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Una gasolinera, un cuerpo, un prólogo

«Así que ya veis que escribo para nada. Escribo como hay que escribir, me parece. Escribo para nada. Ni siquiera escribo para las mujeres. Escribo sobre las mujeres para escribir sobre mí, solo sobre mí a través de los siglos.»

La vida material

Marguerite Duras

«Conduzco sin más objeto que llegar a la gasolinera Shell. La ruta traza desvíos y ramales por los que nunca antes había pasado. Parajes de extrañeza en los que me vuelco y me adentro. Huyo de mí internándome en el tuétano dolido de este animal moribundo que es la Tierra. El fin del mundo es un fenómeno suave que empezó hace ya tiempo. El hombre desapareció en Auschwitz. Dios se desentendió de los despojos humanos en Hiroshima. El planeta entró en cuidados paliativos el 26 de abril de 1986 con la explosión de Chernóbil. Desde entonces, el bosque rojo irradia su muerte más allá de la zona de exclusión. Todo terminó hace tiempo y todo sigue. El fin del mundo es un fenómeno lento. Me gusta ir en coche de madrugada: la luz metálica se demora, huele a mundo inaugurado, a caos recién dormido, a óxido de hierro, a tierra mojada, a posidonia podrida. Atravieso parajes de arcilla roja donde los yerbajos crecen libres y esplendorosos. Cruzo descampados llenos de vida: colchones destripados y perros sarnosos, caravanas ocupadas por unas niñas salvajes que solo comen raíces, colonias de gatos y árboles calcinados, rebaños de ovejas flacas y ramos de siemprevivas en los cruces del camino, flores secas donde un día hubo una madre llorando. Dejo atrás pequeños bosques y un pelotón de ciclistas alemanes con quemaduras solares de primer grado. Atravieso pueblos fantasma: casas vacías, polvo y fábricas abandonadas. Hay un tractor incrustado en una pared de piedra. A su lado hay un cadáver: su putrefacción dignifica y da sentido a mi existencia. Avanzo por un erial salpicado de flores grises y de arbustos marrones. Las montañas llamean, siempre altivas a lo lejos. Pero el fuego nunca baja. Solo caen las cenizas. Quién sabe lo que arderá allá arriba. Amanece con demora. Todo se tiñe de malva. Me gusta ir en coche a estas horas. El horizonte es pesado y se comba hacia el suelo. El cielo, olvidado de sí, pesa el dolor del mundo. Un cielo gravoso y rosado, una bóveda plomiza que amenaza con caer. Amanece despacio. El paisaje, empeñado en su belleza, transita hacia el día. La mañana colapsa y caen las primeras gotas. A lo lejos se oyen truenos y a mí me da por llorar. Entonces la lluvia arrecia y el aire se hace liviano. Las nubes dejan entrever las estrellas y el firmamento, los satélites, los asteroides, sus danzas descerebradas, su alegría incomprensible. Después todo se ciega. El mundo regresa al negro. “La tierra estaba confusa y vacía y las tinieblas cubrían el haz del abismo.” Llueve con profusión. La tormenta está cada vez más cerca. Los relámpagos alumbran con su fulgor esta inmensa oscuridad que se cierne sobre mí. El coche tiembla. Yo también me estremezco. Siento bajo las ruedas como se abren las grietas en el asfalto grumoso. A la vuelta de la curva, al final de la barriga que dibuja la ruta, vislumbro el letrero de la gasolinera Shell: concha roja y amarilla, valva fosforescente que se mece violenta con el ciclón que desciende de los cielos arrobados. Entro y me detengo. Apago el motor del coche: saldré y correré hasta el bar-supermercado, me dejaré acunar por el olor del café recién molido, me hundiré en el aroma artificial del regaliz de fresa. Pero la lluvia empuja el cielo hacia abajo y el coche vuelca. Los cristales se quiebran. Yo también me fracturo. Estoy acurrucada y temblando. Mi costado izquierdo descansa sobre el metal empapado. Me desovillo y me duele el cuerpo y abro como puedo la puerta del acompañante. Por fin salgo del coche. Estoy en el centro de una tormenta huracanada y eléctrica. La atmósfera huele a gato mojado y a aceite de motor requemado. Hay restos de diésel en el cemento rajado que dibujan mapas a ninguna parte. Me quedo quieta mirándolos. Son hermosas las figuras. Parecen querer anunciar algo. Un rayo tiñe de un púrpura virulento el horizonte y el fulgor del cielo revienta en mi carne. Una vibración intensa desgarra por completo el terreno y se abre un socavón de tiempo. También yo estoy abierta en canal y me enfango. Me diluyo en el asfalto reventado y todo se viene conmigo: los ciclistas cancerosos, los gatos famélicos, las niñas desnudas y asilvestradas, la gasolina sin plomo y las aves deformadas; los tonos malvas y los rosados, los púrpuras y los rojos de los antiguos cielos; las ovejas en los huesos, los perros cadavéricos, la tierra pringosa, la ceniza de los fuegos de las montañas. Todo cae por la grieta de la gasolinera. Me ahondo en la fisura del Planeta. He perdido mi cuerpo, pero no estoy muerta. Me desdibujo en el amnios de la gasolinera. Todo está en silencio mientras espero. Todavía no sé qué. Todavía no sé a quién. Estoy callada y espero.

»Años después del accidente en la planta de energía nuclear Vladímir Ilich Lenin, hubo una tormenta purpúrea en la isla de Mallorca. Una nube de pájaros 137A trajo desde Ucrania una lluvia tóxica. La nube se condensó y cubrió el cielo de la Shell recién edificada. El asfalto fresco, la pintura blanca, los surtidores, los baños: todo se tiñó del color de las fresas salvajes. La nebulosa rosada estuvo suspendida en el aire algunas horas. Si achinabas los ojos para no cegarte, podías adivinar la forma de una criatura preñada. Era noche cerrada cuando empezó a llover. Estaba amaneciendo cuando una luz cada vez más prodigiosa cayó al suelo con la lluvia. Se desplomó suavemente sobre una Shell todavía tierna. Las aves, enfermas de estroncio y de cesio, se deshicieron despacio. Todo pereció con ellas. El humus envenenado se filtró en el subsuelo de la gasolinera. La Shell, herida fresca y vertedero blando, renació de sus lodos como esfera imperfecta, un asteroide pequeño hecho de muerte y de enfermedad. De los restos de la Shell emergió un planeta valva encendido y nacarado.»

Así empezaba el primer borrador de este ensayo. Tentativa fracasada, o tal vez fuera terror, de escribir narración sci-fi. Pero ¿qué significa ensayo si no probatura y error? Habría sido hermoso ejecutar mi delirio: escribir la historia de mi cuerpo sumergido en las tripas de una Shell. Un cenagal fecundo de donde emergía un astro celeste y #fem destinado a recoger los desechos de la Tierra y también de otras esferas ignotas y negras: niñas explotadas en talleres clandestinos, esclavas sexuales escapadas y asesinas; alienígenas deformes y ancianas seniles; escritoras malogradas y brujas quemadas; úteros subrogados y adolescentes pobres; cíborgs organizadas para matar a los hombres y artistas capaces de destruir la materia; rameras lumpen, místicas enardecidas, santas procaces, santas locas de remate. Habría sido hermoso renacer como asteroide. Una roca planetaria. Un basurero lleno de criaturas lisiadas. Para mi alucinación sci-fi había imaginado también que nuestra madre primera, Eva mitocondrial, llegaba hasta la Shell procedente de los suburbios de Ghana: la comezón de su carne infectada se le hacía insoportable y se lanzaba al mar. Su cuerpo intoxicado se convertía, en contacto con el agua, en un atún tumefacto, rojo e indecentemente obeso. Y el pescado radiactivo nadaba hasta Mallorca y llegaba hasta el planeta valva por las tuberías del aseo de las mujeres. Nuestra madre primigenia no cabía por la taza del váter. Se dejaba despiezar, nos servía de alimento. Nos comíamos su carne, nos bebíamos su sangre. Y nuestros cuerpos mutaban con la pulpa venenosa de Eva mitocondrial y éramos cada vez más tumorales y amorfas, más ilegibles y hermosas. Creo que aprendíamos el arte de la partenogénesis de un dragón de Komodo y la turba de taradas era cada vez más grande. Y llegaba un momento en que no cabíamos en la concha planetaria, en la Shell vertedero. Para el desenlace de mi historia, planeaba una explosión y reventábamos todas en un sistema con un sol invisible y muy pequeño. Y ya no recuerdo qué más. Tal vez inventáramos danzas desorbitadas, qué sé yo, y ahí terminaba todo.

Mis primeras autocienciaficciones fueron, en efecto, fallidas. Hay cantidades ingentes de carpetas que no he vuelto a abrir. Probatura y error. Este ensayo. Este libro que ahora empieza para decir de otros modos lo que quería escribir en mis primeros conatos. ¿Y qué era lo que quería? Quería escapar de mí y regresar, siendo otras, a mi estado primigenio. Ser postura fetal dentro del fango. Quería escribir con los ojos replegados. Cruzar agujeros negros y atajos hasta otros cuerpos. Borrar todo recuerdo de mi vida personal. Ser alimento para otras especies. Quería traer a este ensayo los gestos y la textura del salitre y del mar. Nadar todas las aguas y terminar para siempre con el poder masculino. Quería multiplicarme, ser arrogante y obscena, vulnerable y pequeña. Asesinar al niño muy suavemente. Deshacerme en universos de compasión y de muerte y de pactos amorosos con otras especies. Quería comer y matar, nutrirme y morir de inanición, renacer sin prevenciones innumerables veces.

Quería pensar los límites del deseo y de los cuerpos, del hambre y de la piel. Protegerme y ser larva, crisálida, mil criaturas mutantes. Aprender de todas ellas la indefensión y la fuerza. Quería pensar la belleza femenina y también sus abyecciones. Tratar de entender cómo follan las personas sin cuerpo y enamorarme muy fuerte de los seres asexuados. Probatura y error: deseaba escribir el erotismo turbado de quienes buscan a Dios en el centro de su plexo o debajo de sus faldas. Explorar los límites entre placer y dolor; vindicar los estigmas de las rameras, explicitar mi odio a lo puritano. Probatura y error: he venido a resarcirme de algunos agravios, de insultos gratuitos de hombres y de mujeres a quienes nunca he dañado. He venido para ser la mujer descabezada más hermosa de la Tierra y para acariciar sin miedo la piel resbalosa de las serpientes. Me sumergiré en la dicha, chapotearé en la grieta, esa herida permanente. Aprenderé de otras vidas qué cosa es resonar, qué significa habitar los entornos digitales. ¿Qué quiero yo en este ensayo? Quejarme de mi cansancio, de la tristura indecible que me provocan las aulas. Me perderé en otros cuerpos y ensayaré acabamientos para la especie humana. Vaciaré mi nombre de todo sentido. Ensalzaré con una enorme ternura las feminidades más sucias e intentaré que estallen las taxonomías de género. Diré que la identidad es un apéndice vano: un yo que cuando se inflama debe ser extirpado. Haré de esta escritura autocienciaficcionada una intervención de descarte. Amputación y fractura: las carnes recosidas. ¿Qué quiero en este ensayo? Ser cicatriz rosada. Preguntarme: «¿Qué mujer?». No saber qué contestar y reescribir mi cuerpo.

Este libro. Mi cuerpo. Esto que ahora tienes en tus manos.

Mi carne protesta contra su forma humana; mis huesos buscan su inteligibilidad primera. Errática y vagabunda, muto, navego, sondeo, atravieso de parte a parte personas, sonidos, objetos. Parasito por un tiempo metáforas e imágenes. Entro y salgo de figuras y de cuerpos para arruinar sin piedad mi certeza antropomorfa. Mi amor por lo extranjero se expande en la intimidad de mi existencia desnuda: xeno-hambre, xeno-anhelo, xeno-dicha, xeno-diosas.

Escribo la destrucción de mis afectos humanos.

Mi matriz inútil teje mundos paralelos.

Estados embrionarios.

Universos enfermos.

Todas las vidas que vivo y que no llevan mi nombre.

Autocienciaficción para el fin de la especie

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