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2.- Los Borghesi y los Crestuzzo.

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A pesar de todas las situaciones adversas que había vivido, Flavia era una mujer alegre. Ella no había conocido más hogar que el asilo donde había permanecido feliz hasta unos meses de pasados los quince años, su naturaleza alegre y su belleza que lucía con una dignidad natural en ella, su pelo crespo de un maravilloso color rubio y su aspecto virginal la habían hecho la favorita de las monjas que llevaban el asilo y ella, una chica hermosa e inocente, había sido feliz. A esa edad la madre superiora la había llamado, le dijo que el convento estaba pasando por algunos apremios económicos, felizmente se abría una excelente oportunidad para ella pues, la señora condesa de Borghesi, la familia más importante de Siena y quizás de toda la península Itálica, requería de una doncella. Ella iba muy recomendada y esperaba que con su educación pudiese destacarse en casa de la condesa.

Aunque la mayor parte de la familia Borghesi hacía ya muchos años que se había trasladado a Roma para ocupar uno de los lugares más destacados en la política de Roma y de toda la Península, como originaria de Siena todavía conservaba muchas propiedades y gran ascendencia sobre todos los habitantes de la comarca, era una familia tan querida como temida. Todos recordaban al cardenal Camillo Borghesi quien enriqueció a la familia, adquiriendo grandes propiedades en Roma, entre ellos el famoso Palacio Borghesi, otro hijo de Marcantonio uno de los troncos de la familia fue el Papa Paulo V, en su pontificado la familia logró gran esplendor, trasladándose toda la familia a Roma y recibiendo importantes nombramientos que la llevaron a ser la estirpe más importante de Italia, con vinculaciones en otros países pues Marcantonio ll fue nombrado príncipe de Sulmona y grande de España, su matrimonio con Camilla Orsini lo convirtió en el heredero universal de la familia, y su hijo llegó a ser virrey de Nápoles al casarse con Olimpia Aldobrandini, princesa de Rossano.

Los Borghesi se emparentaron con Napoleón cuando Camillo Filippo Ludovico se enroló en el ejército napoleónico llegando a general, después, en mil ochocientos tres, se casó con la hermana de Napoleón. Camillo fue nombrado Duque de Castalla y gobernador del Piamonte. El segundo génito de IV, Francesco príncipe Aldobrandini fue también un general napoleónico, y heredó el patrimonio de Camillo ya que éste no tuvo hijos, falleció en mil ochocientos treinta y nueve.

Sin duda, trabajar para los Borghesi era muy importante y la mMarcantonio uchacha sentía que su corazón estaba a punto de estallar, tenía mucho miedo, era un mundo desconocido y enorme que no sabía cómo enfrentar. Esa noche apenas durmió, estaba muy nerviosa, sentía latir su corazón fuertemente, tenía un manojo de presentimientos y una sensación de angustia desconocida. Ella se había caracterizado por no tener estados angustiosos ni por preocuparse del futuro, era una muchacha que siempre había vivido el día a día, sus maestros la calificaban de una muchacha simple, tímida y sin conciencia de su belleza.

A la mañana siguiente, a las diez, todo estaba listo para que un coche llevase a la madre superiora y a ella, a la palaciega residencia de los Borghesi en Siena, El Palazzo Borghesi se situaba muy cerca de la plaza del Duomo.

Cuando llegaron al palazzo, los hicieron entrar primero a un gran recibidor donde debieron esperar casi una hora antes que la señora condesa los recibiera en un saloncito cercano a sus aposentos. La mujer era mayor, altiva y muy atractiva, todavía conservaba vestigios de una gran hermosura, era alta, delgada, de prominente nariz y unos hermosos ojos azules, su pelo blanco estaba recogido en un moño sujeto por unas grandes peinetas de oro y perlas, una maravilla de joyas que, sin duda tenían un gran valor tanto económico como sentimental pues se trataba de alhajas muy antiguas. Vestía una gran bata de terciopelo negro cuyo faldón le llegaba al suelo, no se le veían los pies. Tanto el cuello como las botamangas eran de raso negro, el atuendo era sin duda principesco y la condesa lo lucía como una persona acostumbrada a llevar prendas caras y pesadas. La monja saludó a la condesa y le presentó a la muchachita, quien no levantaba los ojos del suelo, nerviosa, solo destacaba su enorme cabellera más rubia que nunca. La condesa no dejó de mirar a la muchacha, le preguntó su nombre y la muchacha con los ojos bajos se lo dijo, la condesa le pidió que la mirara, que podía levantar la vista, Flavia sintió un estremecimiento pues vio reflejado en los ojos de la condesa el azul de sus propios ojos.

La condesa miró con frialdad a la muchacha, pensó que había logrado que la muchacha no se diese cuenta del impacto que había suscitado en ella, pero no fue así, Flavia sintió un gran estremecimiento, se vio en esos ojos que le llamaron la atención, la condesa tenía una gran cabellera canosa que se veía azulada, pues estaba claro que la teñía con maravillosos polvos traídos desde muy lejos. Para Flavia estar frente a esa mujer era algo fantástico, la condesa era un ser mitológico presente en la imaginería popular, la historia de su familia era parte de la aristocracia de Siena y de toda la península, y ahora estaba frente a ella, observando su belleza sin saber qué decir.

La muchacha se quedó a vivir en el palacio, primero como doncella general, a cargo de la gobernanta, una mujer alta, flaca, enjuta y permanentemente mal humorada, luego por petición de la condesa pasó a ocuparse de su ropa y su cuidado, como su doncella particular.

El traslado al palazzo se había hecho ese mismo día, pues la muchacha no tenía nada que llevar más que lo puesto y algunas mudas de ropa, todas muy humildes y gastadas. Al llegar al palazzo la condesa la mandó llamar, la miró fijamente a tal punto que la muchacha se sintió profundamente intimidada, entonces con aire de superioridad le dijo a la jefa de mucamas que le mostrase su habitación, le prepararan un baño y le entregasen las ropas que había dispuesto para ella. Si iba a trabajar en sus aposentos debía estar bien presentada.

La gobernanta asistió con un “sí señora condesa”, casi sin levantar la vista, pidió permiso para retirarse y luego de ello le dijo a la muchacha que la acompañase. Flavia estaba tiritando. Acompañó a la gobernanta, quien se llamaba Lidia, la mujer era seca como un palo, su cara no demostraba emoción alguna, de malas ganas la llevó a una estancia donde otras sirvientas habían echado agua caliente a una tina y la gobernanta le dijo que se sacara la ropa y se bañara, en la silla había toallas secas y ropa para que se cambiase. La muchacha avergonzada procedió a quitarse la ropa y se introdujo en la tina, el agua tibia la relajó y después de un rato de jabonarse y enjuagarse se sintió alegre, salió de la tina, se secó y procedió a ponerse las ropas que le habían dejado, era un uniforme parecido al de las otras criadas, a Flavia le pareció hermoso, cuando estuvo lista pasó a la cocina, que se encontraba muy cerca de esa estancia, la vieja cocinera le dio una taza de caldo. La cocinera, Romina, era muy anciana y miró a Flavia largo rato, no le apartaba la vista, a Flavia le pareció extraño, pero pensó que en esa casa todos lo eran, empezando por la dueña de la casa, la señora condesa.

La gobernanta le indicó algunas tareas relativamente fáciles, Flavia llevaba una semana en la casa, estaba limpiando los pisos de la entrada al palazzo cuando pasó la señora condesa que venía de los establos, al verla limpiando el piso, le preguntó qué desde cuando limpiaba el piso, Flavia bajó la vista y dijo que estaba desde la mañana, debía limpiar toda la entrada y luego la gran escala de mármol. La condesa le dijo de manera muy altiva y en alta voz, que dejase eso inmediatamente y fuese a llamar a la gobernanta. Flavia dejó lo que estaba haciendo y fue a buscar a Lidia quien se encontraba en una de las habitaciones de huéspedes preparándola, pues llegarían visitas para la segunda quincena de ese mes. Cuando le dijo que la señora condesa la llamaba, la mujer de por sí pálida, palideció mucho más aún, y le preguntó que dónde se había encontrado con la condesa, Flavia le dijo que ella estaba limpiando el piso de la entrada cuando apareció la condesa y le dijo que dejara lo que estaba haciendo para ir a buscarla. La mujer estaba pálida y tiritaba cuando se dirigió a la habitación de la condesa.

La condesa se encontraba de pie en la habitación cuando Lidia ingresó, no alcanzó a decir nada cuando la condesa profirió en voz alta que cómo no había cumplido sus instrucciones, que qué se había imaginado, que era una estúpida, que si quería acaso volver a cuidar cerdos, que no servía para nada, que era una tarada etc. La mujer no levantaba la mirada y empezó a llorar, la condesa tomó un hermoso jarrón y lo lanzó violentamente al suelo, destrozándolo en mil pedazos, gritándole fuera, fuera, fueraaaa.

Lidia salió para volver al rato, la señora ya se encontraba más calmada, se había sacado el vestido de montar y se encontraba envuelta en una hermosa bata, la mujer pidió permiso para entrar y solo decía perdón señora condesa, perdón, piedad, piedad. La mujer sabía perfectamente que la señora condesa era muy vengativa y le temía, llevaba muchos años a su servicio y su temor era muy bien fundado, la condesa era capaz de muchas cosas, por otra parte Lidia sabía perfectamente que había desobedecido a la señora condesa, se había dejado llevar por su pequeño poder sobre la servidumbre y por el malestar que le producía la nueva sirvienta, por la preferencia que la condesa tenía por ella, aunque sospechaba algo, no podía imaginar que lo que ella pensaba fuese verdad.

La condesa estaba encerrada en su mutismo y apenas la miró, luego con la voz enronquecida le dijo —esta es la última vez que desobedeces una de mis órdenes, la próxima vez te cuesta la vida—, y la miró con sus hermosos ojos azules enrojecidos… —Vete, vete—.

Lidia sabía perfectamente que la frase de la condesa, era absolutamente literal, ella conocía la pasión que la señora condesa ponía en derrotar a sus enemigos, mandar a matar para vengarse o deshacerse de ellos no era algo muy extraño, la condesa era digna representante de una estirpe de nobles sanguinarios y todopoderosos que contaban con la fuerza del papado y la voluntad divina. La condesa era una mujer temible y desde que su única hija había muerto en extrañas circunstancias, se había tornado en una mujer amargada, cada vez más violenta.

Lidia estaba agradecida de la condesa, su familia venía del condado vecino, había caído en desgracia con el conde, según decían porque su hermano, quien trabajaba como caballerizo, había puesto los ojos en la esposa del conde, aunque el populacho señalaba que era lo contrario, que la mujer había puesto sus ojos en el muchacho y lo había aprovechado como era costumbre en ella. Cuando iban huyendo del condado, pues el conde les había dado veinticuatro horas para salir, vinieron unos soldados que mataron a sus padres y a su hermano. A ella y a sus hermanas las violaron, llegaron moribundas a refugiarse en un convento que estaba en la frontera entre ambos estados. Sus hermanas quisieron quedarse en el convento, una de ellas falleció cuando daba a luz a un rollizo niño y la otra se ordenó monja, del niño nunca se había sabido. Un día que la condesa Borghesi había ido al convento, Lidia se acercó a ella y le pidió ayuda, le dijo que no soportaba la vida conventual, había trabajado para los nobles y sabía muchas cosas de esa casa condal. La condesa Borghesi la había mirado con asombro y le había dicho —¡qué me importa a mí lo que haya sucedido en esa casa! ¡vaya una estupidez!—, no obstante, la había llevado a su palacio y desde ese momento trabajaba bajo sus órdenes.

En los barrios de Siena las personas se conocían de toda la vida, los barrios o Contradas, venían desde muy antiguo, la familia Crestuzzo era ampliamente conocida, eran comerciantes en finas telas especialmente sedas, terciopelos y gobelinos, por varias generaciones, y sobre ellos siempre se había establecido la duda respecto a sus orígenes, el barrio estaba en la Piazza del Campo y su contrada era Bruco cuyo escudo tenía una oruga, un gusano de seda. La familia había visto IL Palio desde siempre, por ello en el imaginario de la familia estaban muy unidos a esta hermosa tradición. Sentían que Il Palio de alguna manera representaba el deseo de triunfo de todos los seres humanos y principalmente del deseo de las clases populares de surgir y darle a sus mediocres existencias un rumbo de mayor brillo social o algo que les confiriera mayor emoción a sus vidas. En Il Palio di Siena el hombre se jugaba el todo por el todo en esa carrera, la carrera en estos momentos tenía características muy románticas, tanto más cuando el premio era dedicado a la mujer amada. El peligro, el riesgo, la emoción corrían en cada caballo que llevaba consigo la esperanza. Para algunos era el periplo del héroe griego en busca de la gloria y el logro de la inmortalidad, el periplo y la gloria destinado solo a unos pocos elegidos.

La familia Crestuzzo vivía en una antigua casa que tenía un gran local y una bodega en la planta baja, en el primer piso vivía la familia compuesta por un abuelo, el señor Miguele Crestuzzo, su hijo Carlo Crestuzzo quien no se había casado; Alfredo Crestuzzo, su esposa Mafalda in Crestuzzo, la madre de ésta una mujer mayor muy espigada y alta que se llamaba Alina Debenedetti. Constituían un grupo familiar muy unido dedicados a su negocio de telas y a sus hijos Piero y Bruno. Miguele Crestuzzo tenía también dos hijas que se habían casado con ricos comerciantes, una vivía en Roma y la otra en Estambul. Elif, su hija mayor estaba casada desde hace muchos años con Zeheb, un joyero de origen turco que había nacido en Roma, sus padres, joyeros por varias generaciones habían salido de Turquía con su hija mayor que había fallecido de peste en Roma, su hijo Omán se había embarcado y la esposa venía encinta, nada más llegar a Roma nació Zeheb, quien se caracterizó siempre por su buen carácter y su amor a todo lo que fuese arte, aprendió el oficio de sus padres quienes estaban orgullosos de su hijo, después habían tenido otra hija a la que llamaron Alessia. A esta parte de su familia Miguele la visitaba cada dos años, pero ahora que estaba tan anciano hacía mucho tiempo que no sabía de ellos ni de sus numerosos nietos.

La otra hija, Belma se había casado casi adolescente con un joven perteneciente a una importante familia de comerciantes turcos, había quedado viuda a los dos años de casada con un hijo de pocos meses de vida, entonces, al poco tiempo se casó con el hermano de su esposo, un hombre muy bueno e inteligente llamado Adriano, se quedaron definitivamente en Turquía y comerciaban tapices, telas, alfombras y joyas del Oriente. De este nuevo matrimonio nacieron cinco hijos a los que Miguele conocía solo a tres, pues la vejez le impidió ir a ver a los últimos que habían nacido, no obstante, tenían comunicación mediante misivas. Miguele solía mirar un árbol que había dibujado con todos los componentes de la familia, entonces los recordaba y oraba por ellos. El árbol tenía en sus ramas a Martino, Sofía, Ariel y Jonás los hijos de Elif y Zeheb; de parte de Belma y Adriano tenía a Adriano, Miguele, Caleb, Abraham, José y Jacobo, de parte de Alfredo sus nietos Piero y Bruno. A veces Miguele miraba su árbol y sonreía, otras veces lloraba amargamente por no poder estar con todos. Era su destino de judío errante, aunque llevaba consigo el gran dolor de la renuncia a su pueblo y a su historia, a veces sentía que ese dolor lo llevaría a la tumba, a una morada final donde no habría un miñan para recitar Kadish de duelo.

Piero era un muchacho muy hermoso, conocido por su contextura atlética, poseía un cuerpo muy bien formado y escultural, era alto y a sus dieciséis años todavía le quedaba por desarrollarse, lo que hacía suponer que sería un hombre grande y hermoso, era muy blanco, pero tenía el pelo de color negro retinto, casi azulado, sus ojos muy grandes eran de un verde oscuro, su aspecto llamaba la atención de sus compañeras y compañeros de escuela y también de las personas que iban a la tienda, e incluso de los transeúntes cuando lo veían pasar por la calle, parecía un dios griego, nunca se supo cuál de sus compañeros de colegio como broma empezó a llamarlo Apolo. Era un muchacho muy alegre, pero sus padres estaban preocupados por su actitud, no le gustaba estudiar y tampoco le gustaba trabajar en el negocio familiar, su única pasión eran los caballos y se pasaba los días en la caballeriza de unos amigos. Ante las reprimendas de su padre se desaparecía el día entero, su carácter se iba tornando cada vez más difícil y contestatario. Sin embargo, este amor a los caballos empezaba a dar sus frutos, pues cuando montaba y pasaba por la ciudad a todo galope junto con otros muchachos, todos se fijaban en su pericia, hasta que los padres, aconsejados por el anciano abuelo decidieron dejarlo tranquilo, siempre y cuando trabajase en una caballeriza, fue así que se presentó ante la familia Borghesi, pues necesitaban un muchacho para cuidar uno de los caballos favoritos de los señores condes. Piero ingresó al servicio de la familia más importante y temida de la comarca.

Al llegar al establo de la familia Borghesi, Piero pensó que estaba en la gloria, siempre había escuchado que tenían un establo maravilloso con caballos de fina sangre traídos de distintas partes del mundo, pero ahora tenerlos ahí, estar con ellos y pertenecer a esa casa noble lo llenaba de satisfacción, su pasión por los caballos y la equitación iba en aumento.

El trabajo era duro, como era el último en llegar a servir a esa casa, todos los demás empleados se sentían con derecho a mandarlo a realizar las más diversas tareas, las realizaba contento y sin reclamar, al poco tiempo se había ganado el respeto y el cariño de todos sus compañeros de trabajo, pues, a su eficiencia sumaba alegría y belleza, lo que siempre ha sido un buen complemento.

Pero no sólo llamó la atención de los empleados, sino también del señor conde quien cuando estaba en casa bajaba todos los días a las caballerizas, se había fijado en la simpatía, interés y conocimiento acerca de los caballos que tenía Piero, fue así como empezó a conversar con el muchacho hasta que le encargó el cuidado personal de su caballo favorito, Piero estaba en la gloria, más aún cuando el señor conde empezó a venir acompañado de su bella hija, casi de la misma edad que Piero.

Durante su corta vida Piero había vivido en un mundo de contradicciones, por una parte reconocía que debía ayudar en la tienda, sus padres trabajaban muy duro para mantener la casa con comodidades, no faltaba nada, sabía de sus fatigas, del esfuerzo de su madre para cuidar a los abuelos, por otra parte, sentía que tanto el estudio como el trabajo en la tienda no le servían para sus fines, sentía que perdía su vida, no tenía fuerzas para enfrentar la situación y se refugiaba en los caballos, en su ilusión de algún día correr el palio y vencer. Soñaba que todos lo cercaban abrazándolo en la llegada, vitoreándolo, su padre y su madre lloraban de emoción, y el corría a entregarle a su abuelo el símbolo de la victoria, su abuelo era todo para él.

Para Piero toda la vida eran los caballos, para él no era un trabajo y por ello no se cansaba, eran su pasión y vivía entre un mundo infantil y el despertar a la vida, su sexualidad se revelaba tardíamente y solo había conocido su sexo en la oscuridad y en la soledad de la habitación que compartía con su abuelo, o en los paseos al río donde se bañaba con sus compañeros y más de alguna vez lo hicieron desnudos y se fueron riendo de aquellos a los que ya les había empezado a aflorar los primeros pelos, hasta que le llegó el turno a él y vivió sus primeros rubores. Jugaba todo el día y soñaba con su gran triunfo hasta que conoció a la hija del señor conde, la hermosa y altiva joven que ya estaba prometida en matrimonio a uno de los hombres más prominentes de Roma. Su fin en la vida era correr “Il palio di Siena”. Ganarlo sería ganar una estrella, la que le faltaba en su alma para ser feliz. Sentía que bajaba por un tobogán que lo proyectaba al futuro, a un tiempo donde tendrían cabida todos sus sueños y aspiraciones.

Cada amanecer Piero se levantaba al alba para empezar con sus faenas, luego de dar de comer a los caballos y pasearlos, a media mañana se lavaba en un estanque de agua que había en un patio de los establos y se dirigía a preparar los caballos del señor conde y su hija. Una mañana calurosa en que el muchacho estaba a torso desnudo lavándose apareció el señor conde y Piero sintió la mirada de la muchacha sobre su cuerpo y también la del señor conde, el rubor subió a sus mejillas, muy nervioso se puso rápidamente su camisa y ayudó al conde y a la bella hija a montar sus corceles.

A partir de esa situación el conde llegaba más temprano y era usual que sorprendiese al muchacho en plena faena de aseo, provocándole vergüenza y una desazón muy grande. Tanto más, un día que el señor conde le tocó su pecho y le dijo —cuán musculoso eres, serás un muy buen jinete para mis corceles—, el muchacho sintió agitar su corazón por la impresión, no sabía si por la mano del conde en su pecho o por la noticia que jinetearía una cabalgadura de sus establos.

Esa noche muy entusiasmado se lo contaba a su abuelo, él era el único que lo entendía y siempre lo había apoyado.

El pobre anciano no durmió, Miguele Crestuzzo, en su juventud había viajado, entonces tuvo oportunidad de recorrer el mundo, que el conde tocara el pecho de su nieto era algo que le producía mucha angustia, presentía que algo no andaba bien, era extraño que un hombre tan autoritario y altanero como el conde fuese tan amable con su nieto y se hubiese permitido tocarlo, estaba muy consciente de la belleza del muchacho. A la madrugada lo venció en sueño y se durmió pensando que quizás todo era producto de su imaginación y de algunas experiencias que había tenido en su juventud cuando había dejado el hogar paterno para correr suerte en el mundo. Se había embarcado en Odesa y contaba con solo quince años. En sus sueños volvió a vivir su viaje desde Kiev al puerto de Odesa, su familia era de comerciantes en telas e hilos en la importante ciudad de Kiev. Recordaba con emoción cuando se subió al coche que lo conduciría a la aventura, se embarcó en ese pequeño barco carguero que remontaba el mar negro y se dirigía a lejanos países. Era un muchacho hermoso, lleno de inquietudes, se sentía disconforme con su vida, con su familia, con todo y con todos. Los quería, aunque a veces sentía que no quería a nadie y sufría por ello, tenía unas ansias de libertad y una opresión en el pecho. Por eso había decidido marchar, sus padres sentían que ya no podrían controlarlo y le dieron la libertad con la esperanza de que la aventura lo tranquilizara y regresara a sus brazos. Ellos lo amaban y tenían para su hijo grandes aspiraciones. Por eso entendía a Piero, veía en él la misma opresión en el pecho y ansias enormes de conocer el mundo, de salir a buscar el camino de la vida. Comprendía su volcán y sus tormentos, esa energía constante a punto de estallar.

Miguele llevaba muy poco dinero por lo que llegó a un acuerdo con el capitán. El muchacho tenía muy buen aspecto, iba correctamente vestido y sus modales y lenguaje eran cuidados, le vendría muy bien, pues en esa oportunidad, en el barco iban unas personas que requerirían de limpieza en su camarote y que les sirvieran la comida por lo que el capitán le cambió su pasaje por labores de limpieza y servicio, además podría servir en la cocina, pues se esperaba que el viejo y cascarrabias cocinero se esmerase un poco más con la comida. Los pasajeros pagaron muy caro por salir de Odesa sin papeles y los mimaría un poco, pues ellos podrían traerle otros clientes del mismo nivel.

Fue así que Miguele inició su aventura, dormía con cinco miembros de la tripulación en un camarote asfixiante en el fondo del viejo barco, el aire era irrespirable, como el camarote estaba en el fondo se sentían todos los golpes del agua contra el casco de la nave, el olor era muy desagradable, pues al lado estaban las provisiones que, obviamente despedían olores fuertes, especialmente las cebollas y alimentos en escabeche. Miguele, a ratos estaba maravillado con su aventura y la sensación de libertad, pero sentía temor, debía dormir con unos extraños que no tenían muy buena presencia, eran de esas personas que tanto su familia como él, jamás habrían mirado. Uno de ellos era un chino sumiso y desconfiado que tenía el cabello muy largo, lo llevaba amarrado en una trenza que le llegaba casi a la cintura, era cocinero, pero ahora hacía otros trabajos, pues los compañeros lo miraban con desconfianza, decían que comía ratas. Esa historia de las ratas junto al fuerte olor que expedía su ropa hacía que muchos no quisieran compartir con él, Miguele descubrió que en su camarote estaba lo peor de la tripulación, quien más le preocupaba era un hombre enorme, un gigante muy forzudo, era extremadamente peludo y pasaba con su torso desnudo, se afeitaba su cabeza y tenía en su mejilla derecha una cicatriz, un ojo era ostensiblemente más pequeño que el otro, Miguele sentía que con el otro ojo el gigante no le quitaba la vista de encima, solía sentirse muy incómodo por ello, evitaba no solo mirarlo sino encontrarse con él. Otro compañero era un muchacho joven, aunque de edad indefinida, de contextura muy delgada, de hermoso rostro lampiño. Este muchacho se cubría enteramente su cuerpo, aunque hiciese mucho calor y tenía una mirada huidiza, se notaba que tenía temor y más aún del gigante, que lo dominaba con la mirada.

El otro integrante del camarote era un anciano que cojeaba y no servía para muchas faenas, decían que el patrón del barco lo dejaba permanecer en el navío por antigua amistad, hacía años que navegaban juntos, el cojo como le llamaban, sabía muchos secretos según decían todos y había sobrevivido todos esos años gracias a su discreción. Este viejo roñoso también le infundía miedo.

El muchacho corría todo el día de un lugar a otro en el barco, ayudaba al cocinero, limpiaba la cocina, atizaba el fogón, botaba la basura, servía las comidas a los pasajeros que no salían de sus camarotes. El barco era un carguero y no tenía grandes comodidades, había un camarote que ocupaba el capitán, al frente de éste había un camarote más grande que ocupaban cuatro personas, un matrimonio muy silencioso que no salía jamás del camarote, nadie los había visto, solo Miguele, viajaban acompañados de una hermosa joven que no debía tener más de quince años y un adolescente de unos trece años, el matrimonio lo formaban un hombre ya mayor que Miguele vio vestido a la usanza religiosa judía, tenía una larga barba y pelles, su cabeza estaba siempre cubierta por un gorro a la usanza oriental, era una kipá negra con la estrella de David bordada en la superficie superior, bordado también en hilo negro por lo que pasaba desapercibido. Su vestimenta era una sotana oscura y se movía con lentitud como si la sotana muy gruesa le pesase mucho, la mujer era considerablemente más joven que el hombre, aunque lo disimulaba, pues vestía grandes ropas como para ocultar su cuerpo, era sin duda una mujer muy bella. Miguele les llevaba el desayuno en una bandeja, golpeaba la puerta y el viejo la abría, tomaba la bandeja y cerraba la habitación con llave, se le notaba temeroso y cauteloso.

Al otro lado del angosto corredor había una pequeña bodega que había sido habilitada para servir de camarote, viajaban en ella tres hombres de seño muy adusto, eran corpulentos y vestían a la usanza rusa. A ellos también les llevaba la bandeja, pero entraba a la maloliente habitación para servirles en una pequeña mesa adosada a la pared del barco. La habitación contaba con una pequeña ventana que daba a estribor. El hombre más gordo era rechoncho y fuerte, parecía un campesino ruso, el otro era un hombre joven, casi un muchacho que se parecía mucho al campesino, por lo que Miguele pensó que podía ser su hijo. El tercer hombre era moreno y tenía, al igual que Miguele, los ojos claros y verdosos, llamaba mucho la atención, por lo general se le notaba más limpio que los otros dos que no se habían cambiado nunca de ropa, le pareció haber escuchado que se llamaba Sasha Kozlov, sin duda era el más educado y tenía sobre los otros algún ascendiente pues lo obedecían. Todos los días Miguele se levantaba al alba e iba a la cocina a encender los fuegos y a poner a hervir el agua que previamente sacaba de una gran cuba, luego aparecía el viejo cocinero y empezaba a hacer el pan que finalmente metían al horno, una vez horneado lo llevaban a las bandejas. La primera, obviamente era para el capitán, luego a los pasajeros y luego la tripulación recibía su ración de café muy negro, un pan grande y un pedazo de salchichón, a veces también se llevaba un trozo de pescado guardado en sal. A pesar que el trabajo era pesado Miguele se sentía contento con su aventura, aunque a veces un giro en el corazón le hacía recordar a sus padres, especialmente a su madre y a sus hermanos menores, se acordaba de su casa, del negocio de sus padres, de toda la protección que tenía y sus ojos se llenaban de lágrimas, generalmente esto ocurría cuando llegaba la noche y debía ir a encerrarse al dormitorio con aquellas personas que le infundían temor, pues estaba claro que ya sabía cuáles eran sus sentimientos, tenía mucho miedo principalmente del gigante. Los cuentos infantiles que le contaban cuando pequeño, que hablaban del ogro o del gigante malvado que azotaba la región infundiendo temor en la población ahora era una realidad. Una tarde, antes que llegase el anochecer fue al dormitorio a buscar una ropa para ponerla en la red para que se lavase, vio salir al gigante y se sorprendió, felizmente el gigante no lo vio, pero al entrar al dormitorio se encontró con el muchachito llorando, al verlo se cubrió rápidamente y trató de ocultar que estaba llorando, Miguele se acercó a preguntarle, el muchacho volvió el rostro y salió casi corriendo del camarote. Esto intranquilizó más aún a Miguele que no sabía que pasaba, aunque intuía que algo grave ocurría. Varias veces intentó hablar con el muchacho, pero no pudo, el chico le esquivaba la mirada.

La vida en el barco no era fácil, pronto descubrió que entre la tripulación había muchas peleas, una noche notó que varios tripulantes estaban borrachos, el capitán ya se había retirado a su camarote, los hombres se transformaron, apareció la otra cara de la luna, el barco entero parecía que iba a estallar, Miguele no sabía qué hacer cuando el muchachito se acercó a él y le dijo al pasar a su lado: “Escóndete”. Estaba asustado y se ocultó entre unos cordeles y velas rotas que estaban tiradas en un rincón de la proa, desde allí vio que una botella con licor corría de mano en manos, unos hombres ebrios fueron a molestar a la familia que ocupaba el camarote, pero no pudieron abrir la puerta. Donde los hombres que ocupaban el camarote bodega no fueron, de pronto vio con ojos aterrorizados que traían al muchacho delgado casi desnudo, y en un rincón de la cubierta se armó un corrillo, entonces el muchacho gritaba hasta que solo se oían las voces de los hombres ebrios y risas, algunos contaban y golpeaban sus manos, Miguele comprendió. Presa de terror, aprovechando que los hombres estaban entretenidos se fue escapando disimuladamente hasta su camarote para esconderse, tiritaba de miedo y pensó que ahí estaría seguro y cometió sin saberlo un gran error, nada más al entrar en el camarote sintió que unas manos enormes de gigante lo tomaron en vilo y lo arrastraron hasta el jergón, intentó zafarse de ese cuerpo enorme, pero no pudo y cayó por un negro túnel del que despertó a la mañana siguiente, cuando todo el barco estaba en silencio y la noche pasada parecía que no había existido, aunque su cuerpo y su alma estaban rotos, llenos de rabia, dolor y angustia, estaba en un pozo del que no sabía cómo salir. En el fondo del barco se sentía con más fuerza que nunca el ruido del mar, golpeando contra la débil estructura de la nave, y los ronquidos de los hombres, el que roncaba más fuerte era el gigante que desnudo dormía tirado en su jergón.

Se levantó como pudo y fue a la cocina, le dolía todo el cuerpo, grande fue su sorpresa cuando encontró en la cocina al cocinero refunfuñando, diciendo que eran unos flojos que no cumplían las obligaciones y él tenía que hacerlo todo. Lo mandó a preparar las bandejas, Miguele pensó que estaba loco, anoche se había detenido el mundo, había ocurrido una hecatombe que cambió su vida y ese hombre no se daba cuenta de nada.

El anciano Miguele Crestuzzo despertó sudando, nervioso, su corazón latía fuertemente, hacía muchos años que había borrado esas escenas que no quería volver a recordar ni que alguien pudiese enterarse de aquel capítulo tan terrible de su vida, cuando era un muchacho inocente que se llamaba Miguele, pensó en su nieto, en su hermoso nieto lleno de ilusiones tal como él las tenía a esa edad, y sintió miedo de que le pasara algo, gigantes había en todas partes del mundo, ojalá las cosas hubiesen cambiado, tal vez las circunstancias eran muy diversas, pero aun así tenía miedo. El muchacho estaba fuera de sí ante la posibilidad de correr en el palio vistiendo los colores de la familia más poderosa de la comarca, también llevando los colores de esa linda joven, Alessandra, que lo tenía cada día más nervioso e ilusionado, por lo demás, estaba seguro que con un caballo como el del señor conde el triunfo sería suyo.

Miguele cayó en un profundo sopor. En la cocina se quedó callado y empezó a preparar las bandejas, a actuar como si nada hubiese ocurrido, aunque lo hacía de manera autómata, desconcertado, muerto en vida, sin saber qué actitud tomar. De pronto vio al muchacho que había sido violado por la turba de animales borrachos, pensaba que el muchacho había muerto o estaría tan maltrecho que se encontraría en algún rincón del barco como un animal herido lamiéndose las heridas, sin embargo, estaba ahí a pocos pasos suyos ayudando al cocinero. El muchacho lo miró y le hizo el gesto de quedarse callado. Esa complicidad le sorprendió, pero a la vez, como un rayo pasó por su mente la idea de que el muchacho débil y hermoso había pasado muchas veces por la misma situación, ahora comprendía la cercanía con el gigante y la dominación que este ejercía sobre el muchacho, comprendió y sintió como un golpe tremendo en su cabeza, desde esa noche el gigante lo tendría a él. ¿Cómo escapar? Estaba en un barco, no habría escapatoria posible hasta que fondearan en el próximo puerto. Imposible buscar ayuda en un mundo en que todos eran cómplices, todos hacían como si nada hubiese pasado. Al parecer en el barco existían códigos de comportamiento que no había logrado comprender.

El anciano Miguele despertó ante la voz de una criada que venía a traerle el desayuno, miró la bandeja y sus ojos se llenaron de lágrimas, como esa mañana en ese fatídico barco donde le llevaron sus pasos juveniles e inexpertos, cuando la criada, salió el viejo, lloró y liberó su espíritu, pensó que así como él había encontrado la salida también su nieto la alcanzaría, más aún, ya que su nieto no estaba en un barco prisionero de salvajes y desprotegido, su nieto tenía a su familia, estaba en su ciudad, y vivía con personas de alta alcurnia.

La senectud llamaba al sueño, fue así que volvió a recordar aquel aciago día cuando al llegar la noche no podía más de cansado, era una fatiga enorme, un cansancio como jamás había sentido, sentía un agotamiento en el alma, le acabaron los trabajos del día, pero más que esos trabajos, le agotó la sensación de normalidad que todos le daban a ese nuevo día como si la borrachera, los desmanes, los gritos, los golpes y las violaciones, nada de eso hubiese sucedido.

Al llegar la noche, tal como le pasaba al muchachito delgado, ahora era Miguele quien no se atrevía a acostarse, pero al final debió ir, esa noche una gran tormenta hacía tambalear a la pequeña embarcación, se acostó y el sueño lo venció y pudo dormir en paz, el gigante no hizo nada fuera de lo común.

A la mañana siguiente amaneció muerto el viejo cojo que compartía la habitación con ellos, el capitán hizo una bella alocución recordando algunas aventuras que había pasado con el difunto. Esa noche en el barco hubo relativo silencio, los hombres conversaron en cubierta hasta bien entrada la noche y se fueron a acostar tarde, algunos de ellos estaban mareados, pero el gigante estaba sobrio, cuando Miguele iba hacia el camarote fue interceptado por el gigante quien lo golpeó contra la pared y lo aplastó con su cuerpo diciéndole: “Desde mañana no te escapas”. Esa noche Miguele no pudo conciliar el sueño sentía una constante opresión en el pecho y le dolía todo el cuerpo como si lo hubiesen apaleado, un dolor potente en el estómago lo mantuvo en una duerme-vela hasta la madrugada cuando lo despertó el chino para que fuese a trabajar, lo hizo como un autómata, preparó las bandejas y las llevó a los pasajeros en el orden establecido, el capitán le dijo que avisara a los pasajeros del camarote y de la bodeguita que estuviesen listos, pues una lancha los vendría a buscar. Así lo hizo, al parecer los pasajeros ya estaban enterados de la maniobra por cuanto señalaron estar listos, el matrimonio parecía muy nervioso, el hombre al igual que siempre caminaba dificultosamente con su abrigo largo.

La respiración del anciano Miguele estaba agitada, al parecer el sueño que tenía, o la recordación de su pasado en el barco le alteraba notablemente, ahora recordaba que después de avisarle a los pasajeros fue a la cocina, haciéndose el idiota le preguntó al cocinero ¿Por qué y cómo bajarían los pasajeros cuando todavía no arribarían a ningún puerto? No es así, le advirtió el cocinero, el arribo a Estambul será mañana en la noche, pero los pasajeros que traemos por diversos motivos quieren pasar desapercibidos, lo más probable es que estén huyendo o no tengan papeles, los recogerá una lancha al amanecer y los dejará en una playa, donde los recogerán y los llevarán a la ciudad sin pasar por la policía.

Piero estaba feliz, por primera vez había montado el caballo del señor conde, fue una mañana en que el conde llegó más temprano que de costumbre y le pidió ensillar su caballo y que ensillara uno para él, pues saldrían a galopar juntos. En un rato Piero tenía todo listo y salieron a la campiña, el día estaba maravilloso, había despejado y se asomaban los rayos del sol, señalando que sería el rey de la jornada y su calor inundaría todo, cuando llegaron a una arboleda que circunvalaba un estero, el conde detuvo su corcel y se bajaron a descansar un poco, ambos iban sudando y el señor conde le pidió agua, el muchacho sacó una botella aplanada que llevaba en su bisaccia y la pasó al conde quien bebió con ansiedad, luego la devolvió a Piero diciéndole que bebiese, ese era un acto nuevo, jamás el conde se había preocupado por su sed, Piero se sintió halagado. Se sentaron bajo un sauce y el conde le preguntó por su familia —¿quiénes eran?, ¿cómo había llegado a saber tanto de caballos y aspectos similares?—, Piero, que de por si era un muchacho discreto ahora hablaba y hablaba como si de pronto se hubiese abierto una llave en una cuba llena de maravilloso vino, le contó de su familia, de su abuelo, de lo que le gustaba y lo que no le gustaba, el señor conde lo miraba extasiado en la juventud belleza e ingenuidad del muchacho, era obvio que él ya lo había hecho investigar y sabía todo eso y mucho más, ni el mismo muchacho sabía que sus antepasados eran judíos. El conde parecía un aguilucho, era muy blanco, rubio, de ojos muy azules y claros, pero la forma de ellos, así como las cejas tan arqueadas, le hacían parecer un aguilucho, su mirada era terriblemente fría y fuerte, de manera tal que muchos evitaban mirarlo a los ojos. Al parecer esa era una característica familiar, pues su mujer, la señora condesa, quien también era prima lejana, se caracterizaba por su hermosura y frialdad en la mirada, aspecto que no se correspondía con su temperamento apasionado. Aunque sí con la frialdad para tomar las decisiones más crueles que se pudieran imaginar. La hija era diferente, Alessandra Flavia Regina Borghessi era muy dulce.

Entre el sopor del mediodía Miguele recordó que años más tarde, cuando ya estaba radicado en Siena, casado y con familia, había realizado un viaje a Venecia a comprar telas. Venecia concentraba el comercio de telas con el Oriente y aglutinaba las fábricas de tejidos desde la antigüedad. Era excelsa en la producción de algodón, seda y lana que llegaba desde el Oriente y los venecianos exportaban a Alemania y otros países europeos. Para el trabajo de la lana y el teñido de telas desarrollaron ciudades cercanas como Padua, Vincenza y Verona a fin de no contaminar el agua de su ciudad ni tampoco con los olores de los teñidos de las telas. En el siglo XIV la elaboración de tejidos llegó a su esplendor cuando las telas no solo se usaban para las vestimentas y cortinajes sino también para entelar las paredes de los palacios. La combinación de telas con hilos de plata y oro de Venecia se usaban en las vestiduras reales y eclesiásticas de toda Europa, el prestigio de recubrimientos de muros, sedas, terciopelos y brocados hicieron de Venecia el lugar más importante para adquirir las telas. Es por esto que Miguele viajaba continuamente a dicha ciudad para adquirir las más bellas telas para su próspero negocio.

Siempre que iba a Venecia aprovechaba de visitar la isla Gueto Novo que databa de mil quinientos dieciséis cuando las autoridades de Venecia decretaron que los judíos debían vivir en esa isla, por aquel entonces no sobrepasaban las setecientas personas, la isla en cuestión era muy inhóspita, era pequeña y reconocida por su atmósfera poco saludable, no obstante los judíos la transformaron en una isla floreciente, la comunidad fue creciendo y desarrollándose con la característica de ser políglota, pues albergaba judíos venidos de España Italia, Alemania y del Norte de África, construyeron hermosas sinagogas y barrios con construcciones de altura, llamando la atención de judíos y gentiles.

***

Una noche, caminando por Venecia, gozando del buen café que se bebía en la ciudad, producto de sus relaciones comerciales con el mundo árabe, ya había degustado café en la “Bottega da caffé” en la Plaza de San Marcos y en el café “Alla Venezia Trionfante, pero buscaba otros lugares que vendían café y licores del Oriente, cuando vio venir a un grupo de mujeres de la vida y dos hombres muy arreglados a la usanza parisina, uno de ellos lo quedó mirando fijamente, Miguele sintió la mirada y la esquivó, pero el corazón le dio un vuelco, le pareció reconocer en ese hombre al muchachito con el cual habían compartido la terrible experiencia del barco del terror, como había bautizado al barco en cuestión. Siguió de largo y entró a un pequeño bar y pidió un Spritz, trago que se estaba colocando muy de moda, cuando de pronto un niño con aire de vagabundo, le entregó un papel. Se sirvió parte del trago, fue al baño y lo leyó. “Te espero en una hora más en ‘Alla venezia Trionfante’, iré solo”. Miguele sintió terror, hacía tantos años de eso, casi veinte años, recordó que el gigante lo había atracado varias veces ese último día en el barco y en la tarde sin importarle que el chino estuviese en el camarote ni el muchachito que se llamaba Angelo también estuviese, lo había sometido salvajemente, y luego cuando estaba callado de tanto dolor llanto y gritos, el gigante había sometido a Angelo, mofándose, señalando que ahora tenía dos putas para su uso personal, en el puerto las vendería a buen precio. Cuando al amanecer vino el lanchón de mercaderías para llevar a los pasajeros, sin haberse puesto de acuerdo, ambos muchachos se colaron de polizones, escondiéndose bajo unas lonas que tapaban mercaderías, seguramente de contrabando de otras naves que también estaban cerca de Estambul. Fue así que escaparon del gigante o por lo menos eso creían ellos, pero también fue así que ocultos bajo esas lonas vieron la tragedia de esa familia.

No tenía ganas de recordar eso ahora, se había casado, tenía familia y un próspero negocio, era reconocido en su sociedad y no quería que ese pasado tan oscuro se interpusiera en su camino, nadie podía verlo con Ángelo, era evidente que el muchacho había continuado con una vida de abusos sexuales, tal vez el Gigante no era el causante de su ruina, tal vez el muchacho siempre había sentido esa atracción, ahora comprendía cómo el muchacho era abusado y no evidenciaba sufrimiento, tal vez le gustaba que se lo hicieran.

Pensaba no ir al café, pero luego de mucho pensarlo se decidió y fue. El café estaba lleno de clientes a esa hora, principalmente jóvenes que bebían y charlaban animadamente, el café también funcionaba como pequeña posada, ofrecía algunas viandas para acompañar los tragos, tenía un estrado donde habían algunas mesas que quedaban en altura como si fuesen un gran palco, en una de esas mesa, la del rincón, se encontraba Angelo, se saludaron fríamente, Miguele se sentía inhibido tenía mucho temor, aunque Angelo trataba de hablar masculinamente era evidente que sus maneras y su ropa evidenciaban otro tipo de comportamiento. Angelo habló —no te preocupes trataré de ser lo más breve posible, el Gigante maligno está vivo y a pesar de los años nos anda buscando, me lo dijeron unos amigos de Roma, yo vivía allá y vendí lo que tenía y me instalé acá en Venecia donde tengo mis medios, mis amigos y vivo bien, debemos tener cuidado. Trata de no venir mucho a esta ciudad, pues presiento que el Gigante tarde o temprano me encontrará, yo no puedo escapar a mi naturaleza, el Gigante no fue ni el primero ni el único, he seguido con mi vida como he querido, burlando las autoridades y la ley que siempre me persigue, tengo además una tienda de ropa y por ello sé que vienes a comprar telas, no tengas cuidado de mí, nunca te delataré, vivimos juntos una gran experiencia y conservamos un gran secreto. Si alguna vez necesitas de mí ve a “Il Palazzo dei Costume”, ese es mi negocio. Miguele se despidió y salió sin mirar hacia atrás. Ah, mi nombre actual es Vincenzo Delle Pianne—.

***

Miguele Crestuzzo despertó de su siesta, lo llevaron al balcón donde se entretenía mirando a los transeúntes de la calle. Era una vía importante y veía a las personas y también los carruajes. Esperaba que llegase la noche para que regresara su nieto Piero, desde las caballerizas del señor conde y conversaran. Su nieto Piero era su gran ilusión, aunque ahora que Piero pasaba poco en casa, su nieto Bruno le servía de compañía, estaba transformándose en un hermoso muchacho y podía conversar más a gusto.

MIguele gustaba de mirar por el balcón, lamentablemente sus piernas ya no le permitían subir escalas y por ello se cambiaría a una habitación que le estaban habilitando en la planta baja.

Il palio di siena

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