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De juerga en el bar

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El abuelo y su amigo, don Manuel, se empeñaron en que fuéramos a celebrarlo. Pero ¿a celebrar el qué? Me sentía como un preso condenado a cadena perpetua. Diez mil árboles. Diez mil puñaladas traperas.

–¡Mirad quiénes han venido a visitarnos! –nos anunció el notario nada más entrar en el bar–. El hijo y el nieto de Leocadio.

Sonreímos obligados por la situación. Cuatro viejecillos, dos señoras más cuadradas que papá, una mujer asiática, el dueño del local y una niña que zampaba patatas fritas nos analizaron de arriba abajo.

–Pero ¿han aceptado o no? –preguntó el mayor de todos, que nos observaba a través de unos prismáticos.

–Sí, don Mariano –confirmó el abuelo–. Han firmado encantados de la vida.

–Yo necesito mi encina y el columpio –le reclamó sin soltar los prismáticos.

–Los tendrá, no se preocupe.

–Y robles, muchos robles –dijo otro, que acababa de despertarse, dando un cabezazo al aire.

–¿Plantarán el bosque? –intervino una anciana dejando a un lado el libro de filosofía que estaba leyendo.

–Lo harán, doña Serafina –les prometió el notario–. Claro que sí.

–Abril, abril… Sin granizar, ni se vio ni se verá –dijo convencido otro abuelete mientras movía con frenesí unas gruesas agujas de punto con las que tejía algo parecido a una bufanda.

Menuda presión. Me estaba a punto de dar algo.

–Bosque, ¿sí? –preguntó la asiática alzando el pulgar.

–Sí, Katsumi –repitió el abuelo con tanto orgullo que parecía que le iban a estallar los botones de la camisa.

O sea, que Katsumi resultó ser una mujer. Más tarde descubrimos que era la autora de los famosos haikus.

–¡Esto es un verdadero notición para el pueblo! –exclamó el propietario del bar dejando escapar una amplia sonrisa–. Tendremos que celebrarlo por todo lo alto.

–¿A qué te crees que venimos, Luisito? –bromeó el abuelo–. A ver, ya nos estás poniendo bebidas, raciones de bravas y alioli, lomo, jamón y queso de cabra para todos.

Perfecto. A nosotros nos hundían en la miseria y ellos de juerga.

–A ver, chavalín, ¿tú qué quieres tomar? –me preguntó el dueño colocándose un trapo, que olía a fritanga, alrededor de la cintura.

–Yo, una new-wave light.

Se escuchó una risotada colectiva.

–¿Y eso qué es? –preguntó el barman.

–Un refresco burbujeante de maracuyá, mango, pomelo y fruta de la pasión, con un toque de menta y botella ergonómica, que acaba de salir al mercado y que proviene de Londres –expliqué sin despeinarme.

El hombre apoyó las palmas de las manos sobre la barra y me miró fijamente.

–¿Zumo de piña o de melocotón?

–¿Natural? –tenté la suerte.

–De bote.

–Entonces, piña.

Me lo figuraba. ¿Para qué hacía preguntas en semejante antro? Era como pedir peras al olmo.

Un bosque en el aire

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