Читать книгу Un bosque en el aire - Beatriz Osés García - Страница 4
La herencia
ОглавлениеAl llegar al pueblo, salió a nuestro encuentro un hombre de gran altura y delgado cual espagueti. Se presentó como Manuel de Espinosa, el notario, y nos acompañó a su despacho, donde nos acomodamos en unas butacas de terciopelo rojo que daban un calor mortal.
–Mi cliente –comenzó con gran profesionalidad–, siendo consciente de la delicada situación económica que están atravesando, ha decidido concederles la herencia en vida. Por ese motivo están aquí.
Asentimos, preguntándonos dónde andaría el abuelo. ¿Quería hacer una aparición estelar, o pretendía crear cierta intriga llegando tarde a nuestra cita? El hombre pareció adivinar nuestros pensamientos.
–No tardará, descuiden –explicó–. Creo que está en el momento del haiku.
–¿El momento del qué? –le interrogamos a coro.
Primera noticia.
–Ya se lo contará él mismo más tarde. Tendrán mucho tiempo para hablar.
–Bueno, mucho mucho, tampoco –dije yo–. Mañana por la mañana regresamos a la ciudad.
El notario sonrió entre dientes mientras jugueteaba con un bolígrafo plateado. En ese instante no entendimos el motivo de su maliciosa sonrisa.
–En fin, si les parece bien, comenzaré a leer en voz alta la voluntad del testador para ir ganando tiempo.
–¿Eso es legal? –intervino mi padre–. ¿No deberíamos esperarlo?
–Bah, a él le da lo mismo.
El hombre se aclaró la voz y se puso las lentes.
–Yo, Leocadio Gómez de Lara, en pleno uso de mis facultades mentales, bla, bla, bla… –nos miró por encima de las gafas–. Me voy a saltar este rollete para ir al meollo de la cuestión –aclaró y, ajeno a nuestro asombro, siguió a su bola–. He decidido saldar todas las deudas de las empresas de mi único hijo, Martín Gómez de Lara, y entregarle la mitad de mi herencia en vida, que asciende a un total de doscientos mil euros, con la condición de que reforeste el monte y los alrededores de Solana del Infante.
–¿Disculpe?
La cara de papá era un poema. Yo tampoco me había enterado de nada, la verdad.
–¿Quiere que se lo repita?
–Si me hiciera el favor.
Prestamos atención a cada una de sus palabras. Don Manuel releyó el último párrafo muy lentamente, pero parecía como si estuviera hablando en una lengua desconocida y quisiera que le indicáramos la dirección de un museo.
–¿Cómo que reforestar el monte? –preguntó mi padre, todavía confuso.
–Y sus alrededores –puntualizó el notario.
–Pero si el terreno es público.
–Ya no: lo ha comprado para beneficio del pueblo.
–¿¿¿Qué???
–El señor Leocadio ha invertido algo de su capital en el monte –nos explicó con suma tranquilidad.
–¿Ha malgastado parte de la herencia en comprar ese secarral?
–Efectivamente. En total, cuarenta hectáreas.
–¿Y pretende que las reforestemos?
–Exacto.
Se me escapó una carcajada nerviosa.
–¡Ha perdido la razón! –protestó mi padre refiriéndose al abuelo–. Siempre supe que era un estrambótico insoportable, pero jamás pensé que fuera capaz de esto. No está en su sano juicio, no sabe lo que hace.
–¡Vaya! –se lamentó el notario cruzando los brazos y recostándose en su sillón de cuero–. Acabo de perder la apuesta.
–¿Qué apuesta?
–Mi cliente adivinó lo que respondería y me pidió que elaborase con antelación un informe médico confirmando que está en pleno uso de sus facultades mentales.
–Usted no puede hacer eso.
–Claro que puedo –afirmó él con aire de superioridad–. Soy médico.
Alucinamos en colores.
–Soy médico, notario y mecánico. Hablo euskera, italiano y polaco. Y me encanta la ornitología –añadió el hombre alardeando de sus conocimientos.
No tenía ni idea de lo que significaba la palabra «ornitología», pero tampoco me atreví a preguntar. La cosa ya estaba bastante calentita. –¿Cómo vamos a reforestar ese secarral lleno de cardos borriqueros?
Eso, eso. Incliné la cabeza hacia un lado y puse morritos para apoyar a papá.
–No se preocupen por ese detalle sin importancia. Su padre ya ha dispuesto todo.
Don Manuel sacó una botella de una pequeña nevera y sirvió tres vasos de mosto. Luego tomó dos de ellos y nos los ofreció solícito.
–Venga, tomen –insistió cuando intentamos rechazarlos–, les vendrá bien para encajar lo que les falta por escuchar.
Obedecimos aterrorizados.
–Como iba diciendo, el señor Leocadio ya ha contratado a una empresa para que limpie el terreno –explicó, y apuró la bebida de un solo trago–. ¿Me permiten seguir con el testamento?
–Sí, sí, claro. Faltaría más…
Antes de continuar se ajustó las lentes, que habían resbalado hasta la punta de su alargada nariz.
–A tal efecto –leyó–, para ahorrar esfuerzos y recursos a mis herederos, me ocuparé de la limpieza del monte y las zonas colindantes, así como de las labores de excavación para la plantación de la encina.
–¿Qué encina?
–La de don Mariano.
–¿Quién es ese? –pregunté yo.
–Lo conocerán en el bar, no se preocupen.
El notario nos observó por encima de las gafas con sus ojos azules casi escondidos entre aquellos párpados que parecían bolsas del supermercado.
–Como iba diciendo, ustedes se limitarán a las tareas de reforestación.
–¿Y qué vamos a plantar? –preguntó mi padre–. ¿Coliflores?
Ambos nos echamos a reír.
–Árboles, caballero. En concreto… –hizo una breve pausa para buscar la información en la siguiente página del testamento–, a ver si lo encuentro. Aquí está. En concreto, plantarán las siguientes especies: higueras, abetos, pinos, robles, encinas, alcornoques, almendros, olivos, acebuches, algarrobos, granados, jinjoleros y madroños.
–Yo no puedo –advertí–. Voy a clase de piano en el conservatorio y mis manos son muy delicadas.
–Usarás guantes y cualquier otro material que precises –me explicó el hombre con una tranquilidad pasmosa–. Tu abuelo se ha encargado de comprar todo tipo de útiles y herramientas.
–¿Y los árboles? –preguntó mi padre.
–Son unos cuantos –admitió él.
–¿De cuántos hablamos exactamente?
Se hizo un silencio mosqueante. El notario entrecruzó los finos dedos de sus manos.
–De diez mil, más o menos.
–¿¿¿Qué???
Los dos saltamos de las sillas como si nos hubieran cancelado las fiestas del club de tenis.