Читать книгу Demonia - Bernardo Esquinca - Страница 17
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ОглавлениеMientras recorríamos la autopista recta y monótona que separa el aeropuerto del malecón –son kilómetros de mar sin playa, pegado a las rocas, que alejan tanto a locales como a turistas de aquella zona–, el taxista comenzó a hablarnos de las mejoras recientes en la infraestructura carretera. Nos anticipó que cruzaríamos un colosal puente que conectaba con la ciudad, y volaba sobre el río en un alarde de tecnología. En algún momento, al pasar por un entronque, nos informó que ese tramo nuevo de carretera conectaba con Samaná, al otro lado de la isla, un pueblo plagado de hermosas playas y al que antes sólo se llegaba rodeando la costa en un viaje largo. Ahora el traslado resultaba bastante rápido.
–¿En Samaná hay brujos? –le interrumpió Ligia.
–Toda República Dominicana es territorio de brujos –dijo el taxista–. Pero en Samaná se encuentran los más poderosos.
Nos dijo que los brujos abundaban en los bateles de los ingenios, pero también en zonas donde no había caña, como Samaná o San Juan de la Maguana. Explicó que tenían la herencia haitiana del vudú y que sus pócimas estaban hechas con ron, miel de abeja, especias y refrescos, contentivas de sapo o pichón de culebra muertos. Hacían sus rituales siempre junto a un ataúd, y una vez que los hechiceros eran poseídos por un espíritu “hablaban en lenguas”. Relató todo ello con creciente entusiasmo, y remató diciendo que la hechicería europea y negroafricana había llegado a las Indias con sus descubridores.
* * *
Yo sabía por qué Ligia le había preguntado eso al taxis-ta. Existía una especie de leyenda en su familia, una historia que solía contar su bisabuelo materno, un hombre que había llegado a ser alcalde en Tampico. La historia pasó al abuelo y de ahí a la madre, y contaba lo siguiente: el bisabuelo, trasformado por el poder y las influencias, emprendió un negocio sucio que arruinó el patrimonio de un mulato. Traicionado, el hombre se vengó echándole la maldición de Samaná y condenando a cinco generaciones de la familia a padecer en la salud y la economía. Esa quinta generación llegaba hasta Hilda, la sobrina de Ligia, a la cual adoraba por encima de todas las cosas.
Un día le pregunté:
–¿Ha pasado algo en tu familia que te haga creer en esa maldición?
–Enfermedades, accidentes, despidos del trabajo, divorcios…
–Eso pasa en cualquier familia –repuse–. En todo caso, es la maldición de la vida.
Pero a Ligia no le importaban las demás familias, sólo la suya, y eso bastaba para dar por verídico un hecho del que nadie había sido testigo. Creía ciegamente en ese destino, al igual que el resto de su familia, como si se tratara de una tradición.
–¿Y cómo se puede terminar con ella? –concedí.
–Mi madre me lo dijo, pero es mejor que no lo sepas.
–¿Matando al brujo? Pero si ya debe estar bajo tierra, devorado por cinco generaciones de gusanos.
–No: la muerte del brujo sólo hace más fuerte su maldición. La única manera de acabar con ella es sacrificando a un miembro de la familia para borrar la afrenta.
–Tú deberías ser narradora. Tienes más imaginación que yo.
No calculé el costo de mi burla; Ligia jamás volvió a hablarme de las supersticiones de su familia, cosa que lamenté porque, como ya he dicho, me parece que las personas que creen en lo que está más allá de nuestros ojos son dignas de atención. Después olvidé el asunto hasta que nos subimos en el taxi en Santo Domingo.
* * *
Ahora que he terminado de contar todo esto, y antes de proceder a reportar la desaparición de Ligia, debo ser honesto y anotar aquí la duda que me asalta: ¿en verdad ella partió a Samaná en busca de su destino o simple-mente decidió abandonarme aparentando ese pretexto, como una siniestra manera de vengarse de mi incredulidad en las supercherías de sus ancestros? Supongo que nunca lo sabré. Pero si he de responderme a mí mismo diré que, sea cual sea la verdad –con brujos o sin ellos– lo que motivó a Ligia fue el deseo de alejarse de mí. Y eso es difícil de aceptar, sobre todo ante los demás, así que sostendré la versión más conveniente: la desaparición. Sin embargo, aún no puedo cerrar mi libreta. A esta historia le queda una parte por contar, una que no puedo omitir. Ésa es la auténtica maldición de todo escritor: no descansa hasta que la historia termina de ser contada.