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Introducción

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Dice Larrosa (2010) que la educación nace de una herida, ante el espectáculo cotidiano de la injusticia de vidas malogradas. Cuando aparece un dolor, cuando se cancelan las posibilidades de la vida, es preciso reaccionar, hacer algo. Ahí reside el motivo de la educación. Frente a la vida biológica, entendida como mera supervivencia, la vida como existencia tiene que ver con el sentido o el sinsentido de biografías que son únicas, singulares y jamás intercambiables. Cuando alguien muere, algo insustituible desaparece.

La educación tiene aquí varias responsabilidades. Prepara para sobrevivir en las mejores condiciones, a través de competencias y herramientas con que sostener la vida; y se dirige al mundo común, nutriéndose de palabras y relaciones con que elaborarlo y dotarlo de sentido. Garantizar la novedad que cada cual trae consigo, aquello que nunca más vendrá, se vincula al compromiso de hacer de la educación un espacio para la experiencia, para la vida y para la palabra.

En lo que a la locura respecta, rescatar la palabra de un territorio que sólo en los últimos siglos ha sido considerado como absolutamente médico (Lewontin, Rose y Kamin, 2003), implica necesariamente acudir y elaborar epistemologías que lo permitan. Porque en el siglo XXI, también conocido como el siglo del cerebro (Yuste y Church, 2014), nuestro sistema de salud mental continúa dominado por un modelo de atención e investigación de signo mayoritariamente biomédico. Y a pesar de que el malestar psíquico representa un fenómeno multifactorial y complejo (Cooke et al., 2015), las teorías genéticas y biológicas hegemónicas han relegado a un segundo plano, cuando no ignorado, otros abordajes y otras interpretaciones posibles sobre lo que está sucediendo en el mundo de las personas afectadas, sus familias y sus entornos (Read, Mosher, Bentall, 2006b). En este contexto, la voz narrativa de los sujetos de la aflicción se ha visto sistemáticamente expulsada de la comprensión de la vida, así como desterrados los sentidos implícitos en su locura (Martínez, 2010).

Estas son algunas de las razones por las que, el trabajo que aquí presentamos, gira fundamentalmente alrededor de los relatos biográficos de siete personas que han vivido, o viven, el sufrimiento psíquico en carne propia. Sus voces situarán algunas claves para pensar un tipo de actuación socioeducativa que se articule desde sus saberes hechos de experiencia, al tiempo que ponga en valor su palabra.

El libro que el lector/a tiene entre sus manos se encuentra estructurado en tres capítulos, un prólogo y un epílogo.

El primer capítulo aborda el interés que para la pedagogía social tiene el recurso a la etnografía como método de investigación cualitativa. Esta opción permite, justamente, rescatar la experiencia en primera persona e inscribirla de modo tal, que los contenidos culturales que contiene puedan ser puestos en juego por medio de la actuación educativa. Para ello, los principios propuestos por el método dialógico son incorporados a fin de crear las condiciones de posibilidad para la emergencia de las seis historias de vida que se presentan, seguidamente, en el capítulo segundo.

El tercer capítulo aborda la tarea educativa en salud mental, desde un punto de vista de la experiencia y el acontecimiento, teniendo en cuenta algunas de las estrategias pedagógicas que se desprenden de los relatos comunicativos.

El capítulo que en forma de epílogo cierra este trabajo, está dedicado a una última voz: la de Marian. Su historia silenciada se rev/bela en este texto frente a cualquier intento de silenciar su memoria.

La locura rev/belada

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