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Un viaje imprevisto

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Toda esta historia comenzó cuando mamá se fugó con un karateca y los negocios de papá empezaron a tambalearse. Tenía yo doce años recién cumplidos y mucha tontería. Por esas fechas, a mediados de agosto, recibimos un correo electrónico del abogado de mi abuelo, que acudía al rescate. Nos ofrecía un jugoso testamento en vida a cambio de que nos presentáramos en su pueblo natal. Dadas las circunstancias, tampoco teníamos muchas otras opciones… Así que nos preparamos para el trayecto sin saber que nuestras vidas estaban a punto de cambiar para siempre.

–Borja, será mejor que cojas una bolsa de viaje –me aconsejó mi padre entrando en mi dormitorio.

Arrugué la frente. ¿Bolsa de viaje?

–¿Por qué?

–No te preocupes, solo nos quedaremos una noche –me prometió.

–¿Tendremos que dormir allí? –pregunté horrorizado antes de dejarme caer sobre la cama.

En aquel pueblucho, seguro que no habría cobertura.

–Hombre, ten en cuenta que el abuelo nos está echando un cable importante –me recordó.

–No me fío un pelo –le respondí tumbado al estilo banquete de los antiguos romanos.

–¿A qué te refieres?

–No creo en las casualidades, papá. ¿Aparece para rescatarnos justo cuando nos tenemos que borrar del club de golf?

Mi padre se tocó la barbilla, recién afeitada, y guardó silencio. Le noté preocupado. Con aire de derrota, se sentó en una de las sillas de mi zona de estudio.

–Para mí tampoco resulta fácil –me confesó después de soltar un suspiro.

En realidad, era humillante. Sobre todo porque llevaban varios años sin hablarse, desde que el abuelo se había puesto a invertir en energías renovables y mi padre no le había hecho caso y siguió apostando por la construcción.

–I will do it for you, daddy –dije formando un corazón con mis manos.

–Estoy orgulloso de ti, Borja.

–Sabes que me haría mucha ilusión tener la Play Game 360 Total Freedom.

Había que aprovechar la ocasión. Y a mí se me daba genial.

–Cuando todo este infierno acabe, la tendrás, hijo.

–¿Me lo prometes?

–Te lo prometo –aseguró, y trazó con el dedo una cruz en su pecho.

Sonreí entusiasmado.

–Todo saldrá bien, papá.

Él se animó.

–¡Claro que sí, campeón!

–¿Cuándo nos marchamos?

–Mañana, a las diez en punto.

–¿Has consultado el navegador?

–Por supuesto, Borja. No me ofendas. Llegaremos a la una y veinticinco de la tarde.

–¿Condiciones meteorológicas?

–Posibles precipitaciones de intensidad moderada.

–¿Parada técnica?

–A mitad de camino.

–¿Temperatura?

–Máxima de 29 °C.

Lo miré extrañado.

–¿En el secarral? –así llamábamos al pueblo del abuelo.

–No, durante el desplazamiento.

Apreté los labios.

–Bueno, don’t worry. Ahora mismo le consulto a Kiri.

Dirigí la voz al asistente virtual de mi reloj.

–Kiri, dime qué temperatura hace en…

–... Solana del Infante –completó mi padre al darse cuenta de que yo no me acordaba del nombre.

–Temperatura máxima de 37 °C –contestó la susodicha.

–¿Estás segura, Kiri?

–Completamente, Borja. Te vas a achicharrar.

Y Kiri no se equivocaba nunca.

Un bosque en el aire

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