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Los voluntarios

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Cuando todos estuvimos servidos, el tal don Mariano alzó su vaso de vino tinto y brindó por nosotros:

–Por la familia Gómez de Lara, que nos devolverá el bosque del que tantos y tan hermosos recuerdos guardamos.

–¡Por el bosque! –contestaron a coro.

–Por el bosque –repitió mi padre después de recibir un codazo del abuelo.

–Por el bosque –dije yo también para no sentirme out.

–Pero ¿de qué bosque habla esta gente? –preguntó papá en un susurro–. ¿Desde cuándo ha habido aquí un bosque?

El abuelo pasó del tema y nos animó a sentarnos alrededor de una mesa de madera oscura. Todos nos miraban como si fuéramos héroes. Una de las señoras rubias, que estaba repetida y era clavada a su hermana, me guiñó un ojo.

–¿Por qué diantres les has prometido un bosque? –insistió mi padre, preocupado.

–Pues porque eso es lo que has firmado hace diez minutos. No puedes echarte atrás, Martín. No te rindas antes de empezar.

–No me rindo, pero estamos hablando de diez mil árboles, por todos los demonios…

–¿Y...? –le retó el patriarca de la familia con sus ojos profundos–. ¿Qué es eso para un Gómez de Lara?

–¡Madre mía, estás fatal!

–We can’t do it –me uní a la causa–. Es imposible, abuelo.

–No os agobiéis, tendréis ayuda –nos consoló, y se atusó el bigotón.


Uno de los recuerdos que tenía de él, de cuando yo era pequeño e íbamos a visitarlo a su palacete en la playa, se resumía en aquel gigantesco bigote donde se le quedaban pegados los fideos de la sopa.

–¿Qué clase de ayuda? –preguntó papá, ajeno a mis pensamientos.

–Todo el pueblo participará en la reforestación.

–¿A cuántas personas te refieres?

–A todas las personas –aseguró el abuelo, y se quedó tan pancho.

–¿Cuántas? –insistió su único hijo.

–Las que estamos en el bar.

–¿Solamente?

–Bueno, a lo mejor se anima alguien más sobre la marcha.

–¡Pero si somos cuatro gatos!

–Depende de cómo se mire.

–Vamos, padre, no me hagas reír. ¿De verdad pretendes que nos ayuden unos ancianos? Para empezar, el de los prismáticos no ve ni torta.

–Hijo, todo es relativo en esta vida –replicó el abuelo–. Es cierto que de cerca no distingue un olivo de una figura de porcelana. Se lo advertimos muchas veces, muchísimas –bajó la voz para que no nos oyeran los demás–. «Cuidado con los videojuegos, don Mariano, cuidado que se va a quemar las pestañas. Que las pantallas las carga el diablo». Aunque, claro, le habían contratado como probador profesional, a sus setenta años, y luego se envició. En fin, una verdadera pena –pegó un sorbo a su bebida y concluyó–: Sin embargo, de lejos tiene una vista de halcón.

–Ya, claro... ¿Y el de las agujas de lana? –lo miramos con disimulo–. Ese está para sopitas de ajo y poco más.

–Don Eustaquio parece frágil, pero tiene la salud de un roble.

–¿Y todos esos botes de pastillas que hay sobre su mesa?

–Vitaminas, hierro y fósforo –nos informó el abuelo con una sonrisa–. Está obsesionado con que no quiere perder velocidad.

–¿No me dirás que practica atletismo? –preguntó papá con ironía.

–No, Martín: ¡velocidad tejiendo bufandas! Es una auténtica máquina.

–No lo dudo. De todas formas, ya me explicarás cómo va a participar exactamente en las labores de reforestación. No quiero que le dé un infarto nada más empezar.

–Por eso no te preocupes: está muy ilusionado.

–Padre, voy a tener que contratar a un equipo de especialistas.

–De eso nada. La cláusula 16 del testamento establece que nada de ayuda exterior.

Nos quedamos con la boca abierta.

–No me suena que el notario haya leído ese apartado… –comentó papá.

–Pues lo leería muy deprisa.

–Yo tampoco lo recuerdo –añadí.

–Borja, tú tómate el zumo de piña –me cortó sin contemplaciones–. Son asuntos de mayores.

Mi padre entrelazó los dedos de las manos y se acodó sobre la mesa, acercándose todo lo posible al abuelo y a mí.

–Los otros dos viejecitos parecen entrañables –dijo en un susurro–, pero no sé si respiran.

–Don Emilio acostumbra a dormitar durante el día porque se ha echado una novia canadiense por internet y se queda chateando con ella hasta las tantas por culpa de la diferencia horaria.

–Pero ¿qué me estás diciendo? Si ese hombre debe de tener como mínimo ochenta años.

–Ochenta y tres acaba de cumplir. Y, no os lo perdáis, la novieta es bastante mayor que él. Yo no acabo de ver que vaya a funcionar, porque ella fuma mucho… Pero, bueno, ya son mayorcitos y él está muy pillado. Se dice así, ¿verdad?

Asentimos.

–Y a doña Serafina –añadió– le apasiona la filosofía.

–No creo que eso sirva de mucho para cavar diez mil agujeros.

–Bueno, permíteme que te contradiga, hijo. ¿No dicen que hay que tomarse todo con mucha filosofía? Pues la tendremos. Además, ahí donde la ves, aunque parezca dormida, en realidad está pensando.

Papá tomó aire como si ya no quedara oxígeno en el bar.

–¿Y esas dos?

–¿Amaia y Edurne? Son hermanas gemelas y campeonas de levantamiento de peso. Te dan mil vueltas, Martín.

Miré a mi alrededor y me encontré con el siguiente panorama:


Un bosque en el aire

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