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Tambores de guerra

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Harry Merford y Tommy Santón vivían en la misma hilera de casas que Ephraim Bubb. Los padres de Harry tenían su residencia en el número 25, y en el 27 solo se oían las continuas risas de Tommy. Entre ambas viviendas, en el número 26, Ephraim Bubb criaba a sus retoños.

Harry y Tommy se veían a diario desde siempre. Se comunicaban a través de los tejados hasta que sus respectivos padres tuvieron que pagar a Bubb los desperfectos del tejado y de las ventanas de la buhardilla. A partir de entonces, la autoridad familiar les prohibió verse, aunque, por si acaso, su vecino tomó la precaución de reforzar los muros del jardín y colocó trozos de vidrio en lo alto, para evitar así visitas inesperadas. Sin embargo, Harry y Tommy eran dos espíritus osados, orgullosos, impetuosos y cabezotas, así que desafiaron el escarpado muro de Bubb y siguieron viéndose en secreto.

Si se compara a estos dos jóvenes con Cástor y Pólux, con Damón y Pitias, con Eloísa y Abelardo, se ve que son claros ejemplos de compenetración, de constancia y amistad. Todos los poetas, desde Higinio hasta Schiller, cantarían las hazañas y los peligros en que ambos se vieron en nombre de su amistad, pero habrían enmudecido al conocer el cariño mutuo que se tenían Harry y Tommy. Día tras día, y a menudo noche tras noche, estos dos valientes sorteaban a la niñera, a su padre, la amenaza del látigo y del castigo, el hambre y la sed, la soledad y la oscuridad para verse. Nadie sabía de lo que hablaban. Nadie podía decir qué oscuros pensamientos se fraguaban en aquellas conversaciones. Quedaban a solas, hablaban a solas y solos volvían a casa. En el jardín de Bubb había un cenador cubierto de yedra y rodeado por unos álamos jóvenes que había plantado el padre el día en que nacieron sus dos hijos y cuyo rápido crecimiento contemplaba con orgullo. Estos árboles tapaban el cenador, y era allí donde se veían Harry y Tommy, tras comprobar que no había nadie dentro. Con el tiempo, llegaron incluso a no temer encontrarse con alguien y continuaron viéndose. Pero levantemos el velo del misterio y veamos qué era ese gran desconocido ante cuyo altar se arrodillaban.

En Navidad, a Harry y a Tommy les regalaron una navaja nueva a cada uno. Durante bastante tiempo, casi un año, las dos navajas, bastante parecidas en la forma y en el tamaño, fueron su mayor pasatiempo. Con ellas cortaban y rayaban todo lo que pudiera pasar inadvertido. Actuaban con sigilo pues ninguno quería que la tristeza oscureciera sus momentos de diversión. Su habilidad dejaba muestras en el interior de los cajones, escritorios y cajas, en los bajos de las mesas, en el reverso de los marcos de los cuadros e incluso en el suelo (allí donde se podía levantar disimuladamente la esquina de las alfombras). Cuando comparaban sus hazañas artísticas, les invadía la alegría. No obstante, al cabo de un tiempo, llegó un momento crítico. Tenían que buscar nuevos entretenimientos; se habían cansado de sus viejos juguetes y habían saciado su apetito de ir cortándolo todo por ahí. Tenían que llevar más allá su afán destructivo. De todas formas, no corrían casi ningún riesgo de ser descubiertos porque hacía tiempo que actuaban con total precaución. Pero el riesgo, fuera grande o pequeño, había que correrlo, había que encontrar nuevas diversiones; la tierra se estaba volviendo yerma y el anhelo de emociones se hacía cada vez más fuerte.

El momento de cambio estaba allí: ¿quién podía prever sus consecuencias?

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