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La primera cruzada

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Aquel día marcó una nueva etapa en la vida de Harry y Tommy. Mientras en sus casas lo soportaran, su nueva diversión iba a seguir adelante. Con mucha sutileza, se fueron haciendo a escondidas con las piezas de la cubertería familiar que ya no usaban, y las fueron llevando, una a una, a sus citas secretas.

De la alacena del mayordomo salían limpias e inmaculadas pero ¡ay, luego no volvían igual!

Con el paso del tiempo ya no quedaron más objetos punzantes, y los muchachos tuvieron que volver a echar mano de su imaginación. Pensaron lo siguiente:

«El juego de la navaja ya no tiene ningún secreto, pero vamos a seguir disfrutando cortando las cosas. Sí, vamos a hacer algo diferente, vamos a seguir divirtiéndonos, pero con otros objetos que no sean las navajas».

Estaba decidido. En adelante, no fueron las navajas las que atrajeron la atención de los dos impetuosos jóvenes. Ahora lo que hacían era machacar y deformar las cucharas y tenedores; las pimenteras luchaban en combate contra las pimenteras, y luego las retiraban moribundas del campo de batalla; las palmatorias se encontraban en medio de la lucha y ya no salían de la tumba. Incluso los fruteros servían como armas en esta cruzada.

Pero se volvió a agotar todo lo que había en la alacena del mayordomo. Empezó una nueva estrategia de destrucción que, en poco tiempo, acabó con todo el mobiliario de los hogares de Harry y Tommy. La señora Santón y la señora Merford empezaron a darse cuenta de que el destrozo era desmesurado. Todos los días parecía ocurrir una nueva desgracia doméstica. Un día era la edición de un libro valiosísimo, cuyas lujosas tapas lo hacían digno de aparecer expuesto en un museo, el que sufría un percance inexplicable: aparecía con las esquinas rotas y con el canto desprendido o sin él. Al día siguiente, el mismo destino horrible lo corría algún marco en miniatura. Al otro día, eran las patas de una silla o de una mesa en forma de araña las que mostraban signos de violencia. Los lamentos salían incluso del cuarto de los niños. Era algo que ocurría a diario. Cuando las niñas se iban a la cama por la noche, dejaban encima con mucho cuidado sus queridas muñecas pero, al despertarse, se encontraban con que ya no quedaba nada de toda aquella hermosura; les habían amputado las piernas y los brazos, y de sus caras había desaparecido toda apariencia humana.

A continuación, empezaron a desaparecer las piezas de la vajilla. No se pudo encontrar al ladrón. Le echaron la culpa a los mayordomos y se lo descontaron del sueldo, que comenzó a ser más nominal que real. Mientras la señora Melford y la señora Santón se dolían de tanta desgracia, Harry y Tommy gozaban cada vez más con los destrozos que causaban, y apilaban sus trofeos, cada vez en mayor número, en el escondido cenador de Bubb. Se habían aficionado hasta tal punto a cortar las cosas que aquel pasatiempo se convirtió para ellos en una obsesión, en una locura, un frenesí.

Y llegó el aciago día. Los mayordomos de las casas de los Merford y los Santón, atormentados por las constantes desapariciones de objetos y por las continuas quejas, al ver que los descuentos que se les aplicaban en sus sueldos eran mayores que sus salarios, optaron por buscarse una nueva ocupación donde, si no llegaban a cobrar un sueldo aceptable o no se reconocía su labor, sí al menos no perderían dinero ni su reputación. Así, antes de devolver las llaves de la casa y los otros objetos que se les habían confiado, pasaron a revisar sus cuentas con el fin de asegurarse de que todo estaba en orden. Es fácil imaginar su inquietud al comprobar hasta dónde habían llegado los estragos. Si su angustia por el presente era terrible, mayor era su amargura cuando se paraban a pensar en el futuro. Les falló el corazón, arqueado por el peso del dolor; sus fuertes mentes, que antaño habían vencido a enemigos más mortales que la pena, se vinieron abajo; sus fornidos cuerpos se desplomaron en el suelo de sus habitaciones.

Al día siguiente, ya casi de noche, los señores requirieron sus servicios. Los buscaron en el cenador y en el vestíbulo y, al fin, los encontraron a ambos tirados en el suelo.

Pero ¡ay de la justicia! Los acusaron de estar borrachos y de haber roto, mientras se encontraban en tal estado, todos los objetos que estaban a su alcance. ¿Acaso no eran evidentes las pruebas de su culpabilidad a la vista de tal destrozo? Los acusaron de todas las desgracias acaecidas en las dos casas. Tommy y Harry negaron tener nada que ver y, cada uno en su casa, siguieron con su plan. Aliviaron su mente del peso mortal que hasta entonces los había atenazado en secreto. La versión que mantuvieron fue que cada uno de ellos había visto a su respectivo mayordomo, cuando estos creían que nadie los miraba, destrozar los cuchillos de la despensa, las sillas, los libros y los cuadros del salón y del estudio, las muñecas del cuarto de las niñas y los platos de la cocina. Luego, por supuesto, los cabezas de ambas familias reclamaron que se hiciera justicia. Los mayordomos fueron acusados de embriaguez y de destrozo de la propiedad.

Aquella noche Harry y Tommy durmieron plácidamente en sus camitas. Parecía que oyeran el susurro de los ángeles, porque sonreían como si estuvieran perdidos en sueños placenteros. Llevaban en el bolsillo el premio que les habían dado sus padres en señal de orgullo y gratitud. Sus corazones se sentían felices de haber cumplido con su deber.

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