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III. La danza furiosa de Emma Goldman

«En los bailes yo era una de las incansables y de las más alegres. Una noche un primo de Sasha, un jovencito, me hizo a un lado y murmuró que no era apropiado que una agitadora como yo bailara. Era indigno especialmente de alguien que estaba camino a convertirse en una poderosa fuerza dentro del movimiento anarquista.»

Viviendo mi vida

Emma Goldman

Hoy regreso de mi trabajo en la escuela molida y renqueante. Es algo que me ocurre con bastante frecuencia. El afuera me agrisa, la adultez me chupa el alma. Casi nunca sé qué hacer con esto que se supone mi vida. Nunca sé si festejar mi bendita autonomía o llorar mi condición de mujer emancipada. Comprar un vino muy caro, beber la botella entera, vomitar después el caldo igual que se regurgita el calimocho barato, escupirlo todo en un callejón como si tuviera quince años y me creyera inmortal. Comprarme un vestido de seda y colgarlo en el armario, no usarlo nunca, dejar que los gatos lo arañen y lo destrocen. Comprar un vestido de seda y no ponérmelo nunca y llevar bragas muy viejas y camisetas ajadas de hace más de veinte años. Nunca sé si arrancarme los ojos o si seguir viendo, entre manchas y torcida, lo grotesca y lo fea que es la lucha por la vida. A menudo me pregunto si sirve de algo mi esfuerzo devoto, mi uniforme de santa, mis sacrificios risibles y tan poco reseñables como el de hace unos días. En una de mis mañanas libres acompañé a un alumno a asuntos sociales. Mi alumno de veinte años que no tiene casa y que duerme al raso; mi alumno de veinte años que nunca ha trabajado y que llora todo el rato porque su padre está muerto y él es un chico trans que se siente muy perdido y busca su identidad. Fui yo quien pidió cita en asuntos sociales porque su madre está loca y su novio es muy nocivo y tiene un suegro muy turbio que a su hijo y a mi alumno les grita que son muy putas, da igual si están en casa o en el supermercado. Por eso prefieren dormir bajo el cielo abierto. Mi alumno vive con miedo. Necesita cuidados y saberse querido y lo único que tiene es su vida en la escuela y montones de miseria. Me dice que si respira es por inercia y que está muy deprimido, que no tiene fuerzas, que más le valdría estar muerto. Lo acompaño a asuntos sociales y le regalo El peor ciego, de Raúl Jiménez, el libro que hay que leer para lengua castellana, le digo que se lo lea. Y llega el día del club de lectura que organizo en mis clases y mi alumno desahuciado de una existencia corriente dice que el autor hace poesía, que describe situaciones muy duras que podrían ser reales, que eso de la poesía le sorprende y le gusta. Dice que también le gusta que aparezcan personajes que podrían ser él mismo. Que la novela habla de Dios y de soportar la vida y de cómo un chico usa la fantasía como forma de supervivencia, que la vida del protagonista es una mierda, pero parece bonita porque imagina cosas para no volverse loco. Y salimos del despacho de la trabajadora social y mi alumno está animado, casi parece contento, y dice que nunca antes en un sitio como ese lo habían tratado bien y dice que es porque yo estaba delante, que por una vez no lo han juzgado ni lo han hecho sentirse sospechoso o culpable. ¿Qué hago con todo eso? ¿Qué va a hacer mi alumno mayor de edad con las opciones de mierda que le han dado en asuntos sociales?

Me siento prisionera en una maquinaria perversa, pieza execrable de su engranaje, pero al mismo tiempo sé que puedo generar pequeñas anomalías, una desviación de la regla que perturba un segundo el normal funcionamiento de las instituciones, una grieta minúscula, apenas una úlcera que enseguida es reparada por los guardianes del orden. Soy una llaga colmada de furia y de pesadumbre que pide a sus estudiantes que lean libros. Pedirles a mis alumnos que lean un libro es todo un atrevimiento por mi parte, un desafío a las leyes que nos imponen los jefes del sistema educativo. Leer libros es un gesto muy rebelde que entra en grave conflicto con la pedagogía que impera en las escuelas de adultos. Hay que ir con pies de plomo con la cosa de los libros. ¿Cómo no voy a sentirme maniatada y rota? Una mujer hastiada. No me gusta mucho el mundo. No me entusiasma lo humano. No me importaría nada ser una isla de sal. Por eso ahora escribo los gestos afligidos de la danza butoh. Butoh podría traducirse por ‘danza que se adentra en la tierra’ o ‘un descenso a la oscuridad’. No en vano este arte corporal nació en los años cincuenta para decir los traumas de las bombas de Hiroshima y de Nagasaki, la quemadura insufrible, la piel desollada. Danzo y me hago apertura y rompimiento. Mi cuerpo me empuja hacia el suelo y entro en grutas oscuras. De su interior extraigo la memoria indecente del planeta. La sostengo en mis manos. Caigo dentro de la Tierra y desde allí vomito nuestra historia más cruenta. Danzo con todo mi peso el horror que he heredado. El sufrimiento que inflijo, la violencia que sufro. Yo escribo la danza butoh para no olvidarme nunca del padecimiento ordinario, del dolor de cada día; también para recordar la belleza de los cuerpos insubordinados. Escribo esta danza oriental para acercarme a la anarquista Emma Goldman y reventar con ella las pistas de baile. Para regresar a la carne que me ha sido arrebatada por el sistema al que sirvo.

Coreografío mi insomnio y mis gastos mensuales, las horas de despacho y mi sumisión a la legislación vigente; bailo las clases que imparto mientras Goldman me acompaña con una granada en la mano. Danzamos mi frustración y mis alumnos perdidos; bailamos mi paga doble y todo mi cuerpo sudado. El sueldo que me sustenta, el dinero que alimenta la estructura masculina de opresión y explotación o, como escribió Valerie Solanas en su manifiesto capa-de-mugre-por-la-muerte-de-los-hombres, «la destrucción total del sistema basado en el trabajo y en el dinero, y no el logro de la igualdad económica en el seno del sistema masculino, liberará a la mujer del poder de los hombres».

Asumo que es verdad, que mis flujos corporales y mis carnes explotadas son el pan y son el vino (ofrenda y sacrificio) de nuestro sistema; acepto que es verdad y que soy un poco puta, que mantengo relaciones laborales a cambio de un puñado de euros, que vendo mi cuerpo igual que lo hacen los hombres. Yo no quiero convertirme en jueza, carcelera y verdugo. Por eso estamos aquí danzando contradicciones. Bailarina amotinada y cancerbera de las normas de ortografía. Plañidera insurrecta y asesina de los hombres. Doce horas de trabajo y mi espalda dolorida. Doce horas de docencia tramando ejecuciones. Después me desvisto y buceo en el silencio salobre del mar Mediterráneo.

Un sueño recurrente: los alumnos desertan, desaparecen, no asisten más a clase, se los traga la tierra, las aulas quedan vacías, yo sigo yendo al trabajo, continúo entrando en clase, ese espacio amodorrado e inútil. Las horas se pierden en neblinas de tedio; los días se esfuman en un sopor libertario. Otro sueño frecuente: mi aula ruge de emoción estética, los cuadernos de los estudiantes esgrimen argumentos infalibles contra la meritocracia, insultan con poemas excelsos la cultura del esfuerzo y de la competitividad. Entre la pulsión de desistir ante un paisaje opresor que me destroza el alma y la fe que a veces todavía tengo en el poder subversivo de la enseñanza, está mi cuerpo herido por la innovación pedagógica. Entre la rendición a un sistema perverso que yo veo irreversible y la esperanza impostada de que mi trabajo sirve, está mi cuerpo estragado por las técnicas de cohesión de grupo. A mi total sumisión al régimen masculino del dinero y del trabajo, opongo el ademán de girarme hacia Sodoma. No hay manera de arreglar la grieta. Mira si no mi escritura como humo de volcán en discreta erupción. Mira el miedo con que danzo este baile terrorista, la humildad con que ejecuto el ardor de la lava. Mira si no esta mujer que se agacha para atarse la sandalia y que escribe «basta».

Autocienciaficción para el fin de la especie

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