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5.- Los guardianes.

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Silvana se había quedado cuidando al signore Castelbianco, pues toda la familia había ido a la sinagoga. Desde que llegó a la casa se había sentido agradecida de ese hombre, pues sabía que como dueño de casa podría haberse opuesto a su contratación, ese hombre debía conocer su pasado, no obstante, siempre la había tratado con suma amabilidad y respeto. El hombre dormitaba y cuando despertó, Silvana le ofreció un caldo o algo más para comer, el hombre rehusó la comida, pero le pidió por favor que fuese a la cochera a buscar a Osman, el turco que vivía allí, su cuidador. Silvana nunca había conocido a un hombre más mal agestado, Osman era como un gran oso, tenía mucho pelo negro que le llegaba hasta muy delante de la cara, dejándole muy poca frente, sus cejas eran muy profusas y prominentes, los pelos se le enroscaban como si fuese un demonio y su barba era de un negro intenso, también, era muy alto y tremendamente fornido, pasaba mucho tiempo sin camisa mostrando el enorme pecho peludo y luciendo sus tatuajes que evidenciaban que había estado preso en más de una oportunidad. El hombre ingresó al dormitorio del enfermo, ella salió discretamente y los dejó solos, como a la media hora el gigante salió y ella mucho rato después ingresó a la alcoba para ofrecerle una sopa o algo para comer. El hombre estaba muy pálido, desencajado, le agradeció, le dijo que se fuera a acostar, que él se pondría a dormir. A Silvana le dio pena ese hombre tan débil, con una delgadez que le agudizaba el rostro, tremendamente ojeroso sus ojos brillaban, eran muy grandes, su nariz aguileña debido a su delgadez se veía monumental, debía haber sido un hombre atractivo, se parecía algo al signore David, pero estaba agotado y se presentía la cercanía de la muerte. El hombre la miró con ojos muy profundos que le desnudaron el alma y le dijo: “Sé lo que estás pensando, cuando eso ocurra cuida a mi familia, cambiarás totalmente de vida y serás feliz. Eres la guardiana de mi honra y te bendigo por ello”, luego entró en un profundo letargo que asustó a Silvana y se quedó con el enfermo hasta que la familia llegó de la sinagoga. No dijo nada de la visita del gigante.

A partir de ese día Silvana se esmeró en atender al enfermo y entre ellos surgió complicidad, cuando la familia iba a la sinagoga el enfermo mandaba a buscar al gigante, así le había bautizado Silvana, ella se retiraba y luego que el gigante se iba, ella ingresaba y conversaban. El hombre la sorprendía, pues le adivinaba muchas situaciones que ella había vivido, o aspectos muy íntimos de su vida, y aunque nunca se sinceró con ella, ambos sabían que podían confiar mutuamente. Hasta que una noche la signora Marietta dio gritos y llantos desconsolados, cuando Silvana llegó al dormitorio junto con Piera, toda la familia estaba en el dormitorio, il signore Angelo estaba muerto. A la mañana siguiente llegó una comisión de judíos y lo llevaron en una carreta cerrada hasta la sinagoga, le harían el baño ritual, ese mismo día lo enterrarían. Al otro día taparon con paños negros todos los espejos de la casa y vinieron muchas personas a rezar por varios días, la familia se sentó en el suelo y no hizo nada durante todos esos días, todo estuvo a cargo de ellas, otras personas que ella no conocía trajeron comida y se ocuparon de todo. Después de esa semana la señora Marietta comenzó a ocuparse de los negocios y de la curtiembre, en ello ayudaba il signore David.

Una tarde en que Silvana estaba sacando unos huevos del ponedero que había en el gallinero, divisó al gigante, estaba sentado en una vieja silla que había a la salida de las habitaciones que ocupaba junto al otro soldado y el cochero, estaba fumando y parecía muy triste, ya no estaba a torso desnudo, sino que se cubría con una camisa de estilo ruso. Silvana se acercó a conversar con él, vio sus ojos llenos de lágrimas, le sorprendió ver que un hombre tan grande, tan macizo, tan lleno de tatuajes carcelarios y con ese aspecto tan agresivo fuese capaz de estar llorando. Era primera vez que conversan y que lo miraba, notó en él una gran ternura. Silvana le preguntó —¿qué harás ahora, seguirás trabajando para los judíos, o te irás?—.

Le sorprendió la respuesta, aunque mi primer impulso es salir arrancando, irme de aquí, pues recordar al signore Angelo, o Ariel como me gustaba llamarlo en la intimidad, me duele, creo que mi deber es quedarme acá y proteger a esta familia, por lo menos eso fue lo que me pidió Ariel las últimas veces que estuvimos juntos, me dijo que ambos deberíamos quedarnos, cuidarnos y proteger a esta familia, Ariel adivinaba cosas y sabía que tú habías sufrido mucho al igual que yo. Creo que todos nosotros somos algo adivinos o quizás el dolor y las numerosas y dramáticas experiencias de vida que hemos sufrido nos dan un sentido capaz de ver lo que otros no pueden o no desean ver. Silvana estaba impresionadísima, jamás pensó que el Gigante fuese tan interesante como persona y pudiese conversar con esa seguridad y capacidad verbal tan correcta, se expresaba en un perfecto idioma itálico, que se entendía perfectamente en Siena, se evidenciaba en ese hombrón inteligencia y cultura, sabía leer y hablaba varios idiomas, era sin duda una caja de sorpresas y esa sorpresa fue en aumento cuando le dijo que tanto Ariel como él, sabían de sus complejos por su nacimiento, sabían que era hija de una meretriz famosa que la había dejado en las monjas desde pequeña para que la cuidaran, que a ella nunca le faltó nada pues la madre entregaba dinero a las monjas todos los meses, al morir la mujer, una mesada igual llegaba todos los meses, pero que las monjas se guardaron muy bien el secreto. Sabían de su salida del convento cuando la llevaron a trabajar como sirvienta a la casa de un juez, sabían que de ahí había huido, y había ido a caer en manos del posadero quien abusó de ella y la esclavizó. Pero también sabían de su corazón noble, pues su madre era buena de alma, noble era su padre, pero no podían probarlo.

Silvana se puso a llorar, era verdad su complejo y todo lo que ese hombre decía, era verdad esos hechos y muchas cosas más, y ella sintió el peso de esos años de angustia y abandono, lloró y sintió alivio.

Al cabo de un largo silencio se atrevió a preguntar. ¿Cómo lo conociste?

Es largo de explicar dijo el Gigante, nos conocimos dos veces, eso podría decirse, está vinculado a dos etapas de mi vida, dos de las muchas que vive un hombre en su devenir por este mundo.

Yo soy de Çavusin, un pueblo muy pequeño y desconocido, perdido en las montañas del sur de Turquía, mi familia era muy pobre, es una zona rocosa y vivíamos en una cuevas excavadas en las rocas, mi madre tenía que caminar mucho cargando agua para la casa, mi padre trabajaba en unos viñedos no tan cercanos de nuestro pueblo por lo que debía recorrer largas distancias, a veces se quedaba a dormir en el viñedo, aparecía en casa luego de varios días, era un hombre bueno y muy esforzado, solo que el poco dinero que lograba con todo su sacrificio apenas alcanzaba para comer, éramos cuatro hermanos, todos varones. También vivía con nosotros la hermana menor de mi madre, una muchacha casi de mi edad que se llamaba Aynur, era una muchacha dulce que ayudaba a mi madre en las labores de la casa. Yo era el mayor, a muy temprana edad salí a trabajar con mi padre, aprendí el trabajo del campo, también a hacer carbón. Trabajábamos muy duro, yo tenía doce años cuando fui a los campos, mi hermano, Anur, tenía dos años menos, así que cuando yo tenía catorce años mi hermano también salió a trabajar y las cosas mejoraron un poco en casa, habíamos construido un estanque para el agua, en nuestra casa-cueva teníamos más comodidades, a mi otro hermano ya le tocó mucho mejor vida, era 7 años menor que yo, se llamaba Kostas y al parecer iba a ser fuerte y grande como yo, a él le tocó vivir en una casa y yo en ese tiempo podía enviar más dinero, pues trabajaba bien en Estambul. A medida que fui creciendo trabajé en oficios más duros debido a mi contextura, pues me había desarrollado y era un muchacho grande, el más grande de mi pueblo y el más musculoso, pues también trabajé con la piedra, excavando para hacer cuevas o casas. Era feliz, pero me sentía presionado, siempre quise estudiar y ser más, éramos musulmanes sunitas y todo era pecado, la religión era muy fuerte. Yo me acerqué al imán y me interesé por aprender a leer y cultivarme. A los dieciocho años decidí emigrar de mi pueblo, abandoné mi casa, ya tenían más comodidades, trabajaban otros dos hermanos y mi padre, podían subsistir dentro de lo que en ese pueblo se entiende por vivir. Yo me asfixiaba, pensaba en ganar dinero para ayudar a mi familia, así lo hice, me fui a Estambul, ahí trabajé como obrero en la construcción, poco a poco fui progresando, aprendí plomería y me asocié con un amigo para trabajar juntos en plomería y reparaciones de techumbre, nos iba relativamente bien. Un día me pidió que fuese a ver un trabajo en un haman, se trataba de arreglar unas llaves, yo jamás había estado en uno, menos en ese que era antiguo y prestigioso, el Haman de Sulenmanyide. Me pareció un mundo fascinante, muy relajado, el vapor lo cubría todo y se descansaba en una penumbra fragante, todos hombres desnudos, bañándose en pequeñas piscinas y luego en cámaras de vapor, conversando animadamente mientras una música oriental maravillosa llenaba todo el ambiente. Cuando entré a esos aposentos cubierto solo por una futa amarrada a la cintura, mientras veía lo que había que hacer con las antiguas cañerías, sentía mi cuerpo agradado por la humedad, en mi casa siempre había sufrido la falta de agua, ahora me encontraba por primera vez con un cuerpo humectado que recibía el agua como un desierto recibe la lluvia. Fue así que cuando terminamos el trabajo, a los pocos días fui al baño, entonces también conocí lo que mi cuerpo enorme producía en los hombres. Estaba solo en una sala cuando ingresó un hombre mayor, canoso, con una hermosa barba blanca, hablaba turco con aire evidentemente extranjero, me saludó y empezó a preguntarme cosas de Turquía como si no conociese nada, después supe que vivía en Turquía hacía ya varios años, era un prestigioso médico italiano, conversamos mucho, yo estaba muy inhibido, era primera vez que podía intercambiar palabras con un hombre de esa categoría, nunca una personas de su condición social me había mirado, ni menos me había dirigido la palabra ni tratado como un igual, no lo dije, pero estaba muy emocionado. Al comienzo pensé mentir, pero me fui conectando con ese ser extraordinario y le conté mi vida, habíamos estado casi dos horas en el baño y se nos había hecho tarde, entonces fuimos a vestirnos como si se tratase de dos amigos que andaban juntos, el señor Federichi, así se apellidaba, me invitó a comer. Yo no sabía que decir, me sentía cohibido por mis ropas humildes y no muy limpias, pero él me tomó el brazo y me dijo con una gran sonrisa, en perfecto turco —¡vamos hombre, acompaña a este viejo!—. Caminamos muy poco y entramos a un restaurante muy lindo, yo jamás había estado en un comedor así, estaba acostumbrado a las humildes posadas. La comida fue opípara, el restaurante era musulmán por lo que no había problema alguno con la comida. Cuando nos despedimos yo tenía ganas de abrazarlo. Quedamos de encontrarnos la semana siguiente en el mismo baño, a la misma hora. Así comenzamos nuestra amistad, los encuentros fueron más seguidos hasta que un día me invitó a su casa, vivía en una casa muy grande y hermosa en pleno barrio elegante de Estambul, la propiedad se alquilaba por departamentos, el de Duilio Federichi tenía un salón no muy grande, un pequeñísimo comedor y una gran habitación, también tenía una terraza con una gran tina de madera, yo no había visto nunca una igual, estaba llena de agua. Todos los muebles eran maravillosos, había tapices en las paredes y plantas en todos lados, la luz entraba a raudales, pues la puerta que abría a la terraza era un gran ventanal que se corría para abrir. Todo evidenciaba un gusto exquisito. En la sala principal había una pared llena de libros. Me sentí tremendamente pequeño ante tanta belleza y armonía, hacía calor y Duilio vestía un pequeño pantalón turco de una tela muy delgada y su torso desnudo, yo estaba sudando por el calor y por la intensidad del momento. Con naturalidad me dijo que me pusiera cómodo, o mejor aún, ¿qué te parece si antes de almorzar nos damos un baño en mi tinaja?, y al decir esto se sacó la ropa y se metió al agua, yo no sabía qué hacer, entonces ante su invitación y su sonrisa me saque la ropa y me metí con mucha vergüenza a la tinaja, el agua estaba exquisita, pues le había dado el sol toda la mañana y estaba tibia. Estábamos sentados frente a frente y yo tenía las piernas encogidas, sobresalían mis rodillas, por el grosor de mis piernas no las tapaba el agua, nuestros cuerpos empezaron a tocarse y me di cuenta que me estaba excitando, la vergüenza era enorme, no sabía qué hacer, cuando vi que él también estaba excitado. Sin mayores estridencias tomó una rica esponja y empezó a pasarla por su cuerpo y de pronto siguió con mis piernas y las acarició por un largo rato que me pareció una eternidad. Se salió del agua y fue a buscar dos jugos de fruta para antes del almuerzo. Aproveché que estaba ocupado y me salí de la tina, tapándome con una tela que había dejado para que me secara. El almuerzo estuvo delicioso y conversamos toda la tarde, cada conversación de Duilio era una clase de historia, literatura, filosofía. Fue así como cada semana nos encontrábamos los martes por la tarde en el baño y los sábados me iba a almorzar a su casa y pasaba toda la tarde hasta la noche con él. Para ir a su casa dejé de ir a la mezquita, también comencé a leer libros prohibidos por el Imán, pero cada vez me sentía más cómodo y más atraído por ese mundo exquisito de cultura. Nuestra confianza fue creciendo, nos bañábamos juntos en la gran tina y no me daba vergüenza que parte de mi cuerpo quedase fuera del agua, incluso un día con su esponja empezó a mojar esas partes. Una noche llovía muy fuerte y se había hecho tarde, así que me dijo que si quería me quedase a dormir, aunque tendríamos que compartir la cama, era lo suficientemente grande para los dos, lo dijo con tal naturalidad, como todo lo que decía, me pareció absolutamente normal. Me quedé, mi corazón latía muy fuerte y luego de comer y conversar mucho, nos fuimos a acostar y con toda naturalidad se desnudó y apagó la luz para que yo lo hiciera, estábamos en penumbra, pues él dejó una vela aromática encendida. Me desnudé y me metí a la cama y en medio de la noche empecé a sentir sus caricias, y empezó una relación que duró cuatro años, en ese tiempo me compró muy buena ropa, me enseñó a vestir bien, a comer con destreza con los cubiertos que estaba de moda utilizar, había mejorado mi trabajo y aunque todavía me dedicaba a la plomería, ahora iba a casas más finas, tenía una clientela selecta, no solo hacía la plomería sino que arreglaba albañilería y yesería, incluso contrataba otras personas y tomaba trabajos más grandes, mi vida iba por muy buen camino, estaba contento, mandaba una cantidad importante a mis padres, quienes ya no vivían en la cueva sino que, con mi ayuda se habían comprado una casa en el pueblo y tenían agua y baño. Yo tenía veinticuatro años cuando Duilio retornó a Roma. El último tiempo que pasamos juntos fue muy intenso, una vez al mes recibía amigos en su casa, uno de ellos era un abogado de gran prestigio y fortuna, era casado y tenía varios hijos grandes y desposados, iba a casa de Duilio acompañado de un muchacho muy joven que presentaba como su ahijado, se llamaba Adriano y era hijo de un importante comerciante de telas, iba también un médico viudo y otro abogado mayor, soltero. Lo pasábamos muy bien. Cuando se fue me dejó mejor instalado, me alquiló una habitación en una casa de familia en un buen barrio, eran musulmanes, yo me cuidaba muy bien de no llamar la atención.

Un día volví al baño y como ya sabía los códigos, conocí a otro hombre mayor que me presentó a otro y así, una seguidilla, claro está que con ellos no fue por amor como con Duilio, me acostumbré a regalos, cenas y a veces algún dinero, y sin darme cuenta me había convertido en un puto para viejos ricos. Mi cuerpo grande y peludo me valieron el apelativo de oso, así fui conocido y así me encontró un día Ariel, hace muchos años, él había ido a comprar pieles a Rusia, y telas y joyerías en Estambul, había un bazar importante que tenía telas exclusivas, joyas y artículos de decoración muy bellos, además la esposa del comerciante, una hermosa mujer que se llamaba Belma, era hija de un conocido comerciante de telas de Siena, un tal Miguele Crestuzzo y Ariel les llevaba las cartas y otros encargos para su tienda y para las tiendas de otros judíos.

Nuestra relación duraba el tiempo que Ariel Baronovich estaba en Estambul, nos vimos como tres veces, todo al pasar, nada serio, aunque con Ariel aprendí bastante, era culto y tenía el don de adivinar y de aconsejar.

Pasaron los años, yo estaba mal, pues en una reyerta en un bar una noche asesinaron a un hombre que yo conocía y me acusaron de haberle dado muerte, estuve preso tres años hasta que se descubrió que yo no había sido, salí de la cárcel, pero nada fue igual, un día quise entrar a los baños que yo había frecuentado desde siempre, pero me prohibieron la entrada, había tenido la mala ocurrencia de tatuarme en la cárcel y obvio que, desde ahí el estigma me jugó en contra y fui cayendo y cayendo en la desgracia, hasta que un día que yo estaba casi muerto de hambre en una calle, me reconoció Ariel. Hacía años que no nos veíamos, pero, igual me reconoció y me habló, le conté toda mi triste historia, estaba sin trabajo, sin dinero, las antiguas amistades me dieron la espalda, tenía casi treinta años, pero me sentía acabado, llevaba una pena muy grande en el alma, me habían usado, había sido carne para placer por ratos, no tenía nada, y mis padres seguían en la pobreza. Ariel me invitó a comer a una posada cerca del mercado, me habló de su vida, de sus negocios, de un susto que había pasado cuando lo asaltaron y lo golpearon. Después que le conté todas mis desdichas me ofreció trabajo como mozo y soldado de su casa, acepté inmediatamente, desde ese día he sido su guardián y me trata con respeto. También iniciamos una relación de profunda amistad. Me dio dinero para asegurar mi vejez, ha sido muy generoso y bueno conmigo, le estaré agradecido por toda mi vida. Duilio y él han sido los hombres que más he amado y que más me han ayudado en todo aspecto. Silvana no pudo menos que emocionarse ante el amor y la sensibilidad de ese hombre. Ambos seríamos los guardianes de esa casa, espero que doña Marietta lo entienda así.

Cómo lo había visualizado Silvana, entre David y su prima había comenzado un círculo de miradas que los fue atrapando, hasta que un día Silvana tuvo la certeza que ya habían gozado de su sexualidad, doña Marietta andaba feliz y don David alegre, pero con cara de preocupación, David dormía en la habitación de huéspedes, una noche que Silvana estaba nerviosa y había ido al patio a tomar aire, y algo más que eso, pues hacía tiempo que se había fijado en el otro fortachón que vivía en las cocheras, un hombrón macizo y peludo que la miraba con ternura. Estaba camino a su habitación, hacia el interior de la casa, cuando divisó a doña Marietta entrando a la habitación de il signore David. Había pasado un tiempo y era necesario reiniciar los preparativos para el Bar-mitzvá de Jacobo, vendrían parientes de todas partes y también sería la oportunidad para que viniese la esposa y los hijos de il signore David, Silvana suponía que esta situación debía tener preocupados a los primos amantes.

La ceremonia estaba fijada para fines de octubre, desde los primeros días de julio se enviaron las cartas confirmando la invitación que se había enviado con un año de anticipación, la casa estaba preparada y también la antigua peletería estaba lista para recibir a la familia de il signore David, los mejores carpinteros de la ciudad habían trabajado duramente para tener listo el local donde se instalaría la tienda de telas. La ciudad resplandecía, pero algo vino a romper la tranquilidad, un incendio que destruyó la tienda de telas más importante de la ciudad y la casa de la familia Crestuzzo, gente muy querida por toda la comunidad. Nadie se explicaba cómo había comenzado el feroz incendio donde había muerto Carlo Crestuzzo y la madre de la esposa de Don Alfredo, la anciana Adelina Debenedetti. Estas personas se encontraban durmiendo cuando ocurrió el siniestro. El resto de la familia se había salvado, los dos hijos de la familia no se encontraban en casa, andaban de viaje para visitar unos familiares y traer unas telas que llegarían a Roma, el matrimonio formado por Alfredo Crestuzzo y Mafalda se encontraban visitando unos amigos. El incendio, ocurrido a eso de las diez de la noche, había alcanzado también dos propiedades contiguas. Nadie se explicaba cómo se había salvado el anciano padre de familia Miguele Crestuzzo.

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