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I

INTRODUCCIÓN

Este libro no pretende ser un exhaustivo catálogo que estudie a los traidores que desde la Antigüedad y hasta la época contemporánea han ido jalonando la historia de España. Al contrario, es un trabajo que tiene como objetivo analizar la traición en los relatos historiográficos, ya que los traidores cumplen siempre un papel y tienen una influencia esencial tanto en el ámbito de la ideología política como en el de la enseñanza de la historia.

El estudio que a continuación se ofrece se enmarca en el campo de la historiografía o, para ser más precisos, de la historia de la historiografía. Esta disciplina se ha venido consolidando en las últimas décadas, suponiendo quizá su definitivo reconocimiento académico la monumental obra en cinco volúmenes The Oxford History of Historical Writing[1], en la que se ofrece, siguiendo un consolidado modelo de la historiografía anglosajona que habían iniciado grandes obras como la Cambridge Ancient History, por ejemplo, una visión exhaustiva de todos los periodos, temas y problemas de cada época, elaborada por los mejores especialistas del momento.

Anteriormente la consolidación de la disciplina estuvo marcada por la aparición de diferentes revistas, como History of Theory, con ya más de cuarenta años de edición; los Quaderni di Storia y los Quaderni Storici en Italia; así como la revista internacional Historie de l’historiographie, cuyo título, en francés, inglés, alemán e italiano, se escogió así para destacar a su vez el reconocimiento de la materia en la sección correspondiente de los Congresos Mundiales de Ciencias Históricas. España no iba a ser menos, y en ella hemos podido asistir al nacimiento de revistas como Historiografías, publicada por la Universidad de Zaragoza, o la Revista de Historiografía, publicada por el Instituto de Historiografía Julio Caro Baroja de la Universidad Carlos III de Madrid. Pudiendo añadir a ellas la revista Memoria y Civilización de la Universidad de Navarra.

El objeto de la historiografía es el estudio sistemático y diacrónico de las grandes construcciones globales en las que se enmarcan los diferentes tipos de historias, comenzando, como es evidente, por la historia de los países, reinos y naciones. Y siguiendo también por las grandes construcciones históricas y los modelos interpretativos en la historia económica, social, histórico-religiosa y de las ideologías y las mentalidades.

No cabe duda alguna de que no hay historia sin investigación y sin documentos. La historia, o quizá mejor las historias, son ciencias empíricas, basadas en la recopilación de datos y su sistematización e interpretación. Pero todos sabemos, y mucho más desde la Escuela de los Annales, con Marc Bloch y Lucien Fevbre, que no hay historia sin modelos interpretativos globales, a menos que sigamos queriendo defender la vieja «historia historizante». Los modelos históricos los crean los historiadores para dar forma a la materia histórica. Y esos modelos, ya sean sociales (la «ciudad antigua», el «despotismo oriental», el «Antiguo Régimen», el «feudalismo»), o bien económicos, como la teoría de los diferentes modos de producción, no están presentes directamente en las fuentes, ni fueron percibidos así por los protagonistas del pasado. Ni los griegos creían vivir en la «ciudad antigua», ni los hombres y mujeres de la Edad Media en la «sociedad feudal». Sin embargo, ello no quita validez a esos modelos, que solo pueden ser refutados por otros que nos proporcionen interpretaciones más fecundas y útiles.

El modelo con el que nos vamos a enfrentar es el gran modelo, también llamado relato, de la Historia de España, que, como todas las historias nacionales, es un modelo cerrado, porque está estructurado en un determinado territorio y en el devenir en el tiempo de los pueblos y personas que vivieron en él. Ese modelo, como veremos en el apéndice dedicado a la historiografía nacionalista gallega, escogida como ejemplo ilustrativo por proximidad, se intentó e intenta sustituir por otros tres igualmente cerrados, construidos en los entornos gallego, vasco y catalán. Cada uno de ellos se presenta como incompatible con los demás porque la historia de la nación es una narración, o sustancia narrativa cerrada, con un comienzo, un medio y un fin, que es la consolidación del Estado-nación, y normalmente, además, suele estar concebida de una forma finalista o teleológica. Por eso, aunque muchas veces esas historias oculten, manipulen y deformen los hechos, son muy difíciles de refutar, porque mueven resortes emocionales, religiosos e ideológicos muy profundos.

Todas las historias nacionales europeas se presentan como una acción que transcurre en el tiempo en un escenario determinado, que es el territorio del reino o la nación, al que se concibe como intrínsecamente unido a determinadas formas de organización económica y social. Tal vez por eso la geografía humana francesa fue tan importante en la génesis de los Annales, pues de ella partieron grandes historiadores, como Fevbre, autor de La Tierra y la evolución humana. Introducción geográfica a la historia[2], o los propios Bloch, Fernand Braudel y Pierre Vilar, geógrafo de formación.

Es sobre esos paisajes en los que transcurre la acción histórica, que suele tener un protagonista: el pueblo alemán, francés, inglés, escocés, español… Y todos esos pueblos durante siglos o milenios luchan por mantener su identidad, contando con la ayuda de unos determinados medios, y de posibles aliados, y enfrentándose a rivales y enemigos: externos e internos, siendo estos los traidores de diferentes tipos.

Los historiadores de los siglos XIX y XX reivindicaron la pervivencia de esos caracteres pluriseculares, o identidades nacionales. Y no deja de ser curioso que el gran historiador Fernand Braudel, autor de El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II[3], y de Civilización material y capitalismo[4], dos obras maestras de lo que podríamos llamar «historia de las grandes estructuras», muriese cuando se hallaba publicando el primer volumen de su Identidad de Francia[5]. Esos caracteres y el relato nacional es lo que constituirá la base de la enseñanza de historia en todos los países del mundo, como había señalado Marc Ferro en Cómo se cuenta la historia a los niños en el mundo entero[6].

Son los grandes historiadores los que articulan ese relato seleccionando etapas, personajes, hechos y episodios gloriosos para cada época. Por eso nuestras fuentes, en sentido estricto, serán las grandes Historias de España, desde Alfonso X, pasando por Juan de Mariana (1592), hasta Juan Francisco Masdeu (1783-1805), Modesto Lafuente (1850-1867), Miguel Morayta (1886-1896) o Rafael Altamira (1900-1911). Son esas historias globales el objeto de nuestro interés por dos razones. Primero, porque solo en su gran extensión se puede dar cuenta de un devenir histórico plurisecular, y en segundo lugar porque en ellas se crean los modelos monárquico-tradicional, basado en reyes y dinastías, o nacional-católico, liberal, y jurídico social. Junto a esas grandes obras también merecerán ser dignas de consideración obras como las introducciones de nuestro gran filólogo Ramón Menéndez Pidal, Los españoles en la historia[7], y Los españoles en la literatura[8]. No en vano fue el primer gran coordinador de la monumental Historia de España, que lleva su nombre, y el más grande estudioso de la figura del Mío Cid, el gran protagonista de la épica castellana y española.

En nuestro recorrido nos vamos a encontrar con diferentes tipos de traiciones y traidores. Todos ellos tienen en común su falta de fidelidad a un pueblo, o a los valores e ideales de un reino, una religión o una nación. Los más evidentes son los traidores protagonistas de hechos de armas, como ocurre en las historias de Viriato, Sertorio, o de las ciudades de Sagunto y Numancia. Serán ellos héroes paradigmáticos y modelos que imitar y aparecerán hasta la saciedad en las grandes y pequeñas historias, en los manuales infantiles y en la literatura, la música y los grandes cuadros históricos del Romanticismo español, utilizados luego muchas veces como ilustraciones de los libros de historia.

Pero junto a estos héroes y traidores de la épica, que desarrollan sus acciones en los campos de batalla, también tendremos a los traidores en la religión (como ocurre en las historias del abad don Juan de Montemayor o la Condesa traidora), a los renegados. Y con ellos a los eternos enemigos emboscados, los judíos primero, los conversos y marranos después, sobre los que siempre recayó la sombra de la sospecha y la traición y contra los que se creó, o recreó, la Inquisición española, por los menos si seguimos la hipótesis del monumental libro de Benzion Netanyahu[9].

La traición y los traidores también se verán ilustrados en el caso de las luchas dentro de una casa real, como ocurre con la figura de don Carlos, y de modo casi paroxístico en Fernando VII, o bien dentro de una Corte, como en el caso de Antonio Pérez. Pero también en el caso de grandes movimientos sociales, como las Comunidades de Castilla, o las rebeliones sucesivas de los catalanes y el nacimiento de la identidad vasca y gallega.

Por último, junto a traidores en el campo de batalla, la Corte y la Dinastía, la Iglesia y el pueblo como colectividad, tendremos a los nuevos traidores por su ideología: ya sean ilustrados, masones o afrancesados. Ellos inauguran una nueva época con la que pondremos fin a nuestro relato, centrado en España, y que deja deliberadamente de lado los episodios de grandes traiciones en el Nuevo Mundo, como las de Cortés y Lope de Aguirre, por dos razones[10]. En primer lugar, porque no tuvieron grandes consecuencias históricas en lo que se refiere a la monarquía hispánica en sus territorios peninsulares, y en segundo lugar porque ocupan papeles muy secundarios en las grandes Historias de España. No estamos cuestionando con esto su trascendencia histórica, sino que simplemente decimos que no gozaron de la relevancia suficiente para que historiadores como Modesto Lafuente, Miguel Morayta o Rafael Altamira, que en última instancia, debemos recordar, serán las fuentes de las que beberemos, y los que crearán la imagen canónica del pasado español, les dedicasen capítulos enteros, como sí sucede en la mayoría de los temas que analiza el presente libro.

Hablaremos sobre cuestiones tan problemáticas y complejas como la nación y el nacionalismo, nos referiremos a la existencia de un «carácter nacional español» que se mantiene secularmente como depositario de las esencias patrias, y nos adentraremos, en definitiva, en el largo periodo que se extiende desde la Antigüedad hasta la época de Fernando VII. Como parece razonable, es posible que haya datos incompletos, temas que merecerían una mayor profundización o aspectos sobre determinadas cuestiones que quizá para un experto en la materia pudieran ser elementales. Si no lo hacemos no es porque consideremos que sea ocioso o irrelevante, sino porque de lo que se trata es de ofrecer una visión global de un determinado tema, como es el de la traición en la historiografía española.

Concluiremos nuestro relato con el primer tercio del siglo XX, con excepción del apéndice sobre el nacionalismo gallego, porque ahí remata su Historia general Modesto Lafuente (Rafael Altamira lo hará en el siglo XIX). Y porque con el nacimiento del sistema parlamentario se reconoce, de forma más o menos completa, que el gobierno siempre ha de tener una oposición legal, y leal, y que esa oposición, basada en una ideología, o varias antagónicas con la gobernante, ya no es traidora, sino justa rival.

Hemos llevado a cabo nuestro estudio, como decía Quintiliano, el gran tratadista de la retórica antigua, ad narradum, pues eso corresponde a la historia, y no ad explicandum, como corresponde a la filosofía. Por eso seguimos fielmente a nuestras fuentes y hablamos de los episodios y personas cuya importancia ellas destacan. Nuestros historiadores han explicado a la vez que narraban. No hubo en ellos grandes modelos políticos, jurídicos o filosóficos explícitos, aunque sí implícitos, sobre lo que fue la fidelidad al rey, el pueblo o la religión. Sus lectores también lo daban por sabido. Y fueron precisamente esos valores compartidos entre autores y lectores los que dieron credibilidad, reconocimiento y fuerza a esas historias de España, en las que durante siglos cientos de miles de personas tuvieron la sensación de que de te fabula narratur, de que allí se estaba hablando de ellos mismos y de su vida en el tiempo pasado, pero también en el presente y futuro, porque la historia de su país les ofrecía modelos y ejemplos que seguir.

¿Fue esa selección reiterativa y sistemática de tantos episodios de traición bélica, política, religiosa, ideológica y cultural la maldición que persiguió durante siglos a los españoles y los dejó marcados como un pueblo cainita? ¿O fue más bien el lema, que en el franquismo llegó a su caricatura con la secular conjura judeo-masónica y marxista, de quienes siempre quisieron apagar la luz de la libertad para asegurar mejor su dominio? En la historia yacerá la respuesta.

PLANTEAMIENTO METODOLÓGICO

Es bien sabido que el siglo XX fue el gran siglo de la Historia. Es en este siglo y en una región concreta, Europa, cuando y donde se constituirá este saber como ciencia, en gran medida gracias al cambio en la noción de documento. El documento histórico pasará de ser considerado entre aquellos objetos con cierto prestigio, o sagrados, a comprenderse como un objeto que, además de proporcionar un cierto signo de distinción, ofrecerá información y será independiente de aquellas personas o sujetos que lo produjeron.

Será también en el siglo XIX cuando surja el discurso histórico, producido, como señala José Carlos Bermejo, a partir de tres condiciones materiales que deben ser consideradas. En primer lugar, tendríamos el Estado liberal, sucesor y heredero del poder de la Iglesia, para el que la historia será un agente legitimador esencial. La segunda de las condiciones estaría conformada por dos factores, el etnocentrismo y el colonialismo, estrechamente vinculados al reparto del mundo que Europa protagonizará en el XIX. En último lugar situaríamos a la nación, ya que, para constituirse como tal, el discurso histórico será uno de los mecanismos principales, pues no debemos olvidar que buena parte de las naciones europeas dominantes escribieron sus historias en esta centuria[11].

Dentro de dicho discurso parece claro que el tema que nos ocupa se encontró fuertemente influenciado por el nacionalismo, aspecto que resulta central para entender la idea de «traición» dentro de la caracterización historiográfica decimonónica sobre los orígenes de al-Ándalus. José Álvarez Junco ha puesto de relieve cómo los ideólogos nacionalistas de los siglos XIX y XX exaltaron ya a los visigodos en tanto que creadores de una unidad política que llamaban «española», siendo la llegada musulmana decisiva para la construcción de la imagen nacional de España, por ejemplo desde un punto de vista sentimental, al añadir a la idea de la «pérdida de España» en el Guadalete un cierto cariz nostálgico[12]. A esto podemos sumar la relevancia del concepto de Reconquista, del que se deriva el origen de la imagen de al-Andalus como resultado de una conjunción de «traicio­nes»[13]. El nacionalismo español influyó, por tanto, en la caracterización de la conquista musulmana y, en general, de todo al-Andalus, ya que los hechos acaecidos en aquel año 711 pasaron a ser interpretados como una catástrofe nacional y los musulmanes fueron finalmente considerados como enemigos de la nación y opresores de los españoles, lo que ayudaría a legitimar la posterior expulsión[14].

Paralelamente al cambio de estatuto de la historia y a la aparición del discurso histórico que mencionábamos, veremos desarrollarse importantes debates historiográficos. El que tuvo como núcleo la discusión entre la historia como relato o la historia como ciencia estuvo muy presente en los tratados de metodología histórica, aunque, independientemente de la opción que el historiador escoja, parece claro que en la construcción de los textos historiográficos podemos distinguir dos niveles. El primero sería la investigación histórica, desarrollada a partir del estudio de las fuentes y en la que se utilizan todo tipo de metodologías de carácter científico, como la demografía, la sociología, la economía, etc. Los resultados obtenidos en este primer nivel se integrarían en una construcción global a la hora de desarrollar las síntesis históricas, tradicionalmente denominada «síntesis» pero que hoy es conocida normalmente como relato o metarrelato histórico.

Está fuera de toda duda que el relato histórico, como resultado del desarrollo de un entramado institucional muy complejo, es clave en la construcción de las historias nacionales. Por ejemplo, si seguimos el esquema propuesto por Kenneth Burke, la estructura sería la siguiente: acción (la vida de la nación), escenario (territorio nacional), protagonista (el pueblo sobre el que se desarrolla el relato nacional), antagonistas (aquellos que se oponen a la acción del sujeto narrativo, ya sean enemigos internos o externos) y fin del relato (construcción del Estado-nación y desarrollo de su vida en plenitud)[15].

Tendría Burke equivalentes en otros autores actuales, siendo Hayden White, autor de un libro clásico sobre el tema[16], el más conocido. Consideraba White que se podía analizar el discurso histórico en base a los presupuestos de la retórica, y para ello elaborará una teoría que aborda las concepciones historiográficas del siglo XIX. En cambio, el modelo de White, como ha expuesto Bermejo, no funcionará, puesto que es muy rígido y difícilmente aplicable a numerosos casos concretos, estando la teoría elaborada a un nivel muy restrictivo y desde un punto de vista formalista[17].

Trataremos, pues, de estudiar cómo son utilizados los enemigos internos en los tópicos propagandísticos de la enseñanza de la historia nacional y de la ideología política, aunque el método seguido en nuestra investigación se aproximará más al de Burke que al de White, ya que no consideramos que la narración de las historias nacionales sea enmarcable mecánicamente en los modelos de los géneros literarios que establecen la retórica y la teoría de la literatura.

[1] D. Woolf (ed.), The Oxford History of Historical Writing, 5 vols., Oxford, Oxford University Press, 2011-2012.

[2] L. Febvre, La Tierra y la evolución humana. Introducción geográfica a la historia, Barcelona, Cervantes, 1925.

[3] F. Braudel, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, México, Fondo de Cultura Económica, 1953.

[4] F. Braudel, Civilización material y capitalismo, Barcelona, Labor, 1974.

[5] F. Braudel, La identidad de Francia, Barcelona, Gedisa, 1993.

[6] M. Ferro, Cómo se cuenta la historia a los niños en el mundo entero, México, Fondo de Cultura Económica, 1990.

[7] R. Menéndez Pidal, Los españoles en la historia, Madrid, Espasa-Calpe, 1991.

[8] R. Menéndez Pidal, Los españoles en la literatura, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1960.

[9] B. Netanyahu, The Origins of the Inquisition in Fifteenth-Century Spain, Nueva York, Random House, 1995.

[10] Dentro de los complots planeados en el territorio americano sobresale la conspiración tramada contra Felipe II por Martín Cortés, hijo del gran conquistador español, véase G. Salinero, La trahison de Cortés. Désobéissance, procès politiques et gouvernement des Indes de Castilles, seconde motié du XVIe siècle, París, Presses Universitaires de France, 2013.

[11] J. C. Bermejo Barrera, Introducción a la historia teórica, Madrid, Akal, 2009, pp. 246-248.

[12] J. Álvarez Junco, Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XX, Madrid, Taurus, 2001, pp. 38-40. Del mismo autor véase Dioses útiles. Naciones y nacionalismos, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2016, pp. 137 y ss.

[13] Acerca de la importancia de la Reconquista en la caracterización de la historiografía españolista decimonónica sobre al-Andalus, véase M. Ríos Saloma, La Reconquista. Una construcción historiográfica (siglos XVI-XX), Madrid, Marcial Pons, 2011, pp. 153 y ss.

[14] A. García Sanjuán, La conquista islámica de la Península Ibérica y la tergiversación del pasado: del catastrofismo al negacionismo, Madrid, Marcial Pons, 2013, pp. 35-39. A este respecto véase también la monografía de P. Hertel, The Crescent Remembered. Islam and Nationalism on the Iberian Peninsula, Eastbourne, Sussex Academic Press, 2015.

[15] K. Burke, A Grammar of Motives, Nueva York, Prentice-Hall, 1945.

[16] H. White, Metahistory. The Historical Imagination in Neneteenth-Century Europe, Baltimore y Londres, John Hopkins University Press, 1973.

[17] Sobre la cuestión del narrativismo véase J. C. Bermejo Barrera, Entre Historia y Filosofía, Madrid, Akal, 1994, pp. 91-123.

La traición en la historia de España

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