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I. Sexual, del latín tardío sexualis, ‘propio del sexo femenino’

«Por favor no sufran más,

me cansa,

dejen de respirar así,

como si no hubiera aire

dejen el lodo, el impermeable,

y el vocabulario,

me cansa,

la mujer

deje de tener pérdida

ese chorro sufriente.»

«Mutatis Mutandi»

Irene Gruss

Me pregunto qué hago aquí, varada, encallada, detenida pensando cuerpos. Vuestros cuerpos. Mi cuerpo. Obstinada en comprender la carne. Su temperamento mutante. Vuestra carne. Mi carne. Me pregunto qué hago aquí absorta en la contemplación de nuestra fragilidad, tratando de entender los límites de los cuerpos. De dónde a dónde voy, hasta qué lugares llego. Qué son esos kilos que me arroja la balanza, qué significan mis gestos, qué quieren decir mis rostros. También me pregunto quiénes sois vosotrxs. De dónde a dónde llegáis, qué dimensiones tenéis, dónde empiezan vuestros cuerpos, dónde acaba vuestra piel, qué pasa si me tocáis, qué ocurre si os toco. Me pregunto qué hago aquí tan seria y reconcentrada, abismada en los símbolos que organizan mis entrañas, obcecada en escribir las figuras femeninas incrustadas en mi dermis, empeñada en observar qué modelos me dan forma, quiénes deciden quién soy, qué cosa es mi existencia, por qué hay que llamarme mujer. Me pregunto quién soy yo en este paisaje de cuerpos. Qué mujer. Qué es eso. Mi condición femenina es zona de crisis perpetua. Desde esa incomodidad escribo. Mujer, condición femenina: me pregunto qué hago aquí revisando una herencia que me amasa como limo.

El agua y la tierra. La lluvia cuando se filtra y se expande en el subsuelo.

Somos punto de contacto, somos caricia y fricción. Frontera levantada y muro caído. Porque un cuerpo es un proceso de negociación de límites (territorio demarcado, entidad señalizada), es también la ejecución de un corte, el producto de un descarte: lo que soy, lo que no soy. La Mujer, lo otro del Hombre. La Condición Femenina es sustancia excedentaria fuera de las murallas de la Identidad Masculina. Feminidad: lo que se odia y se teme, lo que se desprecia y se anhela porque no se tiene. Adoración. Rechazo. Voladura incontrolada en las pulsiones del Hombre. «Sexo bello, sexo débil»: eso dice el diccionario. Ellos, el sexo fuerte. Sobre mí su violencia. Sobre mí también el peso de los hombres amados. Las marcas que me han dejado, las huellas que no se borran. Dentro de mí, sus penosas eyecciones: derramamientos sombríos que me conmueven y afligen. Porque, como escribió Maggie Nelson, «follar deja todo tal y como es. Follar no puede de ninguna manera interferir en el uso real del lenguaje. Porque tampoco puede dar ningún cimiento. Deja todo tal y como es».

Me pregunto qué hago aquí pronunciando la palabra hombre, escribiendo el sustantivo mujer, reproduciendo el verbo follar, revisando imaginerías de trazo grueso, insistiendo en categorías, masculino-femenino, que me lastran y me cansan, abundando en conceptos que esclerotizan el mundo. Expresiones que organizan y que encarcelan, que ahogan y que cercenan. Y sin embargo no puedo sustraerme de esas nociones porque es todo cuanto tengo para decir los cuerpos. También para destruirlos, para acabar con sus nombres y con sus identidades. Cuerpo de mujer. Cuerpo de hombre. Distinciones culturales que levantan baluartes, y dentro de sus murallas, temeroso, agazapado, todo ese conjunto de rasgos que tratan de apuntalar nuestra carne, carne inconstante y dolida siempre al borde de la ruina. Tras los muros que protegen las identidades, un montón de complementos (materiales culturales, dispositivos médicos y discursos de género) trabajan para fijarnos y hacernos reconocibles. Pero qué identidad no es fisura, qué yo no es molde cedido, qué yo no es horma rajada. Qué sustancia no es linde inestable, mareo, de-sequilibrio. Quién no carga en sus hombros con su triste contingencia, qué carne no es humillada por su condición fungible, qué envoltura no se daña con el transcurso del tiempo, qué huesos no se quiebran, qué tuétanos no se ablandan, quién no se pone enfermo. Quién escapa de la muerte. No hemos sido llamados a ser perdurables. Por eso inventamos los cuerpos: carne atravesada por la palabra, carne consciente que necesita idear un significado. Carne demarcada por lindes convencionales, por normas y anomalías, por sentidos rectos y por vías inaceptables. Somos cuerpos, arquitecturas simbólicas y procesos culturales. Diques y rompeolas; entre los otros y el yo, empalizadas.

¿Una mujer? Suero y células muertas, una herida supurante, un tejido inflamado, una llaga que chorrea civilización y Occidente. Construirse un cuerpo es un acto de autoagresión. Generar identidad es un trámite perpetuo de automutilación. Decir el pronombre yo es señalar la fractura entre el mundo y mi existencia. Así es como la cultura ha recortado los cuerpos, así es como la cultura indexa a las mujeres: el otro lado del hombre, los materiales sobrantes. La mujer es lo excluido, la mujer es el desecho, la sustancia irreciclable. Así es como escribo mi cuerpo autocienciaficcionado.

Mira mi piel marcada por tanta historia en silencio.

Deslizo los dedos por las teclas de mi portátil. Escribo lento por el peso de las manillas, anillos de hierro rodeando mis muñecas. Muñeca: articulación, tejido, poste de piedra, fémina presuntuosa e insustancial. Escribo lento porque soy una mujer, ese sujeto pesante, esa cosa balizada. Cuidado. Peligro. Grilletes de hierro en las manos. Trapito privilegiado del deseo masculino y también de su desprecio. Somos existencias sexuadas, territorios de conquista y de ocupación, carne penetrable, zona de carga y descarga. Feminidad y Mujer son doctrinas que velan por mi cuerpo y por mi peso, por la integridad de mis deseos y de mis actos; prédica que asegura el encaje de mi carne en su moldura discreta y atemperada. Pero si me ajusto a la horma, me quedo sin aire, salgo amoratada, llagada, hay poco sitio ahí dentro, hace frío y no quepo.

Hay hombres que me han llamado diosa. Hay hombres que me han llamado perra. Con doce años los niños de mi clase me llamaron puta y me tiraron piedras porque me habían crecido las tetas. Las mujeres nunca me han llamado diosa, pero me han tirado piedras. También me han llamado puta. Este cuerpo de mujer que tenéis en vuestras manos es lugar de torceduras. Un ramal que os conduce a universos estragados y a existencias ultrajadas. Soy la mujer desviada, las figuras esquinzadas, las imágenes luxadas, compost de los basureros.

Todas las piedras que me han tirado.

Empiezo a entender qué hago aquí, repitiendo carne, mujer, cuerpo, escribiendo la palabra puta, pensando en la palabra exclusión: estoy escarbando, meticulosamente y sin prisa, en la ciénaga abismada del legado femenino, ahí donde se pudren los cuerpos de las niñas desaparecidas. Excavo con las manos en el lodo denso. Topo con cristales y con astillas. Me rasguño las manos, se me desgarran los brazos. Se me desconchan las uñas, me lleno de barro hasta las rodillas. Me seco el sudor de la frente, me froto los ojos con las manos pringosas, se me corre el rímel. Me ensucio de mujeres, de mujeres ficción, de mujeres que existen o que existieron; me ensucio de mujeres muertas, de mujeres amadas, monstruosas y bellas. Mi escritura se convierte en una cuestión femenina porque no puedo pensar los cuerpos sin ahondarme en las convenciones que organizan la materia. No puedo pensar mi cuerpo sin destapar la cajita y ver qué peligros albergo, no puedo escribir mi cuerpo sin abrirme de piernas y ver qué amenazas ocultan mis agujeros. Escribo para cavar y hacer florecer los pozos de las feminidades impuras, las mujeres que me alientan. Me interno en los bosques espesos, voy a los descampados de los extrarradios, rebaso las lindes que me habéis dado. Penetro en la zona prohibida de los vertidos tóxicos. La mujer es un residuo biodegradado que se lanza a campo raso. Salto la valla y entro en el fango. Escarbo sin hacer ruido y me pongo hasta arriba de abyección femenina.

Autocienciaficción para el fin de la especie

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