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Hacia la calle vamos

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Venimos de la noche y hacia la calle vamos…

Manifiesto Grupo Tráfico (1981)

El otro aspecto que nos identificaba, que tampoco hallábamos claramente expresado en nuestra literatura, era el hecho de que habíamos crecido en un país civil, que tejía la red de un sistema bipartidista, en el que los militares eran una suerte de episodio de otros tiempos, que creíamos que nunca volverían…

RAFAEL ARRÁIZ LUCCA, Discurso de incorporación como Individuo de Número (2005)

4. A DIFERENCIA DE LOS GRUPOS VANGUARDISTAS DE 1958 –para quienes la ciudad fue ora escenario reciente de una renovadora postura democrática tras la dictadura, ora laboratorio contracultural ante el aburguesado establecimiento intelectual– la metrópoli venezolana fue dejando de ser novedoso tema de costumbrismo urbano para las generaciones de los setenta y ochenta. Crecidas en el país urbanizado y la democracia erosionada, esas generaciones asumieron una postura más natural frente al consumado hecho metropolitano, mientras construyeron su obra sobre la institucionalidad cultural del Estado venezolano, donde había seguido cambiando la relación entre generalismo y especialismo.[18]

En efecto, las décadas de los setenta y ochenta presenciaron giros de la relación entre intelectualidad y especialización, masificación urbana y establecimiento político en Venezuela. La creación del Ministerio de la Cultura en 1979, si bien fortaleció la difusión a través de cerca de 2.500 instituciones censadas como tales dos años más tarde, no llegaría a profundizar la buscada promoción y animación culturales entre las masas, multiplicando al mismo tiempo las competencias burocráticas en las postrimerías de la Gran Venezuela.[19] Sin embargo, se logró en aquellas décadas resquebrajar la tradicional alianza entre poder y escritura, que para José Balza había condicionado buena parte de la temprana producción intelectual en la Venezuela de Puntofijo: ya no se necesitaba «ser exiliado o guerrillero, diputado o periodista», así como tampoco dar «prioridad al exclusivo tema de la injusticia social», para ser considerado intelectual serio y respetable.[20]

Tal despolitización estaría acompañada por una renovación de los cuadros y experimentos literarios, aunque no tuviera gran impacto popular sino más bien grupal. Sobre todo desde la creación del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (Celarg) en 1974, fueron significativos los talleres impartidos desde universidades e instituciones públicas y privadas, siguiendo un modelo importado desde México por Domingo Miliani. Con frecuencia conducidos por creadores como Juan Calzadilla y Antonia Palacios, manifestándose en revistas como La Gaveta Ilustrada y Hojas de Calicanto, respectivamente, los talleres conformaron un nuevo mapa cultural donde destacaba la ciudad como paisaje, tal como epitomaran los grupos Tráfico y Guaire.[21]

5. Como una de las voces más resonantes de aquel Guaire de los tempranos ochenta, Rafael Arráiz Lucca ofrecería más de veinte años después, en ocasión de su incorporación como Individuo de Número de la Academia Venezolana de la Lengua, un testimonio del contexto y las búsquedas literarias de su grupo, que eran en mucho las de la generación del país urbanizado:

Los que integramos Guaire nacimos en Caracas en los últimos años de la década de los cincuenta o los primeros de la década de los sesenta. Ninguno había tenido la experiencia de la vida en el campo, ni había tenido el periplo que trazaron muchos de nuestros padres, quiero decir, el desplazamiento de un pequeño pueblo del interior a la metrópolis. Todos habíamos crecido en Caracas y, salvo Armando Coll, ninguno había vivido aún, fuera de la capital. Nelson Rivera, Luis Pérez Oramas, Leonardo Padrón, Alberto Barrera Tyszka, Javier Lasarte y quien esto escribe, éramos muchachos urbanos, pues, que no entendíamos bien cómo era aquello de que la ciudad era solo un infierno, cuando ese «infierno» había sido, también, nuestro paraíso. Nos buscábamos en nuestra literatura y, salvo excepciones, no nos hallábamos ni interpretados, ni retratados en aquellas lecturas desoladoras de la ciudad en donde habíamos crecido.[22]

Mediante una producción sobre todo poética –género al que se refiere principalmente la visión negativa denunciada por Arráiz– Tráfico y Guaire acentuaron y diversificaron, entre 1981 y 1983, los motivos citadinos y metropolitanos de una generación que, repetimos, había nacido y crecido en el país urbanizado demográficamente. Provenientes del taller Calicanto, al primero pertenecieron Armando Rojas Guardia, Miguel Márquez, Yolanda Pantin, Alberto Márquez, Igor Barreto y Rafael Castillo Zapata; al segundo, un grupo de jóvenes muy vinculados a la Universidad Católica Andrés Bello, identificados ya por Arráiz Lucca, los cuales funcionaron también como taller.[23] Partiendo de los famosos versos de Vicente Gerbasi en Mi padre el inmigrante (1945) –«Venimos de la noche, y hacia la noche vamos»– Tráfico proclamó su cuño urbano no solo a tráves de su nombre, sino también del segundo verso actualizado: «Venimos de la noche y hacia la calle vamos», convirtiéndose en su lema, prédica en buena medida de otros grupos de los ochenta.[24]

Aunque quizás en aquel momento no lo conceptuaran tanto como su desazón ante la sombría visión literaria de la ciudad venezolana, otro factor unificador de aquella generación –la cual habría de ser tildada de «boba» por su inconsciencia frente a las tormentas políticas en ciernes– era la asunción de haber crecido en una Venezuela democrática y estable, tanto política como económicamente. Empero, el país estaba en vísperas del Viernes Negro de 1983, cuando el bolívar perdería su libre convertibilidad frente al dólar, después de haber permanecido por dorados lustros en torno a 4,30. Fue ese el primer sacudón de una serie que, seguidos por el Caracazo de 1989, los golpes fallidos del 92 y la Revolución bolivariana iniciada con el siglo XXI, trastocarían aquel país de apariencia estable, donde germinaran Tráfico y Guaire. Por ello, mirando en retrospectiva a esa noche del verso de Gerbasi conjurada por ambos grupos a comienzos de aquella década crucial, Sainz Borgo ha señalado que «se alzaron desde la literatura sin considerar, quizá, el peso de la metáfora que invocaban».[25] Y el mismo Arráiz Lucca reconocería, en el ya referido discurso ante la Academia, las sorpresas que para su generación vendrían con esa noche conjurada, poniendo en perspectiva los vertiginosos cambios políticos definidores de este cuarto libro:

El otro aspecto que nos identificaba, que tampoco hallábamos claramente expresado en nuestra literatura, era el hecho de que habíamos crecido en un país civil, que tejía la red de un sistema bipartidista, en el que los militares eran una suerte de episodio de otros tiempos, que creíamos que nunca volverían. Ustedes comprenderán, pues, que nuestras vidas han estado signadas por las sorpresas.[26]

6. Después de la figuración inicial de los grupos, la producción de algunos de ellos se desarrollaría ya no solo a través del imaginario poético o narrativo, sino también de la especializada crítica literaria y cultural en centros intelectuales donde laborarían sus otrora miembros. En éstos emergerían nuevas voces del ensayo y la narrativa que recrearon procesos sociales varios, como en los casos de Miguel Gomes y Gustavo Guerrero, con especial referencia a lo urbano en Arráiz Lucca, Antonio López Ortega, Silda Cordoliani y Stefania Mosca, entre otros. Continuó acentuándose mientras tanto la tendencia al especialismo proveniente de décadas anteriores, según la cual el humanista fue desapareciendo, para dar lugar a expertos de una literatura profesional, la cual perdió con frecuencia su resonancia ensayística.[27]

Efectivamente, desde los sesenta se había producido una especialización técnica de la literatura urbana, consecuencia en parte de la profesionalización de los estudios urbanísticos en Venezuela desde los años cincuenta. Perdida en ese especialismo la visión integradora sobre la ciudad y la urbanización, en su relación original con la cultura y la civilización, al buscar una voz más reflexiva sobre el tema, se apelaba a intelectuales nacionales cuando dispensaban alguna entrevista o ensayo ocasional, como ocurría con Uslar, Liscano e Isaac J. Pardo.[28] Los famosos «pizarrones» y demás colaboraciones de don Arturo en el diario El Nacional y otros medios divulgativos fueron completados, desde los setenta, por crónicas de quienes escenificaban sus imaginarios en la Caracas mutante, como ocurría con Elisa Lerner, Luis Beltrán Guerrero, Igor Delgado Senior y José Ignacio Cabrujas. Se puede predicar de estos autores diversos lo que Milagros Socorro señalara –ensayista ella también a través de su periodismo– a propósito de la Sádica Elisa: «es confesa la actitud creativa del cronista al echar mano de unos materiales de lo real que ha observado, pero también ensoñado, imaginado, ficcionalizado, sin otra intención que la de hacer coincidir en algún punto su propia percepción con la del colectivo».[29]

Se produjo, empero, desde finales de los años ochenta, una recuperación del abordaje ensayístico por especialistas provenientes de diferentes campos, señaladamente desde la filosofía y la estética, entre quienes se contaron Juan Nuño y María Elena Ramos. Fueron surgiendo, al mismo tiempo, profesionales de la arquitectura y el urbanismo, quienes sobre todo a través de la crítica en prensa, trataron de rescatar el talante ensayístico y humanístico para la ciudad, desde William Niño y Federico Vegas a Marco Negrón y Tulio Hernández.[30] En diferentes grados y desde distintos puntos de vista generacionales e ideológicos, esos autores comparten la tesitura reflexiva que, no obstante el prevaleciente especialismo advertido desde el tercer libro de esta investigación, interesa mantener en tanto clave del conjunto de textos a ser revisado aquí.[31]

7. A la par de aquellos grupos emblemáticos y de los novelistas consolidados ya para la década de 1970 –Salvador Garmendia, Adriano González León, José Balza, Antonieta Madrid, Eduardo Liendo, Carlos Noguera, Renato Rodríguez–, entre los narradores que asumieron «la urbe como escenario y clima intelectual del relato» destacarían Victoria de Stefano, Humberto Mata, Antonio López Ortega, Ángel Gustavo Infante y Gabriel Jiménez Emán.[32] A partir de lo señalado por Barrera Linares a propósito de la aparente internacionalización de tramas y personajes en la narrativa de los ochenta y noventa, surge como cuestión a revisar en ese corpus novelístico que la urbanización del imaginario, sobre todo en la más joven generación finisecular, no se reduzca –casi un siglo después de la evasión modernista, más que comprensible en su momento histórico y estético, pero obviamente superada– a «poner a los personajes a moverse en espacios de ciudades extranjeras, haciéndolos emprender viajes a Europa o a otros países, cuando no acudiendo a temáticas que rayan en la más transgresora de las banalizaciones».[33]

Como rasgos metodológicos y temáticos de la narrativa venezolana finisecular, el mismo Barrera Linares ha señalado que, después de lo urbano emerger con fuerza en los sesenta y setenta, los ochenta llevaron a muchos narradores «a escribir para y por la academia», mientras que en los noventa se pretendió una renovación con tópicos supuestamente inusitados, como «lo sexual, lo político, lo cotidiano, lo familiar, lo fantástico o lo terrorífico, más allá de lo telúrico, lo urbano y lo popular».[34] Ese academicismo está emparentado con el afán de virtuosismo técnico señalado por Liscano, precisamente a propósito del profesionalismo de Barrera Linares, el cual puede ser predicado de otros autores del fin de siglo; la narrativa de éstos revelaba, para el autor de Panorama de la literatura venezolana actual, «un dominio de procedimientos envidiable, pero cierta falta de centramiento ontológico muy propio de nuestra época finisecular y dislocadora».[35]

Todavía en el dominio temático, retomando el señalamiento hecho al comienzo sobre el relativo agotamiento del costumbrismo urbano, es necesario plantearse para el corpus narrativo de este último libro cómo la ciudad y la urbanización, menos novedosas ya para los narradores más jóvenes, van a entreverarse, por así decir, con otros temas y motivos de la agenda narrativa del fin de siglo venezolano. En este sentido cabe primeramente mencionar que «lo popular y lo urbano», a lo que se podría añadir los motivos de la tropicalidad y la noche, han sido desarrollados por Igor Delgado Senior, José Napoleón Oropeza, Eduardo Liendo y el mismo Barrera dentro del formato del cuento, por lo que no serán incorporados dentro del espectro de la investigación, al igual que en libros anteriores.[36] Al mismo tiempo, el tema de la marginalidad urbana y de los pequeños seres, llevado a una cima por Salvador Garmendia en la generación de 1958, es continuado en esta fase por narradores como Ángel Gustavo Infante en los ochenta, para después ser actualizado narrativamente por Israel Centeno y José Roberto Duque, según la genealogía establecida por el mismo Barrera Linares.[37]

8. Las obras panorámicas sobre la literatura venezolana manifiestan a veces, como señaló Oscar Rodríguez Ortiz, una visión sombría al referirse a la producción de los noventa: «el presente no sirve para nada y el futuro es como una improbabilidad. Se da por sentado que no merecen el esfuerzo del estudio, acaso se las piensa transitorias y todo el mundo ha comenzado a ocuparse más bien del pasado».[38] Sin embargo, dista esta de ser la posición de la presente investigación, cuyo cuarto libro aquí ofrecemos: abarca un período coincidente, grosso modo, con las décadas de los ochenta y noventa, cuando se produjo una ingente literatura, que más que versar sobre, se cruzó con la ciudad y la urbanización, los cuales siguen siendo, valga recordar, hilos conductores de esta pesquisa.[39] Sin embargo, debe considerarse que, tal como ya ha sido advertido, estos hilos no son ahora motivos temáticos de un costumbrismo urbano agotado, para volver a utilizar la expresión de Liscano comentada en esta introducción; son más bien elementos constitutivos de un contexto demográfico, territorial y espacial, así como de un talante compartido existencialmente por casi todos los escritores a ser trabajados.

Quizás por esa interiorización de la ciudad y la urbanización, a propósito de la novelística de los años noventa, particularmente en las obras de Ana Teresa Torres, Eduardo Liendo y Carlos Noguera, ha sido señalado que la presencia de la ciudad no se manifiesta necesariamente a través de un referente reconocible y comprobable, sino más bien mediante la memoria individual, colectiva e histórica, las cuales se entretejen en una ciudad que la escritura inventa y reescribe todo el tiempo. Anclada así en el recuerdo, la ciudad de esa narrativa memoriosa posee apenas una ubicación física desde donde parte, un espacio significativo solo para el sujeto enunciativo, pues el narrador representa a una ciudad del recuerdo.[40]

Aunque solo sea así mediante el recuerdo y el talante del sujeto novelesco, y a pesar de que el protagonismo de los grupos de los ochenta ha sido cuestionado por narradores de los noventa como Torres, esa fijación con lo urbano pareciera confirmar para Barrera Linares que «el compromiso con la calle» inaugurado por Tráfico no es, «para el inicio de un nuevo siglo, un asunto de la poesía, sino de la narrativa».[41]

La ciudad en el imaginario venezolano

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