Читать книгу Espiritualidad y mística maternal - Bernardo Olivera - Страница 6
I NTRODUCCIÓN
ОглавлениеLa espiritualidad y mística cristianas conocen tres grandes metáforas o símbolos para hablar y presentar la unión del creyente con Dios:
La filiación divina, radicada en el bautismo.
El matrimonio espiritual, como forma de unión transformante.
El nacimiento de Dios en el alma, con la conjunta maternidad espiritual.
Las tres tienen una peculiar fuerza evocativa y movilizadora pues se trata de metáforas-símbolos antropológicos tomados de la vida familiar. En efecto:
La metáfora-símbolo filial establece una relación con Dios-Padre afectada con sentimientos propios de un hijo o de una hija.
La metáfora-símbolo esponsal establece una relación con Jesucristo-Esposo afectada con sentimientos propios de una esposa.
La metáfora-símbolo maternal establece una relación con Jesucristo-Hijo afectada con sentimientos propios de una madre.
Aún más, podemos llegar a decir que nos relacionamos con Dios según el afecto que fundamentalmente nos embarga en un momento determinado de la vida.
Una simple lectura de la historia de la espiritualidad cristiana occidental nos enseña que la mayoría de las místicas han utilizado la metáfora-símbolo de la esponsalidad para vivir su unión con Dios. En este libro deseamos referirnos a esta misma realidad, pero profundizando la metáfora-símbolo maternal, es decir desde la experiencia de una relación con Jesucristo-Hijo afectada con los sentimientos propios de una madre.
Sabemos que la afectividad mueve a la acción y, en el caso de la maternidad, a engendrar, cuidar y comunicar vida. La mujer madre hace una experiencia singular: su propio cuerpo es simultáneamente cuerpo de “otro”; es decir: en la gestación (y la lactancia), ella se experiencia como “autodonada”. Si la paternidad humana y personal es una afirmación creativa, a partir de una realidad corporal y unitiva; de modo semejante, podemos decir que la maternidad autodescentra porque otro ha sido in-corporado, aunque este otro no es ajeno, pues hace que la mujer sea madre. Los cambios que la madre experimenta en su corporalidad son propios y, al mismo tiempo, son causados por el “otro” con quien comparte su espacio. Al gestar y nacer el hijo se gesta y nace la identidad materna que perdurará toda la vida. El vínculo que los une los transforma a ambos.
Analógicamente, esto es lo que sucede gracias a la metáfora-símbolo maternal, entrañablemente significativa para la mujer: ella “engendra” a Jesús mediante la apertura y devoción al Espíritu Santo y María, lo cuida por medio del crecimiento en las virtudes evangélicas, y al mismo tiempo va siendo “endiosada” por la relación con Jesús, Hijo de Dios...
Los tres símbolos encuentran sus raíces en la Sagrada Escritura, de aquí que participen de la Revelación del misterio de Dios con nosotros. Y han sido, posteriormente, desarrollados por la tradición. El tercero es el menos conocido, pero no porque le falte asidero en la revelación bíblica:
Llegan su madre y sus hermanos y, quedándose fuera, le envían a llamar. Estaba mucha gente sentada a su alrededor. Le dice: ‘¡Oye!, tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan’. Él les responde: ‘¿Quién es mi madre y mis hermanos?’ Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro a su alrededor, dice: ‘estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana mi madre’ (Mc 3:31-35; Cf. Mt 12:46-50; Lc 8:19-21).
Estaba Él diciendo estas cosas cuando alzó la voz una mujer de entre la gente y dijo: ‘¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!’ Pero Él dijo: ‘Dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la guardan’ (Lc 11:27-28).
¡Hijitos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros. (Ga 4:19).
Quizás la omisión y el olvido de la metáfora-símbolo maternal se deba a que no fue tratada por la teología escolástica ni mencionada por la mística carmelitana del siglo XVI, ni asumida en el siglo siguiente por el Cardenal Pierre de Bérulle, amigo de San Francisco de Sales e insigne autor ascético de la “Escuela francesa” de espiritualidad, a quien el Papa Urbano VIII llamó: “El Apóstol del Verbo Encarnado”.
La originalidad cristiana del tema es innegable. No obstante, algunas corrientes de la “new age” lo divulgan equívocamente en nuestros días, si bien el vocabulario puede ser semejante, el contexto es absolutamente diferente y la referencia no es a Cristo sino a la divinidad impersonal e informe.
El primero en desarrollar el tema del nacimiento de Dios en el alma es el catequista alejandrino Orígenes (+254). Pero antes y después de él es mencionado por los Padres Orientales, sobre todo por Gregorio de Nacianzo, Gregorio de Niza, Gregorio Palamas, Máximo el Confesor, Simeón el Nuevo Teólogo... La doctrina de estos santos y teólogos puede sintetizarse así: María, la Iglesia y el alma engendran y dan a luz al Logos, aunque en formas diferentes; la nota mística, en el contexto de la “deificación”, suele estar presente en estos textos.
Los Padres Latinos –Ambrosio, Jerónimo, Agustín, Gregorio Magno– no lo ignoran, pero lo tratan en una forma más moralizante que en Oriente: el acento recae sobre la fe, la obediencia y la predicación de la Palabra de Dios.
Ya en la Edad Media, los cistercienses retoman la tradición (Bernardo, Guerrico, Isaac, Gilberto), al igual que los victorinos (Ricardo y Hugo de San Víctor).
En el siglo XIV, a pesar de que los grandes escolásticos como Alberto Magno y Tomás de Aquino apenas lo trataron, serán los dominicos, Maestro Echhart y Juan Taulero, quienes hablarán con profundidad y extensamente del nacimiento de Dios en el alma... Y detenemos aquí la historia, aunque podría muy bien continuar, como luego lo veremos, con Concepción Cabrera de Armida, esposa, madre y mística mexicana del siglo pasado.
Vengamos al propósito del presente libro. Dado que los místicos renanos Echhart y sus discípulos llevaron la divina generatio o theogenesía a su punto doctrinal y experiencial más alto, se impondría hablar de ellos. No obstante, la tonalidad un tanto abstracta de sus presentaciones, inclina a preferir la concreción simbólica del siglo XII.
Por eso, en primer lugar presentaré a un monje cisterciense poco conocido, Guerrico, Abad de Igny, en Champagne, en el siglo XII. Antes de abordar sus textos que hablan de nuestro tema se impone decir alguna palabra sobre su vida y su obra y, sobre todo, ofrecer algunas claves para interpretar sus sermones. Pasaremos luego a los textos que comunican la experiencia materna que ahora nos ocupa e interesa y haremos un breve comentario sobre cada uno de ellos.
En segundo lugar volaremos hasta México para darle la palabra a Concepción Cabrera, viuda de Armida (1862-1937). Aquí también se impone alguna palabra previa sobre su vida y obra (fundacional y literaria). Nos centraremos en su experiencia de la “Encarnación Mística”, ejemplo elocuente de la espiritualidad y mística mariana y materna.
Finalmente, aterrizaremos en el Cono sur de América y la cotidianidad de nuestros días, para consultar un escrito sobre la “Maternidad Mística Mariana”, coparticipación en la maternidad de María. La autora es una esposa y madre contemporánea, Thelma C. de Lastra.
Obviamente hay un denominador común entre Guerrico, Conchita y Thelma. Los tres utilizan la metáfora-símbolo maternal en su relación con Jesucristo y la vida creyente. Tanto en la dimensión de la ascética cuanto de la mística. Esta metáfora simbólica puede llevar al que se vale de ella, con ayuda de la gracia divina, hasta la misma realidad significada. Se accede así al Misterio misteriosamente experienciado.
Por otro lado, estos tres autores nos enseñan algo diferente sobre la pluralidad del quehacer teológico. Guerrico es un buen ejemplo de la “teología monástica”; Conchita, de la “teología espiritual”; y Thelma, de la “teología doméstica” (1). Será fácil constatar que estos tres modos de conjugar el verbo “teologizar” tienen algo en común: una impronta femenina. Y, todavía más importante, nos hacen presente la antigua sentencia que dice: si oras, eres teólogo.
Desde el mismo comienzo, aunque volveremos sobre ello, quiero dejar asentado qué entiendo por espiritualidad y mística cristianas.
En pocas palabras, la espiritualidad cristiana consiste en vivir en el Espíritu Santo de Cristo o, desde otra perspectiva: vivir de fe obrando por el amor. Esto significa vivir filial y fraternalmente, como hijos del Padre y hermanos unos de otros.
Abundando un poco más, la espiritualidad cristiana es una vida filial y fraterna en el Espíritu, por Cristo y hacia el Padre. Vida acogida con fe, obrada en el amor y anticipada por la esperanza. Esta vida espiritual, por su misma naturaleza, es eclesial. No hay duda de ello: la Iglesia es una comunidad de fe, esperanza y caridad, reunida en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. (2) Y dado que María es Madre del Verbo encarnado, Jesucristo, por eso mismo es Madre de su Cuerpo místico, la Iglesia, nosotros. Las mediaciones que alimentan y hacen posible esta vida son la Palabra de Dios y los Sacramentos, especialmente, el Bautismo y la Eucaristía o Cena del Señor.
La mística cristiana es el cumplimiento del Misterio de Cristo en nosotros. En este cumplimiento encontramos las dimensiones subjetivas y objetivas de toda experiencia mística cristiana: Cristo viviendo en nosotros y nosotros viviendo en Cristo.
Los diversos aspectos del Misterio dan lugar a las diferentes manifestaciones de la experiencia mística. Y esto mismo puede también caracterizar y explicar las diferencias entre los místicos. Los místicos y las místicas son aquellos que han experienciado la revelación del misterio, gracias a un misterioso influjo divino, por medio del conocimiento y el amor, la luz y el fuego.
El corazón del Misterio es el Cristo Pascual, con sus heridas gloriosas. La experiencia de sus heridas son para nosotros dolorosa cruz, la experiencia de su gloria es siempre bienaventurada. Los místicos y las místicas conocen muy bien esta alternancia, gracias a ella van siendo labrados a imagen y semejanza perfectas de Jesucristo.
Normal y ordinariamente, el paso de la espiritualidad a la mística se suele dar en forma casi imperceptible y gradual a lo largo de la vida. Cuando esta vivencia se convierte en experiencia concreta, no se puede ignorar lo sucedido y, si el influjo divino es más fuerte, la experiencia se impone en el campo de nuestra consciencia y suele transformar en alguna medida nuestra existencia. Cuando la experiencia se deposita en el fondo del alma en forma habitual se puede hablar de un “estado místico”, en este caso, la Caridad reina soberana en la persona así agraciada.
1. No desconocemos lo que dice la Comisión Teológica Internacional en su documento “La Teología Hoy: Perspectivas, Principios y Criterios” (2011): El intellectus fidei adopta distintas formas en la vida de la Iglesia y en la comunidad de creyentes según los diferentes dones del fiel (lectio divina, meditación, predicación, la teología como una ciencia, etc.). En sentido estricto, se hace teología cuando el creyente se compromete a presentar el contenido del misterio cristiano de una manera racional y científica. La Teología es por tanto scientia Dei en tanto que es participación racional de la sabiduría que Dios tiene de sí y de todas las cosas. Es criterio de teología católica que tenga, precisamente como ciencia de fe, «fe que busca comprender›› (fides quaerens intellectum), una dimensión racional. La teología trata de comprender lo que la Iglesia cree, por qué lo cree, y que puede ser conocido sub specie Dei. Como scientia Dei, la teología aspira a comprender de manera racional y sistemática la verdad salvadora de Dios (18-19).
2. Concilio Vaticano II, Lumen gentium 8 y 4.