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CAPÍTULO II

El universo amurallado


L. LA ESCALA DEL SER

Es este un universo amurallado, como una ciudad medieval rodeada de muros. En el centro está la Tierra oscura, pesada, corrompida, rodeada por las esferas concéntricas de la Luna, el Sol, los planetas y los astros, en orden ascendente de perfección, hasta llegar a la esfera del Primum Mobile y, más allá de ella, a la morada empírea de Dios.

Pero la jerarquía de valores que corresponde a esta jerarquía del espacio, la sencilla división original en una región sublunar y una región supralunar, tiene ahora un infinito número de subdivisiones. Se mantiene la diferencia original, básica, entre la burda mutabilidad de la Tierra y la permanencia etérea, solo que ambas regiones se subdividen de manera tal que el resultado es una escalera continua o escala jerárquica que se extiende desde Dios hasta la forma más baja de existencia. En un pasaje frecuentemente citado durante toda la Edad Media, Macrobio resume así la idea:

Puesto que del Dios supremo surge el espíritu y del espíritu surge el alma, y puesto que esta a su vez crea todas las cosas siguientes y llena a todas de vida..., y puesto que todas las cosas se siguen en sucesión continua mientras van degenerando hasta la parte más baja, el observador atento descubrirá una conexión de las partes, desde el Dios supremo hasta las últimas heces de las cosas, mutuamente eslabonadas, sin interrupción. Y esta es la cadena de oro de Homero que, según él dice, Dios ha tendido hacia abajo desde el cielo a la Tierra.1

Aquí Macrobio se hace eco de la teoría neoplatónica de la emanación, que se remonta al Timeo de Platón. El único, el ser más perfecto, “no puede permanecer encerrado en sí mismo”, debe “fluir” y crear el mundo de las ideas, que a su vez crea una copia o imagen de sí mismo en el alma universal, la cual genera “las criaturas sensibles y vegetales”. Y así sucesivamente en la serie descendente, hasta llegar a “las últimas heces de las cosas”. Trátase aún de un proceso de degeneración por descenso, el proceso opuesto a la idea de la evolución; pero como en última instancia cada ser creado es una emanación de Dios, y participa de la esencia de este en un grado que disminuye con la distancia, el alma se enderezará siempre hacia arriba, hacia su fuente.

En La jerarquía celestial y La jerarquía eclesiástica, la teoría de la emanación adquirió una forma más específicamente cristiana, por obra del que fue el segundo de los neoplatónicos en materia de influjo, el llamado Pseudo Dionisio. Vivió, probablemente, en el siglo V y perpetró la superchería piadosa de mayor éxito de la historia religiosa, al pretender que el autor de sus obras era Dionisio Areopagita, el ateniense mencionado en Hechos, XVII, 34, como converso de San Pablo. Este autor fue traducido al latín en el siglo IX por Juan Escoto, y a partir de entonces ejerció una inmensa influencia sobre el pensamiento medieval. Él fue quien suministró a los tramos superiores de la escalera una jerarquía fija de ángeles, los cuales fueron luego asignados a las esferas de los astros para ponerlas en movimiento: los serafines que hacían mover el Primum Mobile,2 los querubines que hacían mover la esfera de las estrellas fijas; los tronos que hacían mover la esfera de Saturno, las dominaciones, virtudes y potestades, la esfera de Júpiter, Marte y el Sol, los principados y arcángeles, las esferas de Venus y Mercurio, en tanto que los ángeles inferiores cuidaban de la Luna.3

Si la mitad superior de la escala era de origen platónico, la inferior procedía de la biología aristotélica, redescubierta alrededor de 1200 d. C. Particularmente importante resultó el principio aristotélico de la “continuidad” entre reinos aparentemente divididos de la naturaleza.

La naturaleza pasa tan gradualmente de lo inanimado a lo animado que su continuidad hace que no se distingan los límites entre ambas esferas; y hay una clase intermedia que pertenece a los dos órdenes; porque las plantas vienen inmediatamente después de las cosas inanimadas y las plantas difieren unas de otras en el grado en que parecen participar de la vida. En efecto, la clase tomada en su totalidad, si se la compara con otros cuerpos, parece claramente animada; pero, si la comparación recae sobre los animales parece inanimada. Y el paso de los vegetales a los animales es continuo, ya que uno podría preguntarse si algunas formas marinas son animales o plantas, puesto que muchas de ellas están pegadas a la roca y mueren si se las separa de ella.4

El “principio de continuidad” hizo no solo posible disponer a todos los seres vivos en una jerarquía según criterios tales como los “grados de perfección”, las “facultades del alma” o la “realización de potencialidades”, que desde luego nunca se definieron con exactitud, sino que, asimismo, posibilitó la conexión de las dos mitades de la cadena –la sublunar y la celestial– para formar una sola cadena continua, sin negar empero la diferencia esencial que había entre ellas. Quien encontró en la naturaleza dual del hombre el eslabón de conexión fue Santo Tomás de Aquino. En la continuidad de todo lo existente, “el miembro más inferior del género superior siempre limita con el miembro más superior del género inferior”; esto es así en los zoófitos, que son mitad plantas y mitad animales, y también es así en el hombre, quien “reúne en igual grado los caracteres de ambas clases, puesto que el hombre llega hasta el miembro más bajo de la clase de cuerpos que le está por encima, esto es, el alma humana que se halla en la parte más baja de la serie de los seres intelectuales”. Por eso se dice que el hombre es el horizonte y la línea divisoria de las cosas corpóreas e incorpóreas.5

La cadena unificada de esta manera va ahora desde el trono de Dios hasta el más bajo de los gusanos. Se la continuó extendiendo aún más abajo, a través de la jerarquía de los cuatro elementos de la naturaleza inanimada. Cuando no podían hallarse indicios obvios para determinar “el grado de excelencia de un objeto”, la astrología y la alquimia suministraban la respuesta estableciendo “correspondencias” e “influencias”, de suerte que cada planeta se relacionase con un día de la semana, con un metal, un color, una piedra, una planta, que definía su posición en la escala jerárquica. Y la cadena se extendió más abajo aún, a la cavidad cónica de la Tierra, alrededor de cuyos bordes, que iban afinándose, se dispusieron las nueve jerarquías de demonios, en círculos que venían a ser réplicas de las nueve esferas celestiales; Lucifer, que ocupaba el ápice del cono en el centro justo de la Tierra, representaba el terrible fin de la cadena.

El universo medieval, como observó un estudioso moderno, no es realmente geocéntrico sino “diabolocéntrico”.6 El centro del universo que antes había sido el fogón de Zeus, estaba ocupado entonces por el infierno. A pesar de la continuidad de la cadena, la Tierra, comparada con los cielos incorruptibles, aún ocupaba el lugar más bajo que Montaigne describió como “la inmundicia y el lodo del mundo, la parte peor, más vil, más inanimada del universo, el sótano de la casa”.7 De análoga manera, su contemporáneo Spencer se lamenta de la influencia de la diosa Mutabilidad sobre la Tierra, que le hace

Loathe this state of life so tickle And love of things so vain cast away; Whose flow’ring pride, so fading and so fickle, Short time shall soon out down with his consuming sickle. (The Faerie Queene)

(Despreciar esta condición de vida tan incierta,

y el amor de cosas tan vanas que merecen desecharse,

cuyo floreciente orgullo, tan marchito y tan voluble,

pronto abatirá el tiempo con su consumidora hoz).

El extraordinario poder de esta visión medieval del universo lo ilustra el hecho de que ejerciera influencia en la imaginación de los poetas isabelinos de fines del siglo XVI, así como había ejercido antes influencia en la imaginación de Dante, en el siglo XIII. Y aún se perciben sus ecos en un famoso pasaje de Pope, del siglo XIX. La mitad final de la cita suministra una clave para entender la gran estabilidad del sistema.

Vast chain of being! which from God began, Natures aethereal, human, angel, man, Beast, bird, fish, insect... ...from Infinite to thee, From thee to nothing. On superior pow’rs Were we to press, inferior might on ours; Or in the full creation leave a void, Where, one step broken, the great scale’s destroy’d; From Nature’s chain whatever link you strike, Tenth, or ten thousandth, breaks the chain alike. (An Essay on Man)

(¡Vasta cadena del ser! Que comenzó en Dios,

Naturalezas etérea y humana, ángel y hombre,

Bestia., ave, pez, insecto...

...desde el Infinito hasta ti,

desde ti a la nada. Si nos fuera dado

influir en las potencias superiores,

potencias inferiores podrían influir en las nuestras

o dejar un vacío en la creación plena,

que un solo peldaño roto destruye la gran escalera;

cualquier eslabón que quitemos de la cadena de la naturaleza,

sea el décimo, sea el milésimo, la romperá igualmente).

La consecuencia de una ruptura tal sería la desintegración del orden cósmico. La misma moraleja, la misma advertencia de los efectos catastróficos de cualquier cambio, por pequeño que fuese, que se produzca en la rígida jerarquía gradual, cualquier perturbación del orden fijado de las cosas, se repite como un leitmotiv en el discurso que pronuncia Ulises en Troilo y Crésida y en otros incontables lugares. El secreto del universo medieval estriba en que es estático, inmune a todo cambio, en que cualquier cosa del conjunto cósmico tiene su lugar y jerarquía permanentes, asignados en uno de los peldaños de la escala. Allí no hay evolución de las especies biológicas ni progreso social, no hay movimiento de arriba a abajo o viceversa, en la escala. El hombre puede aspirar a una vida superior o condenarse a una vida aún más inferior; pero únicamente después de la muerte puede subir o bajar por la escala; mientras permanezca en este mundo no pueden alterarse su jerarquía y lugar preordenados. Y tal inmutabilidad prevalece hasta en el mundo inferior de la mutabilidad y la corrupción. El orden social es parte de la cadena, la parte que une la jerarquía de los ángeles con la jerarquía de los animales, vegetales y minerales. Citemos a otro isabelino, Raleigh; pero esta vez en prosa llana:

¿Habremos, pues, de tener el honor y las riquezas por nada, y descuidarlos por innecesarios y vanos? Por cierto que no, pues la infinita sabiduría de Dios, que distinguió a sus ángeles según grados, que dio mayor y menor luz y belleza a los cuerpos celestiales, que estableció diferencias entre las bestias y las aves, que creó el águila y la mosca, el cedro y el arbusto, y entre las piedras dio el color más hermoso al rubí y la luz más brillante al diamante, también ordenó a reyes, duques y conductores de pueblos, magistrados, jueces y otros grados entre los hombres.8

Pero no solo los reyes, barones, caballeros y señores tienen su lugar fijo en la jerarquía cósmica. La cadena del ser pasa hasta por la cocina.

¿Quién habrá de ocupar el lugar del jefe de cocina cuando este falte? ¿El encargado de los asadores o el encargado de las sopas? ¿Por qué los portadores de pan y los coperos forman la primera y la segunda categorías, por encima de los trinchadores y los cocineros? Porque están encargarlos del pan y del vino, a los que la santidad del sacramento presta carácter sagrado.9

La Edad Media sintió horror al cambio y profesó un deseo de permanencia mayor aún que en la época de Platón, cuya filosofía la Edad Media llevó a extremos de obsesión. El cristianismo había salvado a Europa de que recayera en la barbarie, pero las catastróficas condiciones de la época, su clima de desesperación, impidieron que se desarrollara una concepción equilibrada, evolutiva, integral, del universo y del papel que el hombre tiene en él. Las reiteradas expectaciones pavorosas acerca del fin del mundo, las manías de entregarse a danzas frenéticas y a la flagelación, son símbolos de la histeria de las masas,

provocada por el terror y la desesperación en poblaciones hambrientas, misérrimas y oprimidas hasta un grado casi inimaginable hoy día. A las miserias de la guerra constante, de la desintegración social y política, se agregó la terrible aflicción de una enfermedad misteriosa, inevitable, mortal. La humanidad se hallaba inerme, como metida en la trampa de un mundo de terrores y peligros, contra los cuales no había defensa”.10

Y en esa atmósfera, la Edad Media tomó de los platónicos la concepción del universo amurallado, rígido, estático, jerárquico, petrificado, como una protección contra la Muerte Negra del cambio. El mundo babilónico, que era como una ostra y yacía tres o cuatro mil años atrás, parecía dinámico y lleno de imaginación, comparado con este universo gradualmente dispuesto, envuelto en esferas de papel celofán, y puesto por Dios en la cámara congeladora para ocultar su eterna vergüenza.

Sin embargo, la alternativa era aún peor:

...when the planets In evil mixture to disorder wander, What plagues and what portents, what mutiny, What raging of the sea, shaking of earth, Commotion in the winds, frights, changes, horrors, Divert and crack, rend and deracinate The unity and married calm of states Quite from their fixture... Take but degree away, untune that string, Ans hark, what discord follows. Each thing meets In mere oppugnancy. The bounded waters Should lift their bosoms high than the shores And make a sop of all this solid globe. (Troilus and Cressida).

(...cuando los planetas

corren en terrible confusión al desorden,

¡qué plagas y qué portentos,

qué rebeliones,

qué furor del mar, temblores de la tierra,

qué conmoción en los vientos, qué espantos, cambios y horrores,

desvían y agrietan, desgarran y desquician

la unidad y la apacible unión de los estados

que se desmoronan en sus bases...

Apártate un solo grado, desentona la cuerda,

y mira qué disonancias sobrevienen. Y cada cosa

se opone a otra. Las confinadas aguas

levantarían sus profundidades por encima de las costas

y harían un amasijo de todo este sólido globo).

II. LA EDAD DEL PENSAMIENTO DOBLE

Dije que el sistema de Heráclides, en el cual los dos planetas interiores se movían alrededor del Sol y no de la Tierra, fue redescubierto a fines del primer milenio, pero sería más correcto afirmar que el heliocentrismo nunca se había olvidado del todo, ni siquiera en la época del universo tabernacular. Ya he citado a Macrobio (en la pág. 72) entre otros, para demostrarlo. Ahora bien, Macrobio, Calcidio y Marciano Capella, tres compiladores enciclopédicos del período de la decadencia romana (los tres del siglo IV y del siglo V d. C.) fueron, junto con Plinio, la fuente principal de las ciencias naturales de que se disponía hasta el renacimiento de los autores griegos. Y todos ellos proponían el sistema de Heráclides.11 En el siglo IX volvió a recoger esta idea Juan Escoto, que convirtió no solo a los planetas interiores sino también a todos, salvo el distante Saturno, en satélites del Sol, y a partir de entonces Heráclides quedó firmemente establecido en el escenario medieval.12 He aquí las palabras de la más alta autoridad sobre este asunto: “la mayoría de aquellos hombres que escribieron sobre astronomía entre los siglos IX y XII y cuyos libros se han conservado, conocían y adoptaron la teoría planetaria de Heráclides del Ponto”.13

Y, sin embargo, al mismo tiempo, la cosmología había tornado a una forma ingenua y primitiva de geocentrismo: esferas de cristal concéntricas determinaban el orden de los planetas y la jerarquía de los ángeles. El muy ingenioso sistema aristotélico de las cincuenta y cinco esferas y el de los cuarenta epiciclos de Ptolomeo fueron olvidados, y el complejo mecanismo quedó reducido a diez esferas giratorias, una especie de Aristóteles empobrecido, que nada tenía que ver con los movimientos observados en el cielo. Los astrónomos alejandrinos habían tratado, por lo menos, de explicar los fenómenos; los filósofos medievales se desentendieron de ellos.

Pero un desentendimiento completo de la realidad habría hecho la vida imposible, y el espíritu dividido debió elaborar entonces dos códigos diferentes de pensamiento para sus dos compartimientos estancos. Uno se atenía a la teoría; el otro hacía frente a los hechos. Hasta fines del primer milenio, y aún después, los monjes copiaban piadosamente mapas rectangulares y ovalados, inspirados en la forma del tabernáculo; daban así una idea catequística de la forma de la Tierra según la interpretación patrística de las Escrituras; pero, junto con estos, había una clase completamente distinta de mapas, de una notable precisión: los llamados mapas portulanos, que tenían uso práctico entre los marinos mediterráneos. Las formas de los países y mares en ambos tipos de mapas diferían tanto entre sí como la idea medieval del cosmos y los hechos observados en el cielo.14

La misma división puede descubrirse en los campos más heterogéneos del pensamiento y de la conducta medievales. Puesto que es contrario a la naturaleza del hombre continuar avergonzándose de tener un cuerpo y un cerebro, sed de belleza y apetito de experiencia, la otra mitad frustrada, se desquitó hasta llegar a extremos de rudeza y obscenidad. El amor espiritual y etéreo del trovador o del caballero por su señora coexiste con la brutal publicidad que se da al lecho nupcial, lo cual hace que la consumación del matrimonio se parezca a una ejecución pública. Se compara a la honesta señora con la diosa de la virtud; pero en la esfera sublunar, se le obliga a llevar el cordón de castidad, hecho de hierro. Las monjas deben usar camisa hasta en sus baños privados, porque, aunque nadie pueda verlas, Dios las ve. Cuando el espíritu está dividido, ambas mitades se rebajan: el amor terrenal desciende al plano animal; la unión mística con Dios adquiere una ambigüedad erótica. Ante el Antiguo Testamento, los teólogos salvan los fenómenos, en el caso de El Cantar de los Cantares, declarando que el rey es Cristo y la Sulamita la Iglesia, y que el elogio de varias partes de su anatomía se refiere a correspondientes excelencias del edificio que construyó san Pedro.

Los historiadores medievales también debían vivir con el pensamiento doble. La cosmología de la época explicaba el desorden de los cielos por movimientos ordenados en círculos perfectos. Los cronistas, que eran testigos de desórdenes peores, recurrieron a la noción de la perfecta caballería para explicar la fuerza motora de la historia. Esta noción se convirtió para ellos

...en una especie de clave mágica, mediante cuya ayuda se explicaban los motivos de la política y de la historia. . . Lo que veían en la política y en la historia les parecía, primariamente, simple violencia y confusión... Sin embargo, requerían una forma para sus concepciones políticas, y les sirvió para ello la idea de la caballería... En virtud de tal ficción tradicional lograron explicarse, como pudieron, los motivos y el curso de la historia, que de esta manera quedó reducida a un espectáculo de los honores de los príncipes y de las virtudes de los caballeros, es decir, a un noble juego de reglas edificantes y heroicas.15

La misma dicotomía se observa en la conducta social, una rígida y grotesca etiqueta gobierna todas las actividades. Su finalidad es congelar la vida, a semejanza del mecanismo de relojería celestial, cuyas esferas cristalinas giran sobre sí mismas, pero permaneciendo siempre en su lugar fijo. Con humildes expresiones de gentileza se pierde un cuarto de hora antes de pasar por una puerta; sin embargo, se libran sangrientas luchas para ganar ese mismo derecho de precedencia. Las señoras de la corte se pasan el tiempo envenenándose unas a otras con palabras y filtros, pero la etiqueta

no solo prescribe que las señoras vayan tomadas de la mano, sino también que una señora aliente a otras para que den esta prueba de intimidad, haciéndoles señas... El alma apasionada y violenta de la época, vacilando siempre entre la desgarradora piedad y la frígida crueldad, entre el respeto y la insolencia, entre el abatimiento y la temeridad, no podía prescindir de las reglas más severas y del formalismo más estricto. Todas las emociones exigían un sistema rígido de formas convencionales, pues sin él la pasión y la ferocidad habrían producido estragos en la vida.16

Existen desórdenes mentales cuyas víctimas se sienten impulsadas a andar solo por el centro de las baldosas, evitando los ángulos, o a contar los fósforos que contiene la cajita antes de irse a dormir, como ritual protector contra sus temores. Los dramáticos estallidos de histeria en masa producidos durante la Edad Media tienden a apartar nuestra atención de los conflictos mentales menos espectaculares, pero crónicos e insolubles, que están por debajo de aquellos. La vida medieval, en sus aspectos típicos, se parecía a un ritual compulsivo para obtener protección contra la plaga del pecado, la culpa y la angustia, que todo lo contaminaba. Pero ese ritual no podía prestar su protección, mientras Dios y la naturaleza, el Creador y la creación, la fe y la razón estuvieran separados.

El prólogo simbólico a la Edad Media es la amputación que hizo Orígenes de sus partes íntimas ad gloriam Dei, y el epílogo se expresa por medio de las resecas voces de los escolásticos: ¿Tenía ombligo el primer hombre? ¿Por qué comió Adán una manzana y no una pera? ¿Cuál es el sexo de los ángeles? Y ¿cuántos ángeles pueden bailar en la punta de un alfiler? Sí un caníbal y todos sus antepasados vivieron de carne humana, de suerte que cada parte de su cuerpo pertenecía al cuerpo de otro y sería reivindicada por su dueño en el día de la resurrección, ¿cómo podía el caníbal resucitar para comparecer en el Juicio? Santo Tomás de Aquino discutió seriamente este último problema. Cuando el espíritu está dividido, los compartimientos que deben complementarse recíprocamente se desarrollan de manera autónoma y –podría decirse– aislados de la realidad. Así es la teología medieval, divorciada de la influencia equilibradora del estudio de la naturaleza; así es la cosmología medieval, divorciada de la física; así es la física medieval, divorciada de la matemática. La finalidad de las digresiones de este capítulo, que parecen habernos apartado mucho de nuestro tema, consiste en mostrar que la cosmología de una época dada no es el resultado de un desenvolvimiento “científico”, según una línea única, sino, antes bien, el símbolo más notable de la mentalidad de la época, la proyección de sus conflictos, prejuicios y maneras específicas de doble pensamiento, en el cielo lleno de gracia.

1 Comentario al sueño de Escipión, I, 14, 15. Citado por A. O. Lovejoy, The Great Chain of Being, Cambridge, Mass., 1936, pág. 63.

2 El primum mobile ya no fue un motor inmóvil desde que Hiparco descubrió la precesión de los equinoccios. Su tarea era ahora explicar ese movimiento, cuya lentitud –una revolución en 26.000 años– se explicaba por el deseo que tenía de compartir la inmovilidad perfecta de la adyacente décima esfera, el Empíreo.

3 DANTE, Convito II, 6; citado por Dreyer, pág. 237.

4 De animalibus historia, VIII, I, 588b; citado por Lovejoy, op. cit., pág. 56.

5 Summa contra gentiles, II, 68.

6 LOVEJOY, pág. 102.

7 Essays, II, 2.

8 History of the World, citado por E. M. W. Tillyard, The Elizabethan World Picture, Londres, 1943, pág. 9.

9 OLIVIER DE LA MARCHE, L’Etat de la Maison du Duc Charles de Bourgogne, citado por Huizinga, The Waning of the Middle Ages, Londres, 1955, págs. 42 y sig.

10 H. ZINSSER, Rats, Lice and History, 1937, citado por Popper, II, pág. 23.

11 Cotéjese Duhem, op. cit., III, págs. 47-52.

12 Existen dos manuscritos con el nombre del venerable Beda, pero escritos seguramente después de la muerte de este; y en ellos se expone el sistema de Heráclides.

El primero se conoce como “Pseudo Beda” y data del siglo IX o de una época aun posterior; el segundo se atribuye ahora a Guillermo de Conches, un normando que vivió en el siglo XII. Cotéjese Dreyer, págs. 227-30; Duhem III, págs. 76 y sig.

13 DUHEM, III, pág. 110.

14 Los primeros mapas portulanos que conservamos datan del siglo XIII, pero revelan una larga tradición establecida, en tanto que el mapa circular Hereford (circa 1280) y los mapas “T y O” del siglo XV muestran que los mapas “teóricos” y los mapas “prácticos” del mundo debieron de coincidir durante varios siglos.

15 HUIZINGA, op. cit., pág. 68.

16 Ibid., págs. 45, 50.

Los sonámbulos

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