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Nuevos pequeños seres

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Y le ruego que beba y escriba usted conmigo. Dé vuelta a la hoja y vuelva a beber. Recuerde que después de la puerta del botiquín está la horrible ciudad. Y espera por nosotros.

LUIS BARRERA LINARES, «Aclaro cómo es mi beber», en Beberes de un ciudadano (1985)

19. NO SOLO LA JAI ESCAMOTEABA en sus fiestas los malestares de la Venezuela saudita en descomposición; también desfilan por la novelística de aquellas décadas otros dramatis personae del malestar colectivo, aunque sus expresiones fueran de diversión. Preterida por la rutina de las oficinas y la prisa de las autopistas; ahogada en los brindis de restaurantes y en el frenesí de las discotecas; inaudible en el barullo de bares y areperas, esa desazón acecha con latencia, trasluciendo las miserias y las grietas del statu quo. Más anodinos que las damas de sociedad de Torres o los encumbrados sindicalistas de Britto García, una nueva generación de pequeños seres, descendientes propiamente citadinos de los introducidos por Guillermo Meneses y Salvador Garmendia en nuestra primera narrativa urbana, atraviesa asimismo las novelas que venimos de recorrer; también otras que describen el arco de la Venezuela tan enriquecida como desigual, actualizando todos las situaciones y denuncias, las esquizofrenias y los reclamos de aquellos primeros seres provenientes de provincia.[187] Esa narrativa nos permite recrear no solo la estratificación social de la metrópoli prismática del país, sino también algo de la segregación social y funcional de su estructura espacial, lo cual ya fue adelantado en el tercer libro de esta investigación.[188]

Una analogía de esa capital compleja la encontramos en la «esfera sin límites» de Abrapalabra, donde el autor parece encerrar anodinos habitantes del país descompuesto que ya nos ha registrado desde otros ángulos y jergas; ahora es visto a través de rutinas laborales reminiscentes en mucho de las del Mateo Martán garmendiano, acentuadas por la obsesión y alienación pulsadas minuto a minuto en un lenguaje de reiteraciones. Detrás de su escritorio en el piso veinte, a las 4:01 p.m., el funcionario de Britto García mira desde una ventana panorámica «la bandada de palomas que dan vuelta sobre los cubos de concreto de los edificios»; vista compulsiva y neurótica, repetida un minuto más tarde, contemplando de nuevo «el conjunto de cubos de concreto presumiblemente huecos y repletos de otros escritorios desde donde los ocupantes por similares ventanas panorámicas en ese instante clavan sus ojos en una bandada de palomas que entre cubos y cubos torbellina espirala circunvala.»[189] Recordando las confrontaciones entre lo público y lo privado que atravesaran los personajes de Salvador Garmendia y Ramón Bravo, el empleado salido de esta torre corporativa inspecciona, a las 4:10 p.m., «un centenar de semblantes que se van impresionando en la memoria a fin de que la memoria los vaya borrando»; y un minuto más tarde está ya sumergido en el masificado tráfago de la acera caraqueña:

Entonces sucede que soy presa de las acumulaciones del azar y de las aproximaciones de los rostros que me llevan por esquinas y por pasajes comerciales y me recogen y me rechazan y hasta me llevarían en autobuses y me encerrarían en cines y en salas de conciertos y en almacenes baqueteándome de aquí para allá en la enormidad de sus cifras y de sus fluctuaciones y de sus marejadas. A lo largo de las calles rebotan las perdigonadas de carne que me arrastran. Puertas que escupen balines personales empujados por concurrencias de fuerzas.[190]

Ya no ambientada en el hall de ascensores del Centro Simón Bolívar sino más bien en los de Parque Central, esa hora de salida funcionarial, a las 4:11 p.m., tiene algo del mecanicismo con que la sociología urbana de mediados del siglo XX diera cuenta de la vida pública.[191] Pareciera extremarse en Abrapalabra el automatismo de una rutina urbana prefigurada por el pequeño ser garmendiano, el cual supuso una mutación con respecto al sentido aventurero conservado por el menesiano, con algo todavía del flâneur de Benjamin.[192] Salpicado de carteles de «LIQUIDACIÓN. GRAN REBAJA», el vespertino paisaje de las calles inundadas de empleados es actualizado por Britto García con referencias a la contaminación producida por el «vapor de tubos de escape» y la anarquía del tráfico; cada cruce ofrece «una hilera de automóviles paralizados y en cada automóvil una hilera de caras inmóviles mirándonos mirarlas tras cristales que no detenían el bramido de los motores, y en el siguiente cruce otras cuatro hileras y otras cuatro aún en el siguiente».[193]

Después del encuentro con Alba, la narración, escenificable hasta entonces en cualquier metrópoli, localiza el contexto venezolano a través de pistas rutinarias pero peculiares; desde los estribillos «dámela con masa» y «dos marroncitos», que no dejan de repetirse en la arepera o en la cafetería caraqueñas, hasta la llegada al edificio donde la conserje española hierve el cocido y cuelga sus trapos a secar. Después del sexo apresurado y cronometrado, desde el apartamento los amantes contemplarán, a las 7 p.m., el encendido de los anuncios de neón.[194] Y esa postal de Caracas desde el balcón, tan solo avivada por los neones, prolonga la grisura oficinesca, que con mucho de La tregua (1960) de Benedetti, envuelve hasta la privacidad y el amor de los pequeños seres de Abrapalabra.

20. Tensionados y dispersos entre la izquierda y la bohemia, entre el resentimiento social y el consumismo, entre la segregación y la violencia callejera, personajes y situaciones de la narrativa de José Balza ilustran también el tráfago de la Caracas de finales de los sesenta y comienzos de los ochenta. En Medianoche en vídeo: 1/5 (1988) hay liceístas cabeza caliente que aún idolatran a Fidel Castro y leen a José Vicente Rangel, mientras escuchan música de Alí Primera; así lo hacían todavía personajes subversivos de Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar (1974) y D (1977), emparentados con Los topos (1975) guerrilleros de Eduardo Liendo.[195] Pero también se siente en la novela la frivolidad de la Caracas disco desde finales de los setenta, cuando la asociación travesti iniciara reuniones semi-clandestinas en apartamentos de Parque Central, donde se combina el culto al bel canto con furtivos ballets rosados.[196] Son escenarios que, como en novelas previas de Balza, reflejan el imaginario bohemio de un autor arribado a Caracas en 1957, donde llevó una activa vida cultural e intelectual desde que la metrópoli se le abriera tras dos años, comprometiéndose incluso con la guerrilla en tanto «necesidad de justicia y honestidad».[197]

La expansión metropolitana se evidencia en el cambio de estatus y función de los distritos caraqueños: algunos de los personajes profesionales de Medianoche en vídeo… residen en apartamentos de urbanizaciones ya venidas a menos, como San Bernardino, porque trabajan en el edificio Karam de la avenida Urdaneta, principal corredor comercial de los sesenta; otras zonas elegantes de marras, como Los Caobos, han pasado a albergar dentistas y demás servicios médicos, en busca de los cuales regresa esporádicamente la población migrada.[198] Inaudibles ya las campanadas de la torre de Catedral, el tiempo de esa urbe está marcado por La Previsora, gran reloj e hito corporativo a la vez.[199] Pero la dinámica metropolitana se escenifica no solo en las inmediaciones de Plaza Venezuela, Sabana Grande y Chacaíto, triángulo preferido de la novelística de los sesenta, sino también en los suburbios y poblados tradicionales devenidos satélites: hay tiroteos en urbanizaciones sifrinas como Macaracuay y policías muertos en Los Teques, que es ya parte de la Gran Caracas.[200] Y al igual que en novelas tempranas de Balza o de Antonieta Madrid, se bosqueja en Medianoche en vídeo… la capital cuya clase media había migrado al sureste, más allá del este burgués que marcara la expansión de mediados del siglo XX.[201]

21. Exponente de una crónica social que no permanecía en las mansiones del este, Boris Izaguirre capturó una diversión bohemia más entremezclada con la jai que la de Balza, la cual, vista desde una perspectiva generacional más joven y eventualmente exiliada, anuncia el deslustre social de la Venezuela saudita. Sofisticadas residencias de la gauche divine, como el apartamento de Isaac Chocrón y la quinta «Macondo» de Miguel Otero Silva y María Teresa Castillo, «punto chic de letras y sociedad», fueron visitadas por el hijo de Rodolfo Izaguirre desde la pubertad, cuando se deslumbrara ante el «glamour tropical» de esculturas de Rodin y «penetrables» de Jesús Soto bordeando la piscina.[202] Más tarde asistiría a «fiestas de la high» con toques bohemios y de jet set, ofrecidas en ocasión del paso por Caracas de celebridades como Jorge Luis Borges o el diseñador japonés Kenzo, servidas con bebidas, manjares y algunas de ellas con drogas.[203]

Ya de adulto se movería Boris entre mundos diversos con Titina y sus compañeros de bohemia, a través de la Caracas disco y devaluada, reportada en sus crónicas de El Nacional y otros medios. Los noctívagos lamentan no poder ya viajar a Nueva York o Miami con la misma frecuencia que antes del Viernes Negro, pero se las ingenian para encontrar insólitos distritos y lugares de diversión, desde la renovada Sabana Grande del Metro hasta San Bernardino «en el oeste». Porque, como señala Titina, mientras impulsa a sus compinches a desorbitarse de lugares tradicionales como el Gran Café y La Vesuviana: «‘Antes del 18 fatídico, mi vida social se determinaba en dos o tres pasos más allá de la Plaza Venezuela. La devaluación me ha dado la seguridad de traspasar renovados límites’».[204]

Pero tales confines no eran solo cruzados en las andanzas caprichosas de unos sifrinos devaluados, sino también eran desdibujados en una metrópoli revuelta por el Metro desde 1983, generando nuevos distritos y dinámicas urbanas. Desde la renovación peatonal de Catia, en el oeste, y Sabana Grande, en un «este» que dejaba de ser lejano y aburguesado, hasta la articulación de Bellas Artes en tanto distrito cultural de entretenimiento. El Metro también propulsó, como se evidenciaría mejor en los noventa, desconocidas formas de colonización peatonal y comercial de aquella exclusiva ciudad del este por parte de la población y buhonería del oeste.[205] Bien dice un personaje asiduo de Sabana Grande en la crónica de Izaguirre, como prefigurando las revueltas sociales por venir: «Entre las cosas nuevas, (…) el Metro nos ha brindado una carga de caraqueños pertenecientes a otros boulevares».[206]

22. Heredera de los rutinarios personajes de Garmendia y de los más bohemios de Balza, la nocturnidad de los «auto-relatos» de Barrera Linares entrecruza diversas edades de los pequeños seres. Ya tan urbanizados como los de Izaguirre, aunque quizás no se muevan todavía en Metro, esos noctívagos se deslizan entre los dominios funcionarial y ejecutivo, entre los bajos fondos y la pequeña burguesía.[207] Arrastrando algo de esa mala noche alienada que ya asomara en Día de ceniza (1963) y La mala vida (1968), la bosquejada en Beberes de un ciudadano (1985) es una que todavía se refugia en el botiquín, detrás de cuya puerta «está la horrible ciudad» que siempre «espera por nosotros».[208] Pero es también la mala vida de los ciudadanos motorizados divisados en las colas del tráfico de la metrópoli colapsada antes del Metro, cuyas miradas se encuentran «solo por un instante» pero «sin timidez alguna, sin el movimiento inquietante de los automóviles»;[209] es un tempo del tráfico lento y rutinario que penetra el bar y sus habituales, quienes se reconocen «como carros alienaditos», en medio de «la musiquita casi inaudible de la rocola».[210] Aunque encerrados en el bar o el restaurante, sus vicisitudes remiten a la Caracas desenfadada de las autopistas, de los grafitis en la Cota Mil, de las mujeres que andan muy fugaces «por el lado del canal de ochenta»;[211] es la ciudad de nuevos ricos y recién vestidos, de militares abusivos y políticos corruptos, de «los miles de Licenciados sueltos y vengativos por esas calles…»[212]

Esa visión de la Caracas acechante y congestionada, adolescente y monstruosa, densificada y consumista, donde los malestares capitalinos laten física y socialmente, de noche y de día, está también prefigurada, como en un gran fresco, en la novela inaugural de Ana Teresa Torres. Sus varios planos temporales, jalonados por múltiples voces femeninas, nos permiten colocarla como bastidor para concluir el imaginario de estos nuevos pequeños seres en medio de la masificación.

Toda la ciudad se movía inquieta porque ya no cabía en sí misma entre las montañas, era como una grandísima madre engordada y jadeante, un monstruo joven prematuramente envejecido creciendo dentro de su cuna de niño, desbordada de sus límites, pintorreteada en sus esquinas, en sus muros blancos, las pintas de las paredes anunciando las quejas del sistema, «el mundo está loco quiero bajarme», los árboles intentando sobrevivir entre los avisos publicitarios, los jardines minimizados ante el paso prepotente de las autopistas que albergaban dentro de sí falsos jardines, estatuas de abandonadas figuras patrias, deshojada la piel de las paredes a fuerza de arrancarle los afiches de propaganda política.[213]

Bien podría ser esta la Caracas de los setenta u ochenta, a juzgar por la magnitud de la infraestructura, por el crecimiento voraz y la desazón política de esa especie de animal metropolitano crecido demasiado rápido. Es una sombría postal que podría ser sacada de la literatura periodística y técnica que, a la sazón, transmitía una imagen apocalíptica de Caracas «la horrible», por la inseguridad y la criminalidad ascendente, así como por el deterioro ambiental en medio del maremágnum irreconocible y amorfo.[214]

Como epítome de esa descomposición pública, reflejo de la política y la economía, está «la calle» en tanto escaparate de peligros, según la admonición voceada por la madre y las tías a María Josefina: «porque una señorita como tú no tiene nada que buscar en la calle, en la calle está todo lo malo, todo lo que no tiene que ser»; mientras esta señorita, como una nueva María Eugenia Alonso desobediente de la abuela, sigue reconociendo su predilección por ese público fruto prohibido: «porque a mí me gustaba muchísimo la calle, el rumor, el movimiento, el imprevisto, el gentío de la ciudad, y me asomaba a la ventana del colegio para desde allí ver si pasaba la vida, porque me la estaban restrigiendo tanto que casi ni me quedaba».[215] Actualiza así el personaje de Torres una secular tensión entre lo público y lo privado, entre la masa y el individuo, tensión que jalonaba a los pequeños seres de las oficinas y de la noche, pero que también padece la adolescente en vísperas de profesar su adultez. Y ante todos ellos se contraponía la metrópoli venezolana como muestrario de los malestares nacionales y la calle como corredor del peligro y la descomposición pública.

La ciudad en el imaginario venezolano

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