedía también lo contrario. Cuando Heráclides y (o) Aristarco hicieron que los restantes planetas, incluso la Tierra, se moviesen alrededor del Sol, la ciencia griega echó a andar por el recto camino que podía haberla conducido al universo moderno. Luego lo abandonó. El modelo de universo de Aristarco, con el Sol en el centro, se descartó por extravagante, y la ciencia académica avanzó triunfante desde Platón, vía Eudoxo, y las cincuenta y cinco esferas de Aristóteles, hasta llegar a un artefacto aún más ingenioso e improbable; el laberinto de epiciclos ideado por Claudio Ptolomeo.

II. RUEDAS DENTRO DE RUEDAS: PTOLOMEO

Si consideramos que el universo de Aristóteles era como una cebolla, podríamos llamar al de Ptolomeo el universo de la gran rueda de un parque de diversiones. La concepción empezó con Apolonio de Perga, en el siglo III a. C., fue desarrollada por Hiparco de Rodas en el siglo siguiente y completada por Ptolomeo de Alejandría en el siglo II d. C. El sistema ptolemaico continuó siendo, con modificaciones menores, la última palabra en astronomía hasta Copérnico.

Cualquier movimiento rítmico, hasta la danza de un pájaro, puede concebirse como el producto de un mecanismo de relojería, en el cual una gran cantidad de ruedas invisibles contribuyen a crear los movimientos. Desde que “el movimiento circular uniforme” se convirtió en la ley que regía el firmamento, la tarea de la astronomía quedó reducida a idear aparatos de relojería imaginarios, que explicaran la danza de los planetas como resultado de movimientos componentes perfectamente circulares, etéreos. Eudoxo había empleado esferas como componentes; Ptolomeo se valió de ruedas.

Acaso resulte más fácil representarse visualmente el universo ptolemaico, no como un mecanismo de relojería ordinario, sino como un sistema de grandes ruedas, como las que se ven en los parques de diversiones: una rueda alta, gigantesca, que gira lentamente con asientos o pequeñas cabinas suspendidas del borde. Imaginemos al pasajero sentado, sin riesgo, en la pequeña cabina; e imaginemos también que el mecanismo se haya descompuesto y que la cabina, en lugar de colgar serenamente desde el borde de la gran rueda, comenzara a girar, con violencia, alrededor del brazo de que está suspendida, mientras el propio brazo se moviera lentamente con la rueda. El desdichado pasajero –o planeta– describiría, por lo tanto en el espacio, una curva que no sería un círculo, pero que obedece, ello no obstante, a una combinación de movimientos circulares. Variadas las dimensiones de la gran rueda, la longitud del brazo que sostiene la cabina y las velocidades de ambas rotaciones, puede producirse una asombrosa variedad de curvas, tales como las que se muestran en el diagrama; y también curvas en forma de riñón, de guirnalda, de óvalo; ¡y aun líneas rectas!

Visto desde la Tierra, que ocupa el centro de la gran rueda, el planeta–pasajero de la cabina se moverá en la dirección de las agujas del reloj hasta alcanzar el “punto estacionario” S1 ; luego retornará a S2, en sentido contrario al de las agujas del reloj; después se moverá otra vez como el reloj hasta S3; y así sucesivamente.3


El borde de la gran rueda se llama círculo deferente y el círculo descrito por la cabina se llama epiciclo. Elegida una proporción conveniente entre los diámetros del epiciclo y del deferente, así como las velocidades convenientes para cada uno, era posible llegar a una aproximación bastante precisa de los movimientos observados en los planetas, en lo tocante a las “detenciones y retrocesos” y a las variables distancias que los separan de la Tierra.

Con todo, no eran estas las únicas irregularidades de los movimientos planetarios. Quedaba aún otro escándalo, producido (como hoy sabemos) por el hecho de que las órbitas de los planetas no son circulares, sino elípticas, esto es, de forma ovalada, en forma de “comba”. Para superar tal anomalía se acudió a otro recurso llamado “el excéntrico móvil”: el centro de la gran rueda ya no coincidió con la Tierra, porque se movía en un pequeño círculo, próximo a la Tierra, y así se llegó a una órbita excéntrica conveniente, es decir, “combada”.4


Órbita ovoide de Mercurio, según Ptolomeo: T = Tierra; M = Mercurio

En la figura anterior el centro de la gran rueda se mueve en la dirección de las agujas del reloj en el círculo pequeño de A a B; el punto del borde –del cual está suspendida la cabina– se mueve en dirección contraria a las agujas del reloj, en una curva ovoide de a a b; y la cabina gira alrededor del epiciclo final. Pero esto no bastaba aún; en el caso de algunos planetas recalcitrantes se estimó que era necesario colgar una segunda cabina de la cabina suspendida en la gran rueda, con un radio distinto y una velocidad también distinta. Y luego una tercera, una cuarta y una quinta, hasta que el pasajero de la última cabina describía, en verdad, una trayectoria que se conformaba más o menos a la que se pretendía describir.

Con el tiempo, el sistema ptolemaico se perfeccionó: los siete pasajeros, el Sol, la Luna y los cinco planetas, necesitaron un mecanismo de no menos de treinta y nueve ruedas para moverse a través del cielo. Con la rueda más exterior –la que llevaba las estrellas fijas– el número alcanzaba a cuarenta. Este sistema era aún el único reconocido por la ciencia académica en los días de Milton, quien lo caricaturizó en un pasaje famoso de El Paraíso Perdido.

From man or angel the great Architect Did wisely to conceal, and not divulge His secret to be scanned by them who ought Rather admire; or, if they list to try Conjecture, he his fabric of the Heavens Hath left to their disputes, perhaps to move His laughter at their quaint opinions wide Hereafter, when they come to model Heaven And calculate the stars, how they will wield The mighty frame, how build, unbuild, contrive To save appearances, how gird the sphere With centric and eccentric scribbled o’er, Cycle and epicycle, orb in orb.

(Al hombre y al ángel, el gran Arquitecto

sabiamente ocultó y no difundió

su secreto, para que no lo escudriñaran quienes deberían

antes bien admirarlo; y a quienes se lanzaran

a conjeturas, les abandonó la construcción de los cielos

a sus disputas, acaso para

reír de las opiniones extravagantes

cuando llegan a modelar el cielo

y a calcular las estrellas, a urdir cómo levantar

el poderoso marco, cómo construir, cómo demoler e imaginar

para salvar las apariencias, cómo adornar la esfera

con centros y excéntricos, garabateados en ella,

con ciclo y epiciclo, orbe en orbe).

Alfonso X de Castilla, llamado el Sabio, que fue hombre piadoso y gran protector de la astronomía, expuso la cuestión más sucintamente. Cuando se inició en el sistema ptolemaico dijo con un suspiro: “Si el Señor Todopoderoso me hubiera consultado antes de empezar la Creación, yo le habría recomendado algo más sencillo”.

III. LA PARADOJA

En el universo de Ptolomeo hay algo que desagrada profundamente. Se echa de ver que es la obra de un engreído que tenía mucha paciencia y poca originalidad, que fue metiendo tenazmente “orbe en orbe”. Todas las ideas básicas del universo epicíclico, y los instrumentos geométricos que se necesitaban para construirlo, habían sido perfeccionados por su predecesor Hiparco; pero Hiparco los aplicó solo a la construcción de las órbitas del Sol y de la Luna. Ptolomeo completó la obra inconclusa, sin contribuir con ninguna idea de gran valor teórico.5

Hiparco floreció alrededor del año 125 a. C., más de un siglo después de la época de Aristarco; y Ptolomeo floreció alrededor de 150 d. C., es decir casi tres siglos después de Hiparco. Durante ese período, casi igual a la duración de la edad heroica, no se realizó prácticamente ningún progreso. Los hitos del camino fueron escaseando y pronto se desvanecieron el todo en el desierto. Ptolomeo fue el último gran astrónomo de la escuela alejandrina. Recogió los hilos que habían quedado sueltos detrás de Hiparco, y completó la estructura de curvas entrelazadas con curvas. Construyó una obra de tapicería monumental y deprimente, que era el producto de una filosofía cansada y de una ciencia decadente; pero nada la remplazó durante cerca de un milenio y medio. El Almagesto6 de Ptolomeo continuó siendo la Biblia de la astronomía hasta comienzos del siglo XVII.

Para examinar este extraordinario fenómeno con una perspectiva apropiada, debemos guardarnos no solo de incurrir en un desdén excesivo, fundado en cuanto hoy sabemos, sino también de la actitud opuesta, esa especie de benévola condescendencia que contempla las locuras científicas pasadas como consecuencias inevitables de la ignorancia o la superstición: “Nuestros antepasados no lo sabían”. Pero lo que quiero hacer notar es precisamente que lo sabían, y que para explicar el extraordinario cul-de-sac en que la cosmología se metió debemos buscar causas más específicas.

En primer lugar, difícilmente pueda acusarse a los astrónomos alejandrinos de ignorancia. Tenían instrumentos más precisos que Copérnico para observar los astros. El propio Copérnico, como veremos, no se molestó en contemplar las estrellas; contaba con las observaciones de Hiparco y Ptolomeo. Sobre los movimientos de los astros no sabía más que aquellos. El catálogo de estrellas fijas de Hiparco y las tablas de Ptolomeo para calcular los movimientos planetarios eran tan seguros y precisos que sirvieron, con algunas correcciones insignificantes, como guías de navegación a Colón y a Vasco da Gama. Eratóstenes, otro alejandrino, calculó que el diámetro de la Tierra era de 12.560 km, con un error de solo ½ %;7 Hiparco calculó la distancia a la Luna en 30 ¼ diámetros terrestres, con un error de solo 0,3%.8

De suerte que, en cuanto a conocimientos positivos, Copérnico no estaba mejor informado –y en algunos aspectos lo estaba aún peor– que los astrónomos griegos de Alejandría que vivían en la época de Jesucristo. Disponían de los mismos datos observados, de los mismos instrumentos, del mismo saber geométrico que Copérnico. Eran gigantes de la “ciencia exacta” y, sin embargo, no vieron lo que Copérnico vio después, y Heráclides y Aristarco habían visto antes: que, de manera obvia, el Sol regía los movimientos de los planetas.

Ahora bien, dije antes que debernos guardarnos de la palabra “obvio”; pero, en este caso particular, su uso es legítimo. Porque, en efecto, Heráclides y Pitágoras no llegaron a la hipótesis heliocéntrica por una afortunada conjetura, sino por el hecho, observado, de que los planetas interiores se comportaban como satélites del Sol, y de que el propio Sol gobernaba asimismo los retrocesos y cambios de distancia de los planetas exteriores respecto de la Tierra. De manera que a fines del siglo II a. C. los griegos tenían en sus manos los elementos fundamentales para resolver el rompecabezas.9 Y, sin embargo, no lograron armarlo o, mejor dicho, habiéndolo armado, volvieron luego a dispersar las piezas. Sabían que las órbitas, los períodos y las velocidades de los cinco planetas se relacionaban con el Sol y dependían de este; sin embargo, en el sistema del universo que legaron al mundo se las arreglaron para ignorar por completo ese importantísimo hecho.

Tal ceguera mental es tanto más notable cuanto que como filósofos, tenían conciencia del papel dominante que desempeñaba el Sol, un papel que, sin embargo, negaban como astrónomos.

Unas pocas citas ilustrarán esta paradoja. Cicerón, por ejemplo, cuyos conocimientos astronómicos, naturalmente, se basaban por entero en fuentes griegas, escribe en la República: “El Sol... gobernante, príncipe y jefe de los otros astros, principio único y ordenador del universo (es) tan grande que su luz ilumina y lo llena todo... Las órbitas de Mercurio y Venus lo siguen como sus compañeras”.10

Plinio escribe, un siglo después: “El Sol se mueve en medio de los planetas, dirigiendo no solo el calendario y la Tierra, sino también las propias estrellas y el cielo”.11 Plutarco habla de análoga manera en Sobre la superficie del disco lunar:

Pero, en general, ¿cómo podemos decir que la Tierra está en el centro? ¿En el centro de qué? El universo es infinito, y el infinito, que no tiene comienzo ni fin, tampoco tiene centro... El universo no asigna ningún centro fijo a la Tierra, que se desplaza vagabunda e inestable a través del vacío infinito, sin tener una meta propiamente dicha...12

En el siglo IV d. C., cuando la oscuridad terminó por cernirse sobre el mundo de la antigüedad, Juliano el Apóstata escribió sobre el Sol: “Dirige la danza de los astros, su previsión guía todo cuanto se genera en la naturaleza. Alrededor de él, su rey, los planetas danzan sus rondas y giran alrededor de él en la perfecta armonía de sus distancias exactamente limitadas, como observan los sabios que contemplan cuanto ocurre en los cielos...”. 13

Por fin, Macrobio, que vivió alrededor del año 400 d. C., comenta del modo siguiente el pasaje de Cicerón que acabo de citar:

Llama al Sol el gobernante de los otros astros porque el Sol regula el progreso y retroceso de los astros dentro de límites espaciales, pues hay límites espaciales que restringen el progreso y retroceso de los planetas respecto del Sol. De manera que la fuerza y el poder del Sol rigen el curso de los otros astros dentro de límites fijos.14

Como vemos, hay pruebas de que en vísperas de la propia extinción del mundo antiguo, se recordaba bien la doctrina de Heráclides y Aristarco, esto es, que una verdad, una vez hallada, podrá ser ocultada y enterrada, pero no podrá ser anulada. Y sin embargo, el universo ptolemaico, con la Tierra como centro, que ignoraba el papel específico del Sol, mantuvo el monopolio del pensamiento científico durante quince siglos. ¿Hay alguna explicación de esta notable paradoja?

Se ha dicho con frecuencia que la explicación radica en el temor a la persecución religiosa. Pero todas las pruebas que se aducen en apoyo de esta opinión consisten en una sola observación chistosa que hace un personaje del diálogo de Plutarco Sobre la superficie del disco lunar, ya mencionado antes. El personaje, Lucio, se ve acusado, en broma, de “volver de arriba abajo el universo”, al pretender que la Luna está hecha de materia sólida, como la Tierra. Se lo invita, pues, a que aclare mejor sus opiniones:

Lucio sonrió y dijo: –Muy bien; solo que no me hagáis un cargo de impiedad, como el que Cleantes pretendía que los griegos debían imputar a Aristarco de Samos por mover el corazón del universo, ya que él trató de explicar los fenómenos suponiendo que el cielo estaba en reposo y que la Tierra se movía según una órbita oblicua, sin dejar también de girar sobre su propio eje.15

Sin embargo, el cargo nunca se formuló. Ni Aristarco, que era tenido en muy alta estima, ni Heráclides, ni ningún otro adepto de la teoría del movimiento de la Tierra, fue perseguido o condenado. Si Cleantes realmente hubiese tratado de acusar a alguien por “mover el corazón del universo”, la primera persona a quien habría tenido que acusar de impiedad hubiera sido el venerado Aristóteles, pues Aristarco solo es responsable de que el corazón se moviera con la Tierra a través del espacio, en tanto que Aristóteles lo trasladó a la periferia del mundo, privó completamente a la Tierra de la presencia divina, y la convirtió en el lugar más bajo del mundo. En realidad el “corazón del universo” no era más que una alusión poética al fuego central pitagórico y habría sido absurdo mirarlo como se mira un dogma religioso. El propio Cleantes era un filósofo estoico, bastante severo e inclinado a la mística, que escribió un himno a Zeus y despreció la ciencia. Su actitud respecto de Aristarco –hombre de ciencia y además ciudadano de Samos, esa isla de la que nada bueno podía esperarse–, era evidentemente la de que “el hombre merece que se lo ahorque”. Fuera de esta chismografía académica que aparece en Plutarco, en ninguna fuente consta que en la edad helenística hubiera habido intolerancia religiosa respecto de la ciencia.16

IV. CONOCER Y DESCONOCER

De manera que ni la ignorancia ni las amenazas de una inquisición alejandrina imaginaria sirven para explicar por qué los astrónomos griegos, tras descubrir el sistema heliocéntrico, le volvieron la espalda.17 Sin embargo, nunca lo hicieron del todo; tal como lo indican los citados pasajes de Cicerón, Plutarco y Macrobio, los astrónomos griegos sabían que el Sol regla los movimientos de los planetas, pero, al propio tiempo, cerraban los ojos a ese hecho. Y acaso sea este mismo carácter irracional el que ofrece la clave de la solución, obligándonos a abandonar el hábito de tratar la historia de la ciencia desde el punto de vista puramente racional. ¿Por qué estamos dispuestos a admitir que los artistas, los conquistadores y los estadistas son guiados por motivos irracionales y, en cambio, no admitimos que ocurra lo propio con los héroes de la ciencia? Los astrónomos postaristotélicos negaban el gobierno del Sol sobre los planetas y, al mismo tiempo, lo afirmaban; o sea: mientras el razonamiento consciente rechaza semejante paradoja, es propio de la naturaleza del inconsciente afirmar y negar simultáneamente, responder que sí y que no a la misma pregunta; conocer y desconocer, por así decir, al mismo tiempo. En la época decadente la ciencia griega se vio ante un conflicto insoluble que terminó con una disociación del espíritu. Y esa “esquizofrenia reprimida”, continuó a través de toda la edad de las tinieblas y de la Edad Media, hasta dársela casi por sentado como la condición normal del hombre. Se mantuvo, no por amenazas exteriores, sino por una especie de censor instalado dentro de la mente que la mantuvo separada en compartimientos estrictamente estancos.

El principal interés es “salvar las apariencias”. La significación original de esta ominosa frase es la de que una teoría debe ajustarse a los fenómenos observados o “apariencias”; es decir, que debe concordar con los hechos. Pero, poco a poco, la frase fue significando otra cosa. Un astrónomo “salvaba” los fenómenos, si lograba inventar una hipótesis que resolviese los movimientos irregulares de los planetas según órbitas de forma irregular, en movimientos regulares según órbitas circulares, sin atender al hecho de que la hipótesis fuese verdadera o no; esto es, si era físicamente posible o no. Después de Aristóteles la astronomía se convierte en una abstracta geometría celeste, divorciada de la realidad física. Su principal misión consiste en explicar y eliminar el escándalo de los movimientos no circulares del cielo. Sirve a los efectos prácticos como método para elaborar tablas de cálculo de los movimientos del Sol, de la Luna y los planetas, pero nada tiene que decir sobre la naturaleza real del universo.

El propio Ptolomeo es bien explícito en este punto: “Creemos que el objeto, que el astrónomo debe esforzarse por alcanzar, es este: demostrar que todos los fenómenos del cielo se producen por movimientos circulares y uniformes...”.18 Y en otra parte: “Nos hemos impuesto la tarea de demostrar que las irregularidades aparentes de los cinco planetas, del Sol y de la Luna pueden representarse todas mediante movimientos circulares y uniformes, porque solo tales movimientos son apropiados a su naturaleza divina... Nos asisten razones para considerar el cumplimiento de esta misión como la finalidad última de la ciencia matemática basada en la filosofía”.19 Ptolomeo también aclara por qué la astronomía debe renunciar a toda tentativa de explicar la realidad física: porque los cuerpos celestes, en virtud de su naturaleza divina, obedecen a leyes diferentes de las que se dan en la Tierra. No existe ningún lazo común entre ambas esferas. Por eso no podemos conocer nada sobre la naturaleza física de los cielos.

Ptolomeo era un platónico sincero. Aquí la influencia de los dos astros gemelos en el desenvolvimiento de la ciencia se hace sentir en toda su plenitud. El divorcio que ellos establecen entre los cuatro elementos de la región sublunar y el quinto elemento de los cielos conduce directamente al divorcio de la geometría celeste de la física, la astronomía de la realidad. El mundo así disociado se refleja en el espíritu disociado. El espíritu sabe que, en realidad, el sol ejerce una influencia física en los planetas; pero la realidad ya no es cosa que interese al espíritu.20

La situación se resume en un notable pasaje de Teón de Esmirna, contemporáneo de Ptolomeo. Tras expresar su opinión de que Mercurio y Venus bien podrían, después de todo, girar alrededor del Sol, continúa diciendo que el Sol debiera llamarse el corazón del universo, el cual es tanto “un mundo como un animal”. “Pero –reflexiona el autor– en los cuerpos animados el centro del animal es distinto del centro de su masa. Por ejemplo, en nosotros, que somos tanto hombres como animales, el centro de la criatura animada está en el corazón, siempre en movimiento y siempre caliente, que es, por lo tanto, la fuente de todas las facultades del alma, del deseo, de la imaginación y de la inteligencia; pero el centro de nuestro volumen reside en otra parte, alrededor del ombligo... Análogamente, el centro matemático del universo es el lugar en que está la Tierra, fría e inmóvil; pero el centro del mundo, como animal, está en el Sol, que es, por decirlo así, el corazón del universo”.21

El pasaje es atractivo y asombroso. Hay en él una nota que repercutió en toda la edad de tinieblas y en la Edad Media. Responde al anhelo arquetípico de comprender el mundo como un animal vivo, latente; asombra por su nefanda mezcla de afirmaciones alegóricas y físicas, por sus pedantescas variaciones sobre la inspirada broma de Platón. La diferencia entre ombligo y corazón es aguda, pero poco convincente; no explica por qué dos planetas deban girar alrededor del corazón y los otros tres alrededor del ombligo. ¿Creían en esta clase de cosas Teón y sus lectores? Aparentemente, la respuesta es la de que un comportamiento estanco de su espíritu creía, y el otro no. El proceso de divorcio estaba casi completo. La observación astronómica progresaba aún, pero ¡qué retroceso en la filosofía, comparada con la escuela pitagórica y hasta con la jónica de siete siglos antes!

V. LA NUEVA MITOLOGÍA

Parecería que la rueda, completado el círculo, hubiera retornado a los primitivos babilonios. También ellos fueron observadores en sumo grado competentes, y autores de calendarios, que combinaron su ciencia exacta con un mundo mitológico de sueños. En el universo de Ptolomeo, los canales entrelazados de círculos perfectos volvieron a establecer las vías de agua celestes a lo largo de las cuales navegaban en sus barcas los dioses-astros, en jornadas calculadas con toda precisión. La mitología platónica del cielo era más abstracta y menos colorida que la antigua, pero tan irracional y fundada en sueños como aquella.

Las tres nociones fundamentales de esta nueva mitología eran: el dualismo del mundo celestial y del mundo sublunar, la inmovilidad de la Tierra en el centro, y el carácter circular de todo movimiento celeste. Procuré mostrar que el común denominador de los tres, y el secreto de su atracción inconsciente, eran el temor al cambio, el deseo de la estabilidad y permanencia de una cultura en curso de desintegración. Una leve disociación de la mente y un pensamiento doble acaso no fueran un precio demasiado alto para acallar el temor a lo desconocido.

Pero que el precio fuera alto o no, lo cierto es que hubo que pagarlo: el universo quedó profundamente congelado y la ciencia paralizada, y se postergó por un milenio, o algo más, la fabricación de lunas artificiales y armas nucleares. Nunca sabremos si, sub specie aeternitatis, esto fue bueno o malo; pero dentro de la limitada esfera del campo de que nos estamos ocupando fue claramente malo. La concepción circular dualista, con la Tierra como centro del cosmos, excluyó todo progreso y todo compromiso, por temor a poner en peligro su principio fundamental: la estabilidad. De manera que ni siquiera podía admitirse que los dos planetas interiores girasen alrededor del Sol, porque una vez sentada una concesión acerca de este punto sin importancia, aparentemente inofensivo, el paso lógico siguiente era el de extender la idea a los planetas exteriores y a la propia Tierra, como lo mostró claramente la desviación de la cosmología de Heráclides. El espíritu atemorizado, siempre a la defensiva, tiene conciencia particularmente aguda de los peligros que entraña ceder una pulgada al demonio.

El complejo de temor de los últimos cosmólogos griegos se hace casi palpable en un curioso pasaje22 del propio Ptolomeo, donde este defiende la teoría de la inmovilidad de la Tierra. Comienza con el habitual argumento, fundado en el sentido común, de que si la Tierra se moviese, “todos los animales y todos los cuerpos separados quedarían flotando detrás de ella en el aire”, lo que parece bastante plausible, aunque los pitagóricos y los atomistas hubiesen comprendido mucho antes de Ptolomeo la naturaleza falaz de tal argumento. Pero Ptolomeo continúa luego diciendo que si la Tierra realmente se moviera, “dada su gran velocidad, habría quedado por completo fuera del propio universo”. Ahora bien, esto no es plausible ni siquiera en el nivel más ingenuo, pues el único movimiento atribuido a la Tierra era el movimiento circular alrededor del Sol, lo cual no comportaba riesgo alguno de salirse del universo, así como tampoco el Sol corría tal riesgo por el hecho de moverse alrededor de la Tierra. Desde luego que Ptolomeo lo sabía muy bien o, para decirlo con mayor precisión, lo sabía uno de los compartimientos estancos de su espíritu en tanto que el otro estaba hipnotizado por el temor de que si se conmovía la estabilidad de la Tierra, el mundo se desharía en pedazos.

El mito del círculo perfecto se arraigó profundamente y ejerció un enorme poder hipnótico. Es, después de todo, uno de los símbolos más antiguos. El ritual de trazar un círculo mágico alrededor de una persona, obedece al designio de protegerla, contra espíritus hostiles y peligros del alma: el círculo señalaba el lugar de un santuario inviolable y se lo usaba, habitualmente, para trazar el sulcus primigenius, el primer surco, cuando se fundaba una nueva ciudad. Además de ser un símbolo de estabilidad y protección, el círculo, la rueda, tenía una ventaja técnica, pues era un elemento apropiado para cualquier máquina. Pero, por otra parte, las órbitas planetarias, evidentemente, no eran círculos, sino que eran excéntricos, combas, órbitas ovales o de forma de huevo. Se las podía representar, mediante artificios geométricos, como el producto de una combinación de círculos, pero solo al precio de renunciar a toda semejanza con la realidad física. Existen algunos restos fragmentarios, procedentes del siglo I d. C., de un aparato planetario griego de pequeñas dimensiones, un modelo mecánico construido para reproducir los movimientos del Sol, la Luna y, acaso también, de los planetas. Pero sus ruedas o, por lo menos, algunas de ellas, no son circulares, sino ovoides.23 Si echamos una mirada a la órbita de Mercurio en el sistema ptolemaico de la pág. 68 veremos, del mismo modo, una curva ovoide evidente. Sin embargo, se ignoraban estos indicios, se los relegaba al limbo, como sacrificio en honor del círculo.

Con todo, nada había de tremendo a priori, en las curvas ovales o elípticas: también ellas eran curvas “cerradas” que volvían a sí mismas y mostraban una tranquilizadora simetría y una armonía matemática. En virtud de una irónica coincidencia debemos al mismo hombre el primer estudio exhaustivo de las propiedades geométricas de la elipse, es decir, a Apolonio de Perga, quien sin comprender que tenía la solución en sus manos, inició la concepción del universo monstruo epicíclico. Y veremos así que, dos mil años después, Johannes Kepler –que curó a la astronomía de la obsesión circular– aun vacila en adoptar las órbitas elípticas porque, según escribe, si la solución fuera tan sencilla, “el problema ya habría sido resuelto por Arquímedes y Apolonio”.24

VI. EL UNIVERSO CUBISTA

Antes de despedirnos del mundo griego, un paralelo imaginario podría ayudarnos a concentrar estas cuestiones en un foco.

En 1907, simultáneamente con la exhibición conmemorativa de los cuadros de Cézanne, se publicó en Paris una colección de cartas del maestro. Un pasaje de una de ellas rezaba así:

Toda cosa de la naturaleza está modelada según la esfera, el cono y el cilindro. Debemos apoyar nuestra pintura en esos cuerpos simples y podremos luego realizar cuanto queramos.

Y más adelante:

Hay que tratar la naturaleza reduciendo sus formas al cilindro, a la esfera y al cono, poniéndolo todo en perspectiva, de manera que cada lado de un objeto, cada plano, se enderece hacia un plano central.25

Este postulado se convirtió en el evangelio de una escuela de pintura conocida con el equívoco nombre de “cubismo”. El primer cuadro cubista de Picasso fue diseñado por entero con cilindros, conos y círculos, en tanto que otros representantes del movimiento veían la naturaleza como cuerpos angulares: pirámides, paralelepípedos, octaedros.26

Pero, sea que pintaran desde el punto de vista de los cubos o que lo hicieran desde el punto de vista de los cilindros o de los conos, la finalidad declarada de los cubistas era reducir todo objeto a una configuración de cuerpos geométricos regulares. Ahora bien, el rostro humano no está hecho de cuerpos regulares, así como las órbitas de los planetas no representan círculos regulares. Pero, en ambos casos, es posible “salvar los fenómenos”: en Femme au miroir, de Picasso, la reducción de los ojos y del labio superior del modelo a un juego de esferas, pirámides y paralelepípedos, exhibe la misma inventiva y la inspirada locura de las esferas metidas dentro de esferas, de Eudoxo.

Es bastante deprimente imaginar qué habría ocurrido con la pintura si el postulado cubista de Cézanne se hubiera convertido en un dogma, como lo fue el de Platón acerca de la esfera: Picasso se habría visto condenado a seguir pintando vasos cilíndricos cada vez más elaborados, hasta el extremo más estéril. Y ciertos talentos menores no habrían tardado en comprobar que era más fácil “salvar los fenómenos” con la regla y el compás, en el papel cuadriculado y bajo una lámpara de neón, que enfrentando los escándalos de la naturaleza. Afortunadamente, el cubismo fue solo una fase pasajera, porque los pintores tienen la libertad de elegir su estilo; pero los astrónomos del pasado no tenían esa misma libertad. El estilo en que el cosmos se representaba tenía, como vimos, relación directa con las cuestiones fundamentales de la filosofía, y luego, durante la Edad Media, guardó relación fundamental con la teología. La maldición del “esferismo” pesó sobre la visión humana del universo durante dos mil años.

En los últimos siglos –desde aproximadamente 1600 d. C. en adelante– el progreso de la ciencia fue continuo y sin pausa; por eso sentimos la tentación de extender la curva al pasado y dar en la errónea creencia de que el progreso del conocimiento fue siempre un proceso continuo de acumulación a lo largo de un camino que sube permanentemente desde los comienzos de la civilización hasta nuestra altura actual y vertiginosa. Pero, desde luego, esto no es así. En el siglo VI a. C., los hombres ilustrados sabían que la tierra era una esfera. En el siglo VI d. C. se creía de nuevo que era un disco o que se asemejaba a la forma del Sagrado Tabernáculo.

Cuando miramos hacia atrás la parte de camino recorrido hasta ahora, bien podemos maravillarnos de la brevedad de aquellos trechos en que el progreso de la ciencia fue guiado por el pensamiento racional. En el camino hay túneles –cuya longitud temporal puede medirse por millas– que alternan con trechos que corren a plena luz del sol y que no miden más que unas pocas yardas. Hasta el siglo VI a. C. el túnel está colmado de figuras mitológicas; luego, durante tres siglos, reina una luz penetrante; después nos hundimos en otro túnel lleno de sueños diferentes.


1 El de Eudoxo es la primera tentativa seria para fundar la astronomía sobre bases geométricas exactas. El modelo de Eudoxo no puede pretenderse que haya representado la realidad física, pero por su elegancia puramente geométrica no tiene rival en la astronomía prekepleriana y es superior al de Ptolomeo. Estaba constituido del modo siguiente: la más exterior (E4) de las cuatro esferas que constituían el “nido” de un planeta, reproducía la aparente rotación diaria; el eje (A.) de E. era perpendicular a la eclíptica, de manera que su ecuador giraba en el plano de la eclíptica, en el período zodiacal de los planetas exteriores, y en un año de los planetas interiores. Las dos esferas más interiores servían para explicar el movimiento en la latitud y las detenciones y retrocesos. E. Tenía sus polos en el ecuador de E3, es decir, en el círculo zodiacal; E1 giraba en el período sinódico del planeta. E2 giraba en el mismo período, pero en la dirección opuesta; y A1 estaba inclinado respecto de A, según un ángulo diferente en cada planeta. El planeta se encontraba en el ecuador de E1. Las rotaciones combinadas de E1 y E2 hacían que el planeta describiera una lemniscata (es decir una figura en forma de ocho alargado), que se extendía a lo largo del Zodíaco. A mayor abundamiento, véase Dreyer, op. cit., cap. 4 y Duhem, op. cit., págs. 111-23.

2 Ello no obstante, las teorías de Eudoxo y de sus discípulos no salvan los fenómenos. Y no solo aquellos que únicamente se advirtieron después, sino ni siquiera aquellos que se conocían antes, y eran aceptados por los propios autores... Me refiero al hecho de que los planetas parecen a veces hallarse cerca de nosotros, y a veces lejos. Esto, en verdad, resulta evidente para nuestros ojos en el caso de algunos de ellos. En efecto, el astro llamado con el nombre de Afrodita y también la estrella de Ares, parecen, en la mitad de sus retrocesos, ser muchas veces mayores, tantas que la estrella de Afrodita hace realmente proyectar sombras de cuerpos en las noches sin luna. Tampoco la Luna, incluso para la percepción visual, guarda siempre la misma distancia respecto de nosotros, porque no siempre parece ser de las mismas dimensiones en las mismas condiciones de medio. Además, el mismo hecho se confirma si observamos la Luna mediante un instrumento. En efecto, una vez la Luna es un disco de once dedos de diámetro; y otra vez, un disco de doce dedos que, colocado a igual distancia del observador, oculta la Luna (exactamente), de manera que el ojo del observador no la ve”. Simplicio sobre De caelo, citado por Heath, op. cit., págs. 68 y siguiente.

3 Aquí el lector bien pudiera pensar que me estoy repitiendo, pues el diagrama de esta página parece expresar la misma idea de la fig. B de la pág. 45, es decir, la idea de Heráclides. Pero hay una diferencia: en el esquema de Heráclides el epiciclo del planeta tiene como centro el Sol; en el del Ptolomeo no tiene ningún centro: es una construcción puramente geométrica.

4 El “excéntrico móvil” es, en verdad, tan solo una especie de epiciclo al revés, y puesto que ambos son geométricamente intercambiables, emplearé el término “epiciclo” para ambos.

5 Acaso sea significativo el hecho de que Ptolomeo haya sido el único entre los astrónomos famosos que fue además un famoso autor de mapas. El redescubrimiento de su Geografía, que se tradujo al latín en 1410, señaló el comienzo de la geografía científica en Europa. Copérnico y Kepler, a quienes también se les confió la tarea de elaborar mapas, la consideraron lo bastante tediosa para eludirla. Hasta Hiparco y Tico, los más grandes autores de mapas celestes, evitaron la geografía de la Tierra. Pero fue Hiparco quien bosquejó los principios del arte de hacer mapas matemáticamente mediante la proyección regular, principios que Ptolomeo adoptó. Tanto el universo de epiciclos como la Geografía de Ptolomeo son trabajosas realizaciones de los originales designios de Hiparco.

6 De Al-majisty, corrupción árabe del griego Megisty Syntaxis.

7 DREYER, op. cit., pág. 175.

8 Ibid., pág. 184. La distancia del Sol no podía calcularse, ni siquiera aproximadamente, antes de la invención del telescopio: Ptolomeo daba la de seiscientos diez diámetros terrestres (el verdadero valor es de once mil quinientos); pero Copérnico tampoco pudo calcularla bien. Su estimación era de quinientos setenta y un diámetros terrestres (Dreyer, op. cit, págs. 185 y 339). En cuanto a las estrellas fijas, Ptolomeo sabía que su distancia era enorme comparada con el sistema solar; dice que, comparada con la esfera de las estrellas, “la Tierra es como un punto”.

9 Salvo, claro está, el carácter elíptico de las órbitas; pero véase infra, nota 16.

10 Citado por Ernst Zinner, Entstehung und Ausbreitung der Copernicanischen Lehre, Erlangen, 1943, pág. 49.

11 Loc. cit.

12 Idid., pág. 52 y sig.

13 Ibid., pág. 50.

14 Loc. cit.

15 De facie orbe lunae, cap. 6, citado por Heath, op. cit., pág. 169.

16 Los filósofos jónicos eran sospechosos de ateísmo, y acarrearon a la astronomía cierta mala reputación; pero aquello había ocurrido siglos atrás y aún entonces no habían sufrido daños por ello. Plutarco informa en la Vida de Nicias, el general griego del siglo VI, que este temía los eclipses, que la gente era igualmente supersticiosa y que “en aquellos días no había tolerancia para los filósofos de la naturaleza o ‘charlatanes de las cosas del cielo’ como se les llamaba. Se les acusaba de soslayar lo divino y sustituirlo por causas irracionales, por fuerzas ciegas y por el imperio de la necesidad. De esta manera, Protágoras fue desterrado, Anaxágoras encarcelado y eso fue todo lo que pudo obtener Pericles en su favor. Y Sócrates, aunque nada tenía que ver con la cuestión, fue condenado a muerte por ser filósofo. Solo mucho después, por obra de la brillante reputación de Platón, dejaron de reprocharse los estudios astronómicos, que llegaron a ser accesibles libremente a todos. Esto obedeció al respeto que inspiraba su vida, y a que Platón hizo que las leyes naturales se subordinaran a la autoridad de los principios divinos” (Citado por Farrington, op. cit., págs. 98 y siguiente).

Ahora bien, ni Sócrates ni Protágoras tenían nada que ver con la astronomía y el único ejemplo de persecución en toda la antigüedad es el encarcelamiento de Anaxágoras, en el siglo VI a. C. aunque, según otra fuente, tan solo se le impuso una multa y se le desterró por un tiempo; murió a los setenta y dos años.

A la luz de esto, difícilmente pueda uno estar de acuerdo con el comentario de Duhem:

“Los obstáculos que, en el siglo XVII la Iglesia protestante y luego la católica opusieron al progreso de la teoría copernicana, solo pueden darnos una pálida idea de las acusaciones de impiedad de que era objeto, en la antigüedad pagana, el mortal que se atrevía a sacudir la perpetua inmovilidad del fogón de la divinidad (sic) y colocar a esos seres divinos e incorruptibles, las estrellas, en el mismo pie de igualdad que la Tierra, el modesto dominio de la generación y la decadencia” (op. cit., I, pág. 425).

El único apoyo que encontramos para esta afirmación es, una vez más, la observación anecdótica de Plutarco sobre Cleantes. Cabe advertir que en la versión de Duhem se trata la metafísica aristotélica como si esta fuera el equivalente pagano del dogma cristiano; al mismo tiempo, el propio Aristóteles se convierte en un hereje, pues también él puso sus manos en “el fogón de la divinidad”.

El motivo de este desliz y de la falsa importancia atribuida a la historia de Cleantes se hacen evidentes cuando Duhem cita a Paul Tannery (cuyas convicciones religiosas él comparte) a los efectos de demostrar que si bien Galileo fue equivocadamente condenado por la Inquisición, probablemente habría incurrido en peligros más graves, si hubiera tenido que luchar contra las supersticiones de los adoradores de los astros de la antigüedad”. A causa de la autoridad de Duhem, la leyenda de Cleantes se abrió camino hasta la mayor parte de las historias populares de la ciencia (como hermana gemela de la igualmente apócrifa frase Eppur si muove); y se cita en apoyo de esta opinión: (cosa que ciertamente no pretendía Duhem) que siempre existió y siempre debe existir una irreconciliable e innata hostilidad entre la religión, en cualquier forma, y la ciencia. Una notable excepción es Dreyer (cotéjese op. cit., pág. 148), quien comenta sencillamente que en los días de Aristarco “hacía ya mucho tiempo que había pasado la época en que se convocaba judicialmente a un filósofo para que diera cuenta de sus alarmantes teorías astronómicas” y que la “acusación de impiedad, en el caso de que realmente se produjera, no podía dañar gran cosa a la propia teoría”.

17 Debemos discutir brevemente otra explicación que se ha intentado. Dreyer cree que la razón de que se abandonara el sistema heliocéntrico, ~

~ fue el surgimiento de la astronomía alejandrina, basada en la observación. Aristarco podía explicar los movimientos de retroceso de los planetas y sus cambios de brillo, pero no las anomalías derivadas del carácter elíptico de sus órbitas. Y “la imposibilidad de explicarlos con la idea, hermosamente sencilla, de Aristarco, debió de dar el golpe de gracia a su sistema” (pág. 148). Duhem da la misma explicación (págs. 425-6); pero esto parece una petición de principio, pues la llamada “segunda anomalía” podía, asimismo, explicarse mediante epiciclos, tanto en el sistema heliocéntrico como en el sistema geocéntrico, y eso fue en verdad lo que hizo Copérnico. En otras palabras, cualquiera de los dos sistemas podía servir como punto de partida para construir una gran rueda”; pero tomando a Aristarco como punto de partida la tarea habría sido incomparablemente más sencilla, porque “la primera anomalía” estaba ya eliminada. Parece que, en segunda instancia, Dreyer se dio cuenta de esto, pues luego (págs. 201 y sig.) dice: “Para el espíritu moderno, acostumbrado a la idea heliocéntrica, es difícil comprender por qué a un matemático como Ptolomeo no se le ocurrió despojar a todos los planetas exteriores de sus epiciclos, que no eran otra cosa que reproducciones de la órbita anual de la Tierra, trasladados a cada uno de esos planetas, y despojar también a Mercurio y a Venus de sus deferentes y colocar los centros de sus epiciclos en el Sol, como había hecho Heráclides. En efecto, es posible reproducir los valores que da Ptolomeo de la proporción de los radios del epiciclo y deferente del semi-eje mayor de cada planeta, expresados en unidades del eje de le Tierra... Evidentemente, la idea heliocéntrica de Aristarco pudo evitar tanto la teoría de los epiciclos como la de los excéntricos móviles”.

Dreyer señala luego que el sistema ptolemaico fracasó aún más drásticamente que el de Aristarco en su finalidad de explicar los fenómenos, en el caso de la Luna, cuyo diámetro aparente debería variar, según Ptolomeo, en una medida que la observación más sencilla contradecía (pág. 201).

18 Almagesto III, cap. 2 citado por Duhem, pág. 487.

19 Ibid , II, citado por Zinner, pág. 35.

20 En una obra posterior, más breve, Hipótesis referentes a los planetas, Ptolomeo hizo un vacilante intento de conferir a su sistema apariencias de realidad física, al representar cada epiciclo mediante una esfera o disco que se deslizaba entre una superficie esférica convexa y una superficie esférica cóncava. Pero el intento fracasó. Cotéjese Duhem, II, págs. 86-99.

21 Citado por Dreyer, pág. 168.

22 Almagesto, I.

23 Cotéjese Zinner, op. cit., pág. 48.

24 JOHANNES KEPLER, Carta a Fabricio, 4.7.1603, Gesammelte Werke, vol. XIV, págs. 409 y sig.

25 Citado por R. H. Wilenski, Modern French Painters, Londres, 1940, pág. 202.

26 El nombre del movimiento deriva de una despectiva observación de Matisse, quien dijo, a propósito de un paisaje de Braque, que estaba “enteramente construido con pequeños cubos”. Ibid., pág. 221.

Los sonámbulos

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