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1. SOBRE DEMOCRACIA FORMAL Y DEMOCRACIA SUSTANCIAL

1. Afirma el jurista italiano Luigi Ferrajoli que los derechos fundamentales constituyen la base de la moderna igualdad, que es una igualdad en derechos que la hace diferente de las anteriores. En primer lugar, porque tales derechos son universales, es decir, corresponden a todos y en la misma medida, al contrario de lo que sucede con los derechos patrimoniales, de los que un sujeto puede ser o no titular con exclusión de los demás. Y, en segundo lugar, por su naturaleza de indisponibles e inalienables, que los sustrae del mercado y de la decisión política. Continúa Ferrajoli señalando que la constitucionalización de esos derechos sirve para insertar una dimensión sustancial no solo en el derecho sino también en la democracia1.

Leamos a continuación esta larga cita del mismo autor:

Efectivamente, las dos clases de normas sobre la producción jurídica que se han distinguido —las formales que condicionan la vigencia, y las sustanciales que condicionan la validez— garantizan otras tantas dimensiones de la democracia: la dimensión formal de la ‘democracia política’, que hace referencia al quién y al cómo de las decisiones y que se halla garantizada por las normas formales que disciplinan las formas de las decisiones, asegurando con ellas la expresión de la voluntad de la mayoría; y la dimensión material de la que bien podría llamarse ‘democracia sustancial’, puesto que se refiere al qué es lo que no puede decidirse o debe ser decidido por cualquier mayoría, y que está garantizado por las normas sustanciales que regulan la sustancia o el significado de las mismas decisiones, vinculándolas, so pena de invalidez, al respeto de los derechos fundamentales y de los demás principios axiológicos establecidos por aquélla. Así, los derechos fundamentales se configuran como otros tantos vínculos sustanciales impuestos a la democracia política: vínculos negativos, generados por los derechos de libertad que ninguna mayoría puede violar; vínculos positivos, generados por los derechos sociales que ninguna mayoría puede dejar de satisfacer. Y la democracia política, como por lo demás el mercado, se identifica con la esfera de lo decidible, delimitada y vinculada por aquellos derechos. Ninguna mayoría, ni siquiera por unanimidad, puede legítimamente decidir la violación de un derecho de libertad o no decidir la satisfacción de un derecho social. Los derechos fundamentales, precisamente porque están igualmente garantizados para todos y sustraídos a la disponibilidad del mercado y de la política, forman la esfera de lo indecidible que sí y de lo indecidible que no; y actúan como factores no solo de legitimación sino también y, sobre todo, como factores de deslegitimación de las decisiones y de las no-decisiones.2 (Cursivas nuestras)

2. Definir con precisión el significado de la democracia no es tarea fácil: se han propuesto muchos modelos de ella3. Pero, en lo sustancial, puede afirmarse que «dentro del pensamiento democrático hay una división clara entre los que valoran la participación política en sí misma y la entienden como un modo fundamental de autorrealización y los que tienen una visión más instrumental y comprenden la política democrática como un medio para proteger a los ciudadanos de un gobierno arbitrario y expresar sus preferencias».4 En el curso de este ensayo habrá que tener presente esta división de pareceres que cruza todo el debate sobre la pertinencia, viabilidad o conveniencia de la representación política y de las modalidades de la democracia directa en el Perú5.

3. ¿Qué justifica la democracia? Esa es la pregunta que se hace Carlos Santiago Nino y a la que busca contestar en un largo y enjundioso estudio. Aquí solo recordamos que el autor citado amplía tal interrogante al preguntarse si ella es un proceso o si es algo inherente a un proceso. Y dice:

si la democracia se justifica mediante el valor de sus resultados, su atractivo sería débil y su carácter contingente, debido a que se podrán alcanzar mejores resultados a través de algún otro procedimiento. Además, podría decirse que el procedimiento democrático algunas veces produce resultados moralmente inaceptables. Si la democracia estuviera justificada, en cambio, en valores inherentes a su procedimiento distintivo, su valor debería ser ponderado con los resultados alcanzados a través de ella. A diferencia de aquellas prácticas que valoramos debido a ciertas reglas intrínsecas a ellas (como los juegos o los deportes), los resultados del procedimiento democrático no son moralmente irrelevantes sino de una importancia moral inmensa. El modo en que se resuelva la tensión entre procedimiento y sustancia debería ser considerado relevante al momento de evaluar las teorías de la democracia6.

4. Ahora bien, es conveniente también recordar lo dicho por Bobbio:

la democracia de los modernos es el Estado en el que la lucha contra el abuso de poder se desarrolla en dos frentes, contra el poder desde arriba en nombre del poder desde abajo y contra el poder concentrado en nombre del poder distribuido […] La garantía contra el abuso de poder no puede nacer únicamente del control desde abajo, que es indirecto, sino que debe contar con el control recíproco entre los grupos que representan a los diversos intereses, los cuales se expresan a su vez en diferentes movimientos políticos que luchan entre ellos por la conquista temporal y pacífica del poder7.

Ello pone en evidencia una característica de la democracia de los modernos: que, si bien se trata de un régimen que persigue consensos, acepta el disenso, lo reputa necesario y propio de una sociedad pluralista, siempre que se manifieste dentro de ciertos límites, lo que implica el reconocimiento de que existe una minoría disconforme. Ello no puede expresarse cabalmente en las modalidades de la democracia directa.

5. Un correcto análisis del tema que nos interesa exige hacer evidentes las diferencias entre lo que un gobierno democrático debería ser y lo que es en la realidad. La democracia perfecta es un ideal porque los valores en los que se apoya, como la libertad y la igualdad, no están igualmente compartidos entre los ciudadanos. Muchos son los que no pueden gozar de ellos o pueden hacerlo solo limitadamente. Por tanto, como señala Andrea Greppi, si bien «el prestigio del ideal democrático no se ha visto comprometido y no han surgido ideales alternativos que puedan desafiarlo, […] el lugar de privilegio que ocupaba en el imaginario colectivo ha ido diluyéndose […] por estas razones, urge revisar el diagnóstico sobre el presente y el futuro de la democracia»8. La Declaración Universal de los Derechos del Hombre se inicia así: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos». Pero la realidad nos muestra que la libertad y la igualdad no son un punto de partida sino de llegada, y que es necesario un proceso para alcanzar esa situación ideal. Por ello, las propuestas para mejorar y superar las actuales conductas y prácticas en los sistemas democráticos deben ser respetadas y acogidas, lo que no impide debatirlas y criticarlas cuando se consideran inconvenientes para la gobernabilidad, la solidaridad y la paz. Trataremos de seguir esta recomendación al analizar la conveniencia de la representación política y las modalidades de la democracia directa tomando en consideración las características humanas y geográficas de nuestro país.

6. Debemos, desde nuestra condición de país en desarrollo y en el proceso de construir una nación de naciones, entender que la palabra «democracia» encierra entre nosotros significados varios; por ejemplo, traduce «un conjunto de sentimientos e ideas que tienen en común una fuerte carga igualitarista o, más específicamente, niveladora. Supone un anhelo de cambio en cuanto a prácticas cotidianas consideradas discriminatorias. La democracia es percibida como un modo ideal de relacionarse entre personas de diferente condición social y económica»9.

Pero para que aquello se consolide y pueda afirmarse que tenemos un régimen consolidado:

se requiere una sociedad civil con plena libertad de expresión y asociación; una sociedad política con una competencia electoral libre e inclusiva; un Estado de Derecho que respete las normas constitucionales; un aparato del Estado capaz de hacer valer las normas burocráticas, fundadas en la racionalidad y la legalidad; y una sociedad económica en la que los mecanismos de mercado funcionen en el marco de las instituciones10.

Mas para conocer la dinámica de la democracia no basta con estudiar a las élites y lo que aceptan como reglas del juego; es preciso recurrir al mundo de lo social que en ocasiones irrumpe desde fuera en el ordenamiento constitucional bajo la forma de descontento y protestas varias, máxime cuando el Estado es incapaz de asegurar el control sobre todo su territorio, es institucionalmente débil y goza de baja legitimidad. Si a ello se adiciona que la organización política tiene un ingrediente en el que tenga presencia cotidiana la explotación de las mayorías, como ocurrió en parte importante de los siglos XIX y XX, nos encontraremos entonces, como se ha afirmado, con una «república sin ciudadanos».

7. Hay que tener presente que:

ninguna nación está libre de que en algún momento el poder sea asaltado por hordas de fanáticos, o incluso que la población sea, casi sexualmente, seducida por algún líder carismático. La democracia vive siempre en peligro, y a veces sucumbe a sus propias tentaciones. Pero si en algún lugar ha habido democracia, hay que contar siempre con su poder de recuperación, pues en una verdadera democracia los principios que la rigen no viven solo en códigos, sino interiorizados en almas ciudadanas11.

Recordar también que la democracia es obra de sujetos, pero también formativa de estos.

Finalmente, no podemos dejar de apuntar que en nuestros días:

el paisaje político se ha polarizado en torno al pelotón de los cínicos tecnócratas y el de los ilusos populistas; los primeros, se sirven de la complejidad de las decisiones políticas para minusvalorar las obligaciones de legitimación, mientras que los segundos suelen desconocer que la política es una actividad que se lleva a cabo en medio de una gran cantidad de condicionantes; unos parecen recomendar que limitemos al máximo nuestras expectativas y otros que las despleguemos sin ninguna limitación. Este es hoy, a mi juicio, un eje de identificación ideológica más explicativo que el de derechas e izquierdas12.

2. SOBERANÍA Y EJERCICIO DE LA VOLUNTAD GENERAL

1. Las democracias occidentales, en su concepción inicial inspiradas en la ideología liberal y posteriormente evolucionadas hacia un Estado social y democrático de derecho, constituyen el modelo que buscamos y aspiramos a aplicar integralmente. Están basadas en el principio del autogobierno, que pretende conciliar —dice Biscaretti di Ruffia—, mediante la identificación entre gobernantes y gobernados, la libertad de cada uno con la libertad de todos. El mismo autor agrega que la extraordinaria extensión territorial en numerosos Estados contemporáneos hace que las funciones gubernativas no puedan ser asumidas directamente por todos los ciudadanos a través de la llamada democracia directa, por lo que es necesario conferir tales funciones a individuos elegidos en procedimientos electorales, llevados adelante mediante el sufragio universal y aceptando el principio de la mayoría que no olvida tutelar el derecho de las minorías. Es así como se establece la denominada democracia representativa13. Y son los valores de la libertad y de la igualdad los que caracterizan a esos regímenes democráticos, al poner de relieve la dignidad de la persona14.

Así, pues, la base ideológica común de las democracias constitucionales contemporáneas15 consiste en el convencimiento de que el poder emana del pueblo, es decir, todas las autoridades elegidas en la competencia electoral se deben al pueblo, de modo que el ejercicio del poder reposa en una trilogía de control mutuo compuesta por el Parlamento, el Gobierno y el pueblo16. En ese sistema político participa la ciudadanía libremente mediante elecciones periódicas o a través de alguna modalidad de la democracia directa como el referéndum. Al elegir a sus representantes, el pueblo les de las directrices que considera fundamentales, aunque no haya mandatos imperativos. En la actualidad ningún sistema se atreve a cuestionar o rechazar abiertamente la ideología democrática, según la cual, como hemos visto, el poder emana del pueblo. Esto no niega que en muchas ocasiones este mandato sea tomado como una careta para esconder propósitos autoritarios vinculados a la concentración del poder. Latinoamérica está, y ha estado, plagada de ejemplos que lo confirman17.

2. No existe contradicción entre los planteamientos del Estado liberal y la participación directa del pueblo en los procesos políticos, pues presupuestos tales como el individualismo o el pacto en cuanto fundamento de la sociedad política, la igualdad civil y la soberanía popular se asientan en las propuestas de Rousseau sobre dicha forma de participación, lo que ha sido aceptado con variaciones en el Estado democrático contemporáneo. El debate sobre este punto se origina en torno a las ideas de representación aparecidas en el nacimiento y la evolución posterior de la Revolución francesa de 1789. Muy resumidamente, Rousseau sostenía que la soberanía radicaba en el pueblo y que la voluntad general, expresión de la soberanía, no era susceptible de ser representada, razón por la cual consideraba que la ley, para ser válida, debía ser aprobada directamente por el pueblo18. Montesquieu19 y Sieyes20, de otro lado, afirmaban que la voluntad general solo podía ser expresada a través de representantes y que la aprobación de estos era suficiente en materia de legislación, y que la soberanía era de esa forma transferida del pueblo a la asamblea de representantes. Como señala Wieland: «lo interesante de este debate es que lo que estaba en discusión no era tanto quién era el titular de la soberanía sino, más bien, en quién recaería la potestad o facultad para expresar la voluntad general, es decir, la voluntad del titular de la soberanía»21. Todos coincidían en que el verdadero titular de la soberanía era el pueblo, pero no en cuanto a su capacidad para expresar por sí mismo su propia voluntad, debido a que tanto Montesquieu como Sieyes consideraban que el pueblo carecía de conocimientos necesarios para expresar directamente la voluntad general22.

La posición de Rousseau llevaría a la consecución de un Estado plebiscitario que descansa sobre la decisión popular y se superpondría sin límite a la racionalidad jurídica institucionalizada. Frente a ella se erige el Estado legislativo, que se asienta en la legalidad y cuyo funcionamiento se refuerza con la participación de representantes del pueblo elector. Goza el primero de una mayor legitimidad, pero se terminaría imponiendo históricamente la participación representativa, con algunas excepciones, como por ejemplo aquellas vinculadas a reformas constitucionales. Este debate no se ha extinguido; de diversas formas, sigue presente en la promoción, defensa y difusión de la democracia directa. A través de las distintas modalidades de esta democracia, el elector reconquista, frente al sistema representativo, su soberanía: «el gobierno de todos por todos se veía así restaurado en la medida de lo posible»23, siempre que la totalidad del cuerpo electoral haya sido convocado para participar en la votación.

3. Como recuerda García-Pelayo, desde el punto de vista político, el sistema democrático se caracteriza porque el pueblo es el sujeto del poder y su voluntad se convierte en la voluntad del Estado, ya que el pueblo es soberano24. Apunta este autor que el nacimiento de la democracia está vinculado a la idea de nación, es decir, a la existencia de una voluntad conjunta25; y señala que «la formación de la teoría de la representación democrática y, por consiguiente, de la democracia indirecta —aquella en la que el pueblo ejerce su poder a través de representantes— corresponde capitalmente al núcleo de las ideas jurídico-políticas de la revolución francesa»26. La formación de esa teoría se condiciona por la imposibilidad técnica de la democracia directa y por la sustitución de la idea del pueblo como algo tangible y visible por la idea de nación. En resumen, dice García-Pelayo, «es el resultado de la aplicación del principio democrático a un gran espacio y a una gran población»27.

4. Idealmente, la representación política debe tener en cuenta los intereses generales de la colectividad y de las corrientes de pensamiento ahí presentes, así como los programas de gobierno que formulan los partidos políticos. Así esta representación aparece como representación integral y genérica de los más distintos intereses de una colectividad concreta28.

Si bien un concepto amplio de representación democrática comprende a toda autoridad judicial, ejecutiva o legislativa, uno más restringido es aquel que se reserva el nombre de representación por los que han sido designados por elección popular. Estos últimos representantes no suelen estar sujetos a mandato imperativo: los electores no les dan instrucciones, ya que son representantes de toda la nación y no de una fracción de ella29.

Los derechos políticos, que son los derechos de participación en el gobierno, están fijados en la Constitución, pues es ahí donde se deciden los límites y el ejercicio del poder. En otras palabras, es el pueblo el que decidirá la forma en que se va a organizar y gobernar el país, y para tal efecto el ciudadano no requiere de ninguna autorización expresa.

5. Podemos afirmar, al concluir este apartado, que las democracias modernas se rigen por el respeto a las mayorías relativas fruto de procesos electorales periódicos y la trasmisión del poder que supone la elección de representantes30; y que ayuda a evitar autocracias y dictaduras, garantizando a los ciudadanos el ejercicio de sus derechos fundamentales; además, brinda una mayor libertad para que las personas se autodeterminen y logren un desarrollo humano integral que haga posible el logro de un mayor bienestar tanto físico y económico cuanto espiritual.

De este modo, el concepto tradicional de soberanía debe ser repensado: ya no es posible el ejercicio ilimitado y exclusivo del poder público; más bien, debe reconocerse que la soberanía está hoy en día repartida en distintas instituciones y limitada por esta natural pluralidad, pues hay un juego de soberanías compartidas, a nivel nacional y local, que recíprocamente se limitan. Las tendencias en las democracias contemporáneas apuntan a gobernar mediante los pactos y la bilateralidad. Hay que recordar que el concepto tradicional de soberanía presuponía un pueblo homogéneo y un espacio cerrado políticamente, lo que ha sido superado por la sociedad multicultural de nuestros días31. Si bien su práctica es más compleja que décadas atrás, autogobierno y autodeterminación siguen siendo principios esenciales de la democracia.

3. DEMOCRACIA DIRECTA Y ESTADO LIBERAL

1. Dice Aguiar que:

desde sus inicios, la teoría política se ha preocupado por el problema de formular un ideal democrático que iluminase la práctica política cotidiana y entre dichas formulaciones la democracia directa ha ocupado con frecuencia un lugar relevante, a pesar que el ejercicio del poder en el curso de la historia haya discurrido con carácter casi general por instituciones virtual o pretendidamente representativas32.

En ese debate el ejemplo griego se invocó originalmente con frecuencia, aunque prontamente se descartaba su aplicación en una sociedad tan distinta como la actual, influida por las ideas liberales, en la cual es fundamental el reconocimiento de la igualdad natural del hombre, la existencia de derechos naturales y la búsqueda de una fundamentación social del poder que tradujera a la realidad el principio de la soberanía popular.

Pero nada de lo dicho nos debe llevar a olvidar que desde sus inicios el pensamiento liberal se escindió en dos visiones sobre la participación política: la participación directa y la representativa. Si bien aparecía como compatible la existencia de modalidades de la democracia directa con el Estado liberal, la puesta en práctica de esas modalidades no solo acarreaba dificultades técnicas, sino que se convertía en contraria a los intereses de clase de la burguesía en el poder. Así, pues, si bien es preciso recordar que el ideal de una sociedad compuesta por hombres libres e iguales fue fundamentalmente un ideal legitimador del poder, ello no dio lugar a la desaparición absoluta de las propuestas sobre la participación directa, pues algunas instituciones pugnaron desde siempre por ponerla en práctica, aunque sea con carácter excepcional y reservándola para asuntos de especial trascendencia, como aquellos referidos a los plebiscitos para la anexión de territorios.

Surgen en el siglo XIX diversas fórmulas como la iniciativa popular, el referéndum, el veto y el recall, con las variantes propias de cada realidad nacional, y se debate hasta hoy sobre su compatibilidad con el régimen parlamentario; debate que, preciso es puntualizarlo, se produce al interior del Estado constitucional. En la actualidad, como veremos, ese debate está presente ante la crisis del Estado representativo, pero también por el uso eventual y a veces frecuente de esas modalidades por regímenes autoritarios, especializados en falsear resultados o en utilizar descaradamente la publicidad y la propaganda para manipular a la opinión pública. Hay que tener presente que muchas de las razones que inicialmente justificaron las modalidades de la democracia directa y su incorporación normativa son un signo distintivo del constitucionalismo contemporáneo, que las considera como un complemento del sistema representativo, aunque no como una alternativa de este último.

2. Ahora bien, si se ha calificado al Estado de derecho como «institucionalización jurídica de la democracia liberal», es preciso recordar que la evolución conceptual de esa construcción jurídico-política se reconoce en nuestro tiempo como Estado social y democrático de derecho, que es además una calificación que encuentra sustento en nuestra Carta fundamental, y que tiene unos caracteres generales de amplia aceptación, tales como el imperio de la ley, la división de poderes, la fiscalización de la administración y el reconocimiento de derechos y libertades fundamentales33. Como bien recuerda Elías Díaz:

a quien en última y más decisoria instancia se dirige el Estado de Derecho es precisamente al propio Estado, a sus órganos y poderes, a sus representantes y gobernantes, obligándoles en cuanto tales a actuaciones en todo momento concordes con las normas jurídicas, con el imperio de la ley, con el principio de legalidad, en el más estricto sometimiento a dicho marco institucional y constitucional34.

En consecuencia, tanto el sistema electoral que tiene como finalidad la elección de representantes como el uso de modalidades de la democracia directa se deben realizar respetando el Estado de derecho. Y si bien en ambas existe participación efectiva de los electores e igualdad en el voto, no ocurre con igual proporción con otros dos factores: la comprensión ilustrada de lo que está en debate, pues en este caso la democracia representativa suele ofrecer mayores posibilidades y, sobre todo, la determinación de cuáles son los puntos realmente importantes sobre los cuales votar.

3. Antes de terminar con este apartado, no es posible dejar de hacer mención de lo que ha constituido una extensa práctica en América Latina respecto de la forma como se ha entendido la democracia liberal. Dice Nino:

la adopción incómoda en América Latina de los dos componentes del constitucionalismo liberal democrático se refleja en el hecho de que ambos —la participación popular y el gobierno limitado— han sido internalizados solo parcialmente en la cultura política de la población. La investigación empírica apoya la hipótesis de que la adhesión de la gente a la democracia es mucho más fuerte en cuanto a su dimensión participativa que en relación a la dimensión liberal de la tolerancia y el respeto por los derechos35.

El constitucionalismo democrático precisa reconocer tanto su dimensión democrática participativa como la liberal, fundada esta última en los derechos de los individuos. Es necesario, entonces, crear un marco normativo que incorpore ambas dimensiones; pero también lo es no olvidar que aquellos que promocionan sin cautela la práctica de las modalidades de la democracia directa suelen ser ajenos a ese necesario intento.

4. No me parecen ajenas a estas consideraciones las poco numerosas propuestas en el Perú de una refundación republicana, que parte de un severo análisis histórico y sociológico sobre lo ocurrido en el país desde su independencia y cerca ya a los doscientos años de su proclamación. Esas propuestas conllevan siempre un contenido radical, pero de variaciones múltiples. Creo que es preciso rescatar el debate porque no solo no está agotado, sino que es necesario activarlo. Como parte de las últimas argumentaciones a favor de una refundación republicana, una Segunda República, se encuentra la propuesta de Nicolás Lynch en su reciente ensayo Cholificación, república y democracia36. Señala este autor que la tentación de considerar la refundación como la negación de todo lo existente está alejada de su intención, pues lo que él propone es la superación de un orden político, económico y social anterior; en otros términos, diseñar un gran acuerdo que deje definitivamente atrás la herencia colonial, la desigualdad, el Estado patrimonial y el sistema neoliberal. Busca recoger más bien la energía y logros de movimientos sociales y de partidos políticos progresistas, propone un Estado que tenga soberanía sobre su territorio y recursos naturales, y que sea expresión de la diversidad de sus habitantes, una república de ciudadanos caracterizada por su mestizaje, respeto por la propiedad privada en armonía con el interés social y una reforma política que promueva la participación y que tenga autonomía frente a los poderes fácticos, especialmente en las áreas de la economía y de los medios de comunicación. En algunas de estas propuestas —no en todas, por cierto— se podrá probablemente lograr un consenso democrático apoyado en una mayoría que respete a las minorías, consenso necesario para realizar las reformas de envergadura que el país requiere.

1 Ferrajoli, L. Derechos y garantías. (7.ª edición). Madrid: Editorial Trotta, 2010, p. 23.

2 Ibid.

3 Entre ellos este de Burdeau, citado por Adell: «la democracia es hoy día una filosofía, una manera de vivir, una religión y, casi accesoriamente, una forma de gobierno» (en «El poder de los contrapoderes», en Ignacio Gutiérrez (Coord.), La democracia indignada. Granada: Comares, 2014, p. 122).

4 Held, D. Modelos de democracia. Madrid: Alianza Editorial, 2009, p. 332.

5 Considero que el Gobierno de Alberto Fujimori ha tenido un impacto social e institucional de gran importancia en la vida política del Perú, razón por la cual no puede dejársele de mencionar: su prédica se ha mantenido vigente hasta nuestros días en especial en los más jóvenes. En la Introducción del libro Nuevos tiempos, nueva política, de R. Grompone y C. Mejía (1995), publicado cuando aún estaba en el poder Fujimori, se señala —en mi opinión, acertadamente—: «el Perú ha ingresado a un nuevo ciclo político en el decenio de los 90. Fujimori proclama ser el abanderado de “la política de la antipolítica”. No encuentra contendores que consigan persuadir a la mayoría de los ciudadanos de la dignidad de la actividad pública y de la importancia de los partidos como representantes de los intereses de una sociedad diversa y plural, defensores de proyectos y utopías, promotores de la participación. Se extiende en el país un malestar con la política como ámbito de liberación. Se cuestiona a la democracia como construcción de instituciones con capacidad de alentar acuerdos, regular consensos, proteger a las minorías y permitir la expresión de derechos» (Lima: IEP, 1995, p. 9).

6 Nino, C. S. La constitución de la democracia deliberativa. Barcelona: Gedisa, 2003, p. 101.

7 Bobbio, N. El futuro de la democracia. México: FCE, 1994, p. 47.

8 Greppi, A. «La democracia sin enemigos», en La democracia y su contrario. Madrid: Trotta, 2012, p. 10.

9 Hernández, R. «¿Qué es democracia?», en Víctor Vich (Editor), El Estado está de vuelta: desigualdad, diversidad y democracia. Lima: IEP, 2005, p. 152.

10 Tanaka, M. «El regreso del Estado y los desafíos de la democracia», en Víctor Vich (Editor), El Estado está de vuelta: desigualdad, diversidad y democracia, op. cit., p. 98.

11 Mires, F. Civilidad. Madrid: Trotta, 2001, p. 108.

12 Inerarity, D. La política en tiempos de indignación. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2016, p. 172.

13 Sobre el tamaño de los Estados y la práctica democrática vid. Dahl, R. La democracia. Buenos Aires: Taurus, 1999, pp. 123 y ss., quien afirma: «La ley del tiempo y el numero: Cuantos más ciudadanos contenga una unidad democrática, tanto menos podrán participar los ciudadanos directamente en las decisiones políticas y tanto más tendrán que delegar su autoridad sobre otros».

14 Biscaretti di Ruffia, P. Derecho constitucional. Madrid: Tecnos, 1987, p. 217.

15 El constitucionalismo democrático, dice Greppi, se origina a partir de la feliz convergencia de una exigencia liberal y una democrática: la garantía de los derechos individuales y el reconocimiento de la igualdad política, lo que fue posible de alcanzar al establecerse mecanismos de representación política y control reciproco entre poderes funcionalmente diferenciados, en «Representación y deliberación», en La democracia y su contrario, op. cit., p. 41.

16 Afirma Elías Díaz: «La soberanía popular por definición solo lo es cuando es producida por la libertad de todos, empezando como mínimo por la libertad crítica de expresión y participación en consultas y comicios […] la soberanía popular se construye y se va forjando a través de la crítica de todos ejercida de modo constante» en De la maldad estatal y la soberanía popular. Madrid: Debate, 1984, p. 58.

17 Desgraciadamente ello ha dado lugar a continuas referencias en la mejor doctrina internacional del pobre desempeño democrático en esa región del mundo. Así, por ejemplo, K. Loewenstein afirma: «En Iberoamérica, sin embargo, el estado de sitio (o de asamblea) es el método corriente para que el gobierno asuma poderes ilimitados ante situaciones de excepción reales o pretendidas. Los pueblos de Iberoamérica, con su perenne turbulencia política, su violenta lucha por el poder entre camarillas, facciones, partidos y clases, y con la tradicional impotencia e incapacidad de los parlamentos, es el campo clásico para las dictaduras presidencialistas bajo el manto del estado de excepción constitucional. Para el caudillaje, el estado de sitio es el medio más apropiado y típico para montar un gobierno autoritario» (Teoría de la Constitución. Barcelona: Ariel, 1982, p. 287).

18 Rousseau, J. J. El contrato social. Madrid: Colección Austral, Espasa Calpe, 1975, libro tercero, capítulo XV.

19 Montesquieu, Del espíritu de las leyes. Madrid: Istmo, 2002, libro XI, capítulo 6.

20 Sieyes, E. ¿Qué es el tercer Estado? Madrid: Alianza, 1973, capítulo III.

21 Wieland C., H. El referéndum en el Perú. Lima: Palestra Editores, 2011, p. 105.

22 Sobre el principio de soberanía, dice Sebastián Soler: «El principio de la soberanía del pueblo ha arraigado tan firmemente, que, por una parte, los príncipes actuales todos invocan al pueblo como fuente o como instancia justificante de su poder y, por otra parte, los propios dictadores modernos —los nuevos príncipes— aun cuando acaso se sientan iluminados y escogidos por Dios, se dicen representantes de su pueblo y buscan desesperada y ostentosamente el tumultuario apoyo de las muchedumbres» (en Fe en el derecho y otros ensayos. Buenos Aires: Tipográfica Editora Argentina, 1956, p. 152).

23 Wieland C., H. El referéndum en el Perú, op. cit., ibid.

24 Afirma Elías Díaz que «la soberanía popular solo ha podido llegar a prevalecer en la historia en virtud precisamente de los valores y las exigencias éticas que están en su base: entre ellas, en primerísimo lugar, la libertad, núcleo central, origen y fundamento de todo lo demás» (en De la maldad estatal y la soberanía popular, op. cit., p. 57).

25 García-Pelayo, M. Derecho constitucional comparado. Madrid: Alianza Editorial, 1984, p. 169.

26 Ibid., p. 177.

27 Ibid.

28 Biscaretti di Ruffia, P., op., cit., p. 288.

29 Es preciso advertir sobre la controversia y discusión referente a cómo se forman las mayorías. Así, se afirma que pueden formarse por la manipulación de los sentimientos de los ciudadanos mediante una propaganda emotiva que no respeta la autonomía de las personas; pero también a través del diálogo y la deliberación. Si la mayoría aparece como un «proceso de decisión», entonces recordar que son los individuos los que toman las decisiones al votar y que es preciso establecer un método que permita pasar de las decisiones individuales a las colectivas. Y para tal efecto se dan como características atractivas de ese proceso la neutralidad y el anonimato. La primera, porque no favorece a ningún partido o programa: es una oportunidad igual para todos. La segunda, porque la identidad de quienes votan no influye sobre el resultado de la elección: el voto de una persona cuenta tanto como el voto de cualquier otra. Por cierto, la votación por mayoría tiene límites, pues para que sea válida debe respetar los derechos fundamentales, reconocer a los que piensan de forma diferente y asumir que los que votan son personas bien informadas sobre los asuntos en debate (vid. Cortina, A. ¿Para qué sirve realmente la ética? Barcelona: Paidós, 2014, pp. 143 y ss.; Blackburn, P. La ética. Fundamentos y problemáticas contemporáneas. México: Fondo de Cultura Económica, 2006, pp. 262 y ss.).

30 En efecto, como señala E. Díaz, «sin elecciones libres las mayorías no pueden probar que lo son. Sin libertad individual y sin libertad de las minorías, las mayorías no pueden probar que, efectivamente, son mayoría ni pueden legitimarse como tales. La libertad crítica es así la base de todo, el necesario requisito para la democracia y para la existencia de los derechos humanos» (en De la maldad estatal y la soberanía popular, op. cit., p. 60).

31 No puede dejar de advertirse que la discusión sobre el ejercicio de la soberanía supone la autonomía de un Estado; esto es, si el Estado no puede disponer de sus recursos para desarrollarse tiene, más allá de lo que pueda decir la normativa legal, una soberanía disminuida. Este tema ha sido ampliamente debatido en el ámbito político y por lo que se denominó «la teoría de la dependencia». Referencias cercanas las encontramos en N. Lynch, Cholificación, república y democracia (Lima: Otra Mirada, 2014, pp. 101 y ss.) y en Paulo Drinot, «Foucault en el país de los incas: soberanía y gubernamentalidad en el Perú neoliberal», en Paulo Drinot (Editor), El Perú en teoría. Lima: IEP, 2017, pp. 238 y ss.

32 Aguiar de Luque, L. «Democracia directa y Estado constitucional». Editorial Revista de Derecho Privado. Madrid, 1977, p. 3.

33 Díaz, E. «Estado de derecho», en Filosofía política. Madrid: Trotta, 1996, p. 65.

34 Ibid., p. 67.

35 Nino, C. S. La constitución de la democracia deliberativa, op. cit., p. 21.

36 Lynch G., N. Cholificación, república y democracia, op. cit., 2014, pp. 53, 221 y ss.

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