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II. Islas resonantes

«Escribo desde un lugar desértico

donde nunca ha respirado la razón.»

La noche espiritual

Lydie Dattas

Las islas y los desiertos se parecen mucho: dos retóricas de silencio, dos accidentes remotos, geografías que describen los paisajes de mi exilio, este retiro interior que ocupo y que me habita: una roca porosa y a mi alrededor el mar, un mar muy oscuro y quieto, la orilla llena de algas y de musgo quemado, los montoncitos de arena donde crecen los cardos, el sol cuando cae a plomo y crea una ilusión de agua en la línea del cielo. Las islas y los desiertos son mi queja sostenida contra un mundo exterior que me agarra y no me suelta, una protesta callada contra la vida entendida como un trasiego incesante hacia la plenitud. Las islas y los desiertos son mi llanto prolongado contra consignas que exigen buscar la felicidad, un lamento solitario contra el deber de avanzar y dar pasos adelante. Un reproche sosegado contra mi existencia pública, tantos lugares comunes que reclaman mi presencia, tanta palabrería, tanta gente en todos lados. Soy una mujer agotada y desquiciada. Isla, desierto, la flor del cardo: contralugares que acogen esta nimia disidencia de mujer cansada, territorios interiores que cancelan por un rato mi estar en el flujo del tiempo, lechos marinos donde suelto mi lastre y dejo de ser parte del cuerpo social. Soy la isla y soy el mar y los desiertos de arena. Para entrar en los parajes de mi vida verdadera, me desnudo y me encamo. Soy la enferma imaginaria. Soy la loca que se amarra por su propia voluntad. Me encadeno al colchón, me ato de pies y manos a mi cama fortaleza: baluarte de defensa contra el ruido irritante de vuestro planeta Tierra. Pero el alcázar que erijo cuando me meto en la cama, ojerosa y sin ropa y saturada de gritos, no es la torre solitaria ni el bastión inexpugnable. Siempre hay alguien más conmigo en mi colchón atalaya: mujeres con dagas entre los dientes, seres que me quieren bien y que por eso me asaltan, bisbisean sus palabras y me abren incisiones y se me cuelan por dentro cuando al fin todo enmudece. Voces dulces que me toman, amorosas e impías, y me clavan sus puñales para que vierta mi sangre.

En mi estar horizontal el griterío se acalla. No es un silencio seco, no se trata de aridez: hablo de murmullos y de roces, de pequeñas heridas, de susurros, de escrituras. Hablo de una comunión de sangres en resonancia. De mi cuerpo convertido en estado mineral. La isla y la sal. La flor del cardo. Los pies sucios de salitre y de arena mojada. Cuando me tumbo y me aquieto, siento en mí la agitación de esas otras mujeres que irradian sus silencios en la literatura: islas solitarias rodeadas de mar. Me arrullan sus voces quedas, me hieren con sus palabras, me invaden con sus cuchillos. Llegan hasta mí y me toman, me empapan con sus caricias y sus besos torrenciales. Siento sus flujos salobres recorriendo mis arterias. Somos un cosmos pequeño de océanos y de piedra, archipiélago poroso en su juntura invisible. Somos ondas de sonido y propagamos secretos: espuma de ruido rosa, melodía en voz muy baja, gestos marinos que en su vaivén de agua me acunan como a una niña. En mi estar horizontal el temblor de otras mujeres incide sobre mi piel como una luminiscencia: haces sonoros de luz que se clavan en mi carne y me ponen a temblar. En mi estar horizontal, las criaturas #xeno emergen de un mar muy negro y reptan hasta mi boca con sus idiomas anfibios.

Son las seis de la mañana cuando tecleo en el Word el sintagma nominal «idiomas anfibios». Tengo demasiado sueño para seguir escribiendo. L’Île Re-Sonante de Éliane Radigue se repite en bucle, en curvatura obsesiva. Mi ordenador arde por las horas de trabajo. Aun así, subo el volumen. Volumen procede del latín y significa ‘rollo de un manuscrito’; ‘corpulencia o bulto’, ‘cuerpo material de un libro’, ‘magnitud física’, ‘intensidad de sonido’. Escritura, peso, sonoridad: todo cuanto necesito para ser isla y desierto. Volumen, algo que a un mismo tiempo es literatura y cuerpo, música e intervalo de silencio sostenido. Materialidad. Palabra. Gravedad y anhelo. Son las seis de la mañana y estoy en mi despacho muerta de sueño. Sé que no continuaré ahora con este ensayo y en un ademán perezoso me giro hacia los estantes. Observo el caos de mi biblioteca, un cencerro, una virgen, cuadernos que uso como herbolarios. Me fijo en un pósit amarillo que sobresale de un libro. Un libro aplastado bajo una pila de dietarios. No suelo utilizar adhesivos de colores, así que por pura curiosidad saco el libro del montoncito. Ni siquiera tengo que levantarme de la silla para alcanzarlo. Alargo el brazo derecho, siento como me nace desde la cintura, como se estira la piel, como se curvan la carne y las costillas, como llega la tensión hasta los dedos. El libro está lleno de polvo y se llama Paisaje con grano de arena: se trata de un poemario de Wisława Szymborska. La portada está manchada de chocolate negro y de aceite de rosa mosqueta. Conmigo no hay manera. El poco respeto que les prodigo a los libros. Los deslomo, los ensucio, suelo encontrar flores dentro, a veces también tierra y musgo, anotaciones a lápiz, tachones y corazones, suelo doblar las hojas para marcar las páginas donde hay fragmentos valiosos, versos exactos y pasajes perfectos como un rubí o un diamante. Los señalo porque sé que volveré a ellos. Por eso me extraña el pósit, ese papel amarillo. Mi marido a estas horas duerme todavía en la habitación compartida, así que despliego el sofá cama que hay en mi despacho para tumbarme y leer a la escritora polaca. Su grano de arena es ahora mi desierto anhelado. Podría habitarlo siempre, quedarme a vivir en él. Abro el libro. El papelito está pegado en la página 105 y dice «desobediencia mansa» de mi puño y letra. No recuerdo haberlo escrito. Más abajo de la nota está impreso el poema «La mujer de Lot».

El Génesis cuenta que dos ángeles enviados por Dios llegan hasta Sodoma para alertar a Lot: si no encuentran a diez hombres justos destruirán la ciudad. Se trata de un mandato divino. Los emisarios pernoctan en casa del sodomita. Por la mañana, los conciudadanos se enteran de la presencia de unos forasteros y rodean la casa exigiendo explicaciones: qué hacen contigo esos dos, qué vienen a hacer, qué buscan, quiénes son, para quién trabajan. Entonces, para proteger a los mensajeros de Dios, Lot ofrece sus hijas a la turba enfurecida: «Mirad, dos hijas tengo que no han conocido varón; os las sacaré para que hagáis con ellas como bien os parezca, pero a esos hombres no les hagáis nada». Los sodomitas rechazan airados el ofrecimiento de Lot y los ángeles lo salvan de una muerte cruenta. Más tarde le advierten: «En cuanto salga la aurora, vamos a destruir este lugar». Los siervos de Yahvé llevan fuera de los muros de Sodoma a Lot, a su mujer y a sus dos hijas: «Sálvate. No mires atrás y no te detengas en parte alguna del valle». Mientras la familia avanza, cae sobre la ciudad una lluvia de azufre y fuego. Justo un momento antes de la lluvia de llamas y de químicos tóxicos, la mujer de Lot contraviene la orden de Dios: interrumpe su andadura y se gira hacia atrás.

En Paisaje con grano de arena, Wisława Szymborska ofreció su propia versión del relato bíblico. Un poema puesto en boca de la mujer de Lot. Su historia comienza con estos versos: «Miré hacia atrás apenada por mi escudilla de plata. / Por descuido, al atarme una sandalia. / Para dejar de ver la nuca justiciera de mi esposo, Lot. / Por la súbita convicción de que si caía muerta / él ni siquiera se detendría. / Por desobediencia propia de mansos. / Aguzando el oído a las señales de la persecución. / Intrigada por el silencio, con la esperanza de que Dios hubiera cambiado de idea.» Leo el principio de ese poema y comprendo que la montaña de sal en que se convirtió la mujer no fue un castigo divino sino una decisión sabiamente tomada por ella misma. Leo una vez y otra vez esas primeras palabras y siento que la cerrazón de la esposa de Lot se parece mucho a mi pulsión de desierto. Tengo heridas antiguas que ahora vuelven a arder con la sal petrificada de la mujer sin nombre. La escritura de Szymborska renueva mi desazón, está conmigo en el sofá desplegado, haciéndome rajaduras. Leo «La mujer de Lot» y, aunque no lo recuerdo, entiendo por qué escribí «desobediencia mansa» en un papel amarillo: cuando leí el poema debió de parecerme, como me ocurre ahora, que esos versos contenían una forma radical de subversión femenina. El desacato apacible contra la ley de los hombres, la rebelión callada contra la ira de Dios. Su aparente mansedumbre es mi anhelo de ser isla, mi existencia horizontal. Sus sandalias sin atar, su detenerse tranquila para rehacer el lazo de su calzado son mi cuerpo desvestido, mi cuerpo cuando entra en la cama para detener el tiempo. Leo las palabras de esa mujer y comprendo que a las dos nos inquieta un mismo silencio. Un vacío, un eco muerto, la aridez que corta el aire en los instantes previos a la desaparición de los seres y los lugares que amamos. Las mujeres que ahora soy no queremos acatar las leyes que dicta Dios. Solo hacían falta diez sodomitas justos para salvar la ciudad. Esos ciudadanos violentos cercando la casa de Lot, ¿no fueron acaso justos despreciando la vileza de un padre que ofrecía a sus hijas para salvar su pellejo y el pellejo de los verdugos enviados por Dios?

El amor por la vasija de plata que la mujer de Lot dejó atrás, en su casa devastada, me recuerda cuánto quiero mis objetos cotidianos, cuánto amo la belleza material de mis pertenencias, cuánto admiro la humildad de sus formas: los cuadernos-herbolario, el cencerro oxidado, la virgen de Guadalupe, los libros manchados, mi sofá cama color fucsia encendido. La mujer de Lot y yo dócilmente indisciplinadas; ella en cuclillas, tal vez sentada, anudándose el zapato, y yo en horizontal, apoyada en una almohada, descansando y leyendo y retomando este ensayo.

«Levántate y camina por la Tierra», ordenó Yahvé a los hombres. «No te detengas», recordaron los ángeles a Lot. Contra la vida como un tránsito esforzado y una andadura constante, nosotras dos proponemos el quietismo de los cuerpos. Porque sabemos de «la futilidad de una vida errante», nos negamos a dar una zancada más. La mujer de Lot vuelve la mirada a Sodoma y yo me estoy quieta en la cama, colmada de versos y de susurros. «Miré hacia atrás al dejar mi fardo en el suelo»: la esposa de Lot y yo en desobediencia mansa, detenidas sin más en el medio del camino. Giramos la cabeza en dirección a Sodoma sin asomo de nostalgia. No miramos hacia atrás por añorar el pasado sino por bochorno y rabia, por la deshonra que implica pertenecer a lo humano: «Miré hacia atrás por desamparo. / Por vergüenza de escabullirme a hurtadillas / [...] / Tuve la sensación de ser observada desde las murallas de Sodoma / y de ser blanco de burlas y de sonoras carcajadas». Y yo me giro con ella con la misma humillación, con un mismo estupor me giro para mostrar mi gran aversión ante la ley de los hombres y los mandatos de Dios.

«Miré hacia atrás por cólera», afirma la mujer de Lot en la historia de Szymborska. Mirar indignada hacia atrás es una hermosa manera de ejercer la rebeldía. Porque unos ojos abiertos que no miran adelante y se giran sin nostalgia deforman la línea del tiempo. Detienen el vuelo de las águilas y desvían el trayecto de la flecha más certera. Estoy en el sofá cama o atándome la sandalia y suspendo el curso del agua. Miro hacia atrás por furia y hago de los ríos un remolino de espuma. La quietud impresionante de la mujer de Lot me fija en el puro presente. Porque volver la mirada también significa impugnar la añoranza del futuro, repudiar todos los duelos, implica no convertir la memoria de los muertos en desierto inofensivo. Volver la mirada atrás implica llorar ahora, hacer del llanto denuncia. Refutar toda esperanza de la tierra prometida o los cielos protectores. Qué poco me importan las patrias perdidas o los reinos venideros; ningún territorio humano, ninguna casa de Dios podría mecerme con la morosa indolencia con la que me arrulla el mar. Qué poco me preocupa la salvación eterna, qué poco me interesa el goce futuro. «Nadie que mire atrás es apto para el reino de Dios», dictaminó Jesucristo. Mi quietismo es el rechazo de la palabra del Hijo. Por eso giro la cabeza atrás, por eso mi llanto se derrama ahora. No quiero llegar a ninguna parte. La mujer de Lot y yo queremos estar a solas con nuestras cosas. Ella, con su vasija argentina; yo, con mi agua y mi salitre en mi desierto interior. Sodoma es el nombre de las mujeres sin nombre, Sodoma son dos ojos mansos de esposa desobediente, de hija insubordinada que se encapsula en sí misma, avergonzada y cansada de pertenecer al mundo. «La mujer de Lot miró atrás, y se convirtió en un bloque de sal», dice el Génesis 19:26. La esposa de Lot decidió detenerse y convertir en piedra sus lágrimas saladas. Esfinge salina, cristal perfumado, roca blanca. Wisława Szymborska me regala con sus versos una imagen redentora de la vida interior. Me juego el cuello a que, dentro de ese bloque, salobre y endurecido por el curso de los siglos, una existencia no humana sigue latiendo y llorando.

Hay una isla deshabitada y volcánica en el archipiélago Izu que se llama Esposa de Lot. Un pedrusco japonés de espaldas al mundo. El suelo abisal que sostiene la roca podría entrar en erupción en cualquier momento. Si las aguas estallaran, la sal se desharía despacio en el agua hirviendo, dibujaría elipses y torbellinos, lenguas de lava, extensiones pegajosas de tierra ardiente. La piedra saltaría en llamas para volver al suelo y arraigarse en el lecho del océano Pacífico: «Me arrastré y emprendí el vuelo / hasta que del cielo cayeron las tinieblas, / la grava hirviente y los pájaros muertos. / Di vueltas y más vueltas sobre mí misma, sin aliento. / Hubiera pensado, quien verme hubiere podido, que bailaba», escribió Wisława Szymborska que dijo la mujer de Lot. Una isla de sal, improbable y distante, ejecuta en un mar remoto un movimiento apenado alrededor de su eje, un gesto de danza oriental, un baile de fuego y de muerte, y mientras yo, en mi sofá, estoy cediendo mi carne a la lágrima salada de la esposa de Lot.

Desde mi atalaya de sábanas de algodón con estampados florales danzo distopías ajenas y futuribles, pasados imposibles y presentes ingrávidos: agujeros de gusano que me tragan y me pierden, embudos por los que caigo, pasarelas que rescinden los marcos antropomórficos. Caigo en vertical por el puente de Einstein-Rosen y recojo los despojos de los cuerpos femeninos que me voy encontrando. Soy un repositorio somático de procesos culturales y de discursos políticos, una entidad antibiográfica que se encomienda a san Vito, patrón de las pesadumbres, para su trance quietista, para oficiar una danza oscura y lejana, allí donde realidad-Begoña y Begoña-ficción se funden y se disuelven en un mismo ademán de recogimiento y derrame. Una locura danzante como un llanto mineral en una pista de baile. Una fémina feliz, una mujer desquiciada que no deja de llorar piedra fundida, lava.

Autocienciaficción para el fin de la especie

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