Читать книгу La traición en la historia de España - Bruno Padín Portela - Страница 12

Оглавление

IV

DE TRAIDOR AL REY A HÉROE NACIONAL: LA FIGURA DEL CID EN LA HISTORIOGRAFÍA ESPAÑOLA[1]

En el siglo XIV Dante Alighieri escribió una de las obras fundamentales de la literatura italiana y universal; un poema estructurado en tres partes: Infierno, Purgatorio y Paraíso[2]. Dante dividió el Infierno en nueve círculos que alojaban en su interior diferentes tipos de pecadores. El noveno círculo, esto es, la parte más profunda, cubierta por un lago helado llamado Cocito, albergaba a los traidores. Dentro de ese círculo también había grados que distinguían la gravedad de la traición, dependiendo de si esta era hacia su patria, sus benefactores o sus parientes, aunque en este caso no habría traición, sino parricidio. En el centro de ese Infierno de Dante se encontraba el peor traidor, el que había actuado contra Cristo: Lucifer. Su aterradora descripción, en la que destacaba el hecho de tener tres cabezas devorando tres cuerpos, encerraba la clara voluntad de señalar a algunos de los traidores más notorios de la historia, adscritos tanto al ámbito religioso como al político. Así, el cuerpo del centro pertenecería a Judas Iscariote, sufriendo la peor tortura al comerle Lucifer la cabeza. Los otros dos serían Bruto y Casio, reconocidos por haber tomado parte en la célebre conspiración que condujo al asesinato de Julio César en los idus de marzo del año 44 a.C.

Podría parecer extraño, por tanto, encontrarnos a un personaje como Rodrigo Díaz de Vivar en el Infierno del poeta florentino, el lugar donde moraban los peores pecadores, al frente de los cuales se alzaba el propio diablo. Y es que no pasó el Cid a la historia precisamente por haber sido un traidor a su señor natural, Alfonso VI, sino que más bien debe su prestigio al hecho de ser considerado como un verdadero paradigma de caballero castellano, portador de las más altas cualidades que todo español debía conocer y poseer, tales como el valor, la fortaleza, la justicia o la religiosidad, en un contexto de lucha contra el islam asociado a la llamada Reconquista.

Cuando se trata de estudiar la figura del Campeador nos encontramos a menudo con dos niveles distintos que se confunden entre sí fácilmente. Uno sería el de la realidad, es decir, los hechos que sabemos que sucedieron o sobre los que, al menos, no existen demasiadas dudas; y, en segundo lugar, el de la leyenda, que tiene que ver con ese relato creado y adornado por el paso de los siglos, en los que el Poema de Mío Cid ocupa un lugar preeminente. En este sentido Modesto Lafuente ya apuntaba que «desde el siglo XII hasta el XIV, se mezclaron á las verdaderas hazañas de Rodrigo el Campeador multitud de aventuras fabulosas que inventaron y añadieron los romanceros, es cosa de que no duda ya ningun critico»[3].

Es indudable que el Cid acabó perteneciendo a ese elenco de héroes en los que realidad y leyenda, como acabamos de decir, se funden para favorecer el nacimiento de auténticos arquetipos de conducta que sirvan de modelo para la sociedad; terreno al que pertenecen otros reconocidos nombres, como Sertorio, Viriato o Fernán González. Ejemplos que las sucesivas generaciones de españoles tendrán la obligación de estudiar en los colegios, algo que se percibe especialmente bien en el siglo XIX, dentro del proceso de construcción del Estado-nación, cuando los ciudadanos necesitan referentes históricos que moldeen sus aspiraciones vitales.

Desde luego, cuesta imaginar al Cid en el noveno círculo de la comedia dantesca. La imagen que la historiografía, la literatura o incluso el cine han ido cincelando dista mucho de presentar un Cid negativo. Lo que se pretende en estas páginas es analizar el papel que desempeñó Rodrigo Díaz en la construcción de la identidad nacional española a través de algunas de las historias generales más importantes que se escribieron desde el siglo XIII, así como poder determinar hasta qué punto coincide lo que nos cuentan estos relatos con lo que podemos conocer de la realidad histórica; o, en último término, comprobar si se le puede aplicar al infanzón burgalés el apelativo de «traidor» en base a los dos destierros sufridos a manos de su señor, el rey Alfonso VI.

LA JURA DE SANTA GADEA Y EL COMIENZO DE LA RIVALIDAD ENTRE ALFONSO VI Y EL CID

Es bien sabido que la vida de Rodrigo Díaz de Vivar se encuentra relacionada desde un determinado momento con la de dos monarcas cristianos: Sancho II de Castilla y, tras su muerte, Alfonso VI. Fernando I había repartido el reino entre sus hijos, correspondiéndole a Sancho Castilla, a Alfonso el reino de León y a García el de Galicia. Sancho pronto reunificó el reino dividido por su padre venciendo a sus hermanos, de los que al menos García, a juicio de Ramón Menéndez Pidal, no debió de presentar demasiada oposición: «El rey García de Galicia era de menor capacidad que sus hermanos»[4]. Pero lo interesante ahora será estudiar la relación que mantuvo el Cid con el segundo de sus señores. Para ello habrá que conocer el comportamiento del Campeador con Alfonso una vez que Sancho fue muerto a traición, según la versión más extendida entre la historiografía española.

Un buen punto de partida para estudiar el origen de dicha relación entre señor y vasallo se podría situar en una iglesia burgalesa, en el episodio denominado Jura de Santa Gadea, antes de que Alfonso se ciñese la corona de monarca. Sancho había sido traicionado a manos de Vellido Dolfos, tal como cuentan todas las fuentes a excepción de la Gesta Roderici Campidocti, más conocida como Historia Roderici, que ni siquiera narra la muerte del hijo de Fernando I. La última noticia que nos ofrece el biógrafo cidiano sitúa a Sancho en el cerco de Zamora, limitándose a decir: «Después de la muerte de su señor el rey Sancho, que le crió y le demostró muy gran amistad, el rey Alfonso le recibió como vasallo con honores y le tuvo en la corte en gran estima y consideración»[5].

Las crónicas que nos remiten este episodio son ciertamente tardías. La Historia Roderici, como acabamos de ver, no nos dice nada acerca de ningún juramento, silencio que también comparte el Carmen Campidoctoris, poema latino sobre el Campeador que tiene como principal objetivo ensalzar sus gestas y cuyo fin es, en consecuencia, más laudatorio que historiográfico[6]. Otro trabajo escrito, la Crónica Najerense, redactado hacia el último tercio del siglo XII[7], comienza a incorporar algunos elementos que no existían con anterioridad. Menciona, por ejemplo, a un «hijo de la perdición, Bellido Adolfo», que, tras conducir al rey fuera del campamento, «él, que estaba montado sobre otro caballo, lanzándole un venablo lo mató»[8].

Fue a partir del siglo XIII, de la pluma de Lucas de Tuy y del arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada, cuando conocemos la existencia de un juramento en la iglesia de Santa Gadea. En ella se le exige a Alfonso jurar que no había tenido nada que ver en el asesinato de Sancho. Así, el Tudense menciona en su Chronicon mundi que, encontrándose en el cerco de Zamora el rey Sancho, «salio de essa çibdad vn cauallero de gran osadia, que auia nombre Vellido Arnolfo, que ferió, sin sospecha, de traues a esse rey Sancho con vna lança (…) el qual rey, llagado con lança por el pecho, derramó juntamente la vida con la sangre»[9]. Tras la muerte de Sancho «los nobles castellanos y pamploneses» habrían de elegir a Alfonso a cambio de una sola condición: «Que primero jurasse que nunca auia seydo en consejo de la muerte del rey Sancho su hermano», pero, al no haber ninguno capaz de afrontar esa responsabilidad, «el sobredicho Ruy Diaz, noble cauallero», se encargó de tomar juramento al nuevo monarca, razón por la cual «el rey Alfonso siempre lo ouo en aborrescimiento»[10].

Jiménez de Rada, por su parte, copia a Lucas en la narración del juramento que incorpora en el De rebus Hispaniae. Lo único que varía en su relato es que, en lugar de «caballeros castellanos y pamploneses», había «los castellanos y los navarros»[11]. A partir de este momento, las palabras de estos dos religiosos van a influir de manera directa en el transcurso del relato histórico español, puesto que esta interpretación, basada en la supuesta jura de Santa Gadea como germen de las desavenencias surgidas entre el infanzón y el monarca, será asumida, con algunas excepciones, por la gran mayoría de la historiografía española desde el siglo XIII hasta, como mínimo, comienzos del XX.

Este breve repaso por algunas de las fuentes que aluden al Cid resulta útil porque nos sirve para establecer una clara diferencia entre el retrato que se hace de la relación entre el Campeador y Alfonso antes y después de que escriban sus obras el Tudense y el Toledano. Como hemos visto, las más cercanas a la vida de Rodrigo Díaz, como la Historia Roderici o el Carmen Campidoctoris, ignoran cualquier tipo de promesa del monarca. Lo que está en discusión aquí no es tanto su historicidad, de la que trataremos más adelante, sino su significación e influencia. No debemos olvidar que tanto L. de Tuy como Jiménez de Rada actúan como continuas citas de autoridad de las que se servirán los encargados de escribir la historia de España durante más de siete siglos.

Un claro ejemplo de la continuidad de esta tradición lo encontramos en varios textos históricos que se inspiran en gran medida en el Chronicon mundi y en el De rebus Hispaniae. Uno de ellos, la Estoria de España elaborada bajo la tutela de Alfonso X, representa bien esa influencia. Además de incluir la traición al rey Sancho, da crédito a esa reunión en la que participaron castellanos y navarros con el fin de aceptar a Alfonso como nuevo monarca. Según nos dice el relato alfonsí, la única condición consistía en que «yurasse que non muriera el rey don Sancho por su conseio», a lo que prosigue: «Pero al cabo non le quiso ninguno tomar la yura, maguer que la el rey quisiesse dar, sinon Roy Diaz el Çid solo, quel non quiso recebir por señor nin besarle la mano fasta quel yurasse que non auir el ninguna culpa en la muerte del rey don Sancho»[12].

El relato del juramento en Santa Gadea incorporó paulatinamente nuevos elementos que enriquecieron su simbolismo. La Estoria de España añade que Alfonso tuvo que responder «amén» hasta tres veces a la pregunta de si había tenido o no algo que ver en la muerte de su hermano. Para añadir más solemnidad a lo ocurrido en aquella iglesia burgalesa tuvo que jurar el rey como sigue: «Tomo Roy Diaz Çid el libro de los euangelios, et pusol sobre ell altar de Santa Gadea; et el rey don Alffonso puso en las manos»[13]. No se encuentra entre nuestros propósitos realizar un análisis exhaustivo de la significación que el número tres tuvo en la Edad Media (no olvidemos que el diablo descrito por Dante contaba con tres cabezas que devoraban a tres traidores), aunque podría ser pertinente realizar algunas consideraciones acerca de esta cuestión.

Ya en la Antigüedad mostraba Platón cierta predilección por dicho número. Diferenciaba el fundador de la Academia tres partes en la psyche humana: el elemento racional, más elevado, porque la razón debía controlar los demás elementos; el elemento espiritual, concebido como una especie de impulso o poder de la voluntad; y, en último lugar, el elemento apetitivo, que había que tener siempre bajo control. Distinguía, también, tres tipos de funciones en su estado ideal: los artesanos, que desarrollarían las actividades productivas; los guardianes o guerreros, encargados de la defensa; y los gobernantes, cuya responsabilidad sería la política y el adecuado gobierno. Esta especial querencia por las tríadas la pondrían de manifiesto después otros autores. Es bien conocida la imagen trifuncional que mostró Georges Duby[14] de la sociedad medieval o la división trifuncional de la ideología indoeuropea que propuso hace algún tiempo Georges Dumézil[15].

La relevante posición del número tres dentro de una sociedad tan influenciada por el cristianismo como la medieval hispana se podría explicar, en parte, gracias a la impronta de la filosofía platónica que conocieron padres de la Iglesia como san Agustín. Pero no podemos obviar el gran poder simbólico que en algunos de sus pasajes escondían las sagradas escrituras. En el libro del profeta Isaías se recoge la escena de unos serafines diciendo: «Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos, llena está toda la tierra de su gloria» (Is 6, 2-3). En otro fragmento leemos que Pedro, hambriento, viendo descender un gran lienzo atado por los cuatro extremos del cielo, que contenía cuadrúpedos terrestres y todo tipo de reptiles y aves del cielo, oye al Señor ordenarle que los matase y los comiese: «Esto se hizo tres veces, y aquel lienzo volvió a ser recogido en el cielo» (Hch 10, 9-16). También en el Apocalipsis encontramos una alusión en este sentido:

Y el cuarto ángel tocó la trompeta, y fue herida la tercera parte del sol, y la tercera parte de la luna, y la tercera parte de las estrellas, de tal manera que se oscureció la tercera parte de ellos, y no había luz en la tercera parte del día ni en la tercera parte de la noche. Y miré, y oí un ángel volar por en medio del cielo, diciendo a gran voz: «¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay de los que moran en la tierra, por razón de los otros toques de trompeta que los tres ángeles todavía han de tocar!» (Ap 8, 12-13).

En efecto, es habitual encontrar en los Evangelios este tipo de referencias, y aquí entraría en juego la influencia que quizá sea más importante: la Santísima Trinidad. Esto tendría que ver con los llamados trisagios, es decir, himnos cantados a la Santísima Trinidad en los que se repite tres veces la palabra «santo». Por ello se podría entender la repetición de este número en el juramento de Santa Gadea como una clara alusión al dogma fundamental del cristianismo, o incluso sugerir que el Cid no humilló a Alfonso en ningún momento, al estar haciendo en nombre de Dios lo necesario para limpiar cualquier sombra de duda. El nuevo monarca estaría jurando, en consecuencia, por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo que no cometió ningún tipo de traición hacia su hermano, quedando el episodio revestido con una especial sacralidad.

Por otro lado, no es en modo alguno casual que el texto alfonsí integre que Alfonso VI debió jurar en un altar con el libro de los Evangelios en la mano. José Carlos Bermejo ha señalado recientemente, en relación con la monarquía escocesa altomedieval, que se desconoce la fórmula del juramento de fidelidad personal entre el rey y el vasallo. Pero si comparamos el territorio hispano con lo que sucede dentro del panorama monárquico europeo medieval, encontraríamos que existen esencialmente dos formas distintas de jurar: poniendo la mano o bien sobre una reliquia o bien sobre las Sagradas Escrituras[16], aunque esta segunda práctica no se habría difundido hasta el siglo XIII, momento en el que es recogido en la Estoria del rey Sabio. Conviene recordar, además, que la vida del Cid se desarrolla dos siglos antes, cuando el acto de jurar sobre los Evangelios no estaba tan generalizado. Tendríamos que en esta escena los roles se intercambian. Ya no es el vasallo el que debe la fidelidad, sino que es el nuevo monarca el que tiene que prometer que no ha conspirado contra su hermano, y lo hace, para dar mayor simbolismo al acto, con Dios como testigo de que lo que dice es cierto.

La base de la narración que habría de dominar la historiografía española ya estaba creada. La Historia general que escribió el padre Mariana a finales del siglo XVI se refiere a este suceso casi en los mismos términos. Afirma el jesuita que los caballeros de Castilla, reunidos en Burgos, deciden «recebir a don Alonso por rey de Castilla, a tal que jurasse por espressas palabras, no tuuo parte ni arte en la muerte de su hermano», ante lo que «el Cid, como era de grande animo, se atreuio a tomar aquel cargo, y ponerle al riesgo de qualquier desabrimiento». Mariana agrega que la reacción de Alfonso consistió en disimular la afrenta recibida, pero que en realidad «quedò en su pecho offendido grauemente contra el Cid»[17]. Si decíamos que el episodio de la jura de Santa Gadea quedaba grabado en la historia española gracias al Tudense y al Toledano, no es menos cierto que su vigencia quedaba todavía más refrendada al adoptarlo Mariana, pues se trata de la Historia general más significativa hasta que a mediados del siglo XIX aparece publicada la de Modesto Lafuente.

Otro clérigo, Juan de Ferreras, editó en el primer tercio del siglo XVIII una Historia de España en dieciséis volúmenes. Entre los propósitos de Ferreras se encontraba corregir errores y falsedades, para lo que contaba con fuentes impresas procedentes de otros países, crónicas francesas e incluso textos árabes[18]. Pero ello no le impidió aceptar como verdadera la jura en Santa Gadea. Ferreras incide en que el responsable de la muerte de Sancho se llamaba «Bellido»; sin embargo, añade que se había «esparcido vn falso rumor, de que Bellido havia muerto à Don Sancho de orden de Don Alonso». De todos modos, se vuelve a repetir que la proclamación de Alfonso se produjo en «la Parroquial de Sancta Gadea» donde «el Cid tomò el juramento à el Rey»[19]. En efecto, Ferreras presenta una narración que continúa la línea marcada cinco siglos antes, algo que, por otro lado, es lógico, ya que el sacerdote leonés cita entre sus fuentes a «Don Rodrigo, Don Lucas y los demàs»[20], entre los que podría estar la Estoria de España o la Historia general del jesuita Mariana, ya que es habitual que en esta sucesión de textos sobre la historia de España se vayan copiando casi idénticamente lo que escriben las voces más autorizadas.

Modesto Lafuente, por su parte, muestra una actitud ambivalente en cuanto al juramento. Admite que el atrevimiento del Cid al tomar la jura había sido «un testimonio de la grandeza de su alma», pero, al mismo tiempo, advierte que la actitud del Campeador podría haber provocado la respuesta de Alfonso en relación con lo que el palentino define como «alevosía de Carrión»[21]. Lafuente hacía alusión con estas palabras a la supuesta participación del Cid en aquella batalla de Golpejera del año 1072 en la que Sancho derrotó a su hermano, coronándose así rey de León. Esto le valió al destronado un breve periodo encarcelado y, después, el destierro en la corte de al-Mamun de Toledo. La Historia Roderici no incluye a Rodrigo Díaz en ningún acto de este tipo, refiriendo: «En las batallas que el rey Sancho libró con el rey Alfonso en Llantada y Golpejera, donde le venció, Rodrigo Díaz llevó el pendón real del rey Sancho y se destacó y sobresalió entre todos los soldados de su ejército»[22].

Para Lafuente el comportamiento del Cid representaba también la arrogancia de la nobleza castellana por permitirse tomar juramento al monarca, con la humillación que, a su juicio, este acto conllevaba. Lafuente sabía que algunos historiadores contaban que se repitió tres veces la fórmula del juramento, aunque, al hablar las crónicas más antiguas de una sola, prefiere esta última opción. Aun así, no oculta que, a pesar de dicha arrogancia, la verdad era que «por mucho que Alfonso lo disimulara, quedóle en su ánimo cierto desabrimiento y enojo hacia el Cid»[23].

Naturalmente la Historia del erudito palentino tuvo una vigencia absoluta durante el XIX, convirtiéndose tanto en la obra de síntesis más leída como en la base de la mayoría de narraciones que a partir de ella se escribirían. Apareció en la última década del siglo, sin embargo, un nuevo texto patrocinado esta vez por la Real Academia de la Historia y bajo la dirección de Antonio Cánovas del Castillo, como hemos tenido ocasión de comprobar en el capítulo anterior. Nació, en palabras de Ignacio Peiró, con una vocación de afrontar el estudio de la historia de España de forma acorde con el patriotismo y el nuevo concepto de nación surgido en el contexto de la Restauración[24]. Manuel Colmeiro, autor del capítulo correspondiente al Cid, asume la muerte de Sancho a manos del traidor Vellido Dolfos, así como el evento del templo burgalés, donde «los castellanos pusieron por condición del pleito y homenaje que jurase no haber tenido parte en la muerte de D. Sancho», para continuar afirmando que «sólo el Cid entre los caballeros de la corte se atrevió á pedirle el juramento, temerosos los demás de incurrir en el enojo del Rey», por lo que acabó el rey «tan lastimado y ofendido del Cid, que jamás desde aquel día le restituyó de veras en su gracia»[25].

En realidad la narración no sufrió variaciones relevantes en este cambio de siglo[26]. En su Historia de España y de la civilización española, Rafael Altamira admite «la traición de Bellido Dolfos», pero siempre pretendió ceñirse a la historia verdadera del Cid, desechando multitud de pormenores extraordinarios, como lo sucedido en Santa Gadea, el casamiento de las hijas de Rodrigo con los infantes de Carrión o la batalla ganada por el Cid después de muerto, que a juicio de Altamira pertenecía al mundo de «los poetas castellanos de la Edad Media, los romances populares, los autores árabes y la fantasía del vulgo». Por ello señala escuetamente que Alfonso «fué reconocido rey por los leoneses y por los castellanos» aunque antes tuviese que guerrear con García, que «vino a recuperar el trono con tropas del rey sevillano»[27].

Analicemos ahora el punto de partida de todos los estudios que desde 1929 se han venido publicando en torno a la figura del Rodrigo Díaz. Menéndez Pidal reconocía en las primeras páginas de su monumental España del Cid que una de las razones que lo habían llevado a escribir dicho libro era contestar a las acusaciones que Reinhart Dozy, un arabista holandés, había vertido sobre el paradigma del buen caballero castellano. Pidal explicó en otro lugar que la obra magna sobre el Campeador era una «reacción contra una corriente de cidofobia que había tenido graves negligencias en el acopio de las fuentes y había cometido multitud de errores en interpretarlas y acoplarlas»[28]. Tal afrenta precisaba de una respuesta nacional que preservase la dignidad de uno de los mayores héroes españoles, y a esa tarea se entregó. Según él, las palabras de Dozy significaban una nueva muestra de «cidofobia», porque sus conclusiones no estaban avaladas más que por sus prejuicios, arbitrariedades y desfiguraciones.

Entre las fuentes de las que bebe Menéndez Pidal se encuentran el Tudense y el Toledano, a los que copia al tratar este episodio. Evidencia Pidal, en este sentido, sus dudas acerca de la verosimilitud que le merece el juramento, al ser noticia tardía y, a su juicio, de fuente juglaresca. Sin embargo, esto no es un problema, porque «la creo de origen antiguo y, por lo tanto, fidedigna, ya que los primitivos juglares castellanos eran más cronistas y menos poetas que sus colegas los franceses»[29]. Que el juramento fuese sobre los Evangelios tampoco lo pone en cuestión el eminente filólogo español, puesto que «para ser válida la jura, el que la jure debía tocar algún objeto sagrado», al igual que el enojo posterior del rey, que Menéndez Pidal no entiende porque el Cid «cumplía con él una función que, aunque de desconfianza, era al cabo una función jurídica ritual, muy propia de quien había sido alférez del rey difunto»[30]. Al leer el relato de Lucas de Tuy y Jiménez de Rada y compararlo con lo que dice Menéndez Pidal, la coincidencia es evidente. Parece que el tiempo no se ha parado y los siete siglos que separan la escritura de los tres textos no son un impedimento para mantener intacta la estructura básica de la narración. Lejos de lo que pueda parecer, este no es un hecho aislado dentro de la historiografía española. Son muchos los ejemplos que se presentan en los que la vigencia de un modelo interpretativo dado se mantiene inalterable desde sus más prístinos orígenes hasta el momento de redacción de las historias generales.

Ahora bien, ¿qué hay de cierto en todo este episodio? Una de las mayores dificultades a las que suele enfrentarse el historiador es la escasez de fuentes, problema que se agrava todavía más dependiendo de la época por estudiar. La historia sería una actualización de la ausencia, es decir, consistiría básicamente en un proceso de evocación[31]. Por ello es pertinente indicar en trabajos de esta naturaleza, donde los testimonios de que disponemos son pocos, tardíos y responden a intereses muy variados, que, además de fragmentario, el conocimiento histórico implica el empleo de la imaginación. Como ha indicado Bermejo, la historia no es una rememoración, ya que la sociedad no tiene memoria, sino una invención[32]. Al historiador, incapaz de prolongarse en el tiempo, solo le quedaría imaginar, ya que no puede recordar. Tendríamos, de acuerdo con las indicaciones de Bermejo, dos tipos de imaginación histórica. En primer lugar la imaginación constituyente, que tendría que ver con la capacidad de evocar y formarnos una idea del pasado, y, por otro lado, la imaginación reguladora, encargada de establecer los límites de la primera[33].

Hoy en día, en trabajos más alejados de los viejos apasionamientos que siempre despertó la figura del Campeador, se acepta que estamos ante un episodio transmitido textualmente que no cuenta con ningún tipo de respaldo histórico; más bien se sostiene que pertenece al ámbito meramente fabuloso. Richard Fletcher lo define como un relato fantástico, extrañándose al mismo tiempo de que algunos historiadores modernos, como Menéndez Pidal, hubiesen abogado por su veracidad[34]. Gonzalo Martínez Díez se inclina por considerarla una «bellísima y poética escenificación carente de cualquier base histórica o documental»[35]. Francisco Javier Peña apunta a que sería un episodio «puramente imaginario, fruto del interés de los cronistas del siglo XIII por agrandar la figura del Campeador y dotarle de una estatura moral superior a la de los reyes a los que sirvió»[36]. José María Mínguez apeló a la poderosa creatividad de la imaginación popular y de los juglares castellanos, responsables de «crear una de las escenas dramáticas más impactantes de la literatura medieval recurriendo a un enfrentamiento desigual entre un rey bajo sospecha y uno de sus nobles requiriendo implacablemente la acción de la justicia»[37].

Si comparamos este episodio con el ritual legionense de coronación del siglo X veremos que, a pesar de que no se trata de Castilla, en ningún momento hay intervención de los nobles, solo de los clérigos. Se distinguen, de acuerdo con la transcripción hecha por Alfonso García-Gallo, cuatro momentos dentro de este ritual. Podemos observar en el primero de ellos cómo dos obispos conducen al rey hacia la iglesia, mientras los demás clérigos van delante con el «Santo Evangelio y con dos cruces con incienso aromático»[38], mientras invocan la bendición de Dios. Después, con el rey dentro del templo y despojado de sus vestiduras solemnes y sus armas, el obispo pregunta al nuevo monarca si gobernará manteniendo la Santa Fe y la guardará con obras justas. En tercer lugar el monarca ya es ungido, y, por último, los obispos entregan la espada, los brazaletes, el manto, el cetro, el báculo, y termina sentándose en el trono. Vemos que lo importante no es el juramento, es la unción, porque es el momento en que el rey recibe la gracia de Dios, aunque parece que en el caso de Alfonso VI el juramento precede a la unción. La idea sería que, si el rey miente, estaría jurando en falso, con lo que cometería un pecado contra Dios. En consecuencia, si miente y jura en falso podría ser excomulgado. Si es excomulgado quedaría fuera de la Iglesia, no sería cristiano y por tanto no podría ser rey de un reino cristiano.

Pero, ¿qué interés tiene toda la historiografía española en presentar la jura de Santa Gadea como un episodio histórico? Como hemos visto, se conjugan una serie de elementos cuyo trasfondo religioso nos interesa subrayar. Parece claro que el objetivo que se persigue es doble. Por un lado, se pretende justificar, en base a la humillación de la que habría sido víctima, la actuación posterior del monarca respecto de su vasallo en los dos destierros. Por otro lado, y quizá sea lo más importante, se busca liberar al Campeador de cualquier tipo de culpa, dejando el terreno preparado para que los historiadores no tengan más que apelar al resentimiento de Alfonso VI y a la envidia provocada por las extraordinarias virtudes que encarnaba el Cid para justificar los motivos que explicarían su caída en desgracia. Esto es fundamental, puesto que un héroe castellano, y por extensión español, de la envergadura del Cid, depositario de las más honorables virtudes que habrían de jalonar el particular carácter colectivo patrio, no podía estar manchado por ninguna mala conducta.

EL CID COMO TRAIDOR

El papel del Cid como traidor debe asociarse necesariamente a los dos destierros impuestos por su soberano Alfonso VI. Para ello habría que repasar, al menos someramente, el contexto en el que se producen algunos de los aspectos legales más importantes relativos a la idea de traición y traidor en la Edad Media, las implicaciones que conllevaba dicha consideración, las disposiciones que algunos de los códigos legales contemplaban y el objetivo que se persigue en la historiografía española al presentar una determinada visión sobre las expulsiones sufridas por el Campeador.

En primer lugar convendría repasar sucintamente el contexto en el que se insertan ambos destierros. Con respecto al primero, es bien sabido que Alfonso VI había enviado al Campeador como emisario para cobrar las parias de los reyes de Sevilla y Córdoba, estando el rey de Sevilla enfrentado al rey de Granada. De parte del rey granadino se alineaban algunos nobles entre los que destacaba especialmente García Ordóñez. El monarca sevillano reclamó al Cid protección como contraprestación por las parias cobradas, ya que estas eran, a su vez, una garantía de no intervención y aseguramiento de tregua[39]. Las dos huestes se encontraron en Cabra, donde el ejército granadino sufrió una gran derrota a manos del Cid, que capturó a García Ordóñez, lo mantuvo preso tres días y le quitó las tiendas y todo su botín. Este habría sido el primer pretexto para entender su posterior expulsión, pero el hecho que desencadenó definitivamente el destierro del Campeador tuvo lugar más adelante. Un grupo de musulmanes había atacado la fortaleza de Gormaz y obtenido un gran botín mientras el rey se encontraba en Castilla y el Cid, según recoge la Historia Roderici, «permaneció enfermo en Castilla»[40]. El Campeador comandó la represalia sobre Toledo con éxito y es justo ahí cuando la corte del monarca terminó por ejercer, según la versión más extendida, su influencia al acusar deliberadamente a Rodrigo Díaz de no haber acudido en su ayuda: «Rey y señor, no le quepa duda a vuestra majestad de que Rodrigo hizo esto para que los sarracenos nos matasen a todos nosotros, que andábamos entonces por su tierra devastándola, y pereciéramos allí»[41].

Las fuentes narrativas más tempranas coinciden en ofrecer la misma razón como causa de los dos destierros. En relación con el primero, la Historia Roderici atribuye a la envidia el único motivo que explicaría su expulsión del reino. De regreso a Castilla tras la batalla de Cabra nos dice el biógrafo cidiano: «A causa de tal triunfo y de la victoria que le otorgó Dios, muchos, tanto parientes como extraños, movidos por la envidia le acusaron ante el rey de cosas falsas y fingidas»[42]. Mientras que unas líneas más adelante, cuando el Cid ataca Gormaz, continúa: «El rey, airado y encolerizado injustamente por esta malintencionada y envidiosa acusación, le arrojó de su rei­no»[43]. En términos similares se expresa el Carmen Campidoctoris, aunque sin indicar que la envidia estuviese provocada por la victoria de Cabra o la cabalgada de Gormaz, que no cita, sino porque el rey habría ensalzado a Rodrigo Díaz sobre otros nobles, que advertían al rey: «Señor, ¿qué estás haciendo? Contra ti mismo un mal estás forjando, consintiendo a Rodrigo que destaque; no nos agrada. Ten por cierto que no te amará nunca, ya que fue cortesano de tu hermano; contra ti siempre va a tramar sus males y a disponerlos»[44].

El segundo destierro tiene como origen el sitio de Aledo. Alfonso había ordenado a todos sus vasallos que se dirigiesen hacia esa fortificación. El monarca envió, de acuerdo con la Historia Roderici, una misiva al Cid en la que le conminaba a «auxiliar urgentemente la fortaleza de Aledo y a socorrer a los que estaban sitiados luchando contra Yusuf y todos los sarracenos que cercaban el referido castillo»[45]. Pero lo cierto es que el Cid llega tarde al lugar acordado, hecho aprovechado por los cortesanos para lanzar todo tipo de acusaciones ante el rey y «diciéndole que no era un vasallo fiel, sino traidor e infame»[46]. En este destierro hallamos una serie de elementos que merecen ser analizados, aunque ahora nos limitaremos a mencionarlos, para tratarlos después con mayor profundidad. Esos elementos son: el Cid es considerado formalmente como un traidor, lo cual es fundamental, ya que esto no sucedía en el primer destierro; además, le son confiscados sus bienes y encarcelados sus hijos y su mujer.

Las historias generales van a seguir los mismos presupuestos que se aprecian en estas primeras fuentes de modo casi unánime. La Estoria de España pone de manifiesto esta clave interpretativa basada en la envidia. Así, dice que como «los ricos omnes que eran con ell, auiendo muy grand envidia al Çid, trabaiaronse de mezclarle otra uez con el rey don Alffonso», quien no profesaba afecto hacia su vasallo a raíz de «la yura quel tomara en Burgos sobre razon de la muerte del rey don Sancho»[47]. Se entremezcla, pues, la supuesta envidia derivada de la actuación del Cid con el rencor provocado en virtud de la jura de Santa Gadea.

El padre Mariana, tres siglos después, incide en que la causa del destierro radicó en la envidia de la corte del rey Alfonso. Al regresar Rodrigo con los tributos, además de recibir el sobrenombre de Campeador, los «nobles y caualleros se encendieron contra el en vna nueua embidia. Procurauan abatir al que mas deuieran imitar», sirviéndose para ello de «calumnias y cargos falsos». Según el jesuita, la facilidad de la caída en desgracia del Cid se entendía en gran medida gracias a que el rey estaba «de tiempo atrás desgustado», en lo que es, de nuevo, una clara alusión a lo sucedido en aquella iglesia burgalesa. El detonante del destierro hay que buscarlo para Mariana también en el episodio de Gormaz, ya que a partir de ahí los nobles decían que «no conuenia dissimular, ni dar rienda a vn hombre loco y sandio, para hazer semejantes desatinos: que era bien castigalle, y hazer que no se tuuiesse en mas que los otros caualleros». Por ello, tras una «junta de grandes y ricos hombres», acordaron «saliese desterrado del reyno, sin dalle mas termino que nueue días para cumplir el destierro»[48].

Si repasamos otras historias generales representativas veremos que el relato, aunque con pequeños matices, no se modifica en el fondo de su contenido. Así, mucho más conciso se muestra Modesto Lafuente al referir que no le perdonó la ofensa de Santa Gadea y que por eso «mas adelante le desterró de su reino, á cuyo acto no fue agena la familia de García Ordóñez, enemigo de Rodrigo»[49]. Recordemos en este punto que ese noble sufre una humillante derrota en Cabra al ser apresado por el Cid. En el caso del segundo destierro Lafuente exculpa al Campeador de toda responsabilidad al achacarlo a una «fatal combinación de circunstancias, y acaso mas por culpa de Alfonso que de Rodrigo, no pudo este incorporarse oportunamente al ejército cristiano». Esta coyuntura fue bien aprovechada por los enemigos del Cid para acusarlo de traidor ante su rey, «imputando su retraso á intencion de comprometer el ejército de Castilla y de proporcionar un triunfo á los sarracenos». El propio Lafuente se sorprende de la ingenuidad de Alfonso al aceptar una acusación que, a su parecer, resultaba totalmente «inverosimil e injustificable», pero encuentra una explicación al plantear que el monarca se encontraba «prevenido contra Rodrigo Diaz, ó dió ó aparentó dar crédito á los denunciadores», razón por la cual «revocó el derecho de señorío que le habia dado sobre las fortalezas que conquistára, le privó hasta de las posesiones de su propiedad, é hizo poner en prision á su esposa y sus hijos»[50].

El volumen redactado por el académico Manuel Colmeiro admite, siguiendo la visión predominante, que tras la jura el monarca «quedo tan lastimado y ofendido del Cid, que jamás desde aquel día le restituyó de veras en su gracia», pero en este relato no se interpreta que el primer destierro sea una consecuencia directa de la hostilidad propiciada en aquel encuentro, ni tampoco nos cuenta nada de envidias palaciegas, sino que alude más bien a razones políticas, lo cual no deja de ser un aspecto novedoso. Alfonso VI se ofende porque Rodrigo Díaz lleva sus armas hasta dar vista á la ciudad de Toledo, que estaba bajo el poder de Al Mamún, aliado del monarca castellano: «Ofendióse del atrevimiento de su vasallo, y le desterró de Castilla en castigo de su desobediencia y temeridad»[51], pero no remite nada del que hasta ese momento había sido el eje central del esquema acerca del destierro. Versión parecida es la que asume el catedrático republicano Miguel Morayta, quien explica la expulsión, por un lado, «fundándose en la libertad que el Campeador se tomó, de haber guerreado contra los granadinos sin su permiso», y, por el otro, por recriminaciones «de sus enemigos y este mismo conde, que no podía perdonarle su vencimiento, le acusaron de haberse apropiado de los presentes enviados por Motamid á Alfonso»[52]. Morayta ni siquiera cita el episodio de Gormaz, sino que explica todo en razón del rencor proveniente de la batalla de Cabra, otorgando de ese modo un papel importante al noble García Ordóñez y a la influencia que pudiese tener sobre el rey.

Como hemos visto, existe en la mayoría de historias generales una voluntad clara de exculpar al Cid de cualquier borrón que pudiese empañar una trayectoria llamada a ser ejemplar, lo cual continúa poniéndose de manifiesto si leemos lo que Colmeiro y Morayta narran, respectivamente, en relación con el segundo destierro del Campeador. Habíamos dicho ya que este último desencuentro se asocia con la tardanza de Rodrigo Díaz al llegar al sitio de Aledo. Pues bien, Colmeiro contradice a la Historia Roderici y razona que el caballero castellano no se presentó ante su señor por falta de noticias, por lo que «sus émulos le acusaron en voz alta de traición. D. Alonso, prevenido contra el Cid, dió oídos á la calumnia, revocó las mercedes que le había hecho, y llevó el enojo al extremo de privarle de los bienes heredados de sus mayores»[53]. Morayta ofrece una exégesis similar, librando al Cid de cualquier tipo de culpa porque, según él, su ausencia no había influido en el desarrollo de la batalla. Tras el éxito de Aledo, son de nuevo «los émulos» a los que aludía Colmeiro los que para Morayta «dijéronle á Alfonso, que su conducta respondía al deseo de que los muslimes hubieran logrado una victoria», palabras a las que el rey «dió crédito», confiscando todos sus bienes y encerrando en una prisión a Jimena, su mujer, y sus hijos, a los que después pondría en libertad[54].

No parece necesario, por tanto, fatigar al lector insistiendo en los mismos argumentos que machaconamente predominaron en las sucesivas historias de España. En este panorama tan homogéneo la narración no sufre variaciones sustanciales, aunque podemos destacar un autor que sí rompe el relato tradicional, no solo sobre los destierros, sino también sobre buena parte de lo que hasta ese momento se daba por cierto acerca de la vida del Cid. Se trata del jesuita expulsado Juan Francisco Masdeu, quien publicó a finales del siglo XVIII el primer tomo de su Storia critica di Spagna e della cultura spagnuola, proseguida después en castellano, donde sostenía que el examen riguroso de los documentos era la base para que cualquier historia gozase de firmeza y seguridad[55]. En efecto, la historia de la nación española se vería con Masdeu, como indica Diego Catalán, «despojada completamente del mesianismo castellano con que nació», adaptándose de ese modo «al nuevo sistema de valores de la España ilustrada»; y gracias a ello el carácter nacional «adquiere el prestigio de los datos científicos y sirve para justificar una evaluación acrónica de lo español»[56]. A ese empeño dedicó los veinte volúmenes de su Historia crítica, aunque ahora nos interesa el último de ellos.

Consideraba Masdeu que este episodio era ciertamente injurioso por basarse en romances y novelas, a lo que habría que añadir que la acción del Cid resultaría también temeraria, puesto que «movió una guerra sin orden ni autoridad, y contra un amigo de su soberano», concluyendo que «es sobrada ceguedad la de querer aprobar y elogiar todas las acciones de Don Rodrigo, por viles é infames que hayan sido»[57]. El repaso que realiza Masdeu de la vida del Campeador mantiene esta línea negativa respecto a los intereses del caballero castellano, pero el momento que marcaría un punto de inflexión en la historiografía española podríamos situarlo cuando, tras la «reprobación crítica» a la que somete la figura del Campeador, llega a la conclusión de que «no tenemos del famoso Cid ni una sola noticia, que sea segura ó fundada, ó merezca lugar en las memorias de nuestra nación», lo que lleva a Madeu a sentenciar:

Algunas cosas dixe de él en mi historia de la España Arabe, porque en los puntos generalmente bien recibidos por nuestros mas respetables historiadores, no me atreví entonces á separarme de todos, a pesar de mis muchas dudas; pero habiendo ahora examinado la materia tan prolijamente, juzgo deberme retractar aun de lo poco que dixe, y confesar con la debida ingenuidad, que de Rodrigo Diaz el Campeador (pues hubo otros castellanos con el mismo nombre y apellido) nada absolutamente sabemos con probabilidad, ni aun su mismo ser ó existencia[58].

Naturalmente, el contenido de lo escrito en relación con el Cid, y sobre todo esta última afirmación, en la que negaba su existencia, le valió a Masdeu valoraciones nada favorables de, entre otros autores, Lafuente o Menéndez Pidal. El primero rechazó totalmente las palabras de Masdeu de la siguiente manera: «Sentimos que tales palabras hayan sido estampadas por un español, y más por un español erudito, y amante por otra parte de las glorias españolas, á veces hasta la exageración»[59]. En la misma línea se insertó Menéndez Pidal, que no dejó de reprobar a Masdeu por emplear en contra de uno de los mayores símbolos del ser español adjetivos como «embustero, delincuente» o «infame traidor», hasta el punto de definirlo como un ejemplo de «rabiosa cidofobia». La valoración negativa que atribuía Masdeu al Cid se debía en parte, según Pidal, a que era catalán, y por tanto «heredaba y hacía llegar a su colmo aquel ingenuo resentimiento de los cronistas del reino de Aragón contra el héroe castellano»[60].

El recurso de la envidia como matriz de este esquema se asocia con uno de los pecados que caracterizó el carácter español. En su texto Los españoles en la historia, Menéndez Pidal diferenciaba tres rasgos elementales de los españoles: la sobriedad, la idealidad y el individualismo. Esta tercera cualidad va a asociarse en el imaginario colectivo como uno de los males que asoló el multisecular carácter nacional desde la Antigüedad, permitiendo de ese modo la sucesiva invasión de una serie de pueblos que, sin ser necesariamente más aptos militarmente, habrían encontrado acomodo fácilmente entre las fronteras patrias. El panteón mitológico español está lleno de buenos ejemplos como Viriato y Sertorio, asesinados a manos de sus más cercanos colaboradores, o el episodio de la «pérdida de España» de 711, donde el último rey visigodo, según algunas versiones, es traicionado por los hijos de Witiza, que pretendían restaurar el poder perdido a raíz de la muerte de su padre en el campo de batalla.

Creía Menéndez Pidal que el individualismo y la falta de un sentimiento de colectividad se traducían en la envidia que caracterizaba España. La vida del Cid no era ajena a esta idea, más bien al contrario: representaba a la perfección la prueba de que ese carácter nacional[61] era real y mantenía una pervivencia más o menos continua desde el mundo antiguo. Parece claro que hallar concomitancias entre personajes a los que separan siglos, no ocupan la misma situación geográfica, ni cuentan con los mismos condicionantes políticos, sociales, económicos y psicológicos, e integrarlo todo en un discurso vertebrado en torno a España, podría llevar a un claro anacronismo. Decir que el Cid luchaba por una nación equivaldría a afirmar que los saguntinos o los numantinos habían dado su vida en una guerra de independencia contra cartagineses y romanos, creencia que dominó, por cierto, desde el padre Mariana hasta el primer tercio del siglo XX. José Álvarez Junco ha apuntado que España existió en el sentido de que el vocablo Hispania, sucesor del griego Iberia, fue acuñado por los romanos y pervivió en el romance medieval traducido como Espanna o España, pero durante mucho tiempo su único significado fue geográfico, no adquiriendo contenido político hasta hace quinientos años, cuando todos los reinos peninsulares, a excepción de Portugal, se reunieron bajo un solo monarca[62]. Por ello resulta interesante la siguiente cita de Menéndez Pidal, ya que nos permite comprender cómo veía él esa línea temporal que unía el destino de las sucesivas personalidades que protagonizaban la historia española:

Toda historia de hombre insigne español ha de ocuparse en esos entorpecimientos de la envidia, y la primera biografía aparte que en nuestra literatura se escribe, la del Cid, nos da ya repetidas noticias de este perpetuo duelo de la generosidad con la malevolencia. Al Cid envidian los grandes de la corte, le envidian sus propios parientes, le envidia el rey[63].

No hay duda de que tanto para Menéndez Pidal como para la mayoría de la tradición historiográfica española se urde toda una trama de intrigas que tienen como único objetivo el descrédito del Cid. En su obra de referencia sobre el Cid, Pidal había advertido que la envidia poseía un extraordinario poder, puesto que abundaban en la corte real los «mestureros» o «mezcladores», que «constituían una verdadera calamidad pública que perturbaba hondamente la vida social, en cuanto el rey flaqueaba por carácter débil o receloso»[64]. Lafuente ya había escrito un siglo antes alertando sobre las fatídicas consecuencias que la división provocaría especialmente en el siglo XI, señalando a su vez ese defecto del ser nacional como razón que también explicaría el asentamiento tan prolongado de los invasores. La cita merece leerse completa:

Si disuelto el imperio ommiada no acabaron de expulsar las razas mahometanas, culpa fue del heredado espíritu de individualismo y de sus incorregibles rivalidades de localidad. Las envidias se recrudecieron después del triunfo de Catal-Alazor, y los reinados de Sancho y García de Navarra, de Ramiro de Aragón, de Fernando, Sancho, Alfonso y García de Castilla, León y Galicia, todos parientes o hermanos, presentan un triste cuadro de enconos y rencores fraternales, en que parece haberse desatado completamente los vínculos de patria y borrado del todo los afectos de la sangre[65].

No es posible comprender lo que rodea el destierro del Cid sin tener en cuenta esta interpretación dominante de la historiografía española. En el capítulo correspondiente de su Historia general, cuando tiene que regresar sobre los pasos del Campeador, Lafuente no evita recordar de nuevo amargamente que la «desunión y la rivalidad, plantas indestructibles en el suelo de España, y causas perpetuas de sus males, vinieron tambien á entorpecer y diferir la grande obra de la restauración», y es por ello que merecen elogios monarcas como Fernando I, ya que bajo su mando se ve «al reino unido de Castilla y de Leon alcanzar una importancia, una solidez y una superioridad cual no había tenido nunca todavía»[66]. Unas páginas más adelante, Lafuente insiste sobre el mismo tema, pero esta vez relacionando el mal de la división con el mayor enemigo del cristianismo en época medieval, el islam: «¿Cómo no aprovecharon los árabes aquellas discordias de los cristianos para consumar su conquista? Porque ellos estaban á su vez mas divididos que los españoles»[67]. Esta actitud fue refrendada enérgicamente y casi del mismo modo por Miguel Morayta medio siglo después: «¡Cómo no habían de arraigarse en España los moros! Si la energía que empleaban Berenguer y Alfonso contra el Cid, y el Cid contra Berenguer, contra Alfonso y contra Rodrigo (…) la hubieran utilizado en combatir á los moros (…) Yusuf no se habría establecido en España»[68]. Esta visión cumple un doble objetivo. Por un lado, justificar la presencia musulmana en la Península en base a una falta de cohesión y no en virtud de una debilidad cristiana o un atraso militar; y, en segundo lugar, pero no menos importante, presentar al Cid como víctima de una persecución por parte de una serie de acólitos envidiosos de la corte real, que cumplía el propósito fundamental de eliminar el adjetivo «traidor» de la hagiografía cidiana.

El papel del Cid como traidor en las historias generales admitiría, no obstante, otro punto de vista. No cabe duda de que los cronistas reales eran, como ha señalado Richard L. Kagan, oficiales de la Corona en primer lugar, y, en segundo, historiadores, lo que equivale a decir que su narración debía ser acorde a los intereses de cada monarca y a los intereses morales imperantes, entre los que se encontraban mantener a Rodrigo Díaz como prototipo del ser nacional[69]. ¿Podrían, entonces, Mariana, Lafuente, Morayta o Menéndez Pidal atribuir al Cid el apelativo de traidor si ellos tenían el convencimiento de que en realidad se trataba de una conjuración en contra del caballero? En todas las historias se sostiene que la víctima había sido el Cid, a quien todos, incluso Alfonso VI, envidiaban sus aptitudes guerreras, su valor, su fortaleza o su defensa del cristianismo contra el invasor musulmán. Por ello, quizá los roles se tendrían que intercambiar y mostrar, de acuerdo con lo escrito en esos relatos, a unos cortesanos y un monarca traidores que destierran al Cid debido al rencor que les produce ser incapaces de igualar sus cualidades.

Una vez visto el retrato que dibujan las historias generales de los destierros del Cid, convendría ahora realizar algunas consideraciones acerca de la idea de traición y traidor en época medieval, así como de la noción de destierro, relacionándolo con algunos de los códigos legales más relevantes de la época. La diferencia esencial ya la hemos apuntado con anterioridad. A medida que el poder se va concentrando en una sola persona, el agravio pasará a ser contra el rey, tratándose de un hecho que envuelve, y esto es el punto elemental para entender esta noción de traición, la idea de un compromiso personal roto, lo que se suele denominar Treubruch o Infidelitas. Entre los peores crímenes que el traidor podía cometer contra su señor se encontraban la rebelión y, por supuesto, el asesinato. Lo cierto es que, aunque en Castilla en sentido jurídico no hay régimen feudal, sí hubo un régimen vasallático-beneficial en el que la fidelidad era esencial.

Pero antes de proseguir con el supuesto papel de traidor del Cid tendríamos que preguntarnos dentro de qué categoría podríamos encuadrar su primer destierro, ya que en ningún lugar se dice que el Campeador desarrollase una actitud traicionera en ese caso concreto, sino que más bien guardaría relación con la intención de Alfonso VI de arrojarlo del reino. Si queremos comprender mejor la capacidad del rey para decretar el destierro sobre alguno de sus vasallos habría que aludir a una de sus potestades más importantes: la ira o indignatio regis. Hilda Grassotti indicó que la caída en la ira regis conllevaba la pérdida de honores y tenencias que el vasallo proscrito tenía por deferencia del rey, la disolución del vínculo vasallático, la confiscación de los bienes en la mayoría de las ocasiones y siempre el destierro[70]. Así, el rey rompía dicho vínculo porque algunas actitudes de su súbdito, en este caso el Cid, no habían sido de su agrado. Si el señor considera que ha dejado de ser fiel, puede dar por roto el vínculo vasallático y hacer caer sobre el Cid toda su ira. Es lo que en Cataluña los pactos feudales conocen con el nombre de bausía. En efecto, no tiene necesariamente que existir una infracción o un crimen y mucho menos un proceso legal, ya que a menudo la ira regis no obedecía más que a la pura voluntad del monarca de decidir quién se situaba dentro o fuera de su paz[71]. Como creía Grassotti, el primer destierro del Cid podría amoldarse a las fórmulas admitidas como «lineamientos esenciales de la institución», esto es, malquerencia del rey sin atender a un delito concreto y destierro sin confiscación[72].

Como contrapunto a este poder arbitrario del rey el Fuero Viejo de Castilla contemplaba algunas pautas relacionadas con el procedimiento de expulsión cuando «el rrey echa a algund rricoomne de tierra sin meresçimiento». Así, los plazos para abandonar el reino serían de «XXX días de plazo de fuero e después nueve días e después terçer día», mientras que entre los derechos que poseía el desterrado se encontraban que el rey le diese un caballo o que «quando oviere el rricoomne a salir de la tierra, dévele el rrey dar quil guíe por su tierra e dével dar vianda por sus dineros, e non ge la debe encaresçer más de quanto andava ante que fuese echado de la tierra» (I, 4, 2). Estos plazos fueron recogidos en algunas de las historias de España, identificándolos con el caso concreto del Cid.

Situación diferente se presenta con la acusación de traidor. Mientras que la caída en la ira regis, como acabamos de ver, se basaba en el arbitrio del rey y no suponía una mancha grave en la dignidad del vasallo, ahora, la declaración de traidor encerraba la deshonra más grave que podía recaer sobre un caballero medieval[73]. Pero el Cid no podía ser considerado como tal, porque en la Edad Media ese adjetivo se asociaba con Judas, estableciendo un paralelo entre la conducta del apóstol y la de aquellos que cometiesen un delito de esa naturaleza. Es de sobra conocido que, de acuerdo con los Evangelios, Judas entrega a Jesús a cambio de treinta monedas (Mt 26, 15-16), convirtiéndose así en el ejemplo por antonomasia de traidor (recordemos que la cabeza central, devorada por el diablo, de Dante es precisamente la de Judas). Si tenemos en cuenta que el Cid no llega a tiempo al sitio de Aledo, y en consecuencia no le presta la ayuda requerida a su rey, podría estar implícita en esa acción la idea de entrega. Al llamamiento al fonsado hecho por el rey tenían que acudir todos, pero también es cierto que bajo ciertas condiciones. Por supuesto, el hecho de no acudir o marcharse antes de cumplir con las condiciones impuestas equivalía a quebrar la fidelidad debida al rey. Aquilino Iglesia señaló, en este sentido, que Judas devino en traidor, es decir, infiel, al ser el prototipo de los traidores[74]. Se supera, por tanto, la conexión entre la idea de entrega y el acto que realiza Judas y pasa ahora a centrarse en la noción de infidelidad, ya que para cometer una traición es necesario entablar esa relación de fidelidad a la que nos referíamos antes, que suele formalizarse mediante un juramento que crea una serie de obligaciones mutuas entre las personas que lo suscriben.

Una crónica del siglo XII, la Historia Compostelana, refleja la preocupación que provocaba el posible empleo de la traición en el seno del arzobispado de Santiago de Compostela dirigido por Diego Gelmírez. Para ello, recordando el ejemplo de Caín, que cometió fratricidio sobre su hermano Abel, y, sobre todo, el del apóstol Judas, se obligó a todos los canónigos a jurar por Dios que «os seré obediente y fiel siempre en todo y que defenderé y ensalzaré vuestra vida, vuestras posesiones, y todo vuestro señorío, el que tenéis en la actualidad, y el que hayáis de tener, sin fraude ni mala fe»[75].

En principio, un personaje que aspiraba a convertirse en el arquetipo de buen caballero cristiano no podía vincularse de ninguna manera con Judas, ya que suponía un estigma demasiado grande en una sociedad como la hispana medieval. Además, en la Edad Media estar en la cumbre de la cultura equivalía a ser teólogo, que son precisamente los encargados, en la mayoría de ocasiones, de redactar las diferentes crónicas e historias generales. Por ello, y en consonancia con la doctrina católica, se entiende que no hubiese reservas a la hora de intentar separar totalmente los caminos de ambos personajes históricos. En efecto, la legislación de la época era contundente en cuanto al futuro que le cabía esperar al traidor: muerte y confiscación[76]. Aquilino Iglesia observó que la pena del traidor regio se configuró de acuerdo con la legislación goda contenida en el Liber 2, 1, 8[77], y es que, como ha analizado Javier Alvarado, el derecho castellano arranca de la tradición jurídica visigoda, basada esencial, aunque no exclusivamente, en el texto jurídico del Liber Iudiciorum[78]. No obstante, podríamos admitir esta opinión con ciertos matices, porque si bien el derecho oficial visigodo es el derecho común de los cristianos en los reinos septentrionales y en al-Ándalus, hay que subrayar que se va creando al mismo tiempo un derecho privilegiado, ejemplificado en los fueros o el derecho de frontera, así como unas prácticas que se adaptaban a las circunstancias de la época histórica.

Contamos con una serie de documentos que son útiles para corroborar esa cierta influencia que se advierte desde época goda. El Fuero Real contempla que «todo traydor muera por traycion que ficiere, è pierda, quanto ha, è hayalo el Rey, maguer que haya fijos de bendición, ò nietos, ò dende Ayuso» (IV, 21, 25). Las Partidas establecen que «qualquier home que ficiese alguna de las maneras de traycion (…) debe morir por ende, et todos sus bienes deben seer de la camara del rey, sacada la dote de su muger (…) et lo que hobiese manlevado fasta el dia que comenzó á andar en la traycion» (VII, 2, 2); indicando además que «deuen morir por ello, lo mas cruelmente, e lo mas abiltadamente que puedan pensar» (II, 13, 6). El Ordenamiento de Alcalá, por su parte, afirma que todo aquel que cometa traición «merece muerte de traidor, è perderia los bienes» (XXXII, 5). Esta legislación es interesante, pero no es posible desde el punto de vista histórico-jurídico juzgar por leyes posteriores, por leyes que en el momento de los hechos no estaban ni siquiera redactadas. Por eso mismo, y en un sentido estrictamente cronológico, sería más correcto remitirse a la versión romanceada del Liber Iudiciorum, esto es, el Fuero Juzgo. En él se recoge (II, 1, 6) que el traidor contra el rey debe morir y, en caso de que le perdone, tienen que quitarle los ojos. Además, los bienes del traidor serán para el monarca, quien podrá hacer con ellos lo que quiera.

La legislación decretaba, como acabamos de ver, la muerte y la confiscación. Es cierto que el Cid es despojado de sus bienes, pero de ningún modo se cumple con el primer precepto que mencionábamos. Cabría cuestionarse ahora por qué el Cid, cuando no llega a tiempo a Aledo en ayuda de Alfonso VI y es acusado formalmente de traición, no recibe su correspondiente castigo con la pena de muerte. Grassotti se ha planteado a este respecto si influyeron las razones políticas en el no cumplimiento de ciertas leyes como esa, mostrando otros casos como los de Osorio Díaz, Rodrigo Ovezquiz, el conde Gonzalo Peláez o el propio segundo destierro del Cid. Concluye Grassotti que la razón que explicaría esa ausencia de sanción sería que se trataba de personajes demasiado importantes para condenarles a muerte y por eso se optó por el destierro. Por lo que respecta al Cid, además de ser un caballero relevante, se hallaba fuera del alcance de la acción directa de Alfonso VI[79].

Encontramos, además, un tema muy importante, como es el de la naturaleza. El rey es el señor natural y los habitantes del reino, sus vasallos, son naturales, en este caso de Castilla. El castigo posiblemente más común de la ira regia fue la desnaturalización, es decir, el rey priva a uno de sus vasallos de su naturaleza, con lo que deja de ser su señor natural y el castigado deja de ser natural de su reino. Por tanto, pierde todo y tiene que salir de él. La cuestión de la naturaleza explicaría bastante bien qué es lo que hizo el Cid cuando fue desnaturalizado, lo cual no encajaría con el concepto de mercenario, aunque tampoco lo evitaría. El razonamiento sería el siguiente. Si Alfonso VI desnaturaliza al Cid, deja de ser, por voluntad del monarca, castellano. Si no es castellano, puede servir a cualquier otro rey o señor, por lo que no es traidor. No se trataría de una traición en sentido estricto.

La apelación a la envidia como motivo de la aversión de los magnates de la curia real, y la mezcla de rencor del monarca derivado de la jura de Santa Gadea, actuó, en definitiva, como clave interpretativa de ambos destierros. La motivación del primer destierro no ofrece una razón objetiva que aclare la salida del reino del Cid, simplemente nos encontramos con una decisión que toma Alfonso VI, amparado en la potestad de la ira regis, influido o no por sus hombres más cercanos. Deducir, en este sentido, que el rey pudo haber sido manipulado por sus allegados implicaría aceptar cierta falta de carácter en su personalidad, algo poco probable, quizá, si tenemos en cuenta que fue capaz de investirse por primera vez con la dignidad de Imperator totius Hispaniae. Autores como Bernard F. Reilly se muestran muy críticos con aquellos historiadores que han aceptado la sustitución de las preocupaciones políticas del siglo XI por «las novelescas pasiones que a manos llenas brinda la literatura»[80]. Señala Reilly con respecto al segundo destierro, además, que más allá de las intrigas palaciegas pergeñadas por nobles, Alfonso no podía tolerar la perspectiva de que el Cid pudiese asumir una plena independencia de criterio, ya que, si lo hacía, equivaldría a reconocerle como un señor independiente[81].

La historiografía reciente coincide en desechar este esquema hegemónico que desde el padre Mariana hasta Menéndez Pidal dominó el relato de la biografía cidiana. Las fuentes de las que disponemos para conocer los avatares del caballero castellano no nos permiten en ningún caso arrojar ninguna certeza, sino más bien hipótesis que puedan ser corregidas por ulteriores investigaciones. Richard Fletcher consideró, con respecto al primer destierro, que Rodrigo Díaz había sido lo bastante imprudente como para dar a sus enemigos la oportunidad de ejercer su influencia sobre el monarca, y añade que se otorgó, a comienzos del verano de 1081, el cargo de armiger real a Rodrigo Ordóñez, hermano del conde humillado en Cabra, lo cual, a juicio de Fletcher, disponía todavía más a la corte real en contra del Cid[82]. Para el segundo destierro Fletcher optó, teniendo en cuenta la imposibilidad de conocer lo que sucedió, por aceptar que los enemigos del Campeador estarían, independientemente de la situación, dispuestos a acusarle y el rey a aceptar su culpabilidad[83]; es decir, se parte de una predisposición en contra de Rodrigo.

Gonzalo Martínez abogó en algunos lugares por valorar la tendencia a la envidia como una explicación demasiado simple. Según este autor, la personalidad de Alfonso VI era lo suficientemente fuerte como para haber dado un paso tan importante como el de arrojar del reino a uno de los primeros magnates, movido en exclusiva por las acusaciones de los cortesanos[84]. Aun así, a pesar de que no se puede determinar si el rey actuó movido por la ira o por razones políticas, Martínez no esconde que Alfonso con toda seguridad habría sufrido «gran dolor por la pérdida de un vasallo, cuyo valor y pericia conocía muy bien»[85]. Otro especialista, Ambrosio Huici, expuso que la causa del primer destierro no se podía encontrar en la «infantil creencia de que el Cid, con su intervención, más o menos meditada, iba a dejarlos morir a manos de los musulmanes», y alega razones políticas, como que el Campeador, con su cabalgada, perturbaba los pactos entre Alfonso y al-Qadir, señor del territorio toledano[86].

Decíamos al comienzo que la reconstrucción del pasado tiene que hacerse, forzosamente, de modo fragmentario. Como ha señalado Ermelindo Portela, tanto el Cid como Gelmírez se benefician de haber vivido tiempos de crisis, el medio idóneo para multiplicar las ocasiones de desarrollar al máximo sus cualidades personales[87]. Pero ello no se revela como un impedimento o un obstáculo; al contrario, es una gran ventaja, ya que la escasez de fuentes que suele caracterizar la vida de estos personajes permite difuminar la imagen del Cid, lo que, unido a un texto panegírico como el Poema, posibilita su mitificación.

En nuestro caso no es especialmente relevante el hecho de que los destierros se hubiesen debido a envidias propiciadas por una corte capaz de influir en las decisiones de Alfonso VI o a una actitud perniciosa del Campeador. Lo realmente interesante en estas páginas es conocer la forma en que se utilizan una serie de tópicos recurrentes contenidos en las historias generales al servicio de un único objetivo, que es el de exculpar de cualquier tipo de responsabilidad al Cid, dentro de un proceso más amplio, como es el de la construcción de la identidad nacional española, o, en expresión de George L. Mosse, de la nacionalización de las masas[88]. Para ello se rescatan, como hemos visto en el apartado anterior, fábulas como la Jura de Santa Gadea, o se omite en lo posible el término «traidor» en la mayoría de estas narraciones, y si finalmente se menciona es para corregir a continuación que se trata de una acusación motivada por la envidia por parte de ciertos nobles. El Cid se eleva, así, al panteón mitológico de los héroes nacionales, del que ya formaban parte personajes como Viriato, Sertorio o Fernán González.

EL CID COMO ARQUETIPO DE «ESPAÑOL»

El Cid poseía todos los elementos necesarios para erigirse en una figura esencial dentro de la construcción de la identidad nacional española. La tortuosa relación que mantuvo con Alfonso VI, la equívoca estancia en tierra musulmana que los destierros le habían propiciado, dando lugar a interpretaciones que servían tanto a defensores como a detractores, o su abrumador dominio militar en las tierras levantinas, fueron factores determinantes que nos permiten comprender la imagen del Campeador que llegó hasta nuestros días. Incluso entre las fuentes musulmanes se auguraba: «Sous un Rodrigue cette Péninsule a été conquise, mais un autre Rodrigue la délivera»[89]. Si a esto le sumamos que la leyenda y la literatura, de la que el alegórico Poema es la muestra más representativa, contribuyeron decisivamente a enriquecer los perfiles del Cid, facilitando una biografía más intensa y ejemplar, entenderemos la visión panegírica que se traduce de él en las historias generales.

Pero, ¿por qué el Cid es aceptado como un héroe nacional? Para comprender su proceso de mitificación habría que realizar una consideración previa que tiene que ver con el punto de inflexión que marca el siglo XIX en la tradición historiográfica española. No es que se aprecie un cambio significativo en el tratamiento que se le dispensa al Campeador entre las historias de España anteriores y las posteriores al siglo XIX, ya que en todas se presenta un esquema más o menos homogéneo, en el que el Cid es el paradigma de buen caballero. Esto es un hecho bastante frecuente en la historiografía española, que no se caracterizó nunca por poseer una especial originalidad, sino más bien por repetir, copiándolos de autores precedentes, los mismos tópicos que habían jalonado el discurso histórico. La narración no suele sufrir variaciones importantes en muchos de sus episodios o personajes fundamentales. Es el caso, por ejemplo, de la visión que se ofrece de las resistencias de Sagunto y Numancia, de las guerras cántabras o de las biografías de Viriato y Sertorio, cuyos presupuestos son perfectamente asumibles desde el siglo XV hasta el XX. Aun así, es cierto que tanto en las narraciones decimonónicas como en las de principios del siglo XX se entremezclan algunos niveles, sobre todo la enseñanza de la historia y la labor del historiador, que merecen nuestra atención, puesto que son dos factores que explican en gran medida la socialización de los héroes, que en otras épocas estaba más restringida a las clases cultas.

En el siglo XIX el historiador deja de ser el monje que escribía la crónica de su monasterio o el cronista de una ciudad. Al desaparecer ellos surge el historiador nacional, que puede ser profesor o estar adscrito a una institución académica y se convierte, como ha señalado Bermejo, en el encargado de escribir para los miembros de la nación, los cuales reciben sus obras directamente o mediante la divulgación de sus investigaciones en libros de texto más o menos elementales[90]. Ahora posee, si adoptamos la terminología de Michel Foucault, una visión panóptica[91], lo que le permitiría tener una visión global del pasado.

Por supuesto, la labor del historiador no estaba exenta de condicionantes políticos, sociales o morales. Friedrich Nietzsche analizó en la segunda de sus Consideraciones intempestivas la figura del historiador, estableciendo una categorización tripartita que se correspondería, a su vez, con las clases del saber histórico y que, en palabras de Bermejo, sería válida tanto para el siglo XIX como para la actualidad. Según Nietzsche, se podría distinguir una historia monumental, una historia anticuaria y una historia crítica. No se trata de realizar un estudio exhaustivo acerca de esta cuestión, porque ni la naturaleza ni la extensión de este trabajo lo permitirían, aunque sí sería pertinente decir que los dos primeros tipos de historiadores estarían detrás de la mitificación de personajes como el Cid. En primer lugar, porque el papel del especialista monumental quedaría reducido al de un propagandista cuyo objetivo es movilizar a las masas, siendo su historia aquella que se dirige a la grandeza del pasado, donde lo grandioso se perpetuaría. Sería, por tanto, el prototípico historiador nacionalista. Mientras, el anticuario se encargaría, de acuerdo con Nietzsche, de preservar y venerar el pasado. Se trataría, según Bermejo, de esos «ideólogos sin ideología, técnicos de la Historia que justifican el Estado sin rostro en nombre del sentido histórico»[92].

El Estado liberal le encomienda al historiador explícitamente y de modo institucional la tarea de cimentar los fundamentos del sentimiento de identidad patriótica en una época en que el nacionalismo y el romanticismo se encuentran en auge[93]. Esto se produce porque la historia está en buena medida al servicio de la ideología y los historiadores al servicio de un Estado. Decía ya Aristóteles (EN, 1094b2) que «la política es la responsable de definir qué conocimientos son precisos en las ciudades, y qué y cómo debe aprender cada persona», lo que llevaba al Estagirita a concluir que la educación era, básicamente, una disciplina política. En el caso español, la interpretación de la historia nacional respondía básicamente a dos intereses que se correspondían con las corrientes sociales e ideológicas del liberalismo español, es decir, la moderantista y la progresista. Las posibles diferencias entre ambas tendencias no interferían en la integración de un relato sólido y unitario, porque, como ha señalado Inman Fox, compartían los ideales básicos del liberalismo decimonónico, incluyendo una afiliación a la revolución liberal de 1834, así como una afinidad con la España castellana del siglo XVIII y sus orígenes en la España de los Reyes Católicos[94].

El concepto de historia general sería, según Jover, la «ejecutoria de una conciencia nacional escrita madura que exige un testimonio escrito, fehaciente y literariamente organizado, de sus orígenes y de las grandes etapas de su desarrollo», pero ello no quiere decir que este género historiográfico sea una obra destinada a eruditos o un tratado universitario, sino que sería más bien «una especie de biblia secularizada, llamado a ocupar un lugar preferente en despachos y bibliotecas de las clases media y alta»[95]. El historiador tendría crédito al seguir un determinado método que le conferiría esa credibilidad, porque de lo contrario ese relato que definía lo que la nación era a través del devenir temporal no podría ser implantado mediante la educación, perdiendo la eficacia, que se va a explicar en base a su capacidad para que haga surgir la identidad política del ciudadano[96].

La importancia que se le tenía reservada a la educación en este contexto no era menor que la labor del historiador, ya que en el siglo XIX se configura como educación nacional. La enseñanza de la historia era un eslabón más de todo ese edificio que se había construido en torno al nacionalismo. Se trataba de una asignatura patriótica, obligatoria en los niveles de primaria y secundaria. El sistema escolar pasó a ser uno de los cauces conscientemente utilizado desde el poder, siguiendo los comentarios de López Facal, para promover valores patrióticos compartidos, y todo ello en virtud de un potente enfoque nacionalista[97]. En el caso que estamos analizando se recurre al Cid, como se recurría a Viriato y a Sertorio en la Antigüedad, porque estos tipos históricos poseían un gran poder de normalización. Nietzsche lo expresó en otros términos, al decir que la historia «tiene necesidad de modelos, de maestros, de confortadores, que no puede encontrar en su entorno ni en la época presente»[98]. Por eso hay que recurrir al pasado, porque es ahí donde se encuentran los caracteres modélicos que permiten el progreso como nación.

Los personajes heroicos, de los que el Cid era uno de los ejemplos por excelencia, o los grandes hechos históricos, como las resistencias a la conquista romana, dotaban al pasado nacional de una connotación positiva que infundía al lector orgullo y exaltación[99]. Se producía, en consecuencia, una asimilación de los valores que habían personificado los protagonistas de esas gestas, ya que los alumnos se creían herederos de sus hazañas. A pesar de lo que pudiese parecer, el uso de la enseñanza de la historia no tuvo los resultados esperados por una serie de causas estudiadas por Carolyn Boyd, entre las que sobresale la competición institucional y la lucha ideológica, traduciéndose en la imposibilidad de construir un discurso hegemónico en torno a la historia y la identidad nacionales[100].

El Cid pertenece al mundo de las imágenes, los mitos y los símbolos. Si queremos que un mito sea eficaz debe ser conocido y compartido por una comunidad, y qué mejor instrumento que la enseñanza de la historia para socializarlo. Es ahí, precisamente en este ámbito, en el que la evocación desempeña un papel elemental; los jóvenes eran los encargados de apropiarse del pasado glorioso español para asegurar la continuidad del carácter que fundía sus orígenes en el mundo antiguo. Boyd reconoció que los héroes nacionales tradicionales, como el Cid o Santiago, ejemplificaban virtudes cada vez más anacrónicas[101], aunque pese a ello continuaban siendo útiles. En todo caso, los textos debían trazar esos paralelos entre el pasado y el presente para que los estudiantes de la época se sintiesen partícipes de las gestas que estudiaban.

Sin embargo, la falta de originalidad que acusaba la enseñanza de la historia, limitada a repetir los tópicos que las historias generales consignaban, mereció las críticas de varios intelectuales. Entre ellos destaca Rafael Altamira, una personalidad clave en este ámbito que, en su fundamental libro La enseñanza de la historia, publicado a finales del siglo XIX, y donde expuso con brillantez su doctrina metodológica, alertaba de «dos gravísimos inconvenientes» que tenían el manual o «libro de texto». El primero de los problemas radicaba en que, por lo común, era obra «de tercera o cuarta mano, escrita deprisa, sin escrúpulo y con fin comercial, más bien que científico»; y, en segundo lugar, el «carácter dogmático, cerrado y seco con que pretende contestar a las preguntas del programa»[102].

En otro texto elemental, recogido a partir de un discurso leído ante la Real Academia de la Historia, Altamira rechazaba el libro único, pero, eso sí, abogaba por la vigilancia y la intervención «en cuanto a las condiciones científicas de esos libros, siempre que se trate de aplicarlos a la enseñanza»[103]. Sobre estas recomendaciones regresó Altamira treinta años después, al observar que los problemas derivados de la utilización del libro de texto no se corregían. Con el propósito de cambiar la situación, Altamira ofrece una alternativa en forma de Epítome de historia de España, necesidad que justifica así:

Lo que la experiencia profesional me ha enseñado a mí, en cabeza propia y en la de mis compañeros cuya labor podía observar, es que los inconvenientes y peligros del libro para uso de los estudiantes (…) son mucho mayores de lo que entonces yo creía, y que lejos de disminuir se han acrecentado y agravado en algunos países (…) Así, en lugar de decrecer el valor instrumental del libro de texto en la primera y en la segunda enseñanza, ha crecido hasta convertirse en el eje de las enseñanzas (…) El progreso del mal ha sido tan avasallador, que ha invadido en gran parte hasta las cátedras de las Licenciaturas universitarias[104].

Pero se trataba de apreciaciones innecesarias, no porque careciesen de sentido, sino porque aceptarlas equivaldría a revisitar muchos de los mitos que habían poblado el pasado nacional, con el peligro que eso conllevaba. Las sucesivas generaciones de españoles, al contrario, tenían que saber quién había sido el Campeador y qué valores representaba, en fin, qué atributos debían reunir para convertirse en buenos patriotas españoles. Y es que, como decía Immanuel Kant en unas lecciones recogidas y publicadas por su alumno en la Universidad de Königsberg Friedrich Theodor Rink, el hombre es lo que la educación hace de él[105].

La vinculación entre el modelo de las historias generales y la enseñanza de la historia en España produjo, según Pilar Maestro, varios efectos entre los que se deberían destacar tres[106]. Por un lado, contribuyó a estructurar y fijar el conocimiento histórico en los diversos ámbitos educativos. En segundo lugar, favoreció la creación de una imagen específica de la historia española y, por tanto, de la imagen propia de España, a través de los tópicos permanentemente repetidos, entre los que el arquetipo cidiano es una buena muestra de ello. Por último, benefició la fijación y mantenimiento de una concepción de la historia como forma de conocimiento y de sus categorías fundamentales. Lo que estas consideraciones encierran es, en realidad, la total influencia en los planes de estudios de las páginas que escribían los historiadores responsables de narrar, con los condicionantes ideológicos y políticos correspondientes en cada época, el discurso histórico de la nación española.

El siglo XIX alumbró también las peores corrientes de lo que Menéndez Pidal dio en llamar «cidofobia», cuyo único objetivo sería poner en peligro o discutir la integridad moral de Rodrigo Díaz. En 1844, en la ciudad de Gotha, Dozy encontró el pasaje correspondiente al historiador musulmán Ibn Bassam en el que hablaba, aunque no de modo demasiado favorable, del Cid. Pero este historiador no fue el primero en proporcionar una imagen adversa del héroe español; había conocimiento ya de otros autores, como Joseph Aschbach, Charles Romey, Eugène Rosseeuw Saint-Hilaire o el propio Masdeu, en los que el Campeador no era un ejemplo de conducta, por lo que Dozy debió, según Menéndez Pidal, experimentar más de una amargura. Dozy dedicó buena parte de sus Recherches a desacreditar la figura de un Cid portador de todos los valores que debían acompañar al buen caballero medieval mediante la revelación de deslealtades, maldades y traiciones. Es bien sabido que Menéndez Pidal revisó la biografía cidiana en parte gracias a las acusaciones vertidas en las Recherches, aunque lo hacía «de mala gana (…) porque repugno profundamente el papel de apologista», resignándose de ese modo «a parecer un exculpador sistemático»[107]. En los volúmenes de Dozy se encontraban pasajes tan ofensivos para el honor patrio, merecedores de la atención del filólogo español, como el siguiente: «Un chevalier espagnol du moyen âge ne combattait ni pour sa patrie ni pour sa religion: il se battait, comme le Cid, “pour avoir de quoi manger”, soit sous un prince chrétien, soit sous un prince musulman, et ce que le Cid a fait, les plus illustres guerriers, sans en excepter les princes du sang, l’ont fait avant et aprés lui»[108].

Esta afirmación de Dozy vendría a despojar al Cid de sus virtudes, sin ideales por los que luchar, presentándolo simplemente como un mercenario al que solo movía el interés por sobrevivir, independientemente de si lo hacía del lado cristiano o del musulmán. En primer lugar, el Campeador defensor del cristianismo desaparecía si esa sentencia era cierta, puesto que el prototipo de buen cristiano que exaltaban autores como Mariana[109] o Colmeiro[110] no podía, aunque su rey lo desterrase, ayudar a mantener la presencia musulmana en la Península. Además, el Cid podría ser considerado traidor al haber entrado en combate con los ejércitos a los que antes pertenecía y haciéndolo, para más deshonra, al servicio del principal enemigo de la fe católica. Y por último, aceptar que el Cid había sido un mercenario desacreditaba no ya en el plano individual al mismo personaje, sino a un nivel más general, un jalón esencial del carácter nacional. Pero Dozy no escribía nada que no hubiese afirmado Masdeu casi un siglo antes. En su Historia crítica cuestionaba las acciones de Rodrigo Díaz en la misma dirección que el erudito holandés: «¿Cómo podían darse estos elogios á un guerrero profano, para el qual, segun los mismos romances, tanto era vivir entre moros, como entre christianos, y tanto el hacer guerra á los primeros, como á los segundos? Aunque fuese verdad lo que se dice de Rodrigo; el decirlo es un papel, que va en su nombre, y lleva su firma, no era cosa propia ni natural»[111].

Para Menéndez Pidal estas acusaciones de Dozy y Masdeu no tenían fundamento, porque cualquier «caballero desterrado se iba a tierra de moros; se puede decir que casi no tenía otro medio de vida». Por otro lado, ejemplos como el de Alfonso VI, que había sido destronado y expatriado, junto con el de su hermano García de Galicia, teniendo que irse con sus mesnadas a servir a los reyes de taifas de Toledo y de Sevilla, servían de precedentes. Además, si el Cid padecía una suerte similar a la de su señor, nadie mejor que él para comprender que no le quedaba otra alternativa que partir hacia tierras musulmanas. Lejos de ser un agravio o una traición, Pidal creía que la intervención del Campeador en las guerras de los musulmanes no era exclusivamente un medio de vida, sino «un desgaste y debilitación del enemigo y una extensión de la influencia cristiana»[112]. Esto provoca, según el filólogo español, que el Cid de Dozy vaya por un lado, mientras el Cid real ande por otro.

El caso de Masdeu no fue único entre la historiografía española. Modesto Lafuente, en el «Juicio crítico del Cid Campeador», no describía una imagen mucho mejor en este sentido, aunque ello no quiere decir que el palentino negase que «Castilla iba á verse bien pronto privada del robusto brazo del mas ilustre de sus guerreros» o «el valor, la serenidad, la astucia y la política»[113]. Se le censuraba principalmente sus alianzas con los musulmanes, a las que Lafuente se refería así:

Duélenos tambien sobremanera que el brioso capitan, el batallador invicto, el campeador insigne, el que humilló é hizo tributarios tantos reyes mahometanos, el que venció á tantos poderosos príncipes, hiciera alianzas con los sarracenos contra los monarcas cristianos; que amigo y confederado del emir de Zaragoza, combatiera y aprisionára al conde barcelonés, que sirviendo á los Beni-Hud enrojeciera con sangre cristiana los campos de Aragon é hiciera á las madres catalanas llorar á sus hijos cautivos con mengua de la caballería y menoscabo de la cristiandad[114].

Altamira ofrece también la nota discordante del discurso al relatar que, una vez el Cid es expulsado de su patria con la pena del primer destierro y «rodeado de su no muy numerosa tropa, busca riquezas y honores cerca de otros reyes, á cambio de ayudarles con su espada». Prosigue Altamira manifestando que «al cabo, como muchos nobles castellanos y leoneses habían hecho antes que él, se pone al servicio del reyezuelo musulmán de Zaragoza, Almoctadir»[115]. Las palabras de Altamira se volvieron más gruesas al tratar el tema del gobierno valenciano del Campeador, donde, según el historiador alicantino, el caballero castellano «fué duro para los vencidos y no siempre correcto y noble en los procedimientos», juicio que rompía con lo que tradicionalmente se había venido aceptando en relación con el carácter de Rodrigo Díaz. Lejos de quedarse ahí, Altamira persiste: «En esto el Cid (…) conformaba con el carácter general de los nobles guerrilleros, ambiciosos, de poco escrúpulo en las relaciones sociales, deseosos de riquezas y de poder, y que lo mismo guerreaban contra musulmanes que contra cristianos»[116]. El perfil cidiano de Altamira responde perfectamente en este punto al paradigma de mercenario, pero tampoco le asigna una especial atención por considerarlo un hecho excepcional; al contrario, lo asume como una actitud usual de la segunda mitad del siglo XI. En cambio, Altamira no entra, a pesar de esbozar una imagen similar a la del Cid de Dozy o Masdeu, dentro de la nómina de historiadores injuriosos y poco patrióticos de Menéndez Pidal.

David Wasserstein definió al Cid, en la línea que lo habían hecho Masdeu, Dozy y Altamira, como el paradigma de mercenario cristiano. Su comportamiento, de acuerdo con este autor, respondería, aunque visto en muchas ocasiones desde la perspectiva de un ideal de héroe de la Reconquista, al prototipo de señor de la guerra en el periodo de taifas[117]. En contra de lo que defendía Menéndez Pidal, Wasserstein interpretó la conducta del Campeador no tanto como un cristiano que pretendía desgastar a los musulmanes, sino más bien como un guerrero que con sus métodos logró conseguir el éxito personal, ya que no hizo intento alguno de incorporar, por ejemplo, la ciudad de Valencia al territorio de Alfonso VI. F. J. Peña sostuvo que el Cid supuso una excepción por su capacidad para adaptarse a los postulados básicos de ambas culturas, donde supo desenvolverse con soltura al margen de cualquier pronunciamiento radical sobre la supuesta superioridad moral de cualquiera de ellas, lo que le valió el apelativo de personaje transfronterizo[118]. Así, los objetivos de Rodrigo Díaz, más cercano a la ambición personal y material, se deberían apartar del lugar común con el que frecuentemente se le asoció, la Reconquista.

Otra cuestión que contribuyó a engrandecer la figura del Cid es que siempre se negó a guerrear contra Alfonso VI. Así lo atestiguaba el padre Mariana, quien explicaba que ante cualquier invitación a ir contra territorios de su señor o a entrar directamente en contienda, el Cid se excusaba «con que estaua debaxo del amparo del rey don Alonso su señor; y le seria mal contado si combatiesse aquella ciudad sin su licencia, o le hiziesse qualquier desaguisado»[119]. Lafuente remite un pretexto similar para no blandir la Tizona contra Berenguer: «El Cid, el cual no quiso atacarlos por consideracion al parentesco que unía a Berenguer de Barcelona con Alfonso de Castilla, su sobe­rano»[120]; mientras que Morayta alude a que «el Cid, agradecido á las atenciones y regalos que le hizo Cadir, dice al emir de Zaragoza que siendo Cadir aliado de Alfonso VI, y él, como castellano súbdito suyo, hacer la guerra á Cadir era hacérsela á su propio señor», por lo que «no quiso combatirlos, por ser su conde pariente de Alfonso VI»[121]. Colmeiro hace lo propio y justifica la estoica actuación del Campeador. Según el académico, el Cid combatió con los musulmanes, pero no en contra de su señor; en otras palabras, lo que Rodrigo Díaz perseguía era guerrear «con los Moros en su servicio como fiel vasallo, para hacerle señor de toda la tierra que conquistase» y solo «la lealtad debida á D. Alonso VI, de quien siempre se tuvo por vasallo, pudo impedirle ceñir á sus sienes una corona y fundar una dinastia sobre las ruinas del islamismo en la España oriental»[122].

Estas acciones fueron entendidas por la historiografía española como una muestra de nobleza y, a la vez, un deseo del Campeador de volver con Alfonso VI[123]. El objetivo era eliminar el apelativo de «mercenario», tal como había sucedido con el de «traidor». Menéndez Pidal, firme defensor del Cid, subrayó que esta cualidad era reveladora porque la legislación medieval amparaba al caballero, es decir, le reconocía el derecho de hacer la guerra contra quien quisiera, incluido su antiguo señor. En este asunto Menéndez Pidal se dejó llevar por esa dualidad que consistía en ver al Cid con la exaltación acostumbrada en toda su obra y a Alfonso VI, por el contrario, con un perfil más bien bajo y manipulable. Se trata de una contraposición entre el héroe y el antihéroe, donde el caudillo tiene una categoría moral superior a la del monarca. Menéndez Pidal pone el ejemplo, basándose en el Poema, de que el Cid ni siquiera se dirigía a Sevilla, Badajoz, Toledo o Granada por temor a tropezarse con el rey que le desterraba[124]. El maestro español, con el propósito de que no se pensase que el caso del Campeador fue único, trae a colación el del conde Gonzalo de Asturias, quien, desterrado por Alfonso VII, parte con su mesnada hacia Portugal y combate a su antiguo rey, entrando en Galicia y Asturias[125].

A la luz de lo expuesto hasta el momento da la impresión de que, mientras el Campeador se caracterizaba por ser un desecho de virtudes[126] con una conducta intachable, el monarca era un personaje envidioso, capaz de dejarse llevar por los insidiosos comentarios que un grupo de nobles difundían por la corte. Ahora bien, ¿por qué existe esa ambivalencia tan acusada entre las figuras del Cid y del monarca? Andrés Gambra ha señalado la indiscutible influencia de un «aparato cronístico exclusivo cuya naturaleza y estilo, unidos al halo con que la épica y la tradición historiográfica han rodeado al Campeador, incitan insensiblemente a la apologética»[127]. Recordemos aquel célebre verso del Poema que, en definitiva, contribuyó a crear y mantener esta interpretación: « ¡Dios, que buen vassalo! ¡Si oviesse buen señor!»[128].

EL CID Y CASTILLA

El último punto que vamos a tratar es el que tiene que ver con la asimilación entre Castilla y el Cid, en caso de que existiera. En efecto, en contra de lo que pudiese parecer, esa vinculación no la tenemos tan clara a lo largo de la historia. No se produce una asunción desde los albores de la Reconquista de la personalidad del Cid como prototipo de la imagen de Castilla. Aun así, es innegable que la impronta castellanista en la interpretación del pasado español fue esencial, a pesar de que su imagen llegó hasta nosotros distorsionada y manipulada por diversos intereses que no tienen que ver exclusivamente con el nacionalismo español[129].

El momento de máxima identificación se produjo entre finales del siglo XIX y comienzos del XX. Ayudaron decisivamente a ello el fuerte sentimiento regeneracionista derivado de las fatales consecuencias del año 1898 y la irrupción política del catalanismo[130]. Por supuesto, este proceso no recayó únicamente sobre los historiadores; otros intelectuales, ya fuesen filósofos, literatos o poetas, influyeron notoriamente en la idea del castellanismo como vertebrador de España. Son bien conocidos los casos de Joaquín Costa, Azorín, Antonio Machado, Miguel de Unamuno, Rafael Altamira o el propio Menéndez Pidal, estos últimos muy vinculados al Centro de Estudios Históricos, creado por la Junta para Ampliación de Estudios. Aunque tal vez quien más rotundamente reflejó esta noción que formaba parte de una tradición historiográfica de varios siglos, en la que se sostenía que Castilla había llevado a la creación de España, fue José Ortega y Gasset en su España invertebrada. En el libro Ortega muestra su preocupación ante el proceso de desarticulación que estaba sufriendo el país, ambiente en el que Castilla ofrecía un poder unificador que se podría resumir del modo siguiente:

Porque, no se le dé vueltas: España es una cosa hecha por Castilla, y hay razones para ir sospechando que, en general, sólo cabezas castellanas tienen órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral. Más de una vez me he entretenido imaginando qué habría acontecido si, en lugar de hombres de Castilla, hubiesen sido encargados, mil años hace, los unitarios de ahora, catalanes y vascos, de forjar esta enorme cosa que llamamos España[131].

Las historias generales son un fiel reflejo de este modelo historiográfico que propugna la preeminencia de Castilla sobre el resto de reinos de la Península. Cuestión muy distinta es que los historiadores que estamos analizando viesen en el Campeador la figura portadora de unos valores castellanos que pudiesen ser válidos para el conjunto del territorio español. Frente a lo que pudiera parecer, al Cid no le fue encomendada esa función. En efecto, Mariano Esteban observó que Modesto Lafuente, enlazando con la tradición revisionista del siglo XVIII, estaba muy lejos de tomar al Cid como esa figura depositaria de unos valores esenciales castellanos[132].

En cambio, si tomamos como ejemplo lo que refiere Morayta, podemos percibir una cierta asimilación entre el Cid y las glorias castellanas que debía encarnar. Así, relataba este autor que ya en la guerra de Sancho I de Aragón aparecería el Campeador con las virtudes del valor, la serenidad, la astucia o la política. Pero Morayta es más explícito cuando reconoce que fue en Valencia donde «ganó Rodrigo su imperecedero renombre, y los títulos, por cuya virtud personificó todas las condiciones de la nacionalidad castellana»[133].

No obstante, va a ser Menéndez Pidal, de nuevo, quien marque el punto de inflexión en la creación de esta dualidad entre el Cid y Castilla. Para Pidal lo hispánico equivalía a una cultura unitaria cuyos principales elementos formativos eran, en expresión de Fox, una Castilla innovadora y democrática que rompía con el feudalismo tradicional leonés[134]. Suyas son las palabras que decían que «Castilla recibió las primeras condiciones necesarias para constituirse en directora de una vida nueva entre los pueblos de la Península»[135]. La consolidación del estereotipo historiográfico consistente en ver al Cid como símbolo de las virtudes castellanas y del alma española, al encarnar la lealtad, la valentía y un sentido de la justicia que tendría su fiel reflejo en el juramento de Santa Gadea, debe mucho a Menéndez Pidal. De hecho, la utilización de sus textos y del Cid como modelo ideal del nuevo ejército franquista fue analizada por María Eugenia Lacarra[136]. Utilización que se extendería hasta la literatura del siglo XXI, cuando el mito cidiano se desplegaría como un recurso narrativo de gran interés, convirtiéndose en un significante más que oportuno para enunciar, desde ese ámbito, algunas particularidades de la condición posmoderna[137]. En la elaboración pidalina del pasado hispano Castilla había sido unificada definitivamente por los Reyes Católicos. El Cid corporeizaba, según Fernando Wulff, los instintos democráticos y el carácter innovador de los castellanos, cuestiones que serían las claves de su hegemonía posterior[138].

[1] Deseo expresar mi agradecimiento a Pedro Ortego Gil, catedrático de Historia del Derecho de la Universidad de Santiago de Compostela, por sus utilísimas indicaciones y sugerencias bibliográficas.

[2] D. Alighieri, Divina comedia, A. Echevarría (ed.), Madrid, Alianza, 1995.

[3] M. Lafuente, Historia general de España, vol. 2, Madrid, Establecimiento Tipográfico de Mellado, 1850, p. 488.

[4] R. Menéndez Pidal, La España del Cid, vol. 1, Madrid, Plutarco, 1929, p. 184. Lo cierto es que sobre García de Galicia pesó siempre ese perfil de persona incapaz y siniestra, visión desmontada mediante un gran análisis diplomático y archivístico de E. Portela Silva, García II de Galicia, el rey y el reino (1065-1090), Burgos, La Olmeda, 2001.

[5] E. Falque Rey, «Traducción de la Historia Roderici», Boletín de la Institución Fernán González 201(1983), p. 334.

[6] A. Montaner y Á. Escobar (eds.), Carmen Campidoctoris o Poema latino del Campeador, Madrid, Sociedad Estatal España Nuevo Milenio, 2001, p. 13.

[7] F. J. Peña Pérez mostró que la llegada a la Península y la agresividad de los almohades contra los cristianos del norte desde mediados del siglo XII reavivó la imagen del Cid tras haber pasado una época de cierto olvido, «Gesta Roderici: El Cid en la historiografía latina medieval del siglo XII», e-Spania. Revue interdisciplinaire d’études hispaniques médiévales et modernes 10 (2010); «La construcción de un mito: el de “El Cid”», Torre de los Lujanes 62 (2008), pp. 129-130.

[8] J. A. Estévez Sola (ed.), Crónica Najerense, III, 16.

[9] L. de Tuy, Crónica, IV, LXV, 20-25. El Tudense fue siempre muy hábil en crear ciertas leyendas que adquirieron relevancia en el discurso histórico español. Sirva como muestra la ficción que ya hemos comentado y que culpaba a los judíos de la «pérdida de España»; Bravo López demostró que no era más que una invención del eclesiástico admitida de modo acrítico por los autores posteriores: «La “traición de los judíos”. La pervivencia», pp. 27-56.

[10] L. de Tuy, Crónica, IV, LXVIII, 25-30.

[11] R. Jiménez de Rada, Historia, VI, XX, 5-6.

[12] Alfonso X, Primera Crónica General de España, vol. 2, R. Menéndez Pidal (ed.), Madrid, Gredos, 1977, p. 519.

[13] Ibid., p. 519.

[14] G. Duby, Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo, Barcelona, Petrel, 1980.

[15] G. Dumézil, Mito y Epopeya I. La ideología de las tres funciones en los pueblos indoeuropeos, México, Fondo de Cultura Económica, 1996.

[16] J. C. Bermejo Barrera, «Crónicas, reliquias, piedras legendarias y coronaciones en la Edad Media», Cuadernos de Historia del Derecho 23 (2016), p. 39.

[17] J. de Mariana, Historia, vol. 1, p. 434.

[18] E. García Hernán, «Construcción de las historias de España», p. 165.

[19] J. de Ferreras, Historia de España, vol. 5, Madrid, Imprenta de Francisco del Hierro, 1720, p. 121.

[20] Ibid., p. 121.

[21] M. Lafuente, Historial, vol. 2, pp. 439-440.

[22] E. Falque Rey, «Traducción de la Historia Roderici», p. 343.

[23] M. Lafuente, Historia, vol. 2, pp. 401-402.

[24] I. Peiró, Los guardianes de la historia. La historiografía académica de la Restauración, Zaragoza, Institución «Fernando el Católico», 1995, p. 155.

[25] M. Colmeiro, Reyes cristianos desde Alonso VI hasta Alfonso XI en Castilla, Aragón, Navarra y Portugal, en A. Cánovas del Castillo (dir.), Historia general de España, vol. 4, Madrid, El Progreso Editorial, 1891, p. 8.

[26] Miguel Morayta, por ejemplo, copia las palabras de Lafuente en las que definía el juramento como una muestra más de la altivez castellana y da crédito a que la promesa se produjo tres veces, «en un tablado, para que todo el mundo lo viera», y «con un misal colocado al efecto en un altar», Historia general de España desde los tiempos antehistóricos hasta nuestros días, vol. 2, Madrid, Felipe González Rojas Editor, 1891, p. 135.

[27] Ibid., p. 364.

[28] R. Menéndez Pidal, Castilla: la tradición, el idioma, Madrid, Espasa-Calpe, 1945, p. 101.

[29] R. Menéndez Pidal, La España del Cid, vol. 1, p. 217. En otro lugar Menéndez Pidal reconocía que «la épica medieval había ideado ya varias escenas tocantes al derecho, muy famosas y repetidas después hasta en la Edad Moderna, tales como el Reto de Zamora, la Jura en Santa Gadea, las Cortes de Toledo; escenas de singularidad muy española (…) Alguno de estos temas literarios proceden sin duda de la realidad histórica; tal, por ejemplo, la Jura en Santa Gadea», Los españoles en la historia, pp. 118-119. Menéndez Pidal seguía las apreciaciones de su maestro, Marcelino Menéndez Pelayo, quien también respaldó la historicidad del Poema: Antología de poetas líricos castellanos, vol. 1, E. Sánchez Reyes (ed.), Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1944, p. 124.

[30] R. Menéndez Pidal, La España del Cid, vol. 1, pp. 198-199.

[31] J. C. Bermejo Barrera, Sobre la historia considerada como poesía, Madrid, Akal, 2005, p. 9.

[32] J. C. Bermejo Barrera, Introducción a la historia teórica, p. 117.

[33] Acerca de la imaginación histórica es esencial el ensayo de J. C. Bermejo Barrera, Fundamentación lógica de la historia, Madrid, Akal, 1991, pp. 81-96.

[34] R. Fletcher, El Cid, Madrid, Nerea, 1999, pp. 123-124.

[35] G. Martínez Díez, El Cid histórico, Madrid, Planeta, 1999, p. 71.

[36] F. J. Peña Pérez, Mio Cid el del Cantar. Un héroe medieval a escala humana, Madrid, Sílex, 2009, p. 57.

[37] J. M.a Mínguez, «Héroes y mitos en la sociedad feudal: el mito de El Cid», en E. García Fernández (ed.), El poder en Europa y América: mitos, tópicos y realidades, Bilbao, Universidad del País Vasco, 2001, p. 47.

[38] A. García-Gallo, Manual de historia del derecho español. Antología de fuentes del antiguo derecho, vol. 2, Madrid, Artes Gráficas y Ediciones, 1979, pp. 821-822.

[39] E. González Díez, «El derecho en la época del Cid», en C. Hernández Alonso (coord.), Congreso Internacional El Cid, poema e historia:(12-16 de julio, 1999), Burgos, Ayuntamiento de Burgos, 2000, p. 179.

[40] E. Falque Rey, «Traducción de la Historia Roderici», p. 345.

[41] Ibid., p. 345.

[42] Ibid., p. 345.

[43] Ibid., p. 345.

[44] A. Montaner y Á. Escobar (eds.), Carmen Campidoctoris, p. 203.

[45] Ibid., p. 203.

[46] Ibid., p. 352.

[47] Alfonso X, Primera Crónica, vol. 2, p. 523.

[48] J. de Mariana, Historia, vol. 1, p. 436.

[49] M. Lafuente, Historia, vol. 2, pp. 489-490.

[50] Ibid., p. 494.

[51] M. Colmeiro, Reyes cristianos desde Alfonso VI, vol. 4, pp. 9-10.

[52] M. Morayta, Historia, vol. 2, p. 136.

[53] M. Colmeiro, Reyes cristianos desde Alonso VI, vol. 4, p. 17.

[54] M. Morayta, Historia, vol. 2, p. 156.

[55] J. F. Masdeu, Historia crítica de España y de la cultura española, vol. 20, Madrid, Imprenta de Sancha, 1805, p. I.

[56] D. Catalán, «España en su historiografía: de objeto a sujeto de la historia», Introducción a R. Menéndez Pidal, Los españoles en la historia, pp. 59-60.

[57] J. F. Masdeu, Historia crítica, vol. 20, pp. 176-177.

[58] Ibid., p. 370.

[59] M. Lafuente, Historia, vol. 2, p. 488.

[60] R. Menéndez Pidal, La España del Cid, vol. 1, pp. 19-23.

[61] Julio Caro Baroja desmontaría el concepto de carácter nacional en un pequeño libro homónimo donde, mediante un pormenorizado recorrido por alguno de los sucesos y personajes más importantes que jalonaron la historia de España, concluye con estas célebres palabras acerca de dicho carácter: «Es un mito para hacer hablar mucho y mal a gentes concejiles, y tenía razón Hume al decir que lo lleva a sus conceptos extremos el vulgo, entendiendo hoy por tal a muchas personas que no se creen pertenecientes a él», El mito del carácter nacional: meditaciones a contrapelo, Madrid, Seminarios y Ediciones, 1970.

[62] J. Álvarez Junco, Mater dolorosa, pp. 35-45, y Dioses útiles, pp. 137-139.

[63] R. Menéndez Pidal, Los españoles en la historia, p. 127.

[64] R. Menéndez Pidal, La España del Cid, vol 1, p. 295.

[65] M. Lafuente, Historia general de España desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, Discurso Preliminar, J. S. Pérez Garzón (ed.), Pamplona, Urgoiti, 2002, p. 46.

[66] M. Lafuente, Historia, vol. 2, pp. 433-434.

[67] Ibid., p. 442.

[68] M. Morayta, Historia, vol. 2, p. 159.

[69] R. L. Kagan, «Clío y la Corona: escribir historia en la España de los Austrias», en R. L. Kagan y G. Parker (eds.), España, Europa y el mundo atlántico: homenaje a John H. Elliot, Madrid, Marcial Pons, 2001, p. 117. Sobre los cronistas españoles de época medieval es esencial el libro de P. Linehan, Historia e historiadores de la España medieval, Salamanca, Universidad de Salamanca, 2011.

[70] H. Grassotti, «La ira regia en León y Castilla», Cuadernos de Historia de España 41-42 (1965), p. 32; L. García de Valdeavellano, Señores y burgueses en la Edad Media hispana, Madrid, Real Academia de la Historia, 2009, pp. 101-102.

[71] H. Grassotti, «La ira regia», p. 20.

[72] Ibid., p. 35.

[73] G. Martínez Díez, El Cid histórico, p. 196.

[74] A. Iglesia Ferreirós, Historia de la traición. La traición en León y Castilla, Santiago de Compostela, Universidad de Santiago de Compostela, 1971, pp. 95-96.

[75] E. Falque Rey (ed.), Historia Compostelana, Madrid, Akal, 1994, I, XX, 3-5.

[76] A. Iglesia, Historia de la traición, p. 100; M. Pino Abad, La pena de confiscación de bienes en el derecho histórico español, Córdoba, Universidad de Córdoba, 1999, pp. 141-142.

[77] A. Iglesia, Historia de la traición, p. 110.

[78] J. Alvarado Planas, La creación del derecho en la Edad Media: fueros, jueces y sentencias en Castilla, Pamplona, Aranzadi, 2016, pp. 56-57.

[79] H. Grassotti, «La ira regia», p. 50.

[80] B. F. Reilly, El reino de León y Castilla bajo el rey Alfonso VI: 1065-1109, Toledo, Instituto Provincial de Investigaciones y Estudios Toledanos, 1989, p.151.

[81] Ibid., p. 228.

[82] R. Fletcher, El Cid, pp. 137-138.

[83] Ibid., p. 164.

[84] G. Martínez Díez, El Cid histórico, p. 108; Alfonso VI. Señor del Cid, conquistador de Toledo, Madrid, Temas de Hoy, 2003, p. 75.

[85] G. Martínez, El Cid histórico, p. 109.

[86] A. Huici Miranda, Historia musulmana de Valencia y su región, vol. 1, Valencia, Imprenta Ámbar, 1969, p. 201.

[87] E. Portela Silva, García II, p. 152.

[88] G. L. Mosse, The Nationalization of the Masses: Political Symbolism and Mass Movements in Germany From the Napoleonic Wars Through the Third Reich, Nueva York, Howard Fertig, 1975.

[89] R. Dozy, Recherches sur l’histoire et la littérature de l’Espagne pendant le Moyen Âge, vol. 2, Leyden, E. J. Brill, 1860, p. 24.

[90] J. C. Bermejo Barrera, ¿Qué es la historia teórica?, p. 58.

[91] M. Foucault, Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, México, Siglo Veintiuno, 1976.

[92] F. Nietzsche, Sobre la utilidad y los perjuicios de la historia para la vida, Madrid, EDAF, 2000. Acerca de este tema y de Nietzsche véanse los trabajos de J. C. Bermejo Barrera, Entre historia y filosofía, pp. 121-123; ¿Qué es la historia teórica?, pp. 175-179; Introducción a la historia teórica, pp. 401-446.

[93] J. S. Pérez Garzón, «Memoria, historia y poder. La construcción de la identidad nacional española», en F. Colom González (ed.), Relatos de nación. La construcción de las identidades nacionales en el mundo hispánico, vol. 2, Madrid, Iberoamericana, 2005, p. 698. M. Moreno Alonso hizo notar la impronta nacionalista que impregnaba a la historia general: Historiografía romántica española. Introducción al estudio de la historia en el siglo XX, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1979, pp. 313-318.

[94] I. Fox, La invención de España. Nacionalismo liberal e identidad nacional, Madrid, Cátedra, 1997, p. 38.

[95] J. M.a Jover, «Caracteres del nacionalismo español, 1854-1874», Zona Abierta 31 (1984), pp. 5-8. Recuerda esta función de la historia general a los libros de lujo y gran formato que ocupaban las bibliotecas de la llamada Bildungsbürgertum, es decir, aquella burguesía alemana cuyo ascenso social se debió a su acceso a la educación media y superior, encarnada en el Gymnasium, un tipo de centro educativo cuya base esencial era la cultura clásica, según estudió F. B. Tipton, A History of Modern Germany Since 1815, Londres, Continuum, 2003.

[96] J. C. Bermejo Barrera, ¿Qué es la historia teórica?, p. 59.

[97] R. López Facal, «La nación ocultada», en J. S. Pérez Garzón et al., La gestión de la memoria. La historia de España al servicio del poder, Barcelona, Crítica, 2000, p. 112.

[98] F. Nietzsche, Sobre la utilidad y los perjuicios, p. 49.

[99] B. Pellistrandi, «Reflexiones sobre la escritura de la historia de la nación española. Los discursos preliminares de las Historias generales de España desde Modesto Lafuente (1850) hasta Ramón Menéndez Pidal (1947)», en O. Gorsse y F. Serralta (eds.), El Siglo de Oro en escena. Homenaje a Marc Vitse, Toulousse, Presses Universitaires du Mirail, 2006, p. 752.

[100] C. P. Boyd, Historia patria. Véase, de la misma autora, «El pasado escindido: la enseñanza de la historia en las escuelas españolas, 1875-1900», Hispania 209 (2001), p. 861.

[101] C. P. Boyd, «El pasado escindido», pp. 869-870.

[102] R. Altamira, La enseñanza de la historia, p. 272.

[103] R. Altamira, Valor social del conocimiento histórico, Madrid, Editorial Reus, 1922, p. 32.

[104] R. Altamira, Epítome de Historia de España (Libro para los Profesores y Maestros), Madrid, Ediciones de la Lectura, 1927, pp. 8-9.

[105] I. Kant, Pedagogía, Madrid, Akal, 1991.

[106] P. Maestro González, «El modelo de las historias generales y la enseñanza de la historia», Didáctica de las ciencias experimentales y sociales 16 (2002), pp. 5-6.

[107] R. Menéndez Pidal, La España del Cid, vol. 1, p. 35.

[108] R. Dozy, Recherches, vol. 2, pp. 220-221.

[109] Mariana expresaba que «el pueblo no cessaua de engrandecer al Cid, y subir sus hazañas hasta las nuues. Llamauanle libertador de la patria, terror y espanto de los Moros, defensor y amparador de la Christiandad», Historia, vol. 1, p. 437.

[110] Colmeiro insistía en el Cid como «terror y espanto de los Moros, a quien el pueblo aclamaba libertador de la patria», Reyes cristianos desde Alonso VI, vol. 4, p. 10.

[111] J. F. Masdeu, Historia crítica, vol. 20, p. 348.

[112] R. Menéndez Pidal, La España del Cid, vol, 1, p. 35. En otro libro Menéndez Pidal recordó el genio militar del Campeador, siempre al servicio de la causa cristiana: «El Cid fué un talento militar y organizador insuperable que con sus mesnadas allegadizas, sin contar con el apoyo de ninguna entidad estatal, venció a los ejércitos del emperador almorávide, invencibles para el rey de León y Castilla, invencibles para los mejores capitanes, Álvar Fáñez y Enrique de Borgoña; Fernán González, aunque asistido por el gran condado de Castilla, no pudo sobreponerse a los ejércitos cordobeses» y, a continuación, decía que «tanto Fernán González como el Cid fueron irreconciliables enemigos del Islam», Castilla, la tradición, pp. 35-36.

[113] M. Lafuente, Historia, vol. 2, p. 500.

[114] M. Lafuente, Historia general de España, vol. 5, Madrid, Establecimiento Tipográfico de Mellado, 1851, p. 21.

[115] R. Altamira, Historia, vol. 1, p. 368.

[116] Ibid., p. 369.

[117] D. Wasserstein, The Rise and Fall of the Party-Kings. Politics and Society in Islamic Spain, 1002-1086, Princeton, Princeton University Press, 1985, pp. 262-263. Diego Catalán sostuvo que la mitificación del Cid partió de Alfonso X y sus historiadores, quienes elaboraron los textos sujetos «ya no sólo a los contenidos narrativos de esas fuentes cidianas latinas y árabes, sino al prejuicio, universalmente asentado, de que ese personaje de rango secundario era un héroe nacional, el héroe nacional por excelencia», El Cid en la historia y sus inventores, Madrid, Fundación Ramón Menéndez Pidal, 2002, p. 257.

[118] F. J. Peña Pérez, «El Cid, un personaje transfronterizo», Studia historica. Hisoria Medieval 23 (2005), pp. 207-217.

[119] J. de Mariana, Historia, vol. 1, p. 470.

[120] M. Lafuente, Historia, vol. 2, p. 494.

[121] M. Morayta, Historia, vol. 2, p. 155.

[122] M. Colmeiro, Reyes cristianos desde Alonso VI, vol. 4, p. 17.

[123] Mariana refiere, a este respecto: «En el mismo tiempo que se dio principio a la conquista de Toledo, el Cid continuaua la guerra en Aragon, con mucha prosperidad: ganó de los Moros diuersos castillos y pueblos por toda aquella tierra, solo para ser colmada su felicidad, le faltaua la gracia de su rey, la qual el mucho deseaua», Historia, vol. 1, p. 443.

[124] R. Menéndez Pidal, La España del Cid, vol. 1, p. 304.

[125] Ibid., p. 37.

[126] Estas virtudes entusiasmaban a los musulmanes incluso tras tomar el Cid sus ciudades. Así, dice Morayta: «Desde lo más alto de la más alta torre saludó el Cid á la heróica ciudad. Sus primeras disposiciones fueron tan justicieras y tan respetuosas para los moros, que éstos se hacían lenguas de el diciendo, que jamás habían conocido un hombre más honrado (…) Maravillados quedaron los islamitas de aquellas excelentes razones del Cid», Historia, vol. 2, pp 164-165.

[127] A. Gambra, «Alfonso VI y el Cid. Reconsideración de un enigma histórico», en C. Hernández Alonso (coord.), Actas del Congreso Internacional El Cid, poema e historia (12-16 de julio, 1999), Burgos, Ayuntamiento de Burgos, 2000, p. 190.

[128] C. Smith (ed.), Poema de Mio Cid, Madrid, Cátedra, 1994.

[129] Acerca del papel castellano en la construcción de la historia española véase A. Morales Moya, «La interpretación castellanista de la historia de España», en A. Morales Moya y M. Esteban de Vega (eds.), ¿Alma de España? Castilla en las interpretaciones del pasado español, Madrid, Marcial Pons, 2005, pp. 21-55.

[130] J. S. Pérez Garzón, «Castilla heroica, Castilla culpable: cuestiones de nacionalismo español», en P. Carasa (coord.), La memoria histórica de Castilla y León: historiografía castellana en los siglos XIX y XX, Valladolid, Junta de Castilla y León, Consejería de Educación y Cultura, 2003, p. 331. Véanse, sobre esta cuestión, los siguientes trabajos de M. Esteban de Vega: «Historias generales de España y conciencia nacional», Revista de História das Ideias 18 (1996), pp. 45-61; «Castilla en la configuración de la historia nacional española», en M. Redero San Román y M.a D. de la Calle Velasco (eds.), Castilla y León en la historia contemporánea, Salamanca, Universidad de Salamanca, 2008, pp. 41-70; «Castilla en la primera historiografía nacional española, 1833-1900», Alcores 12 (2011), pp. 19-35.

[131] J. Ortega y Gasset, España invertebrada. Bosquejo de algunos pensamientos históricos, Madrid, Artes de la Ilustración, 1921, p. 31.

[132] M. Esteban de Vega, «Castilla y España en la Historia general de Modesto Lafuente», en A. Morales Moya y M. Esteban de Vega (eds.), ¿Alma de España? Castilla en las interpretaciones del pasado español, Madrid, Marcial Pons, 2005, p. 114.

[133] M. Morayta, Historia, vol. 2, p. 155.

[134] I. Fox, La invención de España, p. 105.

[135] R. Menéndez Pidal, Castilla, la tradición, p. 39.

[136] M.a E. Lacarra, «La utilización del Cid de Menéndez Pidal en la ideología militar franquista», Ideologies and Literature 12 (1980), pp. 95-127. Más recientemente véase F. J. Peña Pérez, «La sombra del Cid y de otros mitos medievales en el pensamiento franquista», Norba 23 (2010), pp. 155-177. No debemos pensar que el Cid sirvió únicamente a los propósitos franquistas, ya que fue manipulado también por los republicanos, quienes reivindicaban, según F. J. Peña, la memoria cidiana como expresión simbólica de la lealtad al orden legalmente establecido y de resistencia a la invasión «extranjera»: «El mito del Cid en la sociedad española contemporánea», Arqueología, historia y viajes sobre el mundo medieval 36 (2010), p. 72.

[137] R. Crespo-Vila, «Reescrituras cidianas: Rodrigo Díaz de Vivar y la condición posmoderna», Cuadernos de Aleph 7 (2015), pp. 31-52.

[138] F. Wulff, Las esencias patrias, p. 216.

La traición en la historia de España

Подняться наверх