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MANUSCRITO ENCONTRADO EN UN DEPARTAMENTO VACÍO

Samuel Luján

Detective Privado

Presente

Por este medio le hago llegar el documento solicitado a esta Secretaría, esperando sea de utilidad para los fines que persigue. Cabe señalar que es una copia del original, tal cual fue encontrado.

Atentamente

Raúl Solís

Agente Ministerial

Sistema de Personas Extraviadas

Secretaría de Seguridad Pública

I. EL DOCUMENTO

Mi hermano Pablo murió atropellado hace dos semanas. Un taxi lo embistió cuando cruzaba la calle, justo frente al local de Estafeta donde pretendía enviar un paquete. La noticia me conmocionó, a pesar de que estaba distanciado de él y llevaba tres años sin verlo. Era mi único pariente cercano. No teníamos más hermanos y nuestros padres habían fallecido tiempo atrás. No existe una razón concreta que explique el abismo que nos fue separando, lo único que se me ocurre decir es que su mundo era el de las palabras y el mío el del dinero. Pablo se dedicaba a dar talleres de poesía –había publicado algunos poemarios; plaquettes, les llamaba él, aunque para mí eran lo mismo: nunca leí una línea suya–; yo soy corredor de bolsa en un banco nacional. Ahora que lo pienso, otro de los motivos que contribuyeron a que nos alejáramos fue el hecho de que Pablo tenía una gran facilidad para ligarse mujeres, algo que a mí siempre me ha costado trabajo. Mientras yo pasé años tratando de convencer a la mujer que posteriormente se convirtió en mi esposa –y más tarde en exesposa–, él pasaba de una relación a otra con una sonrisa de satisfacción en los labios. Tras mi divorcio no quise saber nada de mujeres durante un tiempo, y tampoco de mi hermano y sus múltiples conquistas. Nunca envidié que fuera escritor. ¿Quién, en su sano juicio, puede desear una profesión que importa a pocos, y que además reditúa miserables ingresos? El problema era ese imán con el que atraía a las mujeres a pesar de su precaria situación económica. Y no sólo eso: me consta que más de alguna llegó a mantenerlo. Las pocas veces que nos veíamos para comer se la pasaba hablando del poder de las palabras y de una teoría que a mí me parecía sacada de un cuento fantástico: decía que los versos eran capaces de abrir agujeros a otras dimensiones. La auténtica poesía, porque –aclaraba– había poetas que camuflaban historias con versos. “Ahora los poetas sueñan con ser narradores”, decía en su perorata, la cual sólo se permitía interrumpir para pedirle al mesero otra botella de vino sudafricano que bebería a mis costillas. Yo le ponía atención un rato, pero después mi mente comenzaba a moverse hacia el terreno de las cifras, haciendo cuentas sobre lo que habíamos pedido y lo que iba a costarme. Después, le hacía una seña al camarero para pedirle la cuenta, gesto que marcaba el final de nuestras forzadas reuniones.

Tras identificar el cadáver la policía me entregó un paquete, el mismo que mi hermano se disponía a enviar por Estafeta cuando el taxi le pasó por encima. Era un sobre de papel manila que contenía un objeto abultado. En el reverso tenía escrita una dirección de la ciudad de Guanajuato, pero ningún nombre. Arrojé el paquete en el asiento del copiloto de mi coche y no lo abrí hasta más tarde, cuando volví a casa después del trabajo. Dentro tenía un libro. No recuerdo el autor, pero era de poesía. En la primera página mi hermano había escrito algo con su puño y letra:

Amaranta:

No puedo hacerlo.

Aquél extraño mensaje me conmovió, como si en su parquedad incomprensible se resumiera la historia de nuestra difícil relación. Nunca hice nada por mi hermano, salvo invitarle vinos caros en restaurantes de moda, pero en ese momento supe que tenía una misión: hacer que ese paquete llegara a su destino. Y conocer a Amaranta: tal vez esa mujer podría decirme algo sobre el hermano con el que rehusé intimar. Pedí vacaciones en el trabajo y una semana después tomé un avión a Guanajuato. No pretendía quedarme más tiempo del necesario; mi idea era entregar el paquete y después tomar otro avión rumbo a Acapulco. Pero mi destino estaba en otra parte.

En el aeropuerto de Guanajuato me subí a un taxi y me dirigí al centro. Primero quería comer algo y pasear un poco. Hacía mucho tiempo que no iba a esa ciudad, y al atravesar los túneles que la recorren por debajo recordé que era misteriosa por naturaleza; que a pesar de su aspecto turístico daba la sensación de encerrar un secreto. Esa percepción se reafirmó cuando bajé del taxi y me puse a caminar por sus callejones laberínticos. Después de comer, mientras vagaba por pasillos estrechos y olorosos a orina, topándome con montones de colillas y botellas de cerveza rotas, recordé que mi hermano me había dicho alguna vez que solían invitarlo a Guanajuato a dar talleres de poesía. Decidí que era momento de entregar el paquete. Tomé otro taxi y la dirección anotada en el reverso del sobre me llevó a un edificio de departamentos situado en una zona residencial a las afueras de la ciudad. Del balcón del primer piso colgaba un letrero de SE RENTA. Me dirigí al interfón y timbré en el número 17. Nadie respondió, y obtuve el mismo resultado durante los diez minutos siguientes. Decidí esperar en el taxi. Una hora más tarde, nadie había entrado ni salido de aquel edificio, el taxímetro seguía corriendo y mi paciencia se había agotado. Pensé en dejar el paquete con el conserje, pero estaba decidido a conocer a aquella mujer, que para esas alturas ya me intrigaba bastante (debía ser guapa, mi hermano cuidaba muy bien su reputación); así que tramé un plan. Presioné el timbre del conserje y pretexté estar interesado en el departamento en renta. Minutos después era conducido al primer piso por un hombre moreno y chaparro. Le hice las preguntas de rigor mientras recorríamos la estancia –¿cuánto cuesta la renta?, ¿qué requisitos solicitan?, ¿hay más personas interesadas?– y finalmente le comenté, con la mayor naturalidad de la que fui capaz:

–El dato me lo pasó mi amiga Amaranta, que vive en el 17.

El conserje me miró como si le hablara en una lengua extranjera, y me dijo:

–Debe estar confundido. En ese departamento no vive nadie desde hace mucho tiempo. Pero no está en renta; no me pregunte por qué, eso es asunto de Don Eulalio, el casero.

Inventé cualquier excusa, le dije que pensaba rentarlo, y salí de ahí con los datos de Don Eulalio. Decidí ya no ir a Acapulco y le pedí al taxista que me llevara a un hotel cercano. No creía que mi hermano se hubiera equivocado en la dirección del sobre. Sin duda, aquella mujer era su amante, ese libro contenía una comunicación cifrada y yo me proponía desentrañarla. ¿Así se seducía a las mujeres? –recuerdo que pensé–, ¿con poesía y mensajes ambiguos?

Al día siguiente estaba en la inmobiliaria de Don Eulalio, hablando con él y diciéndole que vivía en el Distrito Federal pero que me cambiaría a Guanajuato por cuestiones de trabajo. Mientras me entregaba una fotocopia con la lista de papeles y documentos que requería, le dije:

–Me gusta el departamento del primer piso, pero preferiría algo más arriba. El conserje me dijo que el departamento 17 está deshabitado.

Don Eulalio me dirigió una mirada severa, como la que se le hace a un menor cuando dice una tontería, y me dijo:

–Imposible. Hay gente que lo renta, aunque no lo habiten.

–¿Y se puede saber quiénes son? Tal vez yo logre negociar con ellos…

El casero comenzó a impacientarse.

–Olvídelo. La discreción es una parte importante en este negocio. Lo único que le puedo decir es que de algún modo lo utilizan… Creo que como bodega.

Estreché su mano, le dije que pronto tomaría una decisión respecto al departamento en renta y salí de la inmobiliaria, convencido de que no me iría de Guanajuato hasta que consiguiera entrar al departamento 17.

Entrar fue fácil. Lo difícil fue comprender lo que ahí encontré. Regresé al edificio al día siguiente y le pedí al conserje que me mostrara de nuevo el departamento del primer piso, “para salir de dudas”. Tras abrirme la puerta, un billete lo convenció de que me dejara a solas. Necesitaba “sentir el espacio como si ya fuera a vivir ahí”. El conserje tomó el dinero –en este país hasta la caja de Pandora se abre con billetes– y me dijo que regresaba en veinte minutos. En cuanto se retiró, salí del lugar y subí hasta la cuarta planta, donde se encontraba el departamento 17. El instinto –aunque a la distancia puedo decir que más bien fue una especie de llamado – me hizo poner la mano en la perilla y girarla. La puerta se abrió sin más y yo entré, aunque ahora sé que uno debe desconfiar de todas las cosas que se abren fácilmente, sobre todo si se trata de puertas. El departamento estaba vacío. Lo único que había era un librero de madera empotrado en una de las paredes de la estancia. Estaba lleno de libros y era de forma ovalada. Tras asegurarme de que no había nadie en los otros cuartos, inspeccioné su contenido. Albergaba sólo volúmenes de poesía. Lo más extraño era que en la primera página de todos los libros estaba escrita la misma frase:

Amaranta:

Una llave para la puerta,

un ojo para la tuerta.

No era la letra de la misma persona. En cada libro la frase estaba rubricada por quien la había escrito, y se agregaban la fecha y el lugar desde el que había sido enviado al departamento 17. Las fechas abarcaban los dos últimos años y los lugares distintas partes de la República: lo mismo Tijuana que San Luis Potosí o Chiapas. Algunas personas repetían, entre ellos mi hermano. Aquel lugar no estaba tan solo como me habían asegurado. Alguien, al menos, había estado ahí para recibir y acomodar los libros. Y ese alguien tenía que ser Amaranta.

Salí del departamento y abandoné el edificio ante la sorpresa del conserje. No me importó; ahora tenía otro objetivo: Estafeta. Fui a la oficina que tenían en el centro y hablé con el encargado. Deslicé otro billete y le dije que lo único que quería saber era quién recibía los paquetes en la dirección del departamento 17. Mandó llamar a un muchacho de cabeza rapada, responsable de las entregas en aquella zona de la ciudad, y nos dejó a solas.

–Siempre abre una ñora –dijo mientras mordía una torta con displicencia.

–¿Se llama Amaranta?

–Sepa –subió y bajó los hombros para reforzar su respuesta.

–Una última cosa: ¿es tuerta?

El joven dejó de masticar y me miró con recelo.

–Nel … esa ñora tiene ojos bien bonitos.

El encargado lo llamó desde el otro lado del local y le mostró los paquetes que tenía pendientes. Lo entendí más como una señal para mí: era hora de irme con mis preguntas absurdas a otro lado.

Cuando salí del local, un hombre de chamarra negra me abordó y me mostró una identificación que sacó de su cartera: Samuel Luján, detective privado.

–Tenemos que hablar –dijo mientras encendía un cigarro–. Me parece que ambos buscamos a la misma mujer.

Nos metimos a un café cercano. Me contó que había sido contratado por el esposo de Amaranta, un rico empresario de la industria del calzado, quien sospechaba de la conducta esquiva de su mujer. Justo el día que comenzó a seguirla, desapareció. El último lugar en el que la vio fue en el edificio del departamento 17.

–Entró y nunca salió de ahí –hizo una pausa dramática que aprovechó para darle un largo sorbo a su taza de café–. Al menos no por la puerta del frente…

–¿Hace cuánto de eso?

–Tres meses.

Samuel encendió un nuevo cigarro. Después me miró a los ojos.

–¿Y tú qué chingados pintas en todo esto?

Su tono amable había quedado atrás. Decidí relatarle todo, desde la muerte de Pablo hasta el solitario librero del departamento 17.

Demonia

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