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II

HÉROES Y TRAIDORES DE LA ANTIGÜEDAD: DOS ARQUETIPOS NARRATIVOS EN LA HISTORIOGRAFÍA ESPAÑOLA

En la construcción de los grandes relatos de las historias de España nos encontramos habitualmente una serie de personajes destacados por haberse opuesto a su propio pueblo, rey o nación mediante la traición. Junto a estos traidores también vemos aparecer pueblos y ciudades caracterizados por haber protagonizado resistencias heroicas frente a ejércitos muy superiores. Ambos modelos resultan esenciales para la conformación de las identidades nacionales, ya que en ellos se plasmará la idea de un pueblo prístino marcado desde muy pronto por unos condicionantes gloriosos y una personalidad colectiva definida por valores como el heroísmo, el amor por la libertad, la disciplina o el patriotismo.

En la Antigüedad hispana tenemos dos personajes y tres episodios que encarnan muy bien la idea de la traición en el marco del contexto bélico, así como el prototipo de la ciudad sitiada ante un enemigo claramente superior. Se trata, por un lado, de la historia de Viriato y la traición del pretor Galba, y, por el otro, de la biografía de Sertorio, un personaje clave en el desarrollo de las guerras civiles romanas, pero que desplegó su actividad en el campo de Hispania asociado a los pueblos indígenas. En lo referente a los episodios que ejemplifican el esquema de la ciudad sitiada hallaremos los siguientes: los asedios de Sagunto y Numancia y las guerras cántabras, donde podemos ver cómo funcionan estos arquetipos historiográficos que, no debemos olvidarlo, derivan de la realidad histórica.

La importancia de la Antigüedad parece fuera de toda duda en estas elaboraciones. Ello es así porque se encuentra estrechamente relacionada con el origen de un determinado pueblo, revelándose como una época fundamental en tanto que momento de génesis y definición de, en este caso, los españoles, y, por extensión, de ese carácter multisecular al que se aludirá constantemente como depositario de la esencia del ser nacional. El mundo antiguo representa, en consecuencia, tanto el tiempo como el lugar en el que se desarrollaron luchas épicas, por lo que se regresará a ese pasado cada vez que sea necesario revivir enfrentamientos bélicos donde los españoles partan con clara desventaja, trazando de ese modo una línea directa atemporal cuyo fin es ensalzar la persistencia histórica de los valores subyacentes de la nacionalidad española.

Nuestro propósito consistirá, pues, en analizar cómo funcionan estos arquetipos literarios y retóricos en las principales historias generales españolas, elaboradas en diferentes momentos entre los siglos XVI y XX; interesándonos, además, conocer hasta qué punto son utilizados en los tópicos propagandísticos de la enseñanza de la historia nacional y de la ideología política. A esto podemos sumar el hecho de que examinar la obra de Juan de Mariana, Modesto Lafuente, Rafael Altamira o Ramón Menéndez Pidal supone una manera de comprender mejor tanto la evolución como el significado de la tradición historiográfica española.

SAGUNTO

Suele decirse que Sagunto entra en juego en el panorama historiográfico cuando en el año 219 a.C. Aníbal la asedia y la toma, lo que da origen a la Segunda Guerra Púnica. El casus belli habría estado motivado por la violación del llamado Tratado del Ebro, firmado entre romanos y cartagineses, que limitaba las aspiraciones púnicas sobre Iberia, prohibiéndoles atravesar dicho río en armas. De este modo se convirtió Sagunto en el eje básico de la resistencia ibérica ante los invasores cartagineses y abrió, además, el telón de una serie de oposiciones heroicas que, adaptadas en cada época conforme a los intereses sociales, políticos y religiosos imperantes, habrían sido fundamentales para la conformación de la identidad española.

En las postrimerías del siglo XVI el padre Mariana redactó, primero en latín y después traducida al castellano por él mismo, su Historiae de rebus Hispaniae, obra que se acabó convirtiendo en la versión canónica del pasado español durante más de dos siglos y medio, hasta la aparición de la Historia general de España de Modesto Lafuente. Cabe recordar que la obra de Mariana no fue ningún éxito editorial por dos razones: las ventas se resintieron debido a su elevado precio y al hecho de que estuviese escrito en latín, lengua que por aquel entonces dominaban pocos españoles. En todo caso, la narración de Mariana se orienta, en relación con la conquista cartaginesa, hacia el final de Sagunto. Más que los acontecimientos previos a la guerra o el desarrollo de la misma, lo que verdaderamente va a interesar al jesuita es, al igual que va a suceder con Numancia, su desenlace, ya que es ahí donde se puede apreciar la sublimación de los valores asociados a los españoles, incidiendo particularmente en su orgullo y naturaleza libre.

En este sentido cuenta Mariana dos acciones que resultan especialmente decisivas. Por un lado dice que «juntando el oro, plata, y alhajas en la plaça les pusieron fuego, y en la misma hoguera se echaron ellos, sus mugeres, y hijos, determinados obstinadamente de morir antes que entregarse». Y unas líneas más adelante afirma que «los moradores fueron pasados a cuchillo, sin hazer diferencias de sexo, estado, ni edad. Muchos por no verse esclauos se metían por las espadas enemigas: otros pegauan fuego a sus casas, con que perecian dentro dellas quemados con la misma llama»[1]. Tras un cerco de ocho meses fue «destruyda aquella nobilisima ciudad». Esta tendencia a perder la vida antes que la libertad no representa solo un lugar común en la obra del jesuita, sino que se puede extrapolar a la mayoría de historias de España que a partir de ese momento, y antes con los precursores Florián de Ocampo o Ambrosio de Morales, se van a componer.

En Mariana encontramos, sin embargo, una cuestión que puede resultar llamativa: la imagen que proyecta de Aníbal[2]. Aunque es el responsable de la destrucción de Sagunto, no se advierte en él una caracterización excesivamente negativa. Nos encontramos, en contraste con los primeros púnicos, la imagen casi apologética de los Barca[3], justificado en base a un fervor patriótico que tenía como objetivo utilizar una serie de datos ajenos al terreno clásico y que le sirven a la hora de crear un linaje español glorioso consistente en formar una familia española (nacimiento de su hijo Aspar)[4]. Actitud que desaparece una vez que se abandona la Península e inicia la marcha a Italia, al limitarse a narrar e informar de un modo más escueto.

La visión que Mariana ofrece de Sagunto se encuentra en el núcleo del modelo interpretativo hegemónico de la historia española. Dicho esquema, en el que se puede encuadrar también el asedio de Numancia, el episodio de las guerras cántabras y las figuras de Viriato y Sertorio, se remonta al siglo XVI, siendo sus presupuestos perfectamente asumibles hasta como mínimo principios del siglo XX. Dos son los rasgos característicos de esta interpretación. El esencialismo, donde se postula la existencia de un pueblo español que se mantiene inalterable desde sus orígenes, cargado de virtudes como el valor militar, la pureza de costumbres, la honestidad o la frugalidad. En segundo lugar tendríamos el componente relativo a las invasiones, según el cual una serie de pueblos extranjeros, como fenicios, griegos, cartagineses o romanos, atraídos por las proverbiales riquezas de la tierra española, llegarían, ya fuera pervirtiendo o engañando a sus habitantes o conquistando y sometiendo (en el caso de los cartagineses y romanos)[5]. Aun así, ninguna de estas confrontaciones bélicas logrará acabar con la esencia hispana, esencia que, con la llegada visigoda, se mezclará, facilitando de esa manera los siglos de lucha contra el enemigo musulmán.

Para Modesto Lafuente, quien habría de recoger el testigo de Mariana para convertirse en la historia liberal por excelencia del siglo XIX, la venida de los cartagineses era el primer anuncio de las rudas pruebas que aguardaban a los españoles. Le merecía Sagunto el calificativo de «ciudad más heroica del mundo», en la que «Anibal, el mayor guerrero del siglo, se encontró con el genio de la resistencia». Según Lafuente, de «las ruinas humeantes de Sagunto salió una voz que avisó á las generaciones futuras de cuánto era capaz el heroísmo español»[6]. Lafuente sigue a Apiano (aunque también cita a Polibio, Livio, Plutarco o Floro) en el relato de la última noche, cuando afirma que «sitiadores y sitiados empaparon la tierra abundantemente con su sangre (…) Arrojáronse muchos á las llamas, que consumian alhajas y héroes á un tiempo. Imitábanlos sus mugeres, y algunas hundían antes los puñales en los pechos de sus hijos»[7]. La preferencia por el suicidio colectivo antes que la humillación de verse esclavos o la pérdida de la libertad es, de nuevo, un rasgo común en todos estos episodios.

En efecto, el modelo histórico nacional del XIX que ejemplificamos en esta ocasión a través de Modesto Lafuente descansa fuertemente en los axiomas del siglo XVI, esto es, el esencialismo y el invasionismo. El hecho de que la referencia historiográfica de esa centuria se base tanto en las elaboraciones de la época de Ocampo, Morales o Mariana podría ser, en opinión de Fernando Wulff[8], un indicador de la debilidad teórica del Estado burgués unitario, incapaz de crear nuevas interpretaciones acordes a lo que demandaba la sociedad liberal; aunque en otro trabajo también ha indicado que la creación del Estado liberal exigía, en forma paralela, aunque no idéntica a la construcción de los Estados-nación del XIX, formular una imagen de lo que se podría denominar «la personalidad colectiva»[9].

Lafuente no escondía que los saguntinos, además de ser el «primer ejemplo de aquella fiereza indomable que tantas veces había de distinguir al pueblo español», tenían un «origen griego»[10]. Podría parecer incongruente, entonces, que los depositarios primigenios de las esencias combativas nacionales no fuesen en realidad españoles. Pero eso poco o nada importaba a la hora de glorificar el pasado, puesto que Lafuente consideraba que «por españoles contamos ya á los saguntinos (…) despues de mas de cuatro siglos que vivian en nuestro suelo»[11]. Esta «nacionalización» se explica porque constituían una referencia más antigua que Numancia en la definición de un carácter que convenía retrotraer todo lo posible en el tiempo para acreditar su fortaleza. E. Ferrer señala una diferencia notoria entre las historias ilustradas y las nacionales, ya que en las primeras España absorbería a los cartagineses haciéndolos españoles, es decir, supondría una recepción de ideas extranjeras y una cierta reciprocidad, mientras que en los relatos decimonónicos serían presentados como conquistadores avaros cuyo único fin consistiría en explotar las riquezas patrias, sin aportación alguna a nivel cultural[12].

Al abordar la obra de Rafael Altamira, especialmente su excepcional Historia de España y de la civilización española, es conveniente tener en cuenta algunas consideraciones previas. Perteneció este autor a una generación de intelectuales cuyo principal objetivo fue elaborar una visión de la historia de España basada, como expone Gonzalo Pasamar, en los más rigurosos métodos de investigación inventados en el siglo XIX por historiadores germanos y franceses, que a la postre serían sus principales modelos[13]. Para Altamira la labor que debía desempeñar el historiador era, siguiendo los comentarios de C. P. Boyd[14], doble. Además de ampliar el conocimiento histórico fiable en la línea de la tendencia profesionalizadora que el saber histórico estaba desarrollando, también importaba transmitirlo al pueblo, que hasta ese momento había ignorado su pasado[15]. Fruto de esta pretensión veremos una narración más escueta, sobria, lejos de los discursos elocuentes y los alardes retóricos que adornaban las obras de Mariana o Lafuente. Y es que en el caso de Altamira la cuestión de Sagunto se resume en una lucha en la que «entregados á sus propias fuerzas, se defendieron heroicamente, prefiriendo morir antes que aceptar las condiciones de rendición que fijó Aníbal», añadiendo que, aunque los sa­guntinos intentaron perecer todos y quemar sus riquezas, Aníbal «cogió muchos prisioneros, que distribuyó entre sus soldados, y gran botín de dinero, vestidos y muebles, parte del cual envió á Cartago»[16].

En el relato de Pedro Bosch Gimpera y Pedro Aguado Bleye, inserto en el segundo volumen de la Historia de España dirigida por Ramón Menéndez Pidal, se comienza, en relación con Sagunto, realizando un breve repaso bibliográfico (se cita a Roesinger, Ukert, Joaquín Costa o Flórez) sobre la veracidad de que hubiesen sido los turdetanos los enemigos de los saguntinos antes de la llegada cartaginesa. En cuanto al asedio, se dice exclusivamente que «Roma asistió tranquilamente al sitio de Sagunto» porque «Sagunto se negó a toda avenencia, y Aníbal ordenó el asalto, sobreviniendo la terrible catástrofe. La matanza, según testimonian los historiadores clásicos, fue espantosa; pero muchos de los habitantes de la ciudad sobrevivieron», dejando Aníbal, antes de emprender la marcha a Italia, encerrados como rehenes a los hijos de los caudillos de aquellas tribus ibéricas en quienes tenía menos confianza, como medio de asegurarse su fidelidad[17].

Cabría preguntarse, no obstante, por qué despertó Sagunto primero, y después Numancia o el norte peninsular, la atención de cartagineses y romanos. O, dicho de otro modo, en base a qué se puede explicar el componente invasionista que jalona buena parte del pasado español. La explicación habitual funde sus orígenes en época visigoda, cuando Isidoro de Sevilla redactó en su Historia Gothorum el célebre Laus Spaniae, que mantuvo una clara vigencia hasta principios del siglo XX. Excede con mucho la finalidad que aquí nos hemos planteado, más modesta, desarrollar un análisis exhaustivo de la magna obra del polígrafo hispalense, aunque sí creemos pertinente citar algún pasaje que nos ayude a evidenciar esta particular querencia de los invasores por el suelo peninsular. Escuchemos a san Isidoro:

Tú eres, oh España, sagrada y madre siempre feliz de príncipes y de pueblos, la más hermosa de todas las tierras que se extienden desde el Occidente hasta la India (…) Con justicia te enriqueció y fue contigo más indulgente la Naturaleza con la abundancia de todas las cosas creadas, tú eres rica en frutos, en uvas copiosa, en cosechas alegre (…) Tú te hallas situada en la región más grata del mundo, ni te abrasas en el ardor tropical del sol, ni te entumecen rigores glaciales, sino que, ceñida por templada zona del cielo, te nutres de felices y blandos céfiros (…) Y por ello, con razón, hace tiempo que la áurea Roma, cabeza de las gentes, te deseó[18].

La impronta isidoriana en los relatos nacionales no iba a pasar desapercibida. De hecho, esta tradición se engarza ya en el discurso histórico español de época medieval y moderna. Quizá el autor que mejor sintetiza esta descripción geográfica que constituía el inicio de la reelaboración mitificada del pasado colectivo, y a la que se le reservaba el comienzo de cada volumen, es Modesto Lafuente, quien define el suelo español como «privilegiado, en que parecen concentrarse todos los climas y todas las temperaturas (…) suministra ademas al hombre cuanto razonablemente pudiera apetecer para su comodidad y regalo», sentenciando que «si algun estado ó imperio pudiera subsistir con sus propios y naturales recursos convenientemente explotados, este estado ó imperio sería España»[19]. No parece importar que la alabanza de Isidoro estuviese dedicada a los godos o que hubiese transcurrido más de un milenio hasta la época liberal, puesto que Lafuente da buena cuenta de su maleabilidad para emplearla en la situación que más convenga a su narración e intereses. El alcance de sus palabras es todavía mayor si tenemos en cuenta que, en tanto que autor de la Historia general más relevante de la España liberal, actuará como paradigma para las redactadas posteriormente.

José Álvarez Junco ha señalado, en este sentido, que los Laus Spaniae cumplirían una triple función en el siglo XIX. En primer lugar estaría la intención de mostrar la preferencia del Altísimo sobre el pueblo elegido; a continuación la necesidad de fundamentar la existencia de una personalidad social y cultural «natural» de los habitantes de esa tierra; y por último, gracias a este modelo narrativo, se podrían explicar los males que acuciaban a España, debidos sobre todo a la envidia y la codicia de los conquistadores, desgracias que, de lo contrario, sería imposible entender, debido a las condiciones privilegiadas sobre las que se levantaba la nación[20]. Algunos conquistadores, como los visigodos, en cambio, no merecieron un juicio negativo, sino que más bien representaron en último término el eje sobre el que se articularía la identidad española en base a su labor unificadora en dos ámbitos: el derecho y, esencialmente, la religión. De todas formas, el influjo isidoriano terminaría desapareciendo en la aciaga fecha de 1898, dando paso a una visión opuesta, marcada por la «España negra».

Como puede verse, Sagunto será el lugar desde donde se van a proyectar una serie de características que se mantendrán más o menos inalterables con el correr del tiempo. De acuerdo con el esquema propuesto por Álvarez Junco, toda la historia nacional se va a explicar a partir de tres estadios: paraíso, caída y redención[21]. Pero esta tríada, válida para Sagunto y Numancia, no es exclusiva ni de la historiografía decimonónica ni del mundo antiguo. El padre Mariana, por ejemplo, emplearía dicho modelo para analizar la que posiblemente sea la «pérdida de España» más decisiva, esto es, la del año 711, cuya restauración heroica se habría gestado en el norte peninsular en torno a la figura de Pelayo.

NUMANCIA

Pocos episodios bélicos como el que enfrentó a Numancia contra las legiones romanas durante diez años (conocido bajo el nombre de Bellum Numantinum) encontró una trascendencia tan profunda en el devenir histórico y, sobre todo, en la construcción identitaria y nacional. La larga agonía de la ciudad arévaca, prolongada varios meses gracias al cerco de Escipión Emiliano, actuó como un elemento clave en la conformación de ese carácter español multisecular que mencionábamos con anterioridad. Fue en Numancia donde se forjaron, mejor y más fuertemente que en Sagunto o en las guerras cántabras, los valores que se terminarían asociando típicamente con lo español, situándose, así, en el centro del discurso histórico sobre la Antigüedad.

El padre Mariana dedica a Numancia, «temblor que fue y espanto del pueblo Romano, gloria y honra de España», los diez primeros capítulos de su tercer libro, en los que resume básicamente a Ambrosio de Morales. La parte final del relato, es decir, cuando Numancia está a punto de caer a manos de Escipión, supone para Mariana el momento idóneo para ensalzar sus virtudes y, en consecuencia, la parte más sustancial para el objeto de este trabajo. Los asediados se encontraban sin ninguna esperanza, pero ello no fue óbice para intentar por última vez arremeter contra los romanos. Deciden, entonces, emborracharse «con cierto breuage que hacian de trigo, y le llamauan celia» para luchar por última vez: «degüellan todos los que se les ponen delante [romanos], hasta que sobreuiniendo mayor numero de soldados, y sosegada algun tanto la borrachez, les fue forçoso retirarse a la ciudad»[22]. Tras mantenerse unos días sustentándose «con los cuerpos de los suyos» llega el momento clave de toda la narración, donde se muestra la preferencia de los españoles por morir antes que ser esclavos: «Se determinaron a cometer vna memorable hazaña, esto es, que mataron a si y a todos los suyos, vnos con ponçoña, otros metiendose las espadas por el cuerpo (…) los mismos ciudadanos se quitaron las vidas»[23].

El jesuita se caracterizó siempre por un pulcro respeto hacia los clásicos, por lo que es un hecho destacable que desautorice a algún autor (Apiano, Ib., 97) cuando pone en cuestión lo que a su juicio se encuentra fuera de toda duda, por ejemplo, al tratar de dirimir si hubo o no sobrevivientes: «Appiano dize que entrada la ciudad hallaron algunos viuos, pero contradizen a esto los demás autores»[24]. ¿Por qué lo hace? Evidentemente, a Mariana le interesaba remarcar que nadie quedó vivo, puesto que de lo contrario el final no habría resultado tan glorioso y equivaldría a reconocerle a Roma, aunque solo fuese parcialmente, la victoria. Otro aspecto que contribuyó todavía más a mitificar la actuación de los numantinos ante el sitio de Escipión fue la creencia de que no habían existido murallas. Según Mariana, a costumbre «de los Lacedemonios, ni estaua rodeada de murallas, ni fortificaciones de torres, ni baluartes: antes a proposito de apacentar los ganados, se estendia algo mas de lo que fuera posible cercarla de muros por todas partes», aunque sí disponían de «un alcaçar, de donde podian hazer resistencia a los enemigos»[25]. Mariana sigue, en estas dos cuestiones, la línea que había marcado Orosio en el siglo V, quien reafirmó la ausencia de supervivientes y mencionó la presencia de un recinto cercado para encerrar ganado y cultivos, junto con una fortaleza con defensas naturales (V, 7, 11). Orosio transmite, además, una visión de Numancia en la que se aprecia una evidente falta de espíritu crítico a la hora de documentar los datos y de emplear fuentes no contrastadas, que pervivirá en la historiografía posterior[26].

«Numancia, la inmortal Numancia (…) Numancia, terror y vergüenza de la república, vencedora de cuatro ejércitos con un puñado de valientes», decía Modesto Lafuente en el Discurso Preliminar de su Historia general, para continuar elogiando que «probó con su ejemplo lo que nadie hubiera creido, á saber, que cabia en lo posible esceder en heroismo y en gloria á Sagunto»[27]. Numancia tomaría, pues, el testigo de Sagunto para erigirse en la protagonista por antonomasia de la resistencia indígena en un conflicto que había estado provocado, según Lafuente, porque a Roma la «abochornaba que una pequeña ciudad de la Celtiberia estuviera tantos años desafiando á la capital del mundo»[28].

Lafuente reproduce en líneas generales el relato de Mariana. Alude a esa «bebida fermentada que usaban para entrar en los combates», para unas líneas más adelante admitir que, tras esa última algarada, las subsistencias se encontraban agotadas y «los muertos servian de sustento á los vivos»[29]. En ese momento se revive lo que Mariana había escrito más de dos siglos y medio antes; escenas teñidas de sangre, donde los que todavía quedaban con vida se apresuraron a morir recurriendo «al incendio, á sus propias espadas, á todos los medios de morir; padres, hijos, esposas, ó se degollaban mutuamente, ó se arrojaban juntos á las hogueras», culminando con una frase que resume, quizá, la esencia de todas estas resistencias memorables: «Sus hijos [de Numancia] perdieron antes su vida que la libertad». Esta agonía encerraba, en realidad, un sentimiento de libertad y heroicidad que no se había conocido hasta el momento. La acción contaba con una importancia mayor por haber sido protagonizada por «aquel pueblo de héroes, ciudad indómita» y, sobre todo, por el rival al que se enfrentaban, ya que se trataba de «la nacion mas poderosa de la tierra»[30]. Es pertinente relacionar esta definición de un carácter propiamente nacional con las implicaciones que ese término tiene para nuestro autor en pleno siglo XIX, puesto que en su obra existe un sujeto, la nación, que estructura toda la narración desde los más prístinos orígenes.

Otro de los términos que Lafuente no emplea de manera casual es el de «independencia». Apenas cuarenta años antes de la publicación de su obra, la ciudad arévaca había sido, de nuevo, evocada y convertida en mito nacional a raíz de la Guerra de Independencia. Es ahí donde se produjo una reacción patriótica ante la invasión francesa, rescatando las viejas imágenes heroicas de la historia de España, para de ese modo apelar a la unidad y resistencia ante el enemigo invasor[31]. Encontramos en los primeros pobladores, pues, signos inequívocos de esa obstinada resistencia. A esto podemos añadir la vinculación de personajes y lugares, como Escipión con Napoleón o Numancia con Zaragoza. Esta influencia se extendió a otros ámbitos intelectuales, entre los que destaca la literatura y la conocida obra de Cervantes El cerco de Numancia, en la que se reproducen los elementos que constituyen la visión oficial de la España antigua[32].

No debemos pasar por alto que estas historias encierran, entre otras aspiraciones, un anhelo por reivindicar el pasado patrio dentro del panorama político europeo de sus respectivas épocas, fin para el que Numancia, como mayor exponente del carácter colectivo español, ofrecía una excelente oportunidad. Mariana había comprobado, como así deja consignado en el prólogo[33], que en el extranjero apenas se conocía la historia de su país y las que había, como la Histoire Generale d’Espagne de Loys de Mayerne Turquet, pretendían más bien difamar[34]. A finales del siglo XVIII un publicista francés, Nicholas Masson de Morvilliers, escribió un artículo titulado «Espagne» para una Encyclopédie Méthodique editada por Joseph Panckoucke. En ese trabajo se repetían continuamente los tópicos ilustrados sobre el país, para terminar declarando que «en España no existen ni matemáticos, ni físicos, ni astrónomos, ni naturalistas»[35]. La misma razón explicaría, en parte, la Historia general de Modesto Lafuente en el siglo XIX. Consideraba el palentino que solo los historiadores españoles estaban en condiciones de entender los rasgos definitorios del carácter español, ya que los autores foráneos tendían a exagerar algunos aspectos de la historia nacional[36].

Rafael Altamira, por su parte, engloba la guerra numantina bajo un epígrafe en el que incluye también los conflictos de los gallegos y los astures, advirtiendo que en ningún caso se debe entender que la guerra contra Roma la estuviese manteniendo exclusivamente la ciudad arévaca, sino que existía una confederación en la cual entraban muchos pueblos, aunque Numancia fuese la plaza principal. Dicha confederación, de la que formaban parte, entre otros, «los Cántabros, Vacceos, Lusones», venció a sucesivos generales, convirtiéndose de ese modo en «terror de las tropas romanas, que se desmoralizaron, negándose á veces á luchar»[37].

Los últimos días de Numancia son narrados, tal como sucedía con Sagunto, sin el apasionamiento y el patriotismo que había caracterizado a la historiografía anterior. Nos refiere Altamira que, en virtud de unas condiciones de paz demasiado duras, los numantinos optaron por «incendiar la ciudad, pelear hasta morir unos y matarse otros, como así lo hicieron», siendo la victoria para Escipión parcial, ya que, siguiendo la tradición que señalaba la ausencia de supervivientes, Altamira afirma que «el general romano se apoderó tan solo de un montón de ruinas y cadáveres»[38]. Se trata, sin duda, de un final menos heroico y más escueto, que, tal como ha indicado Wulff, se imbrica dentro de las tendencias de la época a interpretar las realidades históricas en términos de dominación e imperialismo y a constatar la oposición de los indígenas[39].

Bosch Gimpera y Aguado Bleye no aportan ninguna novedad sustancial al referir el final de Numancia. Se remarca de nuevo que los numantinos no iban a ceder al tratado humillante que Escipión tenía contemplado para ellos, que consistía en la rendición con armas. Como prueba, los cinco representantes enviados a parlamentar con Escipión fueron acusados de traición y muertos, ya que «entregar las armas era para el celtíbero la máxima indignidad»[40]. Tomando como guía a Apiano narran los últimos días de Numancia, de la que, dicen, «no necesita leyendas: el brillo de su heroísmo épico no se empaña porque al fin se rindieran unos cuantos hombres muertos de hambre»[41], en alusión a la posibilidad o no de que existiesen supervivientes.

Ahora bien, cuando nos toca referir según qué temas del tomo II de la Historia de España dirigida por R. Menéndez Pidal existe una influencia de raigambre alemana, Adolf Schulten, a la que es pertinente aludir. En esta ocasión, con Numancia, esa referencia es si cabe más obligada, puesto que este erudito alemán, además de haber sido el especialista en historia antigua más influyente de la primera mitad del siglo XX, desarrolló y sistematizó los resultados de sus excavaciones en cuatro volúmenes: Numantia. Die Ergebnisse der Ausgrabungen 1905-12. No nos interesa especialmente profundizar aquí en la vertiente arqueológica, sino en otra obra del profesor de Erlangen, su Historia de Numancia, cuyo prólogo, firmado por un discípulo de Bosch Gimpera, Luis Pericot, resulta revelador:

Numancia es, tal vez más aun que Viriato o que los cántabros, el símbolo de nuestra independencia frente al absorbente poder de Roma y, aun reconociendo cuanto debemos a ésta, el recuerdo de su gesta no puede borrarse del corazón de los españoles, que tienen en el heroísmo de hace dos mil años un espejo de todas las virtudes raciales. El que al lado de estas virtudes aparezcan también los viejos defectos de desunión e imprevisora pereza no hace sino intensificar la comunión entre los antiguos y los modernos y dar a la vieja historia un matiz más real y por ende más humano[42].

Pero la importancia de Schulten se entiende, por otro lado, en base a los principales intereses historiográficos de su época, tales como guerras, resistencias heroicas o la vigencia del modelo según el cual los rasgos de los españoles se mantienen inalterables a pesar del devenir histórico, cuestiones de las que la obra de Menéndez Pidal es en buena parte deudora. La historia numantina de Schulten se articula, como ha señalado Wulff[43], en torno a dos niveles bien diferenciados que tendrán su paralelo en el tomo correspondiente de la Historia de Menéndez Pidal. En primer lugar la admiración por una guerra en favor de la libertad, la independencia y el amor a la patria[44], y en segundo lugar el mayor defecto del carácter español (al que volveremos más adelante), consistente en una tendencia inherente a la desunión y la indolencia[45].

En efecto, estos autores proyectan un relato que, como parece lógico, favorece a sus intereses, aunque conviene tener en cuenta que en las historias de España se parte de una serie de referencias que contribuyen en gran parte a reforzar los comentarios de Mariana, Lafuente o Menéndez Pidal. Si echamos la mirada sobre la historiografía clásica comprobaremos que ha contribuido no poco a presentar una imagen idealizada de Numancia. Floro, a mediados del siglo I a.C., recoge que «nadie podía sostener la mirada y la voz de un hombre numantino» (Epit., I, 34, 5-6), a lo que añade: «¡Cuán valerosísima y, en mi opinión, extraordinariamente dichosa ciudad, en medio de su desventura!» (Epit., I, 34, 16). Veleyo Patérculo señalaba que Roma llegó a «estremecerse con el terror de la guerra de Numancia» (II 90, 3), mientras que Cicerón la definió como «el terror de la República» (Mur., 58). Apiano expone, en relación con la idea según la cual prefirieron morir antes que ser esclavos, que los numantinos «deseaban quitarse la vida ellos mismos. Así pues, solicitaron un día para disponerse a morir» (Ib., 96); para terminar subrayando que «tan grande era el amor de la libertad y del valor en esta ciudad bárbara y pequeña» (Ib., 97).

Creemos que merece la pena, antes de cerrar este capítulo, establecer una breve analogía con otros dos episodios. Se trata de los asedios de Jotopata y Masada, que se insertan en la Guerra Judaica del 66-74 y conocemos esencialmente gracias a la pluma de Flavio Josefo. Fue en Jotapata, ciudad sitiada por Vespasiano, donde Josefo, comandante en el frente septentrional de Galilea, se escondió en una gruta junto a unos cuarenta personajes destacados. Propuso una rendición honorable a la que sus compañeros se negaron, dándole a escoger entre la muerte de los valientes o la de los traidores: «Si tú mueres voluntariamente, lo harás como general de los judíos, pero si lo haces obligado morirás como un traidor» (b. Iud., III, 360). Josefo, una vez decide pasarse al bando romano, invoca a Dios: «Me rindo voluntariamente y conservo la vida, y te pongo a ti por testigo de que no lo hago como traidor, sino como servidor tuyo» (b. Iud., III, 354). Pierre Vidal-Naquet ha señalado que Josefo disponía de un registro, el de las relaciones con Dios, que le permitía formular la hipótesis de la traición personal de una manera más directa, para responderse, como acabamos de ver, que él no era en realidad un traidor[46]. Está claro, sin embargo, que, en tanto que jefe militar pasado al bando contrario, Josefo no podía dejar de ser considerado como tal: «Unos le acusaban de cobardía, otros de traición, y la ciudad estaba llena de indignación y de injurias contra él» (b. Iud., III, 438).

En el año 74 se produjo en Masada el suicidio colectivo de los judíos. Eleazar, líder de la secta de los sicarios, persuadió a todos a este final mediante un discurso en favor de la muerte. Esta matanza era vista, como sucedía en Numancia o Sagunto, como un acto heroico en favor de la libertad: «Creo que Dios nos ha concedido esta gracia de poder morir con gloria y libertad» (b. Iud., VII, 325). Así, «todos fueron pasando a cuchillo a sus más próximos familiares» (b. Iud., VII, 393). Sin embargo, el suicidio no fue completo, porque quedaron vivas una anciana y otra mujer (pariente de Eleazar), que se había escondido con sus cinco hijos, en lo que Vidal-Naquet llama, siguiendo a R. Barthes, «el efecto de lo real», es decir, un procedimiento para hacernos creer que el discurso del líder sicario fue pronunciado tal cual debido a que existieron unos testigos que lo pueden transmitir[47]. Nos interesa subrayar un último aspecto, y es que Masada actuó, al igual que Numancia, como mito nacionalista, pero esta vez empleado en la formación del moderno Estado de Israel.

GUERRAS CÁNTABRAS

Si decíamos que con Sagunto se levantaba el telón de una serie de luchas heroicas que tuvieron como escenario la Península, fue con el sometimiento de los cántabros y los astures por Augusto, en lo que suele considerarse el último gran episodio bélico de la conquista, cuando ese telón se bajó e Hispania pasó a convertirse en provincia del imperio. Algunos autores[48] han planteado que la condición un tanto secundaria de esta guerra se debería fundamentalmente a que parte de la obra de Tito Livio, que debió ocupar un lugar preferente en la historiografía latina, no ha llegado hasta nosotros. A pesar de ello, la duración de la conquista, que se explicaría gracias a la resistencia mítica de personajes como Viriato o Sertorio y a ciudades y regiones como Numancia, Sagunto o el norte peninsular, constituyó un elemento más que jalonó todo lo que había sucedido durante casi dos siglos[49].

Como sucede al estudiar estas construcciones historiográficas, poco importa que la conquista hubiese durado dos siglos, ya que la realidad histórica se subordina a un segundo plano para responder directamente a intereses ideológicos. En este caso existía una voz especialmente prestigiosa que ayudaba a sostener dicha idea. Una cita de autoridad refrendada por Livio que no pasa desapercibida para algunos de nuestros protagonistas. Por ejemplo, Modesto Lafuente se expresaba en los siguientes términos: «La España (ha dicho el más importante de los historiadores romanos), la primera provincia del imperio en ser invadida, fue la última en ser subyugada»; y continúa: «No somos nosotros, ha sido el primer historiador romano el que ha hecho la mas cumplida apología del genio indomable de los hijos de nuestro suelo»[50]. Menéndez Pidal, por su parte, en la Introducción a su Historia, detalla que «frente a los famosos doscientos años de guerra hispana, bastaron nueve para que César sometiese a la Galia»[51]. La referencia a Livio sirve como credencial para exhibir la durabilidad de un carácter capaz de hacer frente a la potencia más importante de su tiempo, no siendo una mera demostración de chovinismo por parte de los historiadores que en cada época elaboran las versiones canónicas del pasado.

Podría ser útil estructurar este capítulo en torno a tres niveles diferentes. En primer lugar deberíamos analizar la caracterización que las historias generales atribuyen a los pueblos del norte; a continuación centrarnos en el episodio paradigmático de heroísmo que tuvo lugar en el monte Medulio; y, por último, conocer hasta qué punto es relevante en el modelo interpretativo de la historia de España la distinción que se hace entre los habitantes del norte-centro peninsular y los del sur-Levante a partir del testimonio de Estrabón.

Las zonas septentrionales de la Península van a constituir un elemento sustancial del modelo interpretativo hegemónico de la historia antigua española, ya que habían albergado los núcleos de resistencia básicamente en torno a los cántabros y los astures. De hecho, las singularidades que se les atribuyen a estos pueblos en las historias generales se caracterizan por incidir en su ferocidad, rudeza o salvajismo, como así lo demuestran el padre Mariana[52] o Modesto Lafuente[53], pero por ello mismo son valerosos, aguerridos y, ante todo, puros, ya que no se encontraban contaminados por influencias extranjeras, como sí podía suceder en el caso de los habitantes del sur o del Levante. La definición de los pueblos del norte peninsular va a ser bastante homogénea en estos relatos, a excepción, como ya es habitual, de R. Altamira. Hay que matizar, sin embargo, que el hecho de que Altamira omita buena parte de la retórica que acompaña estas descripciones no implica que no defendiese la presencia de un carácter español o, al menos, de un fondo común en los pueblos peninsulares[54].

En el transcurso de este relato sobre lo acontecido en el norte peninsular no podía faltar la alusión a una de las acciones que más gustaban entre la historiografía española, porque ejemplificaban perfectamente tanto la esencia del carácter español como la táctica bélica preferida por los enemigos. Se trata del suicidio colectivo que tuvo lugar en el monte Medulio, que gozó de amplios comentarios en nuestros autores a excepción de R. Altamira, quien omite cualquier tipo de referencia a este hecho, prescindiendo de dicho componente apologético. Mariana sitúa el Medulio en Vizcaya porque, según él, los gallegos habrían dejado su tierra, haciendo la guerra contra los romanos en la ajena. Tras ver que los romanos habían rodeado mediante un cerco la «cumbre del monte Medulia, donde gran numero de Gallegos estaua recogido», a estos no les quedó otra salida que la habitual: «perdida del todo la esperança de la victoria, y de la vida, con no menor obstinación que los de Cantabria, vnos se mataron a hierro, otros perecieron con vna bebida hecha del arbol llamado tejo»[55]. Lafuente repite un discurso parecido, porque a su juicio lo ocurrido no era más que «una de aquellas resoluciones de rudo heroísmo de que España había dado ya tantos ejemplos, y que siempre admiraban á los romanos», para insistir, como en Sagunto y Numancia, en que aquellos «hombres de ánimo indómito, prefiriendo la muerte á la esclavitud, diéronsela á si mismos peleando entre si, ó tomando el tósigo ó venenoso zumo que para tales casos siempre prevenido llevaban». De este modo, matizando la valía o totalidad de la victoria, recoge Lafuente que «subyugaron por primera vez la Cantabria, si subyugar se puede llamar esto, las armas de Roma»[56]. Mientras que Bosch Gimpera y Aguado Bleye, haciendo suyas las observaciones de Schulten, se limitarán a indicar que fueron Floro y Orosio los que hablaron de un conflicto de estas características en el monte Medulio[57]. En efecto, los testimonios de estos dos autores clásicos[58] sirvieron de punto de partida para incidir en el aspecto que convenía a estos relatos, fundamentalmente su predisposición a morir antes que a perder la libertad.

De entre las muchas opciones de estudio que nos ofrece Estrabón en su descripción etnográfica de Iberia optaremos ahora por la distinción que el geógrafo griego hace de dos espacios: el primero es el sur y Levante, fértil y rico, pero también más fácil de conquistar porque habrían llegado fenicios, griegos o cartagineses, habiendo sido incluidos dentro de los ciclos comerciales romanos (III, 2, 1). En segundo lugar, las zonas del interior y, sobre todo, la «parte norte, muy fría además de escarpada y se halla situada junto al Océano, a lo que se añade su aislamiento y su falta de relación con las demás partes, de manera que destaca por las difíciles condiciones de su habitabilidad» (III, 1, 2). En este sentido, hace ya algún tiempo Bermejo[59] puso de relieve que en la etnografía de Estrabón hay condicionamientos climáticos y un análisis más bien injurioso, pero no un determinismo geográfico, porque, de ser así, resultaría inexplicable la existencia de dos especies de etíopes, ya que ambas viven bajo un mismo clima (II, 3, 8).

Es bien sabido que el manejo de las fuentes clásicas plantea problemas, y quizá en el caso de Estrabón sean mayores, ya que el de Amasia nunca pisó el territorio que describe en el libro III de su Geografía. La redactó consultando escritores anteriores a él, como Posidonio, Artemidoro y Polibio. Es conveniente, entonces, tener en cuenta que su visión se encuentra condicionada desde el principio por su mentalidad o sus valores sociales, y por ello muchas veces nos encontramos, más que una descripción, un juicio de estos autores que se consideraban parte de una cultura superior a estas que consideraban bárbaras[60].

El norte peninsular no solo se va a erigir en el depositario de las esencias patrias por excelencia en la Antigüedad, sino que, como es bien sabido, el periodo posterior a la conquista musulmana, la Reconquista, va a surgir en ese mismo lugar, por lo que su importancia en el imaginario colectivo español será clave. Wulff ha indicado que con la llegada musulmana las observaciones recogidas en las fuentes grecorromanas, donde se establecía una clara dicotomía entre el sur y el norte, van a ser leídas desde ese mismo punto de vista, en lo que este autor denomina «geografía del honor y de la infamia»[61].

Schulten se hará también heredero de estos planteamientos, puesto que establece una serie de ideas que ponen de manifiesto la vigencia del modelo que encontró su origen en Estrabón:

En esa serie de pueblos valerosos ocupan un honroso lugar los habitantes de las montañas españolas, cuya guerra de independencia contra Roma se prolongó durante 150 años, en tanto la resistencia de los galos duró sólo diez (…) Las tribus hispánicas de la montaña han estado continuamente en lucha siempre renovada contra Roma, mientras que los habitantes de las ricas costas de Levante o de Andalucía prefirieron pronto la paz (…) Los grandes recuerdos nacionales son tal vez el más precioso tesoro de una nación, más precioso que las riquezas materiales, pues son eternos, mientras los restantes bienes se hallan sujetos a toda clase de cambios[62].

Si complementamos esta lectura con su estudio sobre los cántabros y los astures, comprenderemos que vuelven a existir persistencias obvias. Comienza Schulten diciendo que la región montañosa de la costa norte de España había tenido la gloria de haber sido siempre la sede de gentes fuertes y heroicas[63]. Dichos pueblos se engloban entre los habitantes más rudos e impenetrables: «Celtíberos y Cántabros, Astures y Callaicos, eran las tribus más salvajes de la Penín­sula»[64]. Además, esta guerra es vista como un rebrote por mantener la libertad: «Queda dicho que la guerra cantábrica nos atrae por ser una lucha de independencia»[65]. Si decíamos que el tomo II de la Historia dirigida por Menéndez Pidal se encuentra fuertemente condicionado por los planteamientos de A. Schulten, en el episodio que estamos tratando los autores admitirán directamente que es a él «al que seguimos en nuestra exposición de la Guerra Cántabra»[66].

Apuntemos brevemente, antes de concluir, otro aspecto que contribuyó a aumentar la notoriedad de lo sucedido en el norte peninsular, y es que fue el primer emperador romano el encargado de acudir en persona para sofocar el conflicto que estaba teniendo lugar, tal como apuntan también los autores clásicos[67]. Así lo recogen Mariana, Lafuente, Altamira y Bosch Gimpera y Aguado Bleye en los capítulos correspondientes, porque el hecho de que se presente a Augusto como culminador de un proceso jalonado con tantos personajes míticos y gentes indómitas actuará como un sólido argumento para constatar la fiereza y amor por la libertad innatos de los españoles. Recordemos, además, que la zona septentrional de la Península siempre tendrá un lugar privilegiado en este imaginario colectivo, en tanto que reducto de resistencia que se volverá a invocar cuando sea necesario expulsar a los musulmanes.

VIRIATO

Fue la traición origen y final de Viriato. A raíz de la perpetrada por el pretor Servio Sulpicio Galba contra un grupo de lusitanos, entre los que Viriato se encontraba, su protagonismo monopolizó totalmente la resistencia indígena contra Roma en tanto que líder de esa comunidad; mientras que su muerte se produjo por la traición de sus más cercanos seguidores mientras descansaba. Su figura se integró rápidamente en el discurso histórico español gracias, sobre todo, a los testimonios que nos legan las fuentes clásicas[68] y que van a incidir en sus excelentes cualidades guerreras. Estos comentarios, releídos por los autores que estamos analizando, van a ser empleados, como de costumbre en estas construcciones narrativas, desde un punto de vista legitimador.

El personaje de Viriato continuaba evocando entre finales del siglo XIX e inicios del XX, tal como sucedía con el resto de los episodios, los mismos planteamientos que habían caracterizado las obras de Morales, Ocampo o Mariana. El inicio de una auténtica renovación se situaría en la segunda mitad del siglo XX, cuando, de la mano de un tratamiento más riguroso de las fuentes clásicas, se dejaría de lado la vieja retórica etnocentrista y nacionalista[69]. Destaca especialmente en ese contexto el trabajo de J. Lens, quien concluye que en la figura de Viriato se encontraría una reconstrucción ideológica de Posidonio desde la que se proyectarían modelos griegos idealizadores, especialmente cínicos y estoicos; conclusiones que asumiría después García Moreno[70].

De todas formas, es un lugar común en todas las historias generales comenzar la semblanza de Viriato aludiendo a dos aspectos: por un lado, la causa de la guerra, que se suele atribuir a la traición de Galba, y, por el otro, sus orígenes humildes como pastor. Mariana recoge, en este sentido, que este personaje era «de nacion Lusitano, hombre de baxo suelo y linage, y que en su mocedad se exercitò en ser pastor de ganados»[71]; Modesto Lafuente dice que Viriato era «ese tipo de guerreros sin escuela de que tan fecundo ha sido siempre el suelo español, que de pastores ó bandidos llegan á hacerse prácticos y consumados generales»[72]; mientras que Altamira, por su parte, señala que entre los lusitanos se alzó «un jefe llamado Viriato, hombre de excepcionales condiciones guerreras, que había sido pastor, según dicen los autores romanos, pero que llegó á tener una personalidad grande»[73].

Mariana incluye en la parte final de su relato que Viriato presentía cuál iba a ser su trágico destino. Así pues, se encontraba nuestro protagonista «cansado de guerra tan larga, y poco confiado en la lealtad de sus compañeros, ca se recelaua no quisiessen algun dia con su cabeça comprar ellos para si la libertad y el perdon». Una vez concertada la traición, los legados que había enviado Viriato para concertar la paz «entraron do estaua durmiendo, y, en su mismo lecho, le dieron de puñaladas», cumpliéndose la predicción que, a juicio de Mariana, había formulado. Las últimas líneas del jesuita concluyen exaltando a Viriato, aunque también subraye la idiosincrásica división española, porque con esa traición «perecio por engaño y maldad de los suyos el libertador, se puede dezir casi de España»[74].

En su narración, Modesto Lafuente no duda en señalar que «Viriato excitaba (…) á una alianza y general confederación contra el comun enemigo, exhortándolos á unirse en derredor de un solo estandarte nacional»; para continuar diciendo que Viriato había sido «el primero que indicó á sus compatriotas el pensamiento de una nacionalidad y la idea de una patria común»[75]. Parece que se trata de una clara apelación a la necesidad de unirse para acabar con el yugo romano, a pesar de que Lafuente, imbuido de un fuerte sentimiento nacional acorde a su época, no duda en presentar la guerra de Viriato como poco menos que precursora de las confrontaciones bélicas por la libertad que estaban teniendo lugar en el siglo XIX.

Altamira admite que en el fracaso de esta guerra intervinieron factores como la conducta desleal del gobierno romano o algunas torpezas cometidas por Viriato hacia el final de su vida, pero también pone de manifiesto el respeto que este infundía, ya que «las tropas romanas le temían». Su final, análogo al de Sertorio, se debió al engaño romano en el momento de concretar la paz. Cepión concertó con los embajadores enviados por Viriato el asesinato, que «así lo hicieron mientras dormía. De este modo traidor acabó por entonces la guerra de los Lusitanos»[76].

Como se ve, el arquetipo interpretativo dominante, esto es, el esencialismo y el invasionismo, se completa con el elemento de la división. Aunque dicho factor, inherente al carácter español, vendría a explicar en gran medida el éxito de las continuas incursiones a las que la Península se ve sometida[77], creemos apropiado desarrollarlo en torno a la figura del caudillo lusitano porque en él se va a interrelacionar con la noción de traición. La desunión, que no es exclusiva del mundo hispano[78], se incluirá como un tópico recurrente en todas las historias de España, no solo para explicar la historia antigua, sino todas aquellas «pérdidas de España» significativas. Modesto Lafuente, por ejemplo, se lamenta de que esa falta de unión sea la causante de sucesivas derrotas que, de lo contrario, no se podrían comprender:

Los españoles, en vez de aliarse entre sí para lanzar de su suelo á unos y á otros invasores, se hacen alternativamente auxiliares de los dos rivales contendientes, y se fabrican ellos mismos su propia esclavitud. Es el genio ibero, es la repugnancia á la unidad y la tendencia al aislamiento el que les hace forjarse sus cadenas (…) Las mismas causas, los mismos vicios de carácter y de organización traerán en tiempos posteriores la ruina de España, ó la pondrán al borde de su pérdida[79].

Debemos volver otra vez al geógrafo de Amasia, ya que uno de los pasajes de su Geografía (III, 4, 5) nos puede situar ante un buen precedente del tema de la desunión. Creemos que el texto merece ser reproducido al menos parcialmente:

Esta autosuficiencia alcanzó su máximo apogeo entre los iberos, que sumaban a ello su pérfido carácter y su falta de honestidad: pues en efecto eran agresivos y prestos al bandidaje por su forma de vida, pero sólo se atrevían a pequeñas acciones, en cambio no abordaban grandes empresas debido al hecho de que no constituyeron grandes potencias ni confederaciones. Pues si hubieran querido, efectivamente, combatir en conjunto no les habría resultado posible a los cartagineses someter sin riesgo la mayor parte de su territorio cuando los atacaron, e incluso todavía antes a los tirios, luego a los celtas, los que en la actualidad se llaman celtíberos y berones, ni después al bandido Viriato, ni a Sertorio, ni a algunos otros que deseaban ampliar sus dominios.

Parece claro que Estrabón podría ser un buen punto de apoyo sobre el que asentar un paradigma nuclear dentro del modelo explicativo de la historia española. Estas palabras de Estrabón han sido muy bien analizadas por Álvarez Martí-Aguilar, quien, en un estudio historiográfico, pone de manifiesto la pervivencia y el potencial ideológico que el pasaje III, 4, 5 tiene a partir de Morales, señalando que este no solo se circunscribe a las producciones históricas, sino que también encuentra acomodo en, por ejemplo, las obras teatrales[80]. La desunión no provocaba exclusivamente un castigo en forma de dominación extranjera, sino que, en el caso de que hubiese algún caudillo que encarnara la resistencia ante el enemigo, como Viriato, la desunión se traducía, como decíamos anteriormente, en la traición, lo que a su vez desembocaba en el sometimiento definitivo ante los invasores, al quedar huérfano el liderazgo de la oposición indígena.

Cuando aparecen personajes como Viriato o Sertorio después, que acaudillan en torno a su figura toda la resistencia indígena, la desunión se va a traducir directamente en su forma más característica: la traición. No es, en efecto, un azar que ambos cuenten con finales análogos, al morir a manos de sus colaboradores más cercanos. Continuando con la Historia general, Lafuente se pregunta: «¿Qué hubiera sido, pues, de Roma y de los romanos, si los jamás confederados españoles hubieran unido sus fuerzas, aisladamente formidables, en torno del guerrero ó de la ciudad, de Viriato ó de Numancia?»[81].

La importancia de figuras como Viriato se encuentra fuera de toda duda, algo que se aprecia especialmente en el siglo XIX, puesto que esa relevancia se va a entender dentro del proceso de construcción del Estado-nación. Pero, ¿por qué son necesarias? Como ha señalado Bermejo, cada Estado va a recurrir a un tipo histórico, ya sea germano, galo o celtíbero primitivos, dado que posee un gran poder de normalización. Se trata de personalidades modales que esos antepasados exhiben y que no son más que el arquetipo al que ha de ajustar la conducta todo ciudadano entendido como patriota[82]. Todo ciudadano debe, entonces, recordar una serie de acontecimientos pasados en los que sus protagonistas, héroes individuales o el pueblo como colectivo, dan muestras de sus patrones de conducta, los cuales tienen que ser imitados por, en este caso, los españoles. Conviene que el recuerdo de estos hechos, que aunque no sean gloriosos al menos sí van a ser heroicos, sea interiorizado y reproducido por el ciudadano, porque de ese modo estará asumiendo la identidad nacional que le corresponde[83].

La historiografía y sobre todo la enseñanza, recordemos, un eje fundamental en la proyección de la obra de Altamira, van a erigirse en dos claves para la interiorización de los roles sociales. Papel que, de acuerdo con Bermejo, en otras épocas habría sido desempeñado por los mitos y los rituales de iniciación, o por la instrucción y las instituciones religiosas[84]. En los manuales escolares de finales del siglo XIX y principios del XX, donde Viriato se convierte en el primer héroe nacional español, los textos van acompañados profusamente de grabados que permiten poner en juego todo el valor de lo visual para una mejor comprensión e identificación de los estudiantes con su pasado patrio[85]. La repercusión del nivel educativo es evidente, ya que, como decía Michel Foucault, todo sistema de educación es una forma política de mantener o de modificar la adecuación de los discursos, con los saberes y los poderes que implican[86].

En la narración de Bosch Gimpera y Aguado Bleye se entiende que la existencia de estos «héroes, defensores de la libertad de la patria contra el opresor extraño, suscita el interés de los hombres de estudio y gana la simpatía de todos», ya que «estas guerras populares, tan imperfectas militar y políticamente, cautivan más que las campañas del general más famoso»[87]. Parece claro que se atiende más a cuestiones sentimentales a la hora de estudiar este tipo de conflictos, por tratarse de luchas absolutamente desiguales en las que el carácter español, fiero, indomable y paradigma de la libertad, encontraba su máxima expresión. Viriato, que aparece siempre caracterizado prototípicamente, sería el personaje ideal para liderar a los lusitanos «en su guerra de independencia contra Roma».

Llegados a este punto se plantea la cuestión de la apropiación de Viriato, que se inscribe básicamente en torno a dos niveles: el portugués y el español. El primero de los casos ha sido analizado por A. Guerra y C. Fabiâo, indicando que la visión de la Lusitania como prefiguración de Portugal comenzó a delinearse con los humanistas portugueses en obras retóricas. A. Herculano, posteriormente, negó esa vinculación dentro del marco científico de la historiografía portuguesa, aunque Leite de Vasconcelos se volvería a inclinar hacia la opción que proclamaba la ligazón entre lusitanos y portugueses[88]. De todas formas, fue la biografía que A. Schulten consagró a Viriato el punto de inflexión que facilitó la identificación definitiva de Viriato con los portugueses. Buen ejemplo de ello es, como exponen Guerra y Fabiâo, que los combatientes que lucharon del lado franquista durante la Guerra Civil se arrogasen la designación de «Viriatos»[89].

En lo que refiere al caso español, nos parecen oportunas las observaciones de J. Alvar, quien ha señalado que, al aceptar la mayoría de fuentes clásicas el carácter lusitano del héroe, a la historiografía nacionalista española le podría incomodar que el moderno Estado de Portugal se apropiase de Viriato[90]. Este autor argumenta que, en el caso de que Viriato se escapase de la historia nacional, las restantes gestas heroicas quedarían oscurecidas por el anonimato de sus protagonistas, resultando ineficaces, porque ello conllevaría un cierto desconcierto de una identidad olvidada[91]. Un discurso histórico como el que aquí estamos analizando, en el que la exaltación patriótica está tan presente, no puede permitirse la ausencia de estos referentes, porque la sublimación de los caracteres españoles se proyecta precisamente en torno a ellos. Era necesario que las jóvenes generaciones de estudiantes tuviesen la obligación de aprender el nombre de Viriato e identificarse con él, en una labor de socialización del pasado común en otras construcciones nacionales. Esta tarea de asimilación de los héroes es mucho más efectiva, porque tiende a personificar los valores asociados con un determinado carácter, ya que, de lo contrario, el orgullo nacional se terminaría diluyendo, al no contar con una referencia sólida.

SERTORIO

Es bien sabido que la biografía de Quinto Sertorio se encuentra desde un determinado momento fuertemente asociada a Hispania, desde donde, a raíz de las proscripciones de Sila, lideró la oposición indígena a Roma. Tratar siquiera de realizar una aproximación a la vida de Sertorio excedería notoriamente tanto el espacio como la naturaleza de este trabajo, por lo que nos limitaremos primero a analizar su caracterización en los relatos de las historias generales y, a continuación, tratar de conocer hasta qué punto puede el de Nursia ser considerado o no como traidor a su patria.

Cuenta el padre Mariana en los capítulos que le dedica (III, 12-14) que «los Lusitanos o Portugueses, cansados del imperio de Roma», llamaron a Sertorio con el fin de recobrar la libertad. Sin embargo, la imagen sertoriana que dibuja el jesuita al comienzo de su narración no pasa por alto las verdaderas intenciones que, a su juicio, escondía. En primer lugar, la creación de un «senado a la manera de Roma», donde otorgaba más confianza a los que «eran de nacion Romanos, asi por ser de su tierra, como porque no le podian faltar tan facilmente, ni reconciliarse con sus contrarios»[92].

Por otro lado, con la fundación de lo que Mariana consideraba una «Universidad» en Osca decía perseguir que «los hijos de los principales Españoles fuesen alli a estudiar, diciendo que todas las naciones no menos se ennoblecian por los estudios de la sabiduria, que por las armas»; aunque, según Mariana, lo que en realidad pretendía era «tener aquellos moços como en rehenes, y asegurar su par­tido»[93]. A pesar de estas acciones que buscaban claramente su provecho personal, los lusitanos confiaban en que Sertorio «podría escurecer la gloria de los Romanos», por lo que se granjeó también las voluntades de la «España Vlterior (…) y Citerior»[94]. En efecto, Sertorio constituye un caso singular, ya que, como ha indicado Wulff[95], a excepción de la imagen del sabino y algún magistrado al que se juzga benévolamente, el resto de intervenciones romanas se integrarán dentro de las historias generales, en una categoría asumida de invasores brutales y falaces.

El final de Sertorio es narrado por Mariana de modo diferente. Los calificativos exaltándolo tras su muerte son elocuentes; decía el jesuita que fue llamado por «los Españoles Anibal Romano», para añadir que se podía «comparar con los capitanes mas excellentes asi por sus raras virtudes, como por la destreza de las armas, y prudencia en el gouierno»[96]. Señala que su muerte estuvo motivada más «por la malquerencia de los suyos, que por el esfuerço de los Romanos». La traición, consumada por «Antonio, hombre principal, en vn conbite en que estaua asentado a su lado», aunque urdida por Perpenna, a quien «leydo el testamento del muerto, se entendio que le señalaua por vno de sus herederos, y en particular le nombraua por su sucesor en el gouierno y en el mando»[97], venía a mostrar, de nuevo, esa tendencia de los españoles hacia su mayor defecto, la desunión convertida en traición, mal que explicaría, en fin, las sucesivas victorias de los invasores.

Modesto Lafuente va a poner de manifiesto desde el comienzo que no duda en ningún momento de la plena identificación de Sertorio con Hispania. Continúa en lo esencial el relato de Mariana cuando se refiere a la razón que movió a los lusitanos a contar con Sertorio, que era desprenderse de la tiranía romana, aunque Lafuente no cuestiona, como el jesuita, que tanto el Senado como el centro de estudios grecolatinos creado en Osca tuviesen como objetivo servir a sus propósitos personales. Su panegírico, de hecho, continúa al afirmar que creían en él los lusitanos por ser un «general de talento, de arrojo, de carácter amable, y aunque estrangero, protector de su libertad», para quien «no habia ya mas patria que España», hasta el punto de calificarlo como «un Viriato, que reunia ademas la politica de la civilizacion romana»[98]. La lucha antirromana ocupa un lugar destacado en la obra de Lafuente. Roma aporta cosas como la civilidad, las leyes o la lengua, pero lo hace a costa de cautivar la independencia de los españoles.

Si con Mariana decíamos que existe alguna diferencia entre la manera que narra el principio y final de los avatares sertorianos en la Península, con Lafuente no sucederá lo mismo, puesto que la línea laudatoria se mantendrá. Cuando aluda a la sumisión que Perpenna tuvo que aceptar dejará entrever esa acción como fundamental en el desenlace de Sertorio: «Otro romano proscrito por Sila, Perpenna (…) vino tambien á la Peninsula con la esperanza de atraerse un partido (…) Perpenna tomó el único partido que le quedaba: ceder, y someterse mal de su grado á ser el segundo de Sertorio»[99]. Se produjo después un cambio en su carácter: «El negro humor que le dominaba hízole áspero, duro, caprichoso y cruel», a pesar de que no eran «infundadas las zozobras del inquieto y desatentado general. La conjuración existía. El viejo Perpenna, que desde el principio se habia resignado mal á ocupar un segundo puesto en el ejército, era el alma de la conspiracion». Para nuestro autor, sin embargo, existía todavía algo positivo en esta unión de traidores: «Todos eran romanos»[100], queriendo incidir, así, en la nobleza de los españoles.

La traición se produjo en un festín, cuando, al hacer caer al suelo una copa de vino (la señal convenida), «el que se sentaba al lado de Sertorio le atravesó con su espada». Lafuente también incide en el testamento de Sertorio, según el cual Perpenna aparecía nombrado heredero y sucesor suyo, razón por la cual «si en los traidores pudiera tener cabida el pundonor, debió Perpenna haber muerto de remordimiento y bochorno». Así murió el que para Lafuente era, tal como decía Mariana, el «Anibal romano», concluyendo su oda al de Nursia con la afirmación de que «por espacio de ocho años habia estado haciendo dudar si la España seria romana, ó si Roma seria española»[101].

En el relato de Rafael Altamira se manifiesta desde el comienzo que Sertorio no se planteaba su lucha en la Península sino como una manera de dominar en Roma después. Lejos de esa visión del padre Mariana y Modesto Lafuente que presentaba a Sertorio como un personaje ya español que habría de librar del yugo romano a los lusitanos, se reconoce, en efecto, que él «no participaba de los ideales indígenas de independencia. Su espíritu era totalmente romano»[102]. Elementos que ayudarían a corroborar esta idea serían, por ejemplo, que «en el Senado que creó en España, los cargos de autoridad no eran desempeñados por indígenas, sino por romanos»[103]. Altamira, por tanto, se inscribe en la línea interpretativa que entendía, como veremos a continuación, la presencia de Sertorio en Hispania como un medio que le permitiría conseguir sus objetivos posteriormente en Roma.

Suele considerarse que en las fuentes clásicas existen dos puntos de vista diferentes en el tratamiento de la figura de Sertorio. Uno favorable, que se corresponde con Plutarco (Vida de Sertorio), y otro circunscrito al ámbito pompeyano y cuyas raíces proceden de Livio, que lo presentaría como traidor. Si trazamos un paralelo temporal, esa dualidad encontrará un correlato en la historiografía moderna. En torno a Sertorio se fue creando una imagen idealizada como prohombre, en la línea de Viriato, que tanto éxito tuvo en los siglos XIX y XX en el marco, sobre todo, del nacionalismo español. J. M. Roldán ha señalado que la investigación no supo sustraerse a estas imágenes, proyectándolas anacrónicamente en el mundo contemporáneo, siendo A. Schulten[104] un buen ejemplo de ello[105]. No obstante, en torno a esta tradición filosertoriana se creó otra corriente que, apoyada en el relato del círculo pompeyano, presentó al personaje como un aventurero o simplemente un traidor.

Bosch Gimpera y Aguado Bleye definen a Sertorio como una de las personalidades más fuertes de la Antigüedad clásica. Recogen estos autores la influencia sertoriana en el ámbito educativo como figura modélica a la que imitar, ya que en España «no hay libro escolar en que no ocupa el lugar que le corresponde, y alguna ciudad, Huesca, ha hecho de su memoria un culto»[106]. En este relato la guerra de Sertorio va a ser vista de nuevo en términos de una lucha por la libertad, donde el de Nursia constituirá un ejemplo de adaptación a su nueva patria, llegando al punto de ser comparado con uno de los héroes por antonomasia de la historia nacional española, el Cid: «Supo Sertorio, como después hará el Cid en el siglo XI, servirse de la fortaleza natural que le ofrecían las altiplanicies situadas entre el alto Ebro y el Duero»[107]. Finalmente, en el transcurso de un banquete donde se encontraban «once conjurados (…) Perpenna, dejando caer una pátera, dió la señal para la agresión. Antonio, que se había levantado y acercado a Sertorio, le clavó la espada (…) Los ocho le asesinaron vilmente, sin que el caudillo intentase ya la defensa»; ese fue el desenlace de Sertorio, «traicionado por sus propios compatriotas, y lejos de su patria»[108].

Pero detengámonos un momento en el Sertorio del profesor de Erlangen. Sertorio, al que Schulten sigue viendo bajo el prisma de las viejas interpretaciones surgidas en el siglo XVI, pertenece, a su juicio, a «aquellos hombres privilegiados que, desprendidos de todo, dependen totalmente de sí mismos, y que han labrado la obra de su vida enteramente de su propia fuerza»[109]. En lo relativo a su carácter bélico, continúa afirmando que «es el que más se le parece a César, en la conjunción de genio militar y político con una noble humanidad»[110]. Con respecto al amor que profesaba Sertorio a Roma, también se muestra Schulten tajante al decir que se encontraba «lejos de su patria, hacia la que su corazón había alentado hasta el último momento, y que para volver a ver hubiera sacrificado todos sus laureles»[111]. Se transformó Sertorio, así, en un personaje clave de la historiografía española, aunque «nacionalizado», al representar el ideal de la lucha contra el enemigo opresor y militarmente superior.

Cabría cuestionarse ahora hasta qué punto Sertorio pudo o no ser un traidor a Roma. Sería oportuno, pues, seguir a F. S. Lear, quien ha puesto de manifiesto la existencia de dos concepciones de traición, la traición a la res pública, que es la regulada por el derecho romano, y la traición al rey, que es la de todas las tradiciones germánicas. Distingue Lear la perduellio como principal delito de traición en el mundo romano. El perduellis era el «mal guerrero», es decir, el enemigo del país o interno, en contraposición al enemigo externo, denominado hostis[112]. Se trataba de un acto cometido directamente contra la patria y circunscrito al ámbito militar. Si relacionamos esta interpretación de Lear con el hecho de que posiblemente Sila intentase convertir a Sertorio en enemigo de Roma transformando este conflicto en bellum externum[113] mediante el calificativo de hostis publicus[114], parecería lógico que el objetivo fuese presentar a Sertorio como un extranjero, por lo que el adjetivo «traidor» carecería de sentido, al ser visto como alguien totalmente ajeno al mundo romano.

Los glandes inscriptae nos pueden ofrecer otra pista para entender su comportamiento como supuesto traidor a la patria. Se trata de casi un centenar de proyectiles con textos latinos hallados en la península Ibérica, de los que una veintena tienen relación con él[115]. Dentro de ese grupo se cuentan dos piezas que son particularmente interesantes porque constituyen el único testimonio del ideario político que Sertorio pretendía legar. Por una de las caras se puede leer Q(uintus) Sertor(ius) proco(n)s(ul) y, por la otra, Pietas; nos informan, en consecuencia, acerca de uno de los valores con los que el de Nursia deseaba ser identificado: la pietas[116]. Concepto que, de acuerdo con Beltrán Lloris, debería ser entendido como una proclamación de patriotismo de Sertorio, de su actuación conforme con el respeto al régimen romano que Sila había derrocado violentamente. A. Manchón ha sostenido que detrás de dichos proyectiles se escondería un doble propósito propagandístico claro, consistente en subrayar la legalidad de la posición de Sertorio al enfatizar su cargo de procónsul y, a la vez, manifestar su devoción por la Urbs mediante el término Pietas (erga patriam)[117].

F. García Morá ha destacado que con la guerra sertoriana se acentuó la italianización de Hispania y que dentro de los propósitos de Sertorio nunca se encontró el apartar a la Lusitania de la corriente civilizadora superior que representaba Roma. Esto sería una razón más para eliminar el calificativo de traidor al de Nursia, ya que siempre respetó el orden institucional republicano en el que se educó y formó, incluso más que Sila o el propio Pompeyo[118]. En una línea similar se sitúa J. M. Roldán, quien admite que el proyecto político de Sertorio asociado a Hispania no significaría otra cosa que un medio, producto de las circunstancias, y nunca un objetivo final al margen de Roma[119].

L. de Michele ha planteado, más recientemente, otra perspectiva para comprender la actuación sertoriana. Establece esta autora una analogía entre el comportamiento de Sertorio y el de Fimbria en Asia Menor y argumenta que lo fundamental en el de Nursia es «lo spirito di contrapposizione ideologico nei confronti di Silla, e non di Roma»; es decir, defiende la idea de que Sertorio no se identificó con la población indígena, sino que más bien utilizó la guerra en ese territorio para continuar su particular lucha contra un régimen oligárquico que él no reconocía como legítimo[120]. Apunta, además, que se debe tener en cuenta el concepto de patria, y consecuentemente de traición, en el periodo de transición entre la república y el principado: para Sertorio y Fimbria la patria representaba exclusivamente el Senado de la república, mientras que, para la corriente silana, representaba la oligarquía y el poder político que algunos de sus miembros habían obtenido gracias a su superioridad militar[121].

Parece que, al combinar la lectura que realiza F. S. Lear con respecto a la traición en la tradición legislativa romana, las interpretaciones de los glandes inscriptae, las observaciones de García Morá acerca de las aspiraciones sertorianas en Hispania o las reflexiones de Lucia de Michele en torno al sentido de la actuación de Sertorio en relación con Roma, no carecería de sentido aquel célebre pasaje recogido por Plutarco: «En efecto, decía preferir el ser en Roma un ciudadano sin renombre que, desterrado de su propia patria, ser proclamado jefe con plenos poderes sobre todos los demás juntos» (Sert., 22, 7-8).

[1] J. de Mariana, Historia general de España, vol. 1, Madrid, Impreso por Luis Sánchez, 1608, pp. 66-67.

[2] Mariana muestra una actitud ambivalente: elogia a Aníbal diciendo que era «moço de grande espíritu y coraçon (…) Su atreuimiento era grande, su prudencia y recato notables», aunque en el mismo párrafo añade que «estas virtudes afeaua y escurecia con la deslealtad, crueldad, y menosprecio de toda religion», ibid., p. 63.

[3] E. Ferrer Albelda, La España cartaginesa. Claves historiográficas para la historia de España, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1996, p. 41.

[4] C. Gala Vela señala que el único autor que habla de un hijo nacido de la unión entre Aníbal e Imilce es Silio Itálico, el cual no parece fiable; aunque no descarta que Mariana haya recogido la noticia por alguna fuente oral de la época: «La figura de Aníbal en una historia española del siglo XVII», Rivista di Studi Fenici, vol. 14, 2 (1988), pp. 239-240.

[5] Véase, por ejemplo, F. Wulff y G. Cruz Andreotti, «On Ancient History and Enlightenment: Two Spanish Histories of the Eighteenth Century», Storia della Storiografia 23 (1993), p. 80; F. Wulff, «La Antigüedad en España en el siglo XX: seis historias de España», en M. Belén y J. Beltrán (eds.), Arqueología fin de siglo. La arqueología española de la segunda mitad del siglo XX, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2002, pp. 127-128.

[6] M. Lafuente, Historia general de España, vol. 1, Madrid, Establecimiento Tipográfico de Mellado, 1850, p. 19.

[7] Ibid., p. 218.

[8] F. Wulff, «La historia de España de D. Modesto Lafuente (1850-1867) y la historia antigua», en P. Sáez y S. Ordóñez (eds.), Homenaje al profesor Presedo, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1995, p. 871.

[9] F. Wulff, «El mito en la historiografía española (XVI-XVIII). Algunas notas», Historia y Crítica 2 (1992), p. 144.

[10] M. Lafuente, Historia, vol. 1, p. 218. R. Altamira afirma que el origen griego de Sagunto era una opinión puesta muy en duda, creyéndose, más bien, que se trataba de una población indígena o, de lo contrario, fundada o colonizada por gentes venidas de Italia. Véase Historia de España y de la civilización española, vol. 1, Barcelona, Herederos de Juan Gili Editores, 1909, p. 90.

[11] M. Lafuente, Historia, vol. 1, p. 218.

[12] E. Ferrer Albelda, La España cartaginesa, p. 78.

[13] G. Pasamar, «Las “historias de España” a lo largo del siglo XX. Las transformaciones de un género clásico», en R. García Cárcel (coord.), La construcción de las Historias de España, Madrid, Marcial Pons, 2004, p. 307. Sobre la obra de Altamira véase el estudio introductorio elaborado por R. Asín Vergara en R. Altamira, Historia de España y de la civilización española, vol. 1, Barcelona, Crítica, 2001, pp. xxi-cviii.

[14] C. P. Boyd, Historia Patria. Política, historia e identidad nacional en España: 1875-1975, Barcelona, Ediciones Pomares-Corredor, 2000, p. 127.

[15] Acerca de la importancia que la historia y las ciencias sociales tienen en la formación de la conciencia de los ciudadanos es esencial el libro de R. Altamira, La enseñanza de la Historia, R. Asín Vergara (ed.), Madrid, Akal, 1997. El propio Altamira explica en el prólogo que la obra estaba pensada para, por un lado, «ese público, falto de tiempo y de preparación para leer obras extensas ó de carácter crítico», y, por el otro, para «las necesidades de una gran masa escolar que cada día exige con mayor imperio libros acomodados á los modernos principios de la historiografía y á los progresos indudables que la investigación ha realizado, de pocos años á esta parte, en lo que se refiere á la vida pasada del pueblo español», Historia, vol. 1, 7.

[16] Ibid., p. 91.

[17] P. Bosch Gimpera y P. Aguado Bleye, «La conquista de España por Roma (218 a 19 a. de J.C.)», en R. Menéndez Pidal (dir.), Historia de España, España Romana (218 a. de J.C.-414 de J.C.), vol. 2, Madrid, Espasa-Calpe, 1935, p. 15.

[18] I. de Sevilla, Las Historias de los godos, vándalos y suevos, C. Rodríguez Alonso (ed.), León, Centro de Estudios e Investigación «San Isidoro», 1975, pp. 169-171.

[19] M. Lafuente, Historia, vol. 1, p. 189.

[20] J. Álvarez Junco, «La construcción de España», en J. Martínez Millán y C. Reyero (coords.), El Siglo de Carlos V y Felipe II: la construcción de los mitos en el siglo XX, vol. 1, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2000, pp. 35-36.

[21] J. Álvarez Junco, Mater dolorosa, p. 214.

[22] J. de Mariana, Historia, vol. 1, p. 118.

[23] Ibid., p. 118.

[24] Ibid., p. 118. Los autores griegos y latinos se citan de acuerdo con el sistema de vigencia internacional recogido en L’Année philologique. Las traducciones utilizadas serán siempre las de la Bibioteca Clásica Gredos.

[25] J. de Mariana, Historia, vol. 1, p. 98.

[26] A. Jimeno Martínez y J. I. de la Torre Echávarri, Numancia. Símbolo e historia, Madrid, Akal, 2005, p. 41.

[27] M. Lafuente, Historia, vol. 1, p. 19.

[28] Ibid., p. 282.

[29] Ibid., p. 285.

[30] Ibid., p. 285.

[31] J. I. de la Torre Echávarri, «Numancia: usos y abusos de la tradición historiográfica», Complutum 9 (1998), p. 197.

[32] M. Álvarez Martí-Aguilar, «Modelos historiográficos e imágenes de la Antigüedad: El cerco de Numancia de Miguel de Cervantes y la historiografía sobre la España antigua en el siglo XVI», Hispania Antiqua 21 (1997), pp. 545-570.

[33] Dice Mariana en el prólogo: «Lo que me movio a escreuir la historia Latina, fue, la falta que della tenia nuestra España (mengua sin duda notable) mas abundante en hazañas, que en escritores», Historia, vol. 1.

[34] E. García Hernán, «Construcción de las Historias de España en los siglos XVII y XVIII», en R. García Cárcel (coord.), La construcción de las Historias de España, Madrid, Marcial Pons, 2004, p. 139.

[35] J. Álvarez Junco, Dioses útiles, p. 154.

[36] E. García Hernán, «Construcción de las Historias de España», p. 199.

[37] R. Altamira, Historia, vol. 1, p. 102.

[38] Ibid., p. 103.

[39] F. Wulff, Las esencias patrias. Historiografía e historia antigua en la construcción de la identidad española (siglos XVI-XX), Barcelona, Crítica, 2003, p. 196.

[40] P. Bosch Gimpera y P. Aguado Bleye, «La conquista de España por Roma (218 a 19 a. de J.C.)», vol. 2, p. 183. Apiano cuenta que fueron seis los enviados y que el motivo de su asesinato se debió a que los numantinos «pensaban que, tal vez, habían negociado con Escipión su seguridad personal», ibid., p. 95.

[41] Ibid., p. 184.

[42] L. Pericot, Prólogo a A. Schulten, Historia de Numancia, Barcelona, Barna, 1945, pp. VII-VIII.

[43] F. Wulff, «Adolf Schulten. Historia antigua, arqueología y racismo en medio siglo de historia europea», en A. Schulten, Historia de Numancia, Pamplona, Urgoiti, 2004, pp. LXXII-LXXIII.

[44] Como dice Schulten, «en todos los tiempos quedará como uno de los más famosos ejemplos de afán de libertad y amor a la patria», Historia de Numancia, p. 246.

[45] Schulten señalará también sus defectos: «Otra característica nada favorable de los celtíberos es la indolencia (…) Orgullo e indolencia son sin duda dos de sus rasgos preeminentes», ibid., p. 248.

[46] P. Vidal-Naquet, Ensayos de historiografía. La historiografía griega bajo el Imperio romano: Flavio Arriano y Flavio Josefo, Madrid, Alianza, 1990, p. 137.

[47] Ibid., p. 277.

[48] J. González Echegaray, «Las guerras cántabras en las fuentes», en M. Almagro-Gorbea et al., Las Guerras Cántabras, Santander, Fundación Marcelino Botín, 1999, pp. 147-148.

[49] Wulff ha indicado que los dos famosos siglos no pueden ser interpretados literalmente en este sentido, porque si los romanos no conquistan Hispania antes es en gran medida porque tampoco les interesa: Las esencias patrias, pp. 31-33.

[50] M. Lafuente, Historia, vol. 1, p. 22.

[51] R. Menéndez Pidal, «El Imperio romano y su provincia», Introducción a R. Menéndez Pidal (dir.), Historia de España, España romana, vol. 2, p. XII.

[52] Sostenía el padre Mariana que eran «los Cantabros gente feroz, y hasta esta sazon no del todo sugeta a los Romanos, ni a su imperio, por el vigor de sus animos, mas propio a aquellos hombres, y mas natural que a las demas naciones de España (…) de costumbres poco cultivadas (…) las mugeres como los hombres, eran de cuerpos robustos», Historia, vol. 1, 141.

[53] Lafuente afirmaba que todavía «los cántabros y astures se mantenían desde independientes y libres. Todavía aquellos fieros y rudos montañeses desde sus rústicas y ásperas guaridas se atrevían á desafiar á los dominadores de España y del mundo», Historia, vol. 1, p. 320.

[54] R. Altamira, Psicología del pueblo español, R. Asín Vergara (ed.), Madrid, Biblioteca Nueva, 1997, pp. 81-82.

[55] J. de Mariana, Historia, vol. 1, p. 142.

[56] M. Lafuente, Historia, vol. 1, pp. 321-322.

[57] P. Bosch Gimpera y P. Aguado Bleye, «La conquista de España por Roma (218 a 19 a. de J.C.)», vol. 2, p. 270. A. Schulten apunta que «se corresponde el Mons Medullius con el monte San Julián, a siete kilómetros de Tuy, cerca de la boca del Miño, porque en la altura de esta montaña granítica, que visité en 1906, existe un recinto muy extendido formado por una fuerte muralla», Los cántabros y astures y su guerra con Roma, Madrid, Espasa-Calpe, 1962, p. 174.

[58] Dice Floro que «cuando los bárbaros advirtieron su fin, anticiparon su muerte, mientras celebraban un banquete, por el fuego y la espada y el veneno que allí se extrae habitualmente de los árboles del tejo, y la mayoría se libró de la cautividad, que, para hombres no sometidos hasta el momento, parecía peor que la muerte» (II, 33, 50); y Orosio expone: «Asediaron (…) el monte Medulio, que se levantaba sobre el río Miño, y en el que se había fortificado una gran cantidad de personas. El resultado final fue que, cuando esta raza de gentes, cruel y feroz por naturaleza, comprendió que ellos eran insuficientes para aguantar el asedio e incapaces de aceptar un combate, se suicidaron por temor a la esclavitud. Se mataron, en efecto, casi todos a porfía, con fuego, hierro y veneno» (VI, 21, pp. 6-8).

[59] J. C. Bermejo Barrera, Mitología y mitos de la Hispania prerromana, II, Madrid, Akal, 1986, pp. 21-23.

[60] Así lo ha mostrado Bermejo al analizar el sistema matrimonial de los pueblos del norte y dos instituciones penales en base a los comentarios de Estrabón, véase J. C. Bermejo Barrera, La sociedad en la Galicia castreña, Santiago de Compostela, Follas Novas, 1978, pp. 13-26.

[61] F. Wulff, «La historia de Roma en las historias de los países europeos: el caso español», en P. Defose (ed.), Hommage à Carl Deroux, Bruselas, Latomus, 2003, pp. 608-609.

[62] A. Schulten, Historia de Numancia, pp. 6-7.

[63] A. Schulten, Los cántabros y astures, p. 19.

[64] Ibid., p. 47.

[65] Ibid., p. 137.

[66] P. Bosch Gimpera y P. Aguado Bleye, «La conquista de España por Roma (218 a 19 a. de J.C.)», vol. 2, p. 269.

[67] Floro: «Acudiendo ya él mismo, a unos los hizo descender de los montes, a otros los cogió como rehenes y a otros los vendió por derecho de guerra como esclavos» (Epit., II, 33, 52); Orosio: «Dándose cuenta de que lo hecho en Hispania durante doscientos años no serviría de nada, si permitía seguir usando de su independencia a los cántabros y astures, poderosísimos pueblos de Hispania, abrió [Augusto] las puertas del templo de Jano y marchó él mismo a las Hispanias con el ejército» (VI, 21).

[68] Las tres fuentes primordiales para el estudio de Viriato así lo atestiguan. Apiano dice, a propósito de sus exequias: «Tras haber engalanado espléndidamente el cadáver de Viriato, lo quemaron sobre una pira muy elevada y ofrecieron muchos sacrificios en su honor (…) Tan grande fue la nostalgia que de él dejó tras sí Viriato, un hombre que, aun siendo bárbaro, estuvo provisto de las cualidades más elevadas de un general» (Ib., 75). Diodoro Sículo cuenta que Viriato era el luchador más valiente en la batalla y un general capaz de prever lo que sería más ventajoso (XXXIII, 21.a). Por último, Dión Casio establece un retrato según el cual Viriato es un referente militar dotado de las más altas cualidades tanto militares como morales: «En efecto, desde su nacimiento, y gracias a los entrenamientos, fue muy ágil para perseguir y escapar y muy fuerte en el combate a pie firme (…) Con ser tal su cuerpo, tanto gracias a la naturaleza como al ejercicio, resultaba muy superior en las virtudes del alma (…) En resumen, no hacía la guerra por ambición ni por poder, ni siquiera por orgullo, sino por la acción en sí y, sobre todo por este motivo, fue considerado tanto amigo de la guerra como buen guerrero» (XXII, 73, 1-4).

[69] M. V. García Quintela, Mitología y mitos de la Hispania prerromana, III, Madrid, Akal, 1999, p. 185.

[70] J. Lens Tuero, «Viriato héroe y rey cínico», Estudios de Filología Griega 2 (1986), pp. 253-272; L. A. García Moreno, «Infancia, juventud y primeras aventuras de Viriato, caudillo lusitano», en G. Pereira (ed.), Congreso Peninsular de Historia Antigua, vol. 2, Santiago de Compostela, Servicio de Publicaciones de la Universidad, 1988, pp. 373-382.

[71] J. de Mariana Historia, vol. 1, p. 109.

[72] M. Lafuente, Historia, vol. 1, p. 18.

[73] R. Altamira, Historia, vol. 1, p. 101.

[74] J. de Mariana, Historia, vol. 1, p. 109.

[75] Ibid., p. 273.

[76] R. Altamira, Historia, vol. 1, p. 102.

[77] Véanse los siguientes trabajos de F. Wulff: «La historia de España de D. Modesto Lafuente», p. 865; «Andalucía antigua en la historiografía española (XVI-XIX)», Ariadna 10 (1992), p. 27; «La historiografía ilustrada en España e historia antigua. De los orígenes al ocaso», en F. Gascó La Calle y J. L. Beltrán (coords.), La Antigüedad como argumento II. Historiografía de arqueología e historia antigua en Andalucía, Sevilla, Scryptorium, 1995, p. 38.

[78] Cuenta Flavio Josefo que, cuando los romanos sitiaban Jerusalén, dentro de la ciudad los habitantes de la ciudad baja tenían sitiados a los de la ciudadela, porque, además de en guerra con Roma, se encontraban en una guerra civil que Josefo describe así: «Parecía como si ellos destruyeran a propósito lo que la ciudad había preparado para hacer frente al asedio de los romanos y cortaran los nervios de su propia fuerza» (b. Iud., V, 24).

[79] M. Lafuente, Historia, vol. 1, p. 17.

[80] M. Álvarez Martí-Aguilar, «Notas sobre el papel de Estrabón en la historiografía española, del Renacimiento a la Ilustración», en G. Cruz Andreotti (coord.), Estrabón e Iberia: nuevas perspectivas de estudio, Málaga, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Málaga, 1999, pp. 52-53.

[81] M. Lafuente, Historia, vol. 1, p. 20.

[82] J. C. Bermejo Barrera y P. A. Piedras Monroy, Genealogía de la Historia. Ensayos de historia teórica III, Madrid, Akal, 1999, p. 75.

[83] J. C. Bermejo Barrera, ¿Qué es la historia teórica?, Madrid, Akal, 2004, p. 60. Véase también, en este sentido, J. S. Pérez Garzón, «La creación de la historia de España», en J. S. Pérez Garzón et al., La gestión de la memoria. La historia de España al servicio del poder, Barcelona, Crítica, 2000, p. 81.

[84] J. C. Bermejo Barrera y P. A. Piedras Monroy, Genealogía de la Historia, p. 356.

[85] G. Ruiz Zapatero y J. R. Álvarez-Sanchís, «La prehistoria enseñada y los manuales escolares españoles», Complutum 8 (1997), pp. 269-271.

[86] M. Foucault, El orden del discurso, Barcelona, Tusquets, 1980, p. 37.

[87] P. Bosch Gimpera y P. Aguado Bleye, «La conquista de España por Roma (218 a 19 a. de J.C.)», vol. 2, p. 117.

[88] A. Guerra y C. Fabiâo, «Viriato: Genealogia de um Mito», Penélope 8 (1992), pp. 17-19.

[89] Ibid., pp. 19-20.

[90] J. Alvar, «Héroes ajenos: Aníbal y Viriato», en J. Alvar y J. M.a Blázquez (eds.), Héroes y antihéroes en la Antigüedad Clásica, Madrid, Cátedra, 1997, p. 138.

[91] Ibid., p. 139.

[92] J. de Mariana, Historia, vol. 1, p. 121.

[93] Plutarco dice que Sertorio «congregó en Osca a los más nobles entre los pueblos y les puso maestros de enseñanzas griegas y romanas; de hecho, los retenía como rehenes» (Sert., 14, 3).

[94] J. de Mariana, Historia, vol. 1, p. 122.

[95] F. Wulff, «La historia de Roma», p. 607.

[96] J. de Mariana, Historia, vol. 1, p. 126.

[97] Ibid., p. 126.

[98] M. Lafuente, Historia, vol. 1, pp. 291-292.

[99] Ibid., p. 293.

[100] Ibid., p. 296.

[101] Ibid., p. 298.

[102] R. Altamira, Historia, vol. 1, p. 104.

[103] Ibid., p. 105.

[104] Schulten titula el capítulo XV de este libro como «Fin de la guerra de la independencia celtibérica», Sertorio, Barcelona, Bosch, 1949, pp. 176-178.

[105] J. M. Roldán Hervás, «La aventura hispana de Quinto Sertorio», en J. M. Roldán Hervás y F. Wulff, Citerior y Ulterior. Las provincias romanas de Hispania en la era republicana, Madrid, Istmo, 2001, p. 218.

[106] P. Bosch Gimpera y P. Aguado Bleye, «La conquista de España por Roma (218 a 19 a. de J.C.)», vol. 2, p. 199.

[107] Ibid., p. 221.

[108] Ibid., p. 236.

[109] A. Schulten, Sertorio, p. 206.

[110] Ibid., p. 208.

[111] Ibid., p. 173.

[112] F. S. Lear, Treason in Roman and Germanic Law, Austin, University of Texas Press, 1965, p. 6.

[113] Floro dice que los generales victoriosos «quisieron que esta guerra se considerara extranjera, en lugar de civil, para poder celebrar el triunfo» (Epit., II, 10, 9); Eutropio cuenta que «se celebraron al mismo tiempo muchos triunfos, el de Metelo sobre Hispania, el segundo de Pompeyo sobre Hispania, el de Curión sobre Macedonia, el de Servilio sobre Isauria» (VI, 5); Veleyo Patérculo remite que «Metelo y Pompeyo recibieron el triunfo por sus victorias sobre los hispanos» (II, 15, 2).

[114] Orosio (V, 21, 3), Apiano (civ., I, 96).

[115] B. Díaz Ariño, «Glandes Inscriptae de la Península Ibérica», Zeitschrift Für Papyrologie Und Epigraphik 153 (2005), p. 219.

[116] F. Beltrán Lloris, «La “pietas” de Sertorio», Gerión 8 (1990), pp. 213-215.

[117] A. Manchón Zorrilla, «Pietas erga patriam: la propaganda política de Quinto Sertorio y su trascendencia en las fuentes literarias clásicas», Bolskan 25 (2014), p. 165.

[118] F. García Morá, Un episodio de la Hispania republicana. La Guerra de Sertorio, planteamientos iniciales, Granada, Universidad de Granada, 1991, pp. 366-367.

[119] J. M. Roldán Hervás, «La aventura hispana de Quinto Sertorio», p. 217.

[120] L. de Michele, «Fimbria e Sertorio: proditores reipublicae?», Athenaeum 93 (2005), p. 287. Véase, en esta misma línea, J. Santos Yanguas, «Sertorio: ¿un romano contra Roma en la crisis de la república?», en G. Urso (ed.), Ordine e sovversione nel mondo greco e romano. Atti del convegno internazionale, Cividale del Friuli, 25-27 settembre 2008, Pisa, Fondazione Canussio, 2009, pp. 177-192; M. Almagro-Gorbea, «Las Guerras Civiles», en M. Almagro-Gorbea (coord.), Historia militar de España. Prehistoria y antigüedad, vol. 1, Madrid, Ediciones Laberinto, 2009, p. 235.

[121] L. de Michele, «Fimbria e Sertorio: proditores reipublicae?», p. 289.

La traición en la historia de España

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