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Capítulo 1 La experiencia como material cultural problematizable

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Berger y Luckmann, en su ya clásica obra La construcción social de la realidad (1994), indican cómo la experiencia se inscribe en un ordenamiento general de significaciones desde el que las personas interpretan y construyen su realidad. Es precisamente «esa urdimbre de significaciones atendiendo a las cuales los seres humanos interpretan su experiencia y orientan su acción», lo que Geertz (2006:133) denomina cultura, mientras que la forma que toma dicha acción en el contexto de las relaciones humanas es lo que el autor entiende por estructura social. Cultura y estructura social son, desde este punto de vista, dos abstracciones de los mismos fenómenos: «La una considera la acción social con referencia a la significación que tiene para quienes son sus ejecutores; la otra la considera con respecto a la contribución que hace al funcionamiento de algún sistema social» (2006:133). Teniendo esto en cuenta, el autor destaca la importancia de:

Entender la conducta y hacerlo con cierto rigor porque es en el fluir de la conducta -o, más precisamente, de la acción social- donde las formas culturales encuentran articulación. La encuentran también, por supuesto, en diversas clases de artefactos y en diversos estados de conciencia; pero estos cobran su significación del papel que desempeñan (Wittgenstein diría de su «uso») en una estructura operante de vida, y no de las relaciones intrínsecas que puedan guardar entre sí (2006:30).

De acuerdo con estos planteamientos, en el presente trabajo hemos recurrido al método etnográfico (Geertz, 2006; Martínez, 2011; Correa, 2010; Veiga, 2011), el cual se considera apropiado en la búsqueda interpretativa y comprehensiva de la multiplicidad de condicionantes -sociales, culturales, psicobiológicos-, a partir de los que las personas se construyen y construyen sus complejas realidades de salud/enfermedad/aflicción. Nuestro punto de partida es que dichas formas culturales son susceptibles de ser puestas en juego en la actuación educativa orientada a transformar el espacio social que ocupa el malestar.

Conviene recordar, además, que los procesos de morbilidad «no pueden comprehenderse en toda su extensión sin tener en cuenta el papel de la cultura y las relaciones sociales» (Martínez, 2011:67) en que se inscriben, aún a pesar de las dificultades que para este tipo de análisis, plantean las tan arraigadas convicciones acerca del conocimiento biomédico y sus verdades científicas. Si recurrimos a Good (2003:24):

En particular, es difícil evitar la firme convicción de que nuestro propio sistema de conocimiento refleja el orden natural, que se trata de un sistema progresivo, que ha emergido a través de los resultados acumulativos de los esfuerzos experimentales y que nuestras propias categorías biológicas son naturales y «descriptivas» más que esencialmente culturales y «clasificatorias».

Con todo, a través del método etnográfico hemos querido conectar las experiencias e interpretaciones que de la realidad tienen y realizan las personas, las cuales acontecen en ese en medio de, en ese entre propio del espacio público del que habla Arendt (2005) en donde se sitúan las propiedades de las cosas de un mundo que es nuestra propia creación simbólico-vivencial (Najmanovich, s.f.). No obviando las dimensiones biológicas de los fenómenos de enfermedad (Good, 2003), sí sostenemos que lejos de entender que el sufrimiento psíquico tiene su origen exclusivo en algún funcionamiento anormal del cerebro, éste y sus problemáticas, en cualquier caso, «no pueden entenderse de forma aislada, sin tener en cuenta el universo social» (Bentall, 2011:324) en que se insertan. Incluso podría decirse que, siguiendo de nuevo a Geertz (2006:82):

El sistema nervioso humano depende inevitablemente del acceso a estructuras simbólicas públicas para elaborar sus propios esquemas autónomos de actividad. Esto a su vez implica que el pensar humano es propiamente un acto público desarrollado con referencia a los materiales objetivos de la cultura común y que sólo secundariamente es una cuestión íntima, privada.

Por estas razones, es al vasto negocio del mundo -del que las actuaciones socioeducativas forman sin duda parte-, a lo que desde la óptica antropológica se presta una atención prioritaria. Con el propósito de realizar una lectura de las lecturas que las personas hacen sobre hechos particulares -en un determinado momento y lugar-, sobre lo que a éstas se les hace, sobre cómo experimentan aquello que les sucede, etc., coincidimos en que no puede divorciarse la interpretación de dichos acontecimientos –por inusuales que sean-, ni de su contexto ni de sus aplicaciones. De lo contrario, no se estaría sino vaciando la interpretación de todo sentido y significado (Geertz, 2006).

Por esto Geertz insiste en la idea de que las formulaciones teóricas enunciadas independientemente de sus aplicaciones prácticas y contextuales, carecen de sentido y resultan vacuas. Así, para el tipo de trabajo etnográfico que defiende el antropólogo estadounidense, «la tarea esencial de la elaboración de una teoría es, no codificar regularidades abstractas, sino hacer posible la descripción densa, no generalizar a través de casos particulares sino generalizar dentro de éstos» (2006:36).

Por tanto y siguiendo con este razonamiento, cabe preguntarse de qué manera resulta posible no caer en una desconexión entre teoría y práctica -evitando lo que Apel ha acuñado como «falacia abstractiva» (citado en Gómez, 2007:11)-, si se tiene en cuenta que el objeto de atención que en un momento dado se plantea, puede ser visto como aquello a lo que Hanna Arendt (2005) se refiere en términos de «trama de relaciones humanas», cuya característica principal es precisamente la intangibilidad. Si de lo que se trata es de captar un tipo de procesos -por ejemplo, el actuar y el hablar en relación a la locura- que pueden efectivamente no dejar tras de sí resultados o productos finales y si, aún a pesar de ello, dichos procesos no son menos reales que el mundo de cosas físico que las personas tienen en común... ¿cómo capturarlos para el estudio y luego derivar sus elementos propiamente socioeducativos?

Frente a esta necesidad de captar las distintas manifestaciones sociales por medio de las que las formas culturales de la «enfer-medad mental» se articulan y adquieren significado, para describirlas, interpretarlas y generalizar dentro de ellas, se requiere de lo que se ha llamado «inscripción». Es decir, se exige poner por escrito los discursos sociales efímeros -palabras y actos-, de modo que la etnografía pueda ser apartada «del hecho pasajero que existe sólo en el momento en que se da» y pase a tener una relación con los hechos que existen en sus inscripciones, pudiendo ser consultada y movilizada a efectos de ampliar el universo de las experiencias, significaciones y discursos humanos circunstanciados (Geertz, 2006:31). La situación sin embargo, es aún más complicada pues:

Lo que inscribimos (o tratamos de inscribir) no es discurso social en bruto, al cual, porque no somos actores (o lo somos muy marginalmente o muy especialmente) no tenemos acceso directo, sino que sólo la pequeña parte que nuestros informantes nos refieren. Esto no es tan terrible como parece, pues en realidad no todos los cretenses son mentirosos y porque no es necesario saberlo todo para comprender algo (2006:32).

Lo importante es, en cualquier caso, conseguir mostrar que una pieza de interpretación antropológica es dibujar la curva de un discurso social y fijarlo en una forma susceptible de ser re-conocida en su complejidad, con base en un tipo de descripción densa, cualitativa y microscópica.

Nos recuerda Martínez (2011:186), que «la aplicación de la mirada etnográfica devuelve a los procesos de salud, enfermedad y atención su condición de hechos sociales y a la vez desvela críticamente las estrategias de encubrimiento que permiten la naturalización de estos fenómenos». Para el autor, el método etnográfico se ha revelado en los últimos años como un potente instrumento para la promoción de la salud y para el enfrentamiento de sus retos locales, en un mundo cada vez más globalizado e interdependiente. Asimismo, ha demostrado ser una herramienta adecuada para la actuación socioeducativa (Celigueta y Solé, 2013), toda vez que permite rescatar y poner en juego los contenidos culturales que emergen de dichos procesos.

A continuación, explicitamos una serie de elementos que constituyen el modelo de referencia que hemos seguido para obtener los relatos comunicativos que presentamos en este trabajo: el modelo dialógico.

La locura rev/belada

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