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V. Carta de Eva a las hijas

«Sé que nada enjugará de mi frente el rubor de la vergüenza, que la noche más negra no será lo bastante opaca para absorber la humillación de ser mujer, que nada me liberará de la tristeza humillada de saberme viva únicamente para recibir esperma.»

La noche espiritual

Lydie Dattas

Quiero creer de mí que soy un emblema de la desmesura. Mujer-hybris que quebró las leyes de la naturaleza y los mandatos del Padre. Me negué a vivir en un jardín estrecho y pacato. Porque eres tibio, Adán, ni frío ni caliente, te vomité de mi boca y me amancebé con las bestias de otras especies. Temblé y en mi temblor descubrí la piel desnuda. Supe que existían el calor y el frío. Mordí el fruto y al probarlo comprendí la fuerza de los anhelos, supe que la Tierra no era ese sitio pequeño y vigilado, esa región vallada que se llama paraíso. Comí y os enseñé la vastedad del cosmos, las puertas se abrieron a lo desconocido, a la inmensidad del tiempo. Mi desnudez alumbró la posibilidad de gestar deseos nuevos. Tuve hambre y mordí. Sentí calor. Me acaricié y en el tacto comprendí que la servidumbre no es una soga en el cuello, sino plomo sobre el alma. Soy la primera mujer y esta carta que ahora escribo es el legado que os dejo. Soy Eva y soy Lilit: el anverso y el reverso de una misma figura execrada. La madre sumisa por fuera. La maligna prostituta por dentro. La feminidad obediente. La feminidad puta. La esposa sometida. La ramera marcada. Todos vuestros silencios. Un leviatán mudo. Bestia embriagada. Diosa de fuego.

Incliné la cabeza ante los poderosos, mientras por dentro ardía. Agaché la testa, es cierto, pero a cambio me inventé vuestros incendios. Y descubrí por vosotras las llamas y los anhelos. De la boca a la vagina, siempre fui un animal de dos fauces. Criatura hambrienta. Todavía recuerdo el trance de la revelación. Yo era una tea encendida. Me acerqué al hombre y él me miró impasible con sus ojos de pescado muerto. Me palpó con sus manos tibias y con sus dedos de barro. Cansada de la estulticia de mi compañero, mareada como estaba por mi propio fuego, me tumbé a descansar al amparo de un árbol viejo. Yo quemaba en el ensueño, en la suavidad del musgo, en el roce de los bichos que me olfateaban. Gatos salvajes y perros reposaban a mi lado. Cardos de hermosas flores. Sentí un calor intenso en el interior de los muslos. Y entonces me desmayé. Me despertaron los cuervos y los mochuelos. Mi clítoris vibraba en el centro del día. Del interior de mi sexo brotó una serpiente resbalosa y gélida. Reptó por mi cuerpo y ansié la noche con su horizonte eterno. En el contacto helado con la piel del animal, supe que el placer es la agitación de un cuerpo que se descubre vivo. La sierpe se deslizó por mi vientre y me trepó hasta el pecho. Subió y subió morosa hasta alcanzar mi oído. Ahí se detuvo y me susurró el vínculo sagrado entre conocimiento y hambre, los lazos profundos entre deseo y muerte, entre destierro y vida. Cuando terminó de hablar, descendió hasta mi tórax y se me enroscó en los senos. Me mordió. Me clavó los dientes y me inyectó su veneno. La sangre de mi pecho caía densa como un arroyo encendido. Con sus dientes me grabó un círculo de injusticia, una señal indeleble de dolor y compasión. No fue Dios quien me otorgó los regalos del amor, fue la alimaña. No fue Dios quien os mostró la pasión y el sufrimiento, fue la serpiente, fui yo. Dios solo sabe de exterminios y matanzas. Cuando la sierpe terminó de marcarme, me incorporé poco a poco. Mi pecho tatuado chorreaba sangre. Murmuré que estaba hambrienta y el ofidio me acercó una fruta madura y caliente. Mordí. Mastiqué y tragué y en ese momento entendí la condición autárquica de mi cuerpo sexuado. Mi placer iluminó vuestra conciencia. Yo soy vuestros ojos abiertos. Adán se acercó despacio. Miraba sin comprender. Me dio tanta pena su blandura hueca... El colgajo de carne le bailaba entre las piernas. Me reí y me acerqué. Adán me acarició y lamió la sangre que brotaba de mi pecho. Le di de comer. Adán mordió, aceptó el alimento que yo le ofrecía. Tuvo una inmensa erección. Se miró desconcertado sin saber cómo actuar, mientras la serpiente, húmeda y tensa, regresaba a la gruta de mi cuerpo feliz y también yo me tensaba y emitía sonidos de bestia inhumana. Adán entonces supo qué hacer: se acercó con violencia y me entró con furia. Los dientes de la serpiente se le hincaron en la carne erecta. Retorcido de dolor, invocó a su Dios Padre, que descendió de los cielos y le selló la herida. Después, entre los dos, me arrancaron de dentro la alimaña. Le pisaron la cabeza. Dios me abrió en canal, manipuló mi matriz y condenó a las mujeres a servir ya para siempre como vientres subrogados. Yo, que os enseñé el hambre como rebelión primera, os condené sin querer a parir constantemente a los hijos de los hombres, a los hijos de Dios Padre. Por favor, perdonadme. Perdonad que vuestros úteros sufran también mis embarazos, mis partos.

Los hombres me salían del cuerpo entre fluidos y heces. Desde el recto hasta mi cráneo se propagaba el dolor de sus futuras muertes. No era su condición mortal lo que me apenaba. Me entristecían sus filos de hierro y sus puntas de bronce: todos replicaron historias de fundación de ciudades, idénticos relatos de cítaras y de venganzas y de armas blancas. De diluvios y de plagas. De trabajos y de lepra. Tuve que ver demasiadas veces como los hermanos se mataban entre ellos, como se teñía la tierra de rojo estéril. Sangre yerta, sangre seca de cadáver sobre el polvo. También os alumbré a vosotras, las hijas de los hombres. Bebisteis de mis senos y mi leche os contagió la necesidad de saber. Chupasteis de mis tetas y recibisteis mi herencia: el anhelo de la noche como el más cierto horizonte, la urgencia por conocer lo que está lejos, más allá, mucho más lejos de los jardines cercados por padres y por maridos. Perdonad que os condenara a repetir en vuestros vientres la ley del esposo. Porque os di la compasión y la voluntad de huida, por favor matad al Niño. Vosotras que podéis, asesinadlo. No dejéis que resucite. Matadlo sin tregua, del mismo modo que yo lo alumbré sin descanso. Romped este insoportable bucle de reproducción de lo mismo. Ahogad al Niño, buscad en vuestras entrañas la semilla disidente. Profanad los templos sagrados del linaje masculino. Traed el ensueño de Lilit a la vigila: selvas exuberantes, bosques húmedos y rojos. Floreced amores raros, sexos improductivos, escapad a horizontes fugados. Sumergid al Niño en los pantanos del Edén como hacen tantos hombres con las niñas usadas. Porque os amamanté con la leche del deseo femenino, lleváis arraigada dentro la ira de las diosas mortales. Con idéntica leche nutrí a la serpiente. Y ahora lleváis sus huevos entre las piernas, a punto de eclosionar y con la boca abierta.

Autocienciaficción para el fin de la especie

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