Читать книгу Semillitas vuelasiglos - Arturo Guerra Arias - Страница 6

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Proemio

Siendo pequeño, afuera de mi casa había un árbol enorme. Le salían unos racimos de saquitos con forma de plátano pero muy pequeños (de unos cinco centímetros cada uno) y que contenían un jugo extraño. Si pisabas uno de esos saquitos, explotaban y salpicaban. Los saquitos eran los botones del árbol y aquellos que no caían y lograban madurar daban unas flores exóticas, carnosas, anaranjadas tirando a rojas. Feas no eran.

Hoy ya soy capaz de decir que no eran feas, pero en aquel entonces tenía yo un problema muy serio con esas flores...

Resulta que mi mamá, como buena mamá, solía repartir algunas de las tareas del hogar entre sus cinco hijos. Ciertos días de la semana me tocaba barrer el espacio de calle frente a la casa. Cuando aquellas flores caían del árbol, muchas eran aplastadas una y otra vez por los coches que pasaban por ahí, así que terminaban adhiriéndose con fuerza al suelo. En esos casos no bastaba pasar la escoba, sino que se hacía necesario ir desprendiendo flor por flor, ¡casi con espátula! El reto era siempre no tardar demasiado en barrer de nuevo la calle, sabiendo que mientras más tardabas, más adheridos podían estar aquellos cadáveres de flor... Con eso ya comprenderá el lector el resentimiento gradual que fui guardando en mi corazón de niño contra esas flores y contra el árbol que las producía incansablemente. Aquel árbol y aquellas flores inocentes no se merecían mi animadversión, pero la cruda realidad es que tardé años en superarla...

Los frutos del árbol eran unas vainas. Al ir madurando se oscurecían, se endurecían y finalmente las cáscaras se abrían. Algunas de esas cáscaras que caían al suelo quedaban tal cual como canoítas que podías poner sobre un charco y, con un empujoncito, verlas navegar plácidamente. Las semillas venían dentro de las vainas. Algunas desde las alturas se iban desprendiendo una vez que la cáscara se abría o caía al suelo. Otras caían completas pero ya abiertas, y entonces las semillas comenzaban también a desperdigarse.

Eran semillas sumamente simpáticas: muy planas y rodeadas de una membrana fina y transparente que hacía las veces de ala. Y es que estaban inteligentemente diseñadas para que el viento las agarrara y se las llevara lejos, muy lejos. Estas semillas son las de la portada de este libro.


¿Y cómo se llamaba el árbol? ¿Cuál era su género y su especie? ¡Ni idea! Jamás me vi en la necesidad de saber qué lugar ocupaba entre los árboles del mundo. Pero un buen día, a los 49 años, me entraron de repente unas ganas incontenibles de saberlo... Resultó ser un tulipanero africano o galeana, con el nombre científico de Spathodea campanulata. Los franceses lo llaman tulipier du Gabon. Sí, un árbol que venía de África...

¿Y qué hacía en México, en Guadalajara, afuera de mi casa de niño? ¿Será que estas semillas se toman muy en serio su vocación voladora? ¿Será que a esta especie arbórea le llegó la globalización antes que a la especie humana? Son sólo preguntas que quedan como hipótesis de trabajo, porque el caso permanece abierto...

Un dato curioso más: La Spathodea campanulata está clasificada entre las cien especies más peligrosas para la biodiversidad del planeta. Es una lista que no sólo incluye plantas sino también microorganismos y animales. ¿Y cuál será su peligrosidad? Quien quiera más detalles, puede buscar la Global Invasive Species Database que fue desarrollada por el Invasive Species Specialist Group de la Species Survival Commission de la International Union for Conservation of Nature.

¿O será que esta entidad clasificadora se habrá percatado de los altos niveles de estrés que este árbol puede causar en pobres niños que comienzan a dar tímidamente sus primeros pasos en el arte de barrer calles?

¡Ya es hora de ir al grano!


A Jesús de Nazaret el concepto de semilla se le volvió esencial a la hora de hablar de su Reino:

“Salió un sembrador a sembrar su simiente [...], una parte cayó a lo largo del camino [...], otra cayó sobre piedra [...], otra cayó en medio de abrojos [...] y otra cayó en tierra buena.” (Lc 8, 5-8)

“El Reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo.” (Mc 4, 26-27)

“El Reino de Dios [...] es como una semilla de mostaza que [...] es más pequeña que cualquier semilla [...] pero una vez sembrada [...] echa ramas tan grandes que las aves del cielo anidan a su sombra.” (Mc. 4, 30-32)

“El Reino de los Cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero, mientras su gente dormía, vino su enemigo, sembró encima cizaña entre el trigo, y se fue.” (Mt 13, 25)

“Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto.” (Jn 12, 24)

Así que está claro que Jesús sabía mucho de semillas. Al fin y al cabo, en cuanto Verbo de Dios, “sin Él no se hizo nada de cuanto existe” (Jn 1, 3); y en cuanto verdadero hombre podemos imaginarlo de niño haciendo muchas preguntas a José y a María: “¿Por qué crecen las semillas?, ¿qué tienen dentro?, ¿por qué la semilla de mostaza es tan chiquita?, ¿por qué la de aguacate es tan grandota?, ¿por qué un frijolito puede crecer en un algodón?”...


No me consta que en las escuelas judías del primer siglo los profesores dejaban de tarea el experimento clásico de sembrar un frijolito en un frasco con algodón, y tampoco me consta que en los tiempos de Jesús se comía ya guacamole... Sólo estábamos imaginando. De lo que sí podemos estar seguros es que el Jesús niño, adolescente, joven y adulto dedicó horas y horas para analizar y contemplar todo tipo de semillas, entre divertido, curioso y emocionado.

Cada ejemplar de este libro quiere ser una vaina de Spathodea campanulata que, a su debido tiempo, abra su cáscara y esparza sus semillas, o sea, sus 40 reflexiones –número modesto si lo comparamos con las quinientas que una vaina del árbol suele contener–. Cada reflexión quiere ser una semilla voladora de evangelio que, llevada lejos y más lejos por todo tipo de viento, pueda finalmente caer en un rincón de tierra buena de algún corazón humano.

Es cierto que algunas semillas se perderán o caerán en terreno pedregoso o entre las espinas de “las preocupaciones del siglo”, o podrán quedar dormidas por décadas o siglos, pero confío plenamente en que, tarde o temprano, gracias al sembrador Jesús, alguna caerá en tierra buena.

Y si alguna vez una de estas semillas llegara a caer en el corazón de un ciudadano de Gabón, entonces habré devuelto, al menos un poco, el favor de quien tal vez, hace siglos, agarró unas semillas de Spathodea campanulata y se las trajo a México, hasta que finalmente una de ellas cayó afuera de mi casa de niño...


Si cualquiera de estas reflexiones ayuda a una sola alma a conocer y a amar más a Jesús; a abrirse al misterio de la vida con entusiasmo; a crecer en fe, esperanza y caridad; a lanzarse a cambiar el mundo desde su trinchera; a amar más a Dios y al prójimo, este pequeño esfuerzo llamado Semillitas vuelasiglos habrá valido la pena.

Lanzo, pues, estas semillas, en nombre de Jesús, no sólo hacia los 32 rumbos posibles de la rosa de los vientos, sino también hacia aquellos vientos misteriosos capaces de cruzar generaciones y siglos...

El autor


La flecha se dirige al tronco del árbol original como lucía el 20 de octubre de 1974, día de la Primera Comunión de las dos hermanas mayores del autor; éste último por esas fechas seguía siendo alumno del Jardín de Niños Don Bosco.

Semillitas vuelasiglos

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