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TRAICIONES, TENTACIONES Y APOSTASÍA. LOS CASOS DEL ABAD DON JUAN DE MONTEMAYOR, LA CONDESA TRAIDORA Y LA MORA ZAIDA EN LA HISTORIOGRAFÍA ESPAÑOLA

Vamos a hablar en las siguientes páginas de una serie de escenas que envuelven la idea de traición, conversión y convivencia entre musulmanes y cristianos en la Edad Media. Se trata de dos leyendas, la del abad don Juan de Montemayor y la condesa traidora y, por otro lado, la de la comúnmente llamada mora Zaida, concubina o esposa legítima de Alfonso VI, dependiendo de las versiones a las que se acuda. Integraremos estas narraciones dentro de un discurso más global, como es el de las historias generales de España escritas de forma más o menos regular desde que el padre Juan de Mariana redactase la suya en las postrimerías del siglo XVI, ya que serán las responsables de la construcción de una determinada identidad, la española, y de ofrecer la visión predominante del pasado patrio.

La traición es un elemento esencial desde la Antigüedad para comprender en buena medida la evolución del discurso histórico español. Existen numerosos ejemplos que tienen como protagonistas a personajes que son objeto de traición o, al contrario, que son traidores y, tras un oportuno paso por la pluma de los historiadores más influyentes, pasan a ser víctimas de traición o, cuando menos, se les libera en cierta medida de ese apelativo. Son bien conocidas las biografías de Viriato y Quinto Sertorio, quienes fueron asesinados por sus seguidores más cercanos y, a pesar de haber sido uno de origen lusitano, según consignan las historias generales, y el segundo nacido en la península Itálica, pronto fueron acogidos como patriotas españoles libertadores de la opresión extranjera. Asimismo, en lo relativo al Cid, verdadero arquetipo de caballero castellano defensor de la cristiandad frente a los infieles musulmanes, pasó de ser considerado un traidor por haber llegado tarde a la llamada al fonsado de su monarca, a ser elevado al altar de los héroes nacionales por el conjunto de la historiografía española, salvo alguna excepción, como Juan Francisco Masdeu.

Paralelamente encontramos episodios igual de relevantes. Por ejemplo, la «pérdida de España» del año 711, en la que se entremezclan una serie de traiciones reales e inventadas por la historiografía posterior, como aquella que decía que los judíos habían tenido una actitud favorable a los musulmanes actuando como quinta columna. Ahora bien, ¿por qué es importante la traición en estos casos? Su relevancia viene dada porque se revela, como veremos en las siguientes páginas, en tanto que elemento explicativo a la hora de precisar los rasgos básicos del carácter español y, por otro lado, al actuar como tópico que permite entender las sucesivas conquistas que, en diferentes periodos, había sufrido España. En la Antigüedad las traiciones perpetradas favorecerían a los cartagineses y los romanos, mientras que en la Edad Media los beneficiarios habrían sido naturalmente los musulmanes y, como puso de manifiesto Floyd S. Lear, el delito pasaría a ser considerado contra el rey, al concentrarse todo el poder en su figura.

EL ABAD DON JUAN DE MONTEMAYOR

Transcurre la acción en tiempos del rey Ramiro III de León y de Almanzor, pero en tierras de Portugal, ya que el abad Don Juan era el señor de todos los abades portugueses. Conservamos esta leyenda hoy en día gracias a dos testimonios manuscritos: el capítulo 287 del Compendio historial de Diego Rodríguez de Almela y un impreso toledano que se fecha hacia comienzos del XVI[1]. Poseemos, sin embargo, de acuerdo con Ramón Menéndez Pidal, una noticia más antigua que nos la proporciona el proemio de un poema perdido de Alfonso Giraldes sobre la batalla del Salado, la cual data del siglo XIV[2]. Se trata de un texto medieval de mediana importancia al que, en contra de lo que pudiera parecer, no se le ha dedicado prácticamente ninguna atención crítica, como ha señalado Víctor Infantes[3]. La excepción es Menéndez Pidal, quien publicó en el primer tercio del XX dos trabajos fundamentales sobre este tema[4].

Comienza la leyenda cuando el abad, de camino a oír maitines de la fiesta de Navidad, encuentra a un niño que yacía a la puerta de la iglesia: «E este niño era fecho en pecado mortal, porque era hijo de dos hermanos»[5]. El abad lo acoge, lo bautiza llamándole García y lo envía al rey Ramiro, sobrino del propio abad, que entonces tenía las cortes en León. Un día, estando de caza con dos escuderos, García les confiesa que «yo he parado mientes, e tengo que la fe de los cristianos no vale nada ni es ninguna cosa, e otrosí he entendido que la ley de los moros es mejor e vale más»[6]. García abandona el castillo del abad Don Juan y se pone a las órdenes de Almanzor, a la vez que se convierte al islam y adopta el nuevo nombre de Zulema.

La idea según la cual García traiciona al abad por las circunstancias de su concepción es un tema muy recurrente y que se verá también en el capítulo siguiente, en la figura de Sancho García. García es dejado a su suerte en una época en la que el abandono de niños era muy frecuente[7]. El alejamiento inicial de los niños se solía deber, como veremos ahora, a una profecía adversa, al incesto de los padres o a la unión entre solteros. Pero en todos los casos tienen la misma función, que es dar lugar al tema central del incesto[8]. García es fruto de una relación incestuosa entre dos hermanos. De hecho, la explicación de que García devenga en traidor consiste en que estaba predeterminado, al haber sido concebido en pecado. En la Antigüedad, por ejemplo, son comunes los incestos entre los dioses. En efecto, la familia divina griega es básicamente endogámica, pero tiene una explicación y es que la sangre divina no puede mezclarse con otra sangre que no lo sea[9]. Dice Hesíodo (Th. 886-900) que Zeus tomó como primera esposa a Metis, la más sabia de los dioses y hombres mortales. Una vez embarazada de Atenea, y cuando iba a dar a luz, Zeus la devoró por consejo de Gea y Urano, porque estaba decretado que Metis no iba a engendrar solo a Atenea, sino también a un hijo con arrogante razón que destronaría a Zeus y se convertiría en rey de dioses y hombres.

Vemos claramente que el destino del hijo de Zeus era destronarlo, y es por ello que ni siquiera llega a nacer. Aunque quizá el caso más conocido sea el de Edipo. Layo, su padre, había recibido del oráculo de Apolo la advertencia de que no debía procrear porque eso sería ir contra la voluntad de los dioses. Layo ignoró el consejo y estando ebrio se unió a su esposa Yocasta, concibiendo a Edipo. Por temor al augurio del oráculo Layo decidió agujerearle los pies con anillos de oro y arrojarlo al monte Citerón. Después, Edipo mató a su padre y desposó a su madre.

José Carlos Bermejo indicó que sería necesario asociar el castigo de Layo con el hecho de que se hubiese enamorado del hijo de su huésped, Crisipo, inventando así la homosexualidad. Este amor le trae pesadas consecuencias para su familia en forma de maldición de Hera, castigando su falta sexual, por la que no podría tener normalmente sucesión, y del oráculo en el caso de Apolo[10]. El único matrimonio plenamente válido del rey Layo, cuyo mito se integra en los mitos políticos de la casa real de Tebas, es el que realiza con su prima Yocasta. Los otros cuatro que se le suelen atribuir serían producto, según Bermejo, de una combinación de madres y madrastras, creada para borrar el incesto de Edipo, eliminándolo como hijo de Yocasta[11]. Además, convendría tener en cuenta que el carácter incestuoso de la familia de Edipo no se terminaría con él, sino que se haría extensivo a su hija preferida, Antígona, que en un escolio a Estacio aparece uniéndose incestuosamente a Polínice.

El verdadero problema no es que Layo hubiese abandonado a su hijo, sino haberlo generado contra el consejo del oráculo. En el caso de García sucede lo mismo y la explicación de que se convierta al islam e intente después matar a quien lo acogió debemos buscarla antes de que naciese. Si seguimos este esquema García no tendría culpa alguna, porque era un ser que no contaba con la bendición del Señor; estaba condenado de antemano. La estructura no es totalmente análoga, pero sí comparte ciertos rasgos. García no yace con su madre, aunque es cierto que su concepción en situaciones nada deseables provoca en él la intención de matar no a su padre, sino al que lo adopta y consideraba como tal, es decir, el abad.

En la Edad Media dominó un episodio legendario similar que tenía que ver con los orígenes de Judas y al que dio pábulo Jacobo de la Vorágine, un autor italiano del siglo XIII muy conocido por sus compilaciones de las vidas de santos. En el capítulo dedicado a san Matías de la Leyenda dorada, Jacobo relata el nacimiento y origen de Judas, que se encuentra, según él, en una historia apócrifa[12]. La concepción de Judas se acompaña de funestos presagios producidos por un terrible sueño. Cuando nace, sus padres lo meten en un cesto y lo abandonan en la orilla del mar. La criatura, llevada por las olas, llega a la playa de una isla llamada Iscarioth, de donde deriva el sobrenombre de Iscariote. La reina de aquella isla lo adopta, lo entrega a una nodriza para que lo críe y simula que se encuentra embarazada para que todo el reino, incluido el rey, crea que Judas es hijo suyo. Después de ese presunto parto la reina se queda embarazada de verdad y tiene un hijo. Judas termina matando a su hermano y se refugia en Jerusalén, donde se pone al servicio de Poncio Pilatos, quien lo nombra administrador general de Judea. Un día, Pilatos ve desde su palacio un árbol frutal y Judas penetra en el jardín para coger una fruta y complacerlo, momento en que entra el dueño del jardín. Tras enzarzarse en una pelea, Judas coge una piedra y lo mata. Lo que no sabe es que está matando a su padre. Pilatos le da los bienes del muerto, entre los que se encuentra su mujer, es decir, la madre de Judas. Un día la mujer le cuenta que hace años se había deshecho de su único hijo metiéndolo en una cesta y dejándolo abandonado en el mar y, además, que su marido había muerto en el huerto de su casa repentinamente. De este modo sabe Judas la verdad sobre sí mismo y se une a Jesucristo, que lo recibe como discípulo y luego lo eleva a la categoría de apóstol.

El caso de Judas es interesante porque su protagonismo en época medieval no se limita exclusivamente al origen incestuoso dado por Jacobo de la Vorágine, sino que su figura también es relevante en tanto que modelo arquetípico de traidor, al haber entregado a Jesús a cambio de treinta monedas de plata. Si revisamos lo que los Evangelios dicen sobre el incesto, veremos que son taxativos. En el Levítico se puede leer: «La desnudez de tu hermana, hija de tu padre o hija de tu madre, nacida en casa o nacida fuera, su desnudez no descubrirás» (Lv 18:9). Y dos capítulos más adelante, «que cualquiera que tome a su hermana, hija de su padre o hija de su madre, y vea su desnudez, y ella vea la suya, es cosa execrable, por tanto, serán excomulgados de entre los hijos de su pueblo; descubrió la desnudez de su hermana; su pecado llevará» (Lv 20:17).

La dureza con la que debían ser castigados los incestuosos es evidente, aunque encontramos excepciones en algún padre de la Iglesia, como san Agustín. En su De civitate Dei recoge que los hombres, en los orígenes, tuvieron que tomar forzosamente por esposas a sus hermanas porque no cabía otra alternativa, al descender de Adán y Eva: «Y esto, cuanto más antiguamente se hizo a exigencias de la necesidad, tanto más condenable se trocó después con el veto de la religión» (De civ. Dei. XV, 16, 1). Dejó de suceder, de acuerdo con san Agustín, cuando los seres humanos fueron más numerosos y pudieron tomar por mujeres a personas que no fuesen hermanas. Entonces, quien siguiera cometiendo incesto, sería culpable de un crimen horrendo.

Menéndez Pidal realizó un paralelismo, aunque invertido, entre el episodio de García y otro contenido en el Cantar de los Infantes de Lara. Se trata del que tenía como protagonista a Mudarra, hijo bastardo de Gonzalo Gustioz, padre de los infantes, y de la dama de la corte de Almanzor. Menéndez Pidal toma lo que sucede entre García y el abad como una imitación porque, a su juicio, era imposible que el juglar que ideó la historia del abad desconociese la Gesta de los Infantes[13].

La expedición de Almanzor a Santiago de Compostela[14] fue otro punto clave en esta leyenda. Se narra que Zulema entró en la catedral y «mandó poner su cavallo cerca del altar de Santiago, e holgó con su muger encima del altar»[15]. Es claro que mantener relaciones sexuales sobre del altar significaba un acto de profanación. Las crónicas cristianas, que no debemos olvidar que son eclesiásticas y atienden a sus propios intereses, se preocupan por subrayar que los musulmanes no destruyeron el sepulcro del apóstol por intercesión divina, al caer un rayo. La crónica más cercana a los hechos, la escrita por el obispo Sampiro a comienzos del siglo XI, no dice nada acerca de ningún terror apocalíptico ligado a Almanzor[16]. El monje de Silos refiere que «destruyó la iglesia de Santiago y la de los santos mártires Facundo y Primitivo, y que también profanó con temeraria osadía cuanto hay de sagrado, y a lo último hizo tributario todo el reino, ya sometido a él»[17]. La Najerense, por su parte, menciona que Almanzor llegó a Santiago, saqueó la ciudad y no demolió la iglesia y el sepulcro, a pesar de que lo pretendía, gracias a Dios[18]. Lucas de Tuy nos remite que destruyó la «çibdad y la iglesia donde está enterrado el cuerpo de Santiago, y que se acercó osadamente al sepulchro de Santiago Apostol por quebrantarlo, mas espantado de vn relámpago, tornose, y quebrantó las yglesias y los monasterios y los palaçios y con fuego los quemó»[19]. Por supuesto, mucho menos recogen las crónicas el hecho, quizá fantasioso, de que un cristiano convertido al islam hubiese profanado el altar de la catedral. De hecho, la ofensa musulmana sobre Santiago sería castigada por Dios severamente con la disentería[20].

Este esquema, según el cual Almanzor no profana el sepulcro por un rayo divino, no fue seguido por la mayoría de historias generales de España. Mariana, por ejemplo, dice que no se sabe la razón de que Almanzor no lo mancillase. Juan de Ferreras cree la versión de las crónicas: «Queriendo pasar á profanar el sepulcro de el Santo Apostol, salió de él un desusado resplandor que le llenó de horror y miedo»[21]. En el texto de Modesto Lafuente observamos que el lugar del rayo enviado por Dios lo ocupa ahora un eclesiástico que se encontraba rezando al lado de la tumba del apóstol y al que Almanzor respeta:

El 10 de agosto se hallaba el formidable caudillo del Profeta sobre la Jerusalen de los españoles. Desierta encontró la ciudad. Sus murallas y edificios fueron arruinados, el soberbio santuario derruido, saqueadas las riquezas de la suntuosa basílica; solo se detuvo el guerrero musulman ante el sepulcro del santo y venerado Apóstol; sentado sobre él halló un venerable monje que le guardaba: el religioso permaneció inalterable, y Almanzor, como por un misterioso y secreto impulso, se contuvo ante la actitud del monje y respetó el depósito sagrado[22].

El nuevo modelo es copiado literalmente por Miguel Morayta, aunque hay autores en este cambio de siglo, como Rafael Altamira, que guardan absoluto silencio con respecto a esta cuestión. Añade Morayta una supuesta conversación que habría mantenido el caudillo musulmán con el religioso cristiano que se encontraba rindiendo culto al apóstol, e incluso llega a decir que Almanzor dio órdenes de que se protegiese el propio sepulcro con el fin de evitar su violación:

Penetrando más allá que en sus pasadas expediciones, llegó á Santiago, la ciudad sagrada de la cristiandad española (…) Poco apercibida para una defensa, sus habitantes la habían abandonado, en tal modo, que cuando al día siguiente los musulmanes se desparramaron por las calles de aquella ciudad, sólo hallaron un monge junto al sepulcro del Apóstol. «¿Qué, haces ahí? –le preguntó Almanzor–. Rezo á Santiago, contestó. Reza cuanto quieras», repúsole el ministro, y prohibió que le hicieran daño, ordenando además que se custodiara la tumba del Apóstol, á fin de que no fuese profanada. Toda la ciudad fué destruida, murallas, casas é iglesias (…) Santiago había llegado á ser á manera de como lo fue Jerusalem para los cristianos de Oriente, el santuario á donde se dirigían en peregrinación los cristianos de Occidente[23].

Algunas fuentes narrativas indican, además, que Almanzor contó con el apoyo de una serie de traidores que facilitaron su entrada[24]; traición recogida brevemente por las historias generales. Así, Lafuente expresa que era cierto que tras partir Almanzor de Córdoba y «encaminándose por Coria y Ciudad Rodrigo, incorporáronsele, dicen, los condes gallegos en los campos de Argañin, y juntos marcharon sobre Santiago»[25]. Altamira es, si cabe, más escueto, y admite que Almanzor «penetró en Galicia ayudado por los condes sometidos y por la escuadra enviada á Oporto»[26]. Sería Morayta quien más elocuentemente lo pondría de manifiesto. Según él, la historia del califato andaluz contenía demasiados episodios que debían avergonzar a la cristiandad por haber estado empañados por la traición. Destaca que estos traidores fueron los responsables de que la tarea emprendida en 711 de recobrar España se alargase tanto:

La historia del califato andaluz contiene muchas páginas de verdadera vergüenza para la cristiandad. De ellas resulta, con cuánta facilidad los cristianos independientes se ponían á los piés de los muslimes. Sancho el Gordo y el conde Sancho Garcés llegan á ser soberanos merced á la intervención armada de los muslimes; los condes gallegos ayudan á la destrucción de Santiago; condes castellanos son los que marchan en la vanguardia del ejército de Almanzor en algunas de sus correrías por Castilla; y cristianos leoneses, navarros y castellanos son los que constituyen el nervio de las fuerzas, que permiten al hajib cordobés llegar triunfante á los más lejanos confines. La Reconquista, aunque obra nacional, se retardó á causa de intermitencias censurables, producidas por los mismos á quienes cumplía realizarla[27].

Regresando a la leyenda del abad tenemos noticia de que, después de abandonar el templo compostelano, se produjo un cerco prolongado del que merecerían recordarse dos episodios por encarnar a la perfección, a pesar de encontrarnos en Portugal, el ser nacional español. Uno de ellos es la entrevista que el abad mantiene desde una almena con el traidor y el otro es la salida que los sitiados eligen tras más de dos años de penurias. En cuanto al primero, Zulema intenta persuadir al abad para que se convierta al islam y le advierte que ese mismo día entrará en su castillo, matando a todos los hombres y mujeres que encontrase. El abad don Juan, por supuesto, se niega y realiza una acerba defensa del cristianismo: «Sabe que ni por miedo del rey Almançor ni por el tuyo se me da nada, porque yo fio en la merced de Dios e del apóstol sant Matheo e del apóstol Santiago, que lo hará mejor comigo que tu dizes, e que me vengará de ti, así como de malo traidor, desconocido a Dios e a mí, porque andas en figura de diablo e no de hombre. E vete, traidor, quítateme delante»[28].

Es entonces cuando se llega al momento culminante del asedio. El abad, consciente de que su número es muy inferior al de sus enemigos, decide, reunidos todos en el castillo, matar a los hombres viejos, las mujeres y los niños, es decir, aquellos que no servían para pelear, y quemar las cosas del castillo: «Digo vos que yo he pensado una cosa, como quier que sea peligroso de los cuerpos, será muy gran provecho de las ánimas»[29]. La resolución del sitio consistió en una opción que no aparecía por primera vez en la historia de España: el suicidio colectivo. La primera en morir fue Urraca, hermana del abad, y sus hijos. El resto, al ver el ejemplo que daba Don Juan, comenzaron a matarse: «E sabed que acaesció uno degollar a su padre e a su madre e a su muger e a sus hijos, e cada uno a sus parientes, hasta que no dexaron ninguno en todo el castillo»[30]. El suicidio equivaldría al asesinato de uno mismo, lo que en principio contravendría uno de los mandamientos. Los Evangelios narran varios suicidios pero no los castigan explícitamente. Podemos razonar, sin embargo, que cometerían pecado porque se trata de la asunción de un poder reservado en exclusiva a Dios, que es quien decide cuándo y cómo debe morir una persona. A pesar de ello, prefieren morir antes que vivir bajo el yugo de la media luna.

Recuerda este desenlace a las viejas glorias que encarnaban las resistencias de los saguntinos contra los cartagineses o de los numantinos y los cántabros contra las legiones romanas. Allí también se vivieron cercos en los que se terminó, tras soportar grandes penurias, optando por la muerte. La diferencia es que en la leyenda del abad los muertos acaban resucitando. En la Antigüedad hispana, ayudados por lo que historiadores romanos habían escrito, se tendió a glorificar estos episodios porque representaban a la perfección el ser español, caracterizado por esa preferencia de morir a vivir como esclavos. Haberlo hecho contra los musulmanes, los enemigos más importantes de época medieval, otorga mayor simbolismo. Se repiten las escenas que tanto ayudaron a inflamar los sentimientos nacionalistas y patrióticos.

La conclusión de la leyenda tiene como protagonista al abad y a Zulema, quien «quando vio al abad don Juan, no lo conosció, por las armas que llevaba demudadas; y pensó que era Bermudo Martínez». El abad, aprovechando la confusión, golpeó con la espada a Zulema, provocándole una gran herida, «en manera que la cabeça y el braço derecho le cortó». Después, contó con la ayuda de otros religiosos: «sepáis por cierto que no hubo monge que no matasse diez moros»[31]. Aquí es donde se cumple el final al que Zulema estaba destinado en virtud de su incestuosa concepción.

Tras la batalla, al abad le llegan noticias acerca de los que habían muerto para evitar la esclavitud, «haziéndole saber que todos los hombres y mugeres, quantos eran muertos, eran bivos y sanos, y que estavan en cuerpos y en ánimas». Un episodio análogo nos lo narra fray Juan de Marieta en el siglo XVII. El capitán García Ramírez, ante la preocupación de que la invasión musulmana llegase a la ermita de Nuestra Señora la Antigua, cerca de Madrid, y la profanasen, decide edificar una pequeña capilla que protegiese la imagen. Los musulmanes entendieron que el capitán pretendía erigir una fortaleza en su contra, por lo que entraron en guerra. Temiendo que su mujer y sus tres hijas cayesen en manos invasoras, prefirió matarlas él mismo antes de que cayesen en manos de infieles, y así «degollò a su muger e hijas, y dexando los cuerpos por enterrar en la santa ermita, encomendados a nuestra Señora, para que si acaso entrasen, aunque muertos no los ultraxasen»[32]. Finalmente García Ramírez logró la victoria y, al regresar a la ermita, halló los cuerpos resucitados, puestos de rodillas y alabando a la señora de Atocha con las señales de la espada en las gargantas.

Concluye de ese modo una leyenda que podría carecer de fundamento real. Es así, entre otras razones, porque Montemayor fue conquistado por Almanzor en el 990 y recobrado por Gonzalo Trastámara en 1034. Como dijo el gran filólogo español, «no es, pues, otra cosa que una desenfadada fantasía poética»[33]. Sin embargo, esta narración resultaba útil porque, entre otras cuestiones, justificaba el triunfo sobre los enemigos de la religión a través del milagro, apoyado en una inquebrantable fe cristiana, y todo ello no venía mal, como ha indicado Infantes, dentro de los paradigmas de la propaganda monárquica posterior a la conquista granadina[34].

LA LEYENDA DE LA CONDESA TRAIDORA

Pertenece la leyenda de la condesa traidora al conjunto de obras épicas conocidas bajo el nombre de «ciclo de los condes de Castilla». En este relato, como en la mayoría de los textos relacionados con el ciclo de los condes, las mujeres van a desempeñar un papel que en principio no sería el que tradicionalmente se les había ido asignando durante la época medieval. Aspectos como la condición de la mujer y su relación con el hombre, que implicaban claramente la total subordinación, la castidad o la falta de ambición, se verán modificados en este esquema narrativo. Conviene apuntar que esto no quiere decir que dicho esquema haya sido rígido o que no hubiese excepciones, sino que nos estamos refiriendo a una visión general y, de hecho, en este tipo de relatos los roles incluso se llegan a intercambiar, en una trama en la que ideas como traición, lujuria o adulterio estarán muy presentes.

La primera versión cronística de la historia de la condesa nos la ofrece la Najerense hacia la segunda mitad del siglo XII. Un hispanista francés, Georges Cirot, había publicado la primera edición paleográfica a comienzos del siglo XX en el Bulletin Hispanique, aunque bajo el nombre de Chronique léonaise, puesto que creía que su autor pertenecía a dicho lugar[35]. Menéndez Pidal opinó después que ese texto de ninguna forma podía ser leonés, sino más bien castellano, ya que la mayoría de adiciones versaban acerca de noticias o leyendas castellanas. Muchas de ellas se referían a los cuatro últimos condes de Castilla, a los dos primeros reyes del condado hecho reino y al Cid, elementos todos ellos que serían, a juicio de Pidal, responsabilidad de un clérigo castellano asociado al monasterio de Santa María de Nájera. Esto lo lleva a denominarla Najerense y datarla hacia 1160[36]. Lo que el anónimo cronista relata es que Almanzor, por medio de un mensajero, dirige «engañosas palabras de amor a la condesa», esposa del conde García Fernández, y astutamente le pregunta si quiere ser condesa o si quiere ser elevada a reina. Entonces se detiene, narrando la forma en que, seducida por estas palabras, intenta provocar la muerte de su marido. En primer lugar le quita la cebada al caballo de García, suministrándole salvado para que le fallara en el momento adecuado, y después persuade al conde para que permitiese a sus hombres pasar la festividad de Navidad con sus mujeres e hijos. Tras anunciarle a Almanzor que lo había hecho, este envió a la élite de sus tropas, que arrasaron la región en la que García se encontraba con pocos soldados. A pesar de que intentó salir al encuentro, el caballo le falló, por lo que, siendo «capturado y lanceado por los sarracenos en la ribera del Duero, entre Alcózar y Langa, expiró al quinto día, era 1033, el 19 de diciembre». Esto es lo que refiere la Najerense con respecto a la relación entre el conde y su mujer.

Una vez muerto García Fernández, la ambición y el desenfreno de la condesa no se verían satisfechos. El siguiente obstáculo que impedía la elevación de su dignidad era su propio hijo, Sancho García. Si leemos un poco más esta crónica veremos que ambicionaba «asesinar con una poción a su hijo, de quien dependía la salvación de Hispania entera». Pretendía hacerlo simplemente para «así satisfacer su deseo de vana gloria y entregarse más libremente a la lujuria». Aparece entonces el Señor como freno al comportamiento malicioso de la condesa. Es gracias a su intercesión que el conde logra salvar la vida, «pues una morita (…) a la que Dios hizo que se encontrara con él, le relató al conde (…) la muerte que se le preparaba en una bebida (…) para que se abstuviera totalmente de tal copa». Es paradójico que sea precisamente una mora la que impida que la condesa se convierta al islam al advertir a Sancho de lo que iba a suceder. Así, cuando el conde pide algo de beber, se lo acercan en un vaso de plata «y él se lo ofreció a su madre casi por deferencia y la invitó a que bebiera ella primero (…) finalmente ella, obligada, exhaló el alma al primer sorbo, cayendo en la trampa que tendió».

Como acabamos de ver, Dios impidió la muerte del joven conde al advertirlo mediante una mora del futuro que le esperaba. Él es, a su vez, misericordioso e inclemente con las malas actuaciones de los hombres. La Najerense así lo pone de manifiesto al describir la devastación perpetrada por Almanzor contra el pueblo cristiano. Las campañas militares se habían extendido por un periodo de «doce años seguidos, porque así lo permitió Dios y lo exigían los pecados de los cristianos». Esos pecados los personificaba, además del pueblo, el príncipe Vermudo, verdadero responsable de que Almanzor, «junto con su hijo Abdalmech y con los condes cristianos exiliados (…) decidió invadir y aniquilar, devastar la tierra de los cristianos». En realidad la fórmula de la que echa mano el cronista es muy habitual en la Edad Media. Nos encontramos ante un iudicium Dei, al que tanto se recurría para explicar los grandes desastres y las derrotas cristianas a manos de los musulmanes. No se trata de ningún tipo de casualidad, sino que es obra de la divina Providencia, que se encarga de castigar a aquellos monarcas, nobles o eclesiásticos pecadores que llevan sus reinos hacia la perdición. Existen sobrados ejemplos, entre los que podemos destacar la célebre «pérdida de España», que se entendió, en parte, gracias a la libidinosa conducta que monarcas como Witiza o Rodrigo habían tenido, favoreciendo de ese modo la ira de Dios y, en consecuencia, la entrada de los enemigos sarracenos en el 711 como castigo[37].

De las dos figuras elementales que dominan el panorama historiográfico latino durante el siglo XIII, Lucas de Tuy y Rodrigo Jiménez de Rada, solo el segundo menciona, y con matices diferentes a la Najerense, el relato de la condesa traidora. Nos lo cuenta así el Toledano en su De rebus Hispaniae:

La madre de éste [conde Sancho], que deseaba unirse con un príncipe sarraceno [Almanzor], planeó asesinar a su hijo para conseguir así, al mismo tiempo, las fortalezas, los baluartes y la anhelada boda. Y como hubiera mezclado un veneno mortal con una bebida que debía causar un efecto retardado, el hijo fue advertido por una acompañante de su madre y rogó a ésta que bebiera primero; aunque se negó, obligada al fin, probó el mejunje que había preparado y la parricida madre, merecidamente, apuró su muerte con la bebida que preparó[38].

No es hasta quince capítulos más tarde cuando describe la muerte de García Fernández, en la que la condesa no tiene nada que ver. Fue Sancho, según dice el Toledano, quien intentó por aquella época levantarse contra su padre. A partir de las desavenencias entre padre e hijo los musulmanes tuvieron la oportunidad de atacar y destruyeron Ávila, «que había comenzado a repoblarse, y conquistaron Coruña del Conde y San Esteban, pasando por todos lados a sangre y fuego». Ante esta situación García Fernández prefiere morir por su patria, lo que representa otro tópico muy manido en la historiografía española, que recuerda, de nuevo, antiguas resistencias saguntinas y numantinas. Vemos que Jiménez de Rada, si bien sigue a la Najerense en cuanto a la intención de la condesa de matar a su hijo mediante el envenenamiento, no encuentra, en cambio, traición alguna de la mujer del conde hacia su marido. El final de García Fernández se parece en parte, puesto que muere debido a su inferioridad numérica, como sucedía cuando licencia a sus soldados y «fallece al cabo de pocos días debido a una herida mortal que había recibido en la batalla»[39], mientras que en la otra crónica se especifica que expiró al quinto día.

En este punto observamos, además, otro rasgo característico de lo que podríamos denominar ser o carácter nacional: la división. Este atributo facilitó a lo largo de la historia que los enemigos externos de España, que en la Edad Media serían predominantemente los musulmanes, lograsen conquistar y asentarse dentro de las fronteras cristianas. Ello no quiere decir que fuesen física, moral o militarmente superiores, al contrario, de no existir tal desunión sería imposible que tuviesen éxito en sus campañas bélicas. Como muestra, podemos echar mano otra vez del episodio de la «pérdida de España», en el que, de acuerdo con algunas versiones, la entrada de los invasores se habría debido a la falta de unidad que imperaba entre los familiares del penúltimo rey godo, Witiza, y los seguidores de Rodrigo.

Llegamos, tras Jiménez de Rada, a una obra fundamental dentro de la historiografía española, la Estoria de España que a finales del siglo XIII mandó componer el rey Sabio. Aparte de su impacto en las historias generales que a partir de su publicación se iban a escribir, el texto alfonsí es relevante en relación con el tema que nos ocupa porque introduce novedades notorias que cambian sustancialmente el sentido de la trama. La primera diferencia que encontramos es que García Fernández no tiene una mujer, sino dos. Con respecto a esa primera mujer, la Estoria nos dice lo siguiente:

Este conde Garçi Ferrandez fue casado dos uegadas; la primera con una condesa de Françia que ouo nombre donna Argentina, et caso con ella en esta guisa: el padre et la madre daquella condesa yuan en romería a Santiago et leuauanla consigo moça muy fremosa, et el conde pagose della, et desque sopo como era muger de buen logar, demandola a su padre et a su madre pora casamiento; et caso con ella. Et uisco con ella seis annos et non ouieron fijo nin fija. Et ella salio mala muger[40].

El relato continúa describiendo que doña Argentina, mientras García Fernández se halla enfermo, abandona a su marido y se marcha con un conde francés que se encontraba de peregrinaje en Santiago. Una vez recuperado, el conde castellano finge una romería a Santa María de Rocamador junto con su escudero, «a manera de omnes pobres desconnoçidos». El conde francés tenía una bella hija llamada Sancha, cuya relación con su madrastra era mala, «pues metie mucho mal entre el et ella, et querie ser ante muerta que beuir aquella uida que uiuie, et andaua buscando carrera por o saliese de premia o de so padre». Aconsejada por una dama de la corte, Sancha se dirige a un mendigo, que era el propio García, quien le revela su verdadera identidad y el motivo de su estancia en aquellas tierras. El conde le promete llevársela para Castilla y hacerla condesa a cambio de que le ayudase a cumplir su venganza. Sancha, a la tercera noche, metió al conde García «armado de un lorigón et un gran cuchiello en la mano (…) et defendiol que non se meçiese nin tosiesse fasta que ella le tirase por una cuerda quel ato al pie». Sancha tiró de la cuerda, dando el aviso, y entonces García los degolló y «tomo a donna Sancha su muger et las cabeças dellos, et cogio luego su camino et uenosequanto mas pudo pora Castiella»[41].

De vuelta en Castilla García Fernández anuncia a sus vasallos que «agora so yo pora ser uuestro sennor que so uengado, ca non mientra estaua desonrrado»; esto es, que había restaurado su honor y vengado la afrenta que había sufrido por parte de Argentina y el conde francés. Esta acción es fundamental, porque el conde pierde la honra por culpa del adulterio de su mujer. Al perder la honra, como indica Salvador Martínez, el conde no puede mantener su posición social, ya que ese hecho se equiparaba con la muerte civil[42]. Es indigno de gobernar a los castellanos si antes no restituye el orden moral y social roto por la grave ofensa sufrida, es decir, debe ser el propio conde el que consuma la venganza, no puede enviar a otro hombre para que restituya su dignidad.

De Sancha nacería el conde Sancho García, pero aunque en principio la nueva condesa se habría comportado como «buena muger et atenerse con Dios et a seer amiga de so marido et fazer muchas buenas obras»[43], pronto anheló la muerte de su marido. Treinta capítulos después se cita la rebelión de Sancho contra su padre, con la consecuente desunión, situación aprovechada por los musulmanes, quienes «prisieron a Auila (…) et destruyeronla; et yendo a arriba, prisieron Crunna et sant Esteuan, quemando et astragando la tierra et matando y muchos cristianos»[44], o, lo que es lo mismo, sigue lo que cuenta el Toledano unas décadas antes. Finalmente, García Fernández sería capturado en la batalla de Piedra Salada y moriría a los pocos días en Medinaceli[45]. En el texto del rey Sabio se comenta que, entre las razones que permitieron a los musulmanes hacerse con García Fernández, se encontraba una de especial relevancia:

Et deuedes a saber que una de las cosas por que aquel dia los moros mas prisieron et mataron al conde Garci Ferrandez si fue por que el so cauallo, que el mucho preçiaua, el qual fiara en la condessa donna Sancha so muger que lo guardasse, et ella teni el muy gordo et muy fremoso de saluados, mas non de çeuada; et con esto enflaqueçio el cauallo en medio de la fazienda et dexosse caer en el campo; et estonçe fue ferido et preso el conde, de las quales feridas murió despues en Medinaçellim en poder de los moros, segunt que ya de sus oyestes[46].

En la Estoria no se menciona que Sancha desee acabar con el conde para reunirse con ningún monarca musulmán, como sí ocurre en la Najerense y en el de De rebus Hispaniae. Es más, no se nombra en ningún pasaje correspondiente a Almanzor. Esto se debe, básicamente, a que en un capítulo anterior a la muerte de García Fernández el texto recoge la batalla llamada de Calatañazor, en la que Almanzor habría muerto[47]. Sin embargo, en el capítulo que narra el comienzo del condado de Sancho García se dice que su madre codiciaba casarse con el líder de los musulmanes, «asmo de matar su fijo por tal que se alçasse con los castiellos (…) et que desta guisa casarie con el rey moro mas endereçadamientre et sin embargo»[48]. No se nombra a Almanzor, simplemente se refiere a un rey moro. Se alude, en cambio, al acto del envenenamiento, aunque difiere con respecto a las versiones anteriores. La Estoria cuenta que la condesa envió a una «couigera» para que cogiese unas hierbas y con ellas preparase una bebida envenenada. Esa «couigera» informó de la traición a un escudero del conde[49], que a suvez advirtió a Sancho. Lo que sucede a continuación es lo mismo que relata la Najerense y el Toledano, con la salvedad de que el conde, ante la negativa de su madre, habría sacado la espada:

Et quando la madre quiso dar al conde aquel uino a beuer, rogo el a su madre que beuiesse ella primero; et ella dixo que lo non farie, ca non lo auie mester. Et el rogola muchas uezes que beuiesse, et ella non lo quiso ninguna uez; et el quando uio que la non podie uencer por ruego, fizogelo beuer por fuerça et aun dizen que saco el la espada et dixol que si lo non beuiesse quel cortarle la cabeça. Et ella con aquel miedo, beuio el uino, et cayo luego muerta[50].

Tras examinar la estructura de la leyenda en la Estoria y comprobar las adiciones que incorpora, cabría preguntarse por el sentido de su inclusión. Paloma Gracia ha respondido a esta cuestión, señalando que la reelaboración del relato afecta y beneficia esencialmente a Sancho García. Dicho de otro modo, al añadir un segundo matrimonio, Sancho, por «las circunstancias terribles de su concepción, se habría visto arrastrado a repetir la conducta negativa materna», inclinada a una política de tolerancia con los musulmanes[51]. Siguiendo este razonamiento, sería lógico que Sancho matase a su madre y tuviese responsabilidad en la muerte de García, porque, en virtud de ese momento en el que es concebido, pasa a estar marcado por los crímenes de Sancha. De esta manera Sancho no es culpable de rebelarse contra su padre, se le exime de ese cargo porque esa acción, al estar predestinada, se produce por una voluntad ajena al propio Sancho; él no puede intervenir, solamente resignarse. A su acceso al condado se le quita, en consecuencia, cualquier tipo de mancha que lo pudiera empañar.

Con respecto a la recomposición contenida en la Estoria, Francisco Bautista ha indicado que esta podría tener un origen cardeñense, porque se busca la relación del héroe con el monasterio y, además, ninguno de los datos que facilita aparecen en la Najerense[52]. Es al abandonar García Fernández el condado para vengarse cuando es saqueado, momento en que «fue astragado el monasterio de Sant Pedro de Cardenna, et mataron y trezientos monges en un dia»[53]. Por ello, todo lo referente al primer matrimonio sirve como justificación del saqueo del monasterio en ausencia del conde.

Regresando al repaso historiográfico de esta leyenda, encontramos que en la Crónica geral de 1344 se continúa la línea marcada por la Estoria, pero añadiendo elementos nuevos, lo cual es normal, porque a medida que las leyendas se extienden en el tiempo suelen enriquecerse con tradiciones diversas que hacen que el relato sufra variaciones, la mayoría de ellas de dudosa credibilidad. Argentina huye a Francia vestida de hombre, lo que induce a autoras como Marjorie Ratcliffe a suponer que quizá sea la primera instancia de este tipo de figura en la literatura peninsular. Además, según Ratcliffe, que el cronista portugués no tuviese lazos nacionalistas con Castilla pudo incrementar la maldad de la condesa[54]. En cuanto a esta crónica del siglo XIV, comienza admitiendo la buena conducta de la condesa, que pronto se vio tornada, deseando el mal a García Fernández: «Em tal guisa que elle cobiçava muyto de veer a norte do cõde seu marido». En todo momento deja claro que la culpable de la rebelión de Sancho había sido la propia condesa, porque «alçouse contra seu padre per consselho de sua madre»[55].

El contenido de esta leyenda que nos han legado las historias generales de España corrió una suerte dispar. No sucede con otros personajes como Viriato, Sertorio o el Cid, que aparecen sistemáticamente en cada una de ellas y a los que se les dedican extensas páginas que rememoran sus gloriosas vidas. Existen, por tanto, diferentes niveles en el tratamiento que las obras de síntesis realizan con respecto a este tema. Hay algunas que, en efecto, elaboran una narración de los hechos, pero siempre sin afirmar o negar completamente su historicidad. En segundo lugar, encontramos historias que otorgan tan poca credibilidad a este episodio que limitan notablemente su mención, incluso, como veremos, a una nota. Por último, en otras no hay rastro de este episodio.

Juan de Mariana, autor, como es bien sabido, de la Historia general de España por excelencia hasta la edición a mediados del siglo XIX de la obra de Modesto Lafuente, pertenecería a ese primer grupo, ya que remite este tema, aunque con cierta brevedad. Mariana dice en el capítulo noveno del libro octavo que el conde García Fernández se casó con dos mujeres. En relación con la primera de ellas, Argentina, cita los sucesos tal como nos los describe la Estoria. García habría matado a Argentina y al adúltero francés en la cama con la inestimable colaboración de la futura condesa Sancha, con la que regresaría a Castilla y celebraría las bodas «con grande aparato y regocijo en Burgos»[56].

El jesuita, ante la confusión evidente derivada de las distintas versiones que sobre esta leyenda se manejaban a finales del siglo XVI, opta por una fórmula bastante eficaz y muy recurrente en su Historia. Desde el comienzo Mariana admitió que era un teólogo y no un historiador, asumiendo que no se iba a erigir en juez que dictaminase cuáles eran los hechos históricos y cuáles no. Mariana intentó desterrar en la medida de lo posible las fábulas que dominaban buena parte de la historia española, aunque debido a las fuentes a las que seguía y, entre las que se encontraban Florián de Ocampo o Ambrosio de Morales, aceptaba otras o, al menos, como sucede con la condesa traidora, no se mostraba más contundente al negar su veracidad. En el prólogo, que él mismo dedica al rey Felipe III, explica el jesuita que detiene su relato en 1516, a la muerte del rey Fernando el Católico, por «no lastimar a algunos si se decia la verdad, ni faltar al deber si la disimulaba». Esto lo lleva a concluir:

Muchos tienen todo esto por falso, y afirman que la muger de este conde se llamo Oña, mouidos por el monasterio de San Saluador de Oña, que dizen el conde Garci Fernandez edifico en Castilla del nombre de su muger. Otros afirman que se llamò Abba, como lo muestran los letreros antiguos de los sepulcros destos condes que ay en Arlanza, y en Cardeña. La verdad quien la aueriguara? Mas podemos sin duda marauillarnos de tanta variedad, que determinar lo que se deue seguir[57].

No se aprecia en el relato de Mariana ningún tipo de traición, a no ser el abandono de Argentina mientras García Fernández se encontraba enfermo. Tampoco se observa en el jesuita rastro de la Najerense, algo lógico, ya que, a pesar de que conoce el nombre de Aba, adopta el contenido que populariza la Estoria del rey Sabio, en la que García tiene dos esposas.

Mariana debe gran parte de su reconocimiento a su excepcional Historia general; no obstante, sería interesante examinar brevemente otro libro, De Rege et Regis Institutione, editado a finales del siglo XVI, en el que reflexiona acerca de algunas cuestiones asociadas al desempeño de la labor real. Hay un capítulo, que lleva por título «Si es licito matar al tirano con el veneno», que nos llama especialmente la atención y que guarda relación con este episodio. Parece claro que Sancho no es considerado un tirano por las crónicas e historias, pero es interesante conocer bajo qué condiciones era posible, de acuerdo con Mariana, matar a un gobernante de este tipo con un procedimiento que está tan presente en la leyenda de la condesa traidora. Para que fuese lícito habría que cumplir dos condiciones, de las cuales la primera es la que sigue:

Juzgo, pues, que no se debe dar al enemigo preparacion alguna nociva ni mezclar en la comida ó bebida un veneno mortal. No obstante será licito con la condicion de que el mismo que ha de ser muerto no sea obligado á tomar el veneno, para que introducido en sus entrañas perezca; sino que sea dado exteriormente, y de tal modo, que nada coadyuve de su parte el que ha de ser muerto; á saber, cuando sea tan activa la fuerza del veneno, que rociada la silla ó el vestido con él, tenga suficiente fuerza para privar á cualquiera de la vida. De cuya arte han usado muchas veces los reyes moros para quitar la vida á otros príncipes, enviándoles algunos dones, como vestidos preciosos, telas, armas y cubiertas de caballos[58].

En segundo lugar, incluso admitiendo el jesuita que el tirano no debe esperar que los súbditos se reconcilien con él a no ser que cambie sus costumbres, expone que en modo alguno es lícito «mezclar en la comida o bebida veneno alguno, para que lo tome el que haya de morir, ú otra cosa de semejante naturaleza, que es lo que disputamos»[59]. Mariana pone como ejemplo el caso de un príncipe germano, Adgadestrio, que envió una carta al Senado romano en la que prometía la muerte del enemigo Arminio si le enviaba un veneno para matarle. La respuesta fue que el pueblo romano acostumbraba a vencer a sus enemigos no con el engaño ni las malas artes, sino cara a cara y armado. Es útil este pequeño comentario porque podemos ver que, de acuerdo con el pensamiento de Mariana, ni siquiera los tiranos se merecían el final que aguardaba al conde Sancho, personaje que, por otra parte, en ningún lugar es definido como tal.

Modesto Lafuente se mostrará mucho más contundente y conciso al tratar de las mujeres de García Fernández. Pertenecería el palentino al segundo nivel que mencionábamos con anterioridad. Otorga tan poco crédito a la leyenda que limita su mención a una simple nota en la que sucintamente manifiesta que omite por fabulosos «los amores romancescos del conde García Fernández con Argentina y Sancha, y las demas aventuras novelescas y absurdas que nos cuenta Mariana»[60]. Las mismas palabras emplea para narrar el supuesto envenenamiento:

Omitimos por infundado y fabuloso el cuento del envenenamiento de su madre y los amores de esta, que refiere el P. Mariana, con aquello de haberse aficionado á ella cierto moro principal, «hombre muy dado á deshonestidades y membrudo». El mismo Mariana, tan poco escrupuloso en prohijar esta clase de consejas, añade después de haberla referido: «es verdad que para dar este cuento por cierto no hallo fundamentos bastantes». Mariana llama doña Oña á la madre de Sancho, siendo su verdadero nombre doña Aba[61].

En el último nivel del tratamiento de la leyenda se encontrarían eruditos como Rafael Altamira, quien, en su monumental Historia de España y de la civilización española, no describe este hecho. No es extraño, porque siempre desechó la mayoría de fábulas que recorrieron durante siglos la historiografía española. Esto tiene que ver también con la creciente importancia que adquiere la crítica histórica, basada en el análisis de documentos y monumentos, pilar fundamental en el nacimiento de la historia como ciencia en el siglo XIX. Los estudios sobre García Fernández conocieron, sin embargo, un gran impulso con la publicación que en el primer tercio del siglo XX les dedicó Menéndez Pidal dentro del volumen de Historia y epopeya.

Ahora bien, una vez visto que el tratamiento historiográfico fue desigual, podríamos plantearnos varias cuestiones que guardan relación con la historicidad de la leyenda, posibles analogías con otros episodios recogidos en autores antiguos y medievales, el supuesto levantamiento de Sancho contra su padre o el papel de aspectos como la ambición, la lujuria o el adulterio en el relato y su traducción en el seno de una sociedad profundamente cristiana. Parece claro que es la Najerense la que facilita el núcleo a partir del cual el resto de crónicas e historias o bien incorporan elementos nuevos o, como sucede con el Toledano, que escribe un siglo más tarde, ofrecen un texto mucho más sencillo y menos recargado. La leyenda, sin embargo, tendió a enriquecerse paulatinamente con intrigas palaciegas que tendrían su punto culminante en la Estoria de España, favoreciendo un descrédito de la historia por no contener ningún rasgo que pudiese ser considerado histórico por la crítica, y, a la vez, una trama cada vez más compleja. Alan Deyermond llegó a decir que «esta curiosa narración (…) tiene menos conexión con la historia que ningún otro poema del ciclo de los Condes (menos aún que Los siete infantes de Lara)»[62].

En general hay acuerdo entre los especialistas a la hora de admitir que el texto alfonsí, al menos en los capítulos protagonizados por García Fernández, la condesa y Sancho García, debe mucho al género novelesco[63]. Así lo manifestó Menéndez Pidal, que distinguía tres etapas diferentes en el desarrollo de la leyenda. En primer lugar estaría la versión del siglo XIII, que se correspondería esencialmente con la Estoria de España y se mostraría del todo novelesca. En el siguiente nivel encontraríamos la Najerense, un siglo anterior, que «respondería muy satisfactoriamente al realismo histórico de la vieja epopeya española». Esto lo lleva a concluir, y aquí se dispondría el tercer nivel, que esa leyenda ya existiría en el siglo XI, cuando Aba no sería todavía envenenadora y los elementos históricos predominarían más que los ficticios[64].

Louis Chalon, siguiendo a Menéndez Pidal, señaló que hay varios aspectos recogidos en la Estoria que no concordaban con la realidad histórica. García Fernández, por ejemplo, había tenido una mujer llamada Aba, hija del conde Ramón II de Ribagorza y descendiente de los condes de Tolosa. Además, el nombre de Argentina se encuentra en la poesía novelesca francesa y es totalmente desconocido en la onomástica española. El de Sancha, que menciona la Estoria, podría explicarse, según Chalon, por una confusión con el nombre de la madre del conde, doña Sancha de Navarra[65]. Si esto es así, ¿qué explicación podríamos dar a la profunda aversión que el pueblo cristiano sentía hacia la condesa? Menéndez Pidal encuentra la respuesta en virtud de su origen. Aba, al ser pirenaica, habría sido muy propensa a una alianza con Almanzor, a pactar y transigir con los musulmanes, favoreciendo de ese modo que los castellanos no la viesen con buenos ojos, puesto que caería sobre ella cierto halo de sospecha por temor a una traición[66].

Menéndez Pidal, siempre preocupado por trazar desde sus orígenes el genio del carácter español, no podía dejar pasar la oportunidad de reafirmar que en la leyenda de la condesa traidora se apreciaban signos inequívocos de una cierta conciencia nacional. Así, afirma Pidal que esta leyenda simbolizaba, en realidad, la oposición existente entre «las ideas políticas relajadas que una princesa pirenaica quiso implantar en Castilla y el alto sentido nacional, la constancia defensiva de los condes castellanos»[67]. ¿Qué suponía esto? Otro jalón más que incorporar al esencialismo español, el cual demostraba la pervivencia de una serie de singularidades inherentes al ser español que ya se habían puesto de manifiesto en la Antigüedad mediante las figuras de Viriato y Sertorio y las conocidas resistencias de Sagunto y Numancia, y que volvería a encarnarse después en el Cid como personaje arquetípico del carácter patrio. Por otro lado, no debe extrañar que sean condes castellanos los protagonistas, ya que, dentro de la concepción pidalina de la historia, Castilla ocupaba un lugar preeminente, en tanto que eje vertebrador en la construcción de España.

En cuanto al episodio del envenenamiento, Menéndez Pidal encontró analogías en Apiano, Justino y Paulo Diácono, autores de los que el anónimo cronista podría haber tomado la inspiración. William P. Shepard creyó en 1908 que el envenenamiento había sido una invención del arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada, quien a su vez lo habría tomado de otros episodios semejantes, lo cual había podido lograr gracias a sus vastas lecturas y al hecho de que, por ejemplo, Paulo Diácono, quien nos cuenta la historia de Rosamunda y Helmequis en su obra principal, la Historia gentis Langoberdorum, era bien conocido en época medieval[68]. Conviene tener en cuenta que en el momento en que Shepard llega a esa conclusión Cirot no había publicado su edición de la Najerense, probando que la leyenda existía con más de un siglo de anterioridad al Toledano.

Describamos ahora brevemente lo que dice este reconocido monje benedictino que vivió en el siglo VIII. Alboíno, antiguo rey longobardo, había vencido al rey de los gépidos y tomado como mujer a la hija de su líder, Cunimundo. Alboíno le había ofrecido a Rosamunda una copa, pero al darse cuenta de que se trataba de la que había elaborado con el cráneo de Cunimundo, su padre, debido al rencor que le provoca ese hecho, concibe asesinar a su marido «para vengar la muerte de su padre, y de inmediato trazó un plan para matar al rey de acuerdo con Helmequis, que era scilpor del rey». Entonces, y con la ayuda de otro hombre llamado Peredeo, ataron la espada de Alboíno para que no pudiese cogerla y Rosamunda hizo entrar a Helmequis, el asesino, para que cumpliese su labor. Murió Alboíno, como refiere Paulo Diácono, por la «maquinación de una sola mujerzuela»[69]. Tras el asesinato de Alboíno, Longino, prefecto de Rávena, aconsejó a Rosamunda que matara a Helmequis y se casara con él. Ella aceptó, le preparó una copa de veneno y, cuando Helmequis se percató de que estaba envenenada, desenvainó su espada sobre Rosamunda y la obligó a beberse lo que quedaba: «Así, por juicio de Dios omnipotente, los malvadísimos asesinos murieron al mismo tiempo»[70]. Aparecen, pues, elementos claves como la traición, la ambición, la honra, la venganza o la lujuria (que trataremos más detenidamente después), mientras que algunas acciones, como el hecho de emplear la espada, se verían reflejadas después en la Estoria de España.

Pero existía otra tradición, más antigua, que quizá respondía más satisfactoriamente al relato de la condesa traidora. Se trata de lo que Apiano de Alejandría, un historiador romano de origen griego, y Justino, autor de una Historiarum Philippicarum libri XLIV en la que recogía los pasajes más importantes de las Historiae Philippicae, obra principal de Pompeyo Trogo, describen en sus respectivos libros. La escena se desarrolla en el siglo II. a.C. en Siria y tiene como protagonistas al matrimonio formado por Demetrio II y Cleopatra. Las versiones de Apiano y Justino difieren en lo que respecta a Demetrio, que encuentra la muerte de modo distinto[71]. La personalidad de la condesa traidora la encarnaría Cleopatra Tea, que concita todo el protagonismo del episodio. Es ella quien mata a uno de sus hijos, Seleuco[72], y la que intenta envenenar al otro, Antíoco. Se describe a una Cleopatra llevada por unas ansias desmedidas de poder y ambición, capaz de traicionar a su marido y de matar a sus hijos. Por supuesto, se incluye en ambos relatos el célebre suceso del envenenamiento. Cuando Antíoco regresa de una campaña militar, Cleopatra le ofrece una copa envenenada que Antíoco, prevenido, rechaza, exhortando a su madre a beberla. Tras hacerlo, Cleopatra muere[73]. Vemos que esta estructura es análoga a la que encontramos en la leyenda de la condesa traidora, pues la acción incluye tanto al padre como a los hijos. Se ajusta mejor porque en la versión de Paulo Diácono, aunque es cierto que incorpora el envenenamiento, las acciones se circunscriben exclusivamente a los dos maridos de Rosamunda. Menéndez Pidal sugirió que esta tradición de raigambre clásica pudo haber sido ampliamente conocida en la Edad Media, porque Justino fue confundido a menudo con San Justino[74].

La leyenda de la condesa traidora ofrece, asimismo, otra perspectiva que nos permite profundizar en la situación de las mujeres en la Edad Media. Patricia E. Grieve ha señalado en este sentido que García Fernández y sus mujeres se intercambian los ámbitos a los que en principio estarían destinados. En el caso de García es claro, se trata del ámbito público, porque es el encargado de gobernar el condado de Castilla, mientras que, en cuanto a Argentina y Sancha, su labor se restringe a la esfera privada[75]. Esta situación, que en principio no presentaría problemas, va cambiando cuando García, impulsado por el gran interés de restaurar un honor dañado por el adulterio, abandona sus funciones políticas. Parte hacia Francia para vengar algo que pertenece, de acuerdo con Grieve, al ámbito privado. Al convertirse en el «private man» que define Grieve, García descuida el ámbito público, se vuelve más débil y, finalmente, termina pagando esa negligencia con su vida. Es cierto que García deja dos alcaldes de modo temporal al frente del condado y que ello podría implicar debilidad ante los ataques musulmanes, pero conviene tener en cuenta que García estaba obligado, como hemos dicho unas páginas atrás, a vengar el agravio y a hacerlo personalmente[76]. La traición de su mujer lo imposibilitaba ante sus súbditos y lo limitaba mucho en sus funciones públicas o incluso en la defensa del cristianismo.

Sancha, sin embargo, en tanto que «public woman», interfiere cada vez más en un espacio del que sería totalmente ajena. Las mujeres desempeñan en este tipo de relatos un papel central, en contraposición con el carácter secundario que en la Edad Media poseen[77]. De hecho, se trata de personajes que son fundamentales en términos de desarrollo de la trama; sin su presencia tan acusada sería imposible entender esta narración épica. En este sentido Vera C. Lingl destacó que la presencia en la épica española de esta tipología de mujer, con caracteres tan dominantes, demostraría que el género no se podría definir como misógino. Según Lingl, Sancha tendría todo el control de la situación y García Fernández solo sería necesario para ejecutar el asesinato, ya que esto, como hemos dicho antes, lo haría lícito[78]. Esto lleva a Lingl a concluir que «its female characters deserve to be studied as much as their male counterparts»[79].

Por último, nos centraremos brevemente en comentar dos rasgos esenciales que rodean toda esta narración y que frecuentemente tienden a entremezclarse: la lujuria y el adulterio. El hecho de que las mujeres dominen la acción de los poemas que se insertan en las tradiciones épicas medievales, o de que el erotismo desempeñe un papel elemental en las mismas, es atípico si exceptuamos, como podemos imaginar a la luz de lo visto hasta ahora, y como ha señalado Deyermond, la épica española[80]. La sexualidad tiene una impronta muy acentuada en el transcurso del relato, sobre todo a partir de la versión contenida en la Estoria, donde este componente se agudiza claramente. Detalla, entre otros, el encuentro inmediato que se produce entre García Fernández y Sancha antes de que el primero matase a la adúltera y al amante: «Mando pensar del et meterle en so cámara y aquella misma noche albergaron amos a dos de so uno et reçibieronse por marido et por muger»[81]. No debemos pensar que la proliferación de escenas sexuales se limita a esta, ya que es frecuente en todo el ciclo de los condes de Castilla.

La condesa es, por definición, lujuriosa y adúltera. A lo largo de la historia española se cuentan numerosos episodios en los que las conductas lujuriosas son el preludio a auténticos desastres. Podemos llamar la atención de nuevo sobre la «pérdida de España», época dominada por un ambiente de vicio y decadencia. Lo que sucede es que en la mayoría de ocasiones la lujuria atañe a los hombres, generalmente monarcas o nobles y no, como sucede en esta ocasión, a mujeres. La lujuria es un deseo excesivo de placer sexual que, si se satisface estando casada, se convierte en adulterio. Pero, ¿qué implicaciones conllevan la lujuria y el adulterio? En primer lugar, hay que decir que nos movemos en un periodo en el que existe una auténtica aversión al sexo. Esta se convierte, en efecto, en una característica central del pensamiento cristiano en el siglo X. Incluso el sexo marital se concibe como una especie de concesión, es decir, Dios permite a las personas casadas tener sexo, pero con fines exclusivamente reproductores, nunca por placer.

La mujer tenía reservada su presencia a las instituciones de parentesco. Reyna Pastor ha analizado que el hecho diferencial que caracterizaba a las mujeres era el de la conyugalidad, porque otorgaba a la mujer ese estatus que la transformaba «en la reproductora, la que engendra y cría un hijo, en la que, por ello, trasmite la herencia»[82]. La continencia periódica fue un tema que los monjes y los clérigos trataron de imponer a los esposos y que se observa especialmente bien entre los siglos VI-XI, donde se multiplicaron los tiempos de continencia obligatoria[83]. Parece claro que la imposición de reglas como esta representaba un factor de ordenación moral y de la propia vida conyugal en el contexto de una sociedad muy preocupada por el sexo.

James A. Brundage indicó que en la Alta Edad Media el adulterio constituía un crimen exclusivamente femenino, aunque algunos códigos legales penaban también el adulterio masculino en algunas circunstancias[84]. Ya en el Concilio de Elvira, a principios del siglo V, encontramos cánones que regulan esta conducta. Uno de ellos, titulado De foeminis quae usque ad mortem cum alienis viris adulterant, sanciona que a aquellas mujeres que hasta la hora de su muerte cometiesen adulterio con el esposo de otra no se les daría la comunión en toda la vida. Solo se podría recuperar cuando lo abandonase e hiciese una penitencia durante diez años[85]. Este es el patrón que sigue la leyenda de la condesa traidora, puesto que se trata de un pecado que comete ella y, además, lo lleva hasta sus últimos días, cuando García Fernández la mata. Lactancio, que escribió en época cercana al Concilio de Elvira, sostenía en las Divinae Institutiones, tratado en siete libros en los que se exponen los principios de la doctrina cristiana, que Dios dio la pasión a los hombres para propagar la especie. Las pasiones, según Lactancio, no pueden ser extirpadas del hombre, sino que deben ser moderadas, y es por ello que sostenía que si la virtud consistía en contener la pasión corporal, «necesariamente carecerá de virtud quien no tiene pasiones para frenar, y consecuentemente, cuando no hay vicios, no hay lugar para la virtud, como no hay lugar para la victoria cuando no hay adversario alguno» (Div. Inst. VI, 15, 6). Podemos sumar la influencia de los Penitenciales en la formación de la doctrina católica en los siglos altomedievales. No es en modo alguno casual que las ofensas sexuales representasen la categoría de comportamiento que más largamente trataban[86].

No debemos olvidar, también, que la lujuria es uno de los siete pecados capitales y el adulterio, provocado por el descontrol de la pasión sexual, rompe con uno de los diez mandamientos, que dice que no se cometerán actos impuros. Por otro lado, en los textos sagrados se evidencia un futuro negativo para los que se abandonen a la lujuria y terminen yaciendo fuera de la institución del matrimonio[87]. En el pensamiento cristiano medieval esta idea es fundamental y tiene que ver con la noción de redención y la creencia en la vida eterna. Así, en un pasaje de Corintios se pone claramente de manifiesto la idea de salvación y se equipara a los adúlteros con los idólatras, los ladrones o los estafadores: «¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? Y es que ni los fornicadores, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los maldicientes, ni los estafadores heredarán el reino de Dios» (Co 6, 9-10). La Epístola de Santiago parece una premonición de lo que le sucedería a la condesa traidora: «Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios, porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni Él tienta nadie. Sino que cada uno es llevado y seducido por su propia pasión. Después, cuando la pasión ha concebido, da a luz el pecado; y cuando el pecado es consumado, engendra la muerte» (Sant 1: 13-15).

Tal como ha puesto de manifiesto Simon Barton, la condesa traidora es juzgada culpable de traición porque, al socavar los cimientos de la autoridad patriarcal tradicional, estaría, en opinión de Barton, no solo mancillando su honor familiar y comunitario, sino también amenazando la propia capacidad de los reinos cristianos de permanecer independientes ante sus enemigos musulmanes[88]. La conducta de la condesa gira en torno a las ideas del adulterio y de la traición política, pero existiría otra traición todavía más inmoral, que sería la religiosa. Mediante la apostasía se renuncia a la religión católica y se niega a Dios, por lo que nos hallaríamos ante una doble traición. Lo que diferenciaría a la condesa traidora de, por ejemplo, la mora Zaida, figura que trataremos a continuación, sería, a juicio de Barton, que esta última, como representante de ese grupo de mujeres musulmanas que supuestamente se convierten al cristianismo y entregan sus cuerpos a nobles cristianos, no suscitaría los mismos recelos precisamente porque sus acciones fueron vistas «as a physical and symbolic acknow­ledgment of Christian military, religious, and sexual potency»[89].

Una de las más excepcionales muestras de la lujuria nos la presentó el Bosco en el célebre Jardín de las delicias. Naturalmente, no es nuestra intención realizar un análisis iconográfico exhaustivo de esta obra, pero es pertinente su mención, porque guarda una relación directa con el tema que estamos tratando. El panel central, tal vez el más conocido, representa muchas conductas pecaminosas, pero entre ellas destaca la lujuria como tema principal. Allí vemos sin lugar a dudas un mundo que ya ha sucumbido y se ha entregado al pecado, donde conviven gran número de figuras humanas, animales, plantas y frutas, cuyo simbolismo sexual es evidente. Existe una carga erótica enorme, ya que, por ejemplo, se aprecian relaciones heterosexuales, homosexuales o incluso con animales. El Bosco representó muy bien lo efímero de los placeres carnales. Conocemos que el castigo que debían esperar los pecadores lujuriosos o adúlteros era la abstinencia, la muerte o la excomunión que contemplaban la legislación canónica y conciliar o los Evangelios. Pero más allá de esas penas esperaba otra condena, mucho peor, que era el acceso, una vez muertos y al igual que en el panel derecho del tríptico del Bosco, al Infierno.

LA MORA ZAIDA

Suele suceder con personajes como Zaida que la leyenda y la ficción tienden a confundirse. Se trata de figuras sobre las que se han escrito numerosas páginas durante mucho tiempo, pero lo cierto es que, como muchas otras cuestiones que tienen como telón de fondo la Edad Media, adolecen de una parquedad de fuentes que no facilita la labor del historiador, sino que la complica enormemente. Desde los primeros cronistas que la mencionan en torno al siglo XII, el de Zaida será un tema recurrente por las implicaciones que encierra, fundamentalmente el hecho de ser una musulmana que se convierte al cristianismo y llega, siempre según diferentes versiones, a ser la esposa legítima del conquistador de Toledo.

Sería útil, pues, un breve análisis cronístico previo para establecer nítidamente la diferencia que se establece en el siglo XIII, momento a partir del cual tenemos noticia de que Zaida pasaría a convertirse en esposa de Alfonso VI. A continuación revisaremos tres historias generales, puesto que consideramos son lo suficientemente representativas como para ofrecer un panorama general de la figura de Zaida dentro de la historiografía española.

El primer cronista conocido que escribe acerca de los amores de Alfonso VI es Pelayo de Oviedo, quien nos informa sin lugar a dudas en su Chronicon Regum Legionensium de que Zaida, hija de al-Motamid Ben Abbad, rey de Sevilla, fue una de las dos concubinas de Alfonso y que tras convertirse tomó el nombre de Isabel: «Habuit etiam duas concubinas, tamen nobilissimas, priorem Xemenam Munionis, ex qua genuit Geloiram, uxorem comitis Raimundi Tolosani, patris ex ea Adefonsi Iordanis, et Tarasian, uxorem Henrici comitis, patris ex ea Urrace, Geloire et Adefonsi; posteriorem nomine Ceidam, filiam Abenabeth Regis Yspalensis, que babtizata Helisabeth fuit vocata; ex hac genuit Sancium, qui obiit in lite de Ocles»[90].

La Najerense sigue literalmente a Pelayo al reconocer que Alfonso tuvo dos concubinas, «la primera fue Jimena Muñoz (…) La segunda fue Zaida, hija de Abenabeth, rey de Sevilla, quien bautizada fue llamada Isabel, de la que engendraría a Sancho, quien murió en la batalla de Uclés en la era 1146»[91]. Esta versión se vio refrendada en el siglo XIII por Lucas de Tuy en su Chronicon mundi:

Y ouo tanbien dos nobles mancebas, [la primera, Ximena Muñoz,] de la(s) qual(es) engendró a Geloria, muger de Raymundo, conde de Tolosa, y Raymundo engendró de Geloria a Alfonso Ordoñez. Y ouo tanbien el sobredicho rey Alfonso de la dicha Ximena Muñoz vna fija que auia nombre Teresa, muger del conde Enrrique, de la qual engendró Enrrique a Orraca y Geloria y [a] Alfonso, que fue rey de Portugal. Y este rey Alfonso ouo a Sayda por muger, fija de Benabeth, rey de Seuilla, de la qual engendró a Sancho, que murio en la batalla de Vcles[92].

Rodrigo Jiménez de Rada trata de las esposas de Alfonso en dos capítulos diferentes del libro VI de su Historia de rebus Hispaniae. En el primero el arzobispo Toledano, además de mencionar brevemente el episodio de la jura de Santa Gadea del Cid, describe que el monarca tuvo cinco esposas legítimas y «dos amantes nobles: una se llamaba Jimena Núñez»[93]. Jiménez de Rada solo cita una, no siendo hasta diez capítulos después cuando, al repasar las esposas fallecidas de Alfonso, desaparece Beatriz e incluye en el quinto lugar a Zaida:

Una vez fallecidas sus sucesivas esposas, a saber, Inés, Constanza, Berta e Isabel, casó con Ceyda, hija del rey Abenabeth de Sevilla, que, tras ser bautizada, cambió de nombre por el de María. Esta, que había oído de las grandes hazañas de Alfonso, aunque no lo conocía en persona se enamoró perdidamente, hasta el extremo de abrazar la fe cristiana y entregar en poder de Alfonso los castillos que su padre le había regalado. Los castillos que dio a su marido son éstos: Caracuel, Alarcos, Consuegra, Mora, Ocaña, Oreja, Uclés, Huete, Amasatrigo y Cuenca. Y tuvo de ella un hijo llamado Sancho, al que había confiado al conde García de Cabra para que lo criase[94].

Este breve repaso cronístico es útil porque se puede percibir claramente la transformación que en apenas un siglo sufre la condición social de Zaida. Partiendo de la estructura que facilita el obispo don Pelayo se va creando un relato que con el paso de los siglos, y como hemos visto en el capítulo anterior, se enriquece con distintas tradiciones que hacen que, en este caso, cambie la posición de Zaida, proceso que la condujo de ser una concubina en la corte de Alfonso a una más de las esposas legítimas del monarca.

Ahora bien, ¿es lógico que las crónicas hablen abiertamente de las concubinas del rey? O dicho de otro modo, ¿no sería más adecuado que tratasen por todos los medios de ocultarlas para preservar de ese modo la dignidad, en este caso, de Alfonso? La respuesta es negativa, y ello, según María del Carmen Pallares y Ermelindo Portela, se debe a las leyes de la sociedad feudal, pensadas y aplicadas por hombres. La amante del rey, a pesar de que su relación se sitúe al margen de las normas, alcanza honra y protección. La tolerancia adquiriría en esta época, que es la del tránsito del siglo XI al XII, tintes de legitimación[95]. Se justifica porque prevalecen las necesidades del rey, que pretende un hijo varón, que será el que le dé Zaida en la figura de Sancho.

En la Estoria del rey Sabio el relato que tiene como protagonista a Zaida ocupa dos capítulos. En el primero, el 847, titulado «El capitulo de las mugeres et de los fijos que ouo este rey don Alffonso», se defiende la existencia de «cinco mugieres a bendiciones» y dos concubinas que, en este caso, son denominadas «amigas»: «Las II amigas deste rey don Alffonso fueron estas: la una ouo nombre donna Xemena Munnoz (…) La otra amiga que el rey don Alffonso ouo fue la Çayda, fija de Abenhabet rey de Seuilla. Mas esta, como quier que lo digan algunos, non fue barragana del rey, mas mugier uelada»[96].

Continúa la Estoria describiendo la conversión de la musulmana al cristianismo. El rey solo puso a su nueva esposa la condición de que no adoptase el nombre de María, «porque nasciera della Dios (…) et los clérigos que la batearon pusieronle nombre Maria, pero dixieron al rey que Helisabeth auie nombre»[97]. En el segundo capítulo, el 883, que lleva por título «El capitulo de la razon por que los almorauides pasaron a Espanna et de la muerte de Abenhabeth rey de Seuilla», se relata que Zaida, definitivamente, se casa con el rey Alfonso y, en consecuencia, pasa a desempeñar el papel de esposa legítima[98].

Lo cierto es que durante muchos siglos se pudo decir, en relación con la vida amorosa y matrimonial del rey Alfonso VI, aquello que el padre Henrique Flórez dejó por escrito en sus Memorias de las Reynas Catholicas:

El Tratado de las mugeres del Rey D. Alfonso VI es una especie de Laberinto, donde se entra con facilidad, pero es muy dificultoso acertar á salir mientras no se descubra alguna guía, que hasta hoy no hemos visto, siendo asi, que han entrado muchos á reconocer el terreno: y aun oyéndolos, no se vencen las dudas: antes parece que mientras mas hablan, menos nos entendemos[99].

El padre Mariana presenta a Zaida, hija del monarca sevillano, junto con otra musulmana, Casilda, hija del rey de Toledo, que también se habría convertido al cristianismo. El jesuita incluye una razón que hasta ese momento no conocemos para justificar la conversión de Zaida, y narra que durante un sueño se le apareció san Isidoro «y con dulces y amorosas palabras la persuadio pusiese en execucion con breuedad aquel santo propósito»[100]. Reconoce el jesuita, llegados a este momento, que existe divergencia de opiniones entre los autores antiguos. Algunos señalan, como Pelayo de Oviedo, que Zaida no fue mujer de Alfonso, sino amiga. Pero Mariana, que evidentemente también conoce lo que Lucas de Tuy y Jiménez de Rada escribieron, se inclina por emplear la típica expresión que ya habíamos visto al tratar la leyenda de la condesa traidora: «La verdad quien la podrá aueriguar? ni quien resoluer las muchas dificultades que en esta historia se ofrecen a cada paso?». Lo que consta, en opinión de Mariana, «es que esta conuersion de Zayda sucedio algunos años adelante»[101].

Cuando le toca referir las mujeres de Alfonso VI, Mariana realiza una serie de modificaciones. Por ejemplo, dice que las esposas legítimas del rey no fueron cinco, sino que ascienden a seis. Habla de dos mancebas: Jimena Muñoz y otra de la que desconoce el nombre. Pero el jesuita zanja este tema recurriendo a la cita de autoridad de «Pelagio obispo de Ouiedo, cercano de aquellos tiempos»; y, tras describir lo que él nos dice, finaliza diciendo que «todo lo susodicho es de Pelagio. Estas fueron las mugeres del rey Alonso, estos sus hijos»[102].

Modesto Lafuente sitúa a Zaida, hija del rey árabe Ebn Abed de Sevilla, tras la muerte de Berta. Propone Lafuente que Zaida fue entregada a Alfonso como prenda de amistad y con cierto número de ciudades en modo de dote, en una época marcada por los pactos que entre monarca cristiano y musulmán caracterizaban sus relaciones. Cuando Alfonso recibe y acepta la oferta por mediación de un negociador, Aben Omar, se encontraba casado en segundas nupcias con Constanza de Borgoña. Pero Lafuente defiende a Alfonso ante posibles críticas derivadas de su sospechosa relación con la joven Zaida. Así, afirma:

Muy jóven en aquel tiempo la hermosa Zaida, habia continuado en poder de Alfonso, segun unos como consorte, segun otros en concepto mas equívoco y menos honroso. Ni lo uno ni lo otro creemos fundado. Ni las crónicas insinúan que Alfonso quebrantára la ley de los cristianos que prohíbe la bigamia, ni hay documento que indique que tuviera con la bella musulmana relaciones de naturaleza de producir escándalo[103].

El único impedimento que se imponía entre los dos era la religión. Se haría ciertamente difícil explicar que un rey cristiano como Alfonso, que, además, fue el héroe que liberó Toledo erigiéndose en un bastión contra los infieles, cediese ahora y aceptase casarse con una musulmana. En este sentido, según subraya Lafuente, el rey sevillano tuvo que aguantar cierto escándalo, porque había sido acusado de pactar una alianza bochornosa para sus intereses y que conllevaría fatídicos presagios. Por tanto, es Zaida quien se convierte y toma «en el bautismo el nombre de María Isabel, con el segundo la nombraba siempre Alfonso, y es conocida en los documentos»[104].

En cuanto a la naturaleza de la relación entre Alfonso y Zaida, Lafuente explica en una nota el conflicto que suponía intentar arrojar luz sobre las esposas legítimas y las concubinas del monarca castellano. Se inclina Lafuente por considerar que la primera Isabel, a la que Lucas de Tuy y otros hacen hija de Luis, rey de Francia, no existió[105]. Según él, es incierto que el rey de Francia al que alude el Tudense tuviese una hija que se llamara Isabel, lo que lleva a Lafuente a determinar que «no hubo mas Isabel que Zaida, la hija del rey moro de Sevilla, que tomó aquel nombre al hacerse cristiana, que fue muger legitima de Alfonso, y que de ese matrimonio nació Sancho, el que pereció en Uclés, heredero legítimo que era del reino»[106].

En último lugar, Miguel Morayta refleja de nuevo las etapas que Zaida hubo de pasar para convertirse en mujer legítima del rey. Viviría como concubina de Alfonso, como dicen el resto de historias de España, desde que es ofrecida por su padre, estando el monarca castellano casado con Constanza y después con Berta. Tras la muerte de esta última, Zaida se convierte al cristianismo y toma el nombre de María Isabel, llegando así «por fin á legalizar, por un matrimonio legítimo, su situación de concubina (…) Por esta y otras muchas cosas, habíase dicho de Alfonso VI, que fué casi árabe»[107]. Zaida se integra, por tanto, como concubina y posteriormente como esposa legítima. Morayta argumenta que es probable que Alfonso determinase su matrimonio con Zaida al haber tenido su primer hijo varón de ella, con el fin de legitimarle. Ello explicaría, según Morayta, que la amara tanto y que incluso se mencione en documentos oficiales como «queridísima», «amadísima» y hasta «divina»[108].

Convendría analizar ahora qué hay de cierto en todo lo que hemos dicho. Un buen punto de partida sería indicar que Zaida de ninguna forma había sido hija del rey de Sevilla. Así lo puso de manifiesto Evariste Lévi-Provençal gracias a un texto del Al-Bayan al-mugrib de Ibn Idari al-Marrakusi que había descubierto en una biblioteca privada de Fez. Lévi-Provençal sostuvo, contradiciendo a toda la historiografía cristiana que durante más de siete siglos se había interesado por este tema, que Zaida era, en realidad, nuera del rey de Sevilla como viuda de su hijo, el rey taifa de Córdoba, al-Mamun[109].

La historiografía moderna ha discutido largamente sobre este tema y todavía ahora encontramos hipótesis divergentes que tratan básicamente de identificar quién fue Zaida. Destaca la discusión mantenida entre Jaime de Salazar y Alberto Montaner. Salazar había identificado a Isabel, la cuarta esposa de Alfonso, con Zaida[110]. Basa Salazar su hipótesis, sobre todo, en tres documentos. En el primero aparece la pareja real suscribiendo un documento que también confirma Sancho con fecha 25 de febrero de 1103. Cree Salazar que si esta Isabel no fuese Zaida de ningún modo permitiría la presencia de Sancho pretendiéndose heredero. El segundo es el Tumbo de Lorenzana, de fecha 27 de marzo de 1106. Alfonso confirma una donación de la condesa Aldonza Muñoz «eiusdemque Helisabeth regina sub maritali copula legaliter aderente»; en otras palabras, pone de manifiesto que Isabel se encontraba unida con el monarca mediante legítimo matrimonio. Razona Salazar que esa fórmula solo podría tener sentido en el caso de que «esa reina con anterioridad no hubiese estado unida al rey de modo legal». La última prueba es un documento de la Catedral de Astorga, fechado en 14 de abril de 1107, donde Alfonso «cum uxore mea Elisabet et filio nostro Sancio», concede fueros a los pobladores de Riba de Tera y Valverde. Este sería el documento definitivo que probaría, según Salazar, que Zaida e Isabel, cuarta esposa de Alfonso, eran la misma persona.

Montaner hace depender la primera prueba de Salazar del peso que se le quiera otorgar a Isabel en la política regia y añade que sería poco probable que «las aspiraciones personales de la reina pudiesen contrapesar la oportunidad política de la decisión»[111]. Invalida Montaner, asimismo, el documento de Lorenzana porque lo considera una simple «amplificatio retórica de los habituales coniux, uxor o dilectissi mauxor empleados por la cancillería regia, y cuyo único objetivo sería solemnizar la intervención de los monarcas en los documentos». Montaner, en fin, se apoya en Pelayo de Oviedo, contemporáneo de Alfonso VI que, recordemos, cuenta entre las concubinas del monarca a Zaida.

En lo que parece haber acuerdo entre los investigadores es en el modo en que Zaida llega a la corte de Alfonso. Los almorávides habían sitiado Córdoba, al mando de la cual se encontraba al-Mamun. En pleno asedio, el gobernante cordobés habría mandado, como medida de precaución, a Zaida y a sus hijos a Almodóvar del Río. Zaida, después, debió buscar protección, junto con sus hijos, en la corte de Alfonso VI, donde se convertirían al cristianismo y ella se bautizaría como Isabel. Por ese tiempo Zaida sería concubina del rey y nacería el infante Sancho, muerto cuando todavía era adolescente, como es sabido, en la Batalla de Uclés de 1108[112].

Aunque sea incorrecta la filiación que ofrecen las crónicas y las historias generales que hemos analizado, todas coinciden en señalar que a Alfonso se le ofreció Zaida cuando estaba casado. Las historias admiten de modo implícito que ella, al menos por un tiempo, tuvo necesariamente que ser concubina del rey. Si nos preguntamos por el papel que las concubinas desempeñaron y la consideración que la Iglesia tenía sobre esa práctica veremos que, como han expuesto algunos autores, como J. A. Brundage, mantuvo una actitud ambivalente. Una opinión sostenía que el concubinato significaba una forma alternativa de matrimonio, creada porque el derecho civil prohibía los matrimonios entre personas de ciertas clases sociales. Otra, por ejemplo, defendía que el concubinato era inmoral porque envolvería la idea de una relación sexual, más o menos continuada, que no estaría santificada mediante la sagrada institución del matrimonio[113].

Las generaciones que vivieron entre el cambio de milenio y la aparición del Decretum de Graciano redactado hacia 1140 experimentaron una transformación radical en la cultura europea occidental. Brundage ha demostrado que las compilaciones canónicas durante este periodo, que es en el que se sitúa el reinado de Alfonso VI, favorecieron el rigorismo moral, considerando que el sexo y otras prácticas placenteras estaban contaminados por el mal y significaban, a su vez, una poderosa fuente de pecado. Distingue Brundage siete principios esenciales que debía cumplir el modelo eclesiástico matrimonial. Hallamos dos, sin embargo, que nos interesan especialmente: el cuarto, que dice que el matrimonio representa el único tipo legal de relación sexual, y que el concubinato debía ser eliminado incluso entre los laicos; y el quinto, que contempla que toda actividad sexual fuera del matrimonio tenía que ser castigada mediante sanciones que se decidirían en base a la jurisdicción eclesiástica[114]. De acuerdo con la legislación recogida en los cánones parece claro que el concubinato equivalía a una práctica directamente ilegal.

Más allá de su supuesto concubinato o de su condición de esposa legítima existen dos aspectos que creemos mucho más relevantes. El primero es la coexistencia entre cristianos y musulmanes. Américo Castro, un filólogo e historiador exiliado, publicó en 1948 un libro, España en su historia. Cristianos, moros y judíos[115], que le habría de valer un célebre debate con Claudio Sánchez-Albornoz[116], en el que defendía un nuevo planteamiento acerca de la influencia de la interacción entre las tres religiones dominantes en la Edad Media. Sostenía Castro que la identidad española se configuraba a partir de la integración de las tres culturas durante la época medieval, tesis que rechazó totalmente Sánchez-Albornoz, quien consideraba que los orígenes del ser español debían buscarse ya en los pueblos prerromanos. Castro lo sintetizó así:

La historia entre los siglos X y XV fué una contextura cristiano-islámico-judía. No es posible fragmentar esa historia en comportamientos estancos, ni escindirla en corrientes paralelas y sincrónicas, porque cada uno de los tres grupos raciales estaba incluso existencialmente en las circunstancias proyectadas por los otros dos. Ni tampoco captaríamos dicha realidad sólo agrupando datos y sucesos, u objetivándola como un fenómeno cultural. Hay que intentar, aun a riesgo de no conseguirlo y de perderse, hacer sentir la proyección de las vidas de los unos en las de los otros, pues así y no de otro modo fué la historia[117].

Por último, deberíamos encuadrar el papel desempeñado por Zaida dentro de un ámbito más global, como es el del universo mental imperante en la Edad Media. Son mujeres que han de ser custodiadas en el doble sentido de la protección y de la vigilancia[118]. Las mujeres son, según esta idea, a menudo prenda de intercambio, es decir, su importancia viene dada, naturalmente y como ha quedado claro a lo largo de estas líneas, por su capacidad de asegurar la descendencia y por su importancia a la hora de llegar a acuerdos económicos o de sellar alianzas políticas.

[1] V. Infantes, «Las Historias caballerescas en la imprenta Toledana (II). Manuscrito, impreso y transmisión: Toledo, 1480-1519», en M. Freixas y S. Iriso (eds.), Actas del VIII Congreso Internacional de la Asociación Hispánica de Literatura Medieval. Santander, 22-26 de septiembre de 1999, vol. 1, Santander, Consejería de Cultura del Gobierno de Cantabria, 2000, p. 312.

[2] R. Menéndez Pidal, Historia y epopeya, vol. 2, Madrid, Centro de Estudios Históricos, 1934, p. 103.

[3] V. Infantes, «El abad don Juan de Montemayor: la historia de un cantar», en S. Fortuño y T. Martínez (eds.), Actes del VII Congrés de L’Associació Hispànica de Literatura Medieval, Castelló de la Plana, 22-26 de setembre de 1997, vol. 2, Castelló de la Plana, Publicaciones de la Universitat Jaume I, 1999, p. 255.

[4] R. Menéndez Pidal, La leyenda del abad don Juan de Montemayor, Band 2, Dresden, Gesselschaft für Romanische Literatur, 1903. A esta obra hay que sumarle el capítulo que le dedica en R. Menéndez Pidal, Historia y epopeya, pp. 101-182.

[5] A. Martínez y V. Infantes (eds.), El abad don Juan, señor de Montemayor: la historia de un cantar, Madrid, Iberoamericana, 2012, pp. 89-90.

[6] Ibid., p. 98.

[7] J. Boswell, The Kindness of Strangers. The Abandonment of Children in Western Europe from Late Antiquity to the Renaissance, Chicago, University of Chicago Press, 1998. Tertuliano, en el siglo III, contemplaba ya el tema de los expósitos como germen de futuros pecadores: «En primer término, abandonáis a vuestros hijos para que sean recogidos por cualquier extraño compasivo que salga al paso, o los emancipáis para que sean adoptados por unos padres mejores. Separados de su familia, es natural que llegue un momento en que la olviden, y una vez que el error se haya introducido, se extenderá como un sarmiento de incesto, propagándose el crimen al mismo tiempo que la descendencia» (Apol. 9, 17).

[8] M.a E. Lacarra, «Incesto marital en el derecho y en la literatura europea medieval», Clío & Crimen 7 (2010), p. 35.

[9] M. Bettini y G. Guidorizzi, El mito de Edipo. Imágenes y relatos de Grecia a nuestros días, Madrid, Akal, 2008, p. 158.

[10] J. C. Bermejo Barrera, Mito y parentesco en la Grecia arcaica, Madrid, Akal, 1980, pp. 89-90.

[11] Ibid., pp. 92-95.

[12] J. de la Vorágine, La leyenda dorada, vol. 1, J. M. Macías (ed.), Madrid, Alianza, 2016, pp. 180-185.

[13] R. Menéndez Pidal, Historia y epopeya, vol. 2, pp. 107-108. Sobre Mudarra véase P. Justel Vicente, «El modelo heroico de Gonzalo González, Mudarra y las enfances francesas», Cahiers d’études hispaniques medievales 36 (2013), pp. 103-122.

[14] Acerca de esta aceifa véase M. Fernández Rodríguez, «La expedición de Almanzor a Santiago de Compostela», Cuadernos de Historia de España 43-44 (1967), pp. 345-363, y M.a I. Pérez de Tudela, «Guerra, violencia y terror. La destrucción de Santiago de Compostela por Almanzor hace mil años», En la España medieval 21 (1998), pp. 9-28.

[15] A. Martínez e V. Infantes, El abad, p. 121.

[16] J. Pérez de Urbel (ed.), Sampiro, su crónica y la monarquía leonesa en el siglo X, Madrid, Escuela de Estudios Medievales, 1952, pp. 345-346.

[17] M. Gómez-Moreno (ed.), Introducción, p. CXI. Otro texto del siglo XII aporta una información similar: «los cuales [musulmanes] al llegar a Compostela destruyeron totalmente la mayor parte de las paredes de la iglesia de Santiago excepto su santísimo altar», E. Falque (ed.), Historia compostelana, I, II, 8.

[18] J. A. Estévez Sola (ed.), Crónica Najerense, II, 32.

[19] L. de Tuy, Crónica de España, IV, 38. El arzobispo Jiménez de Rada afirma que Almanzor «destruyó también la ciudad y la iglesia de Santiago, pero, espantado por un rayo, no se atrevió a hollar el lugar donde se creía que estaba el cuerpo del apóstol, aunque se había propuesto profanarlo», Historia, V, 16; mientras que en la Estoria alfonsí se indica que Almanzor «entro en aquel logar do yazie el cuerpo de sant Yague apóstol por crebantar el su monumento; mas fue y muy mal espantado por un grand rayo que firio y cerca dell», Alfonso X, Primera Crónica, p. 448.

[20] E. Falque (ed.), Historia compostelana, I, II, 8; L. de Tuy, Crónica de España, IV, 38; R. Jiménez de Rada, Historia, V, 16.

[21] J. de Ferreras, Synopsis histórica chronologica de España, vol. 4, Madrid, Establecimiento Tipográfico de Don Antonio Pérez de Soto, 1775, p. 398.

[22] M. Lafuente, Historia, vol. 4, pp. 72-75.

[23] M. Morayta, Historia, vol. 1, p. 1134.

[24] La Silense afirma: «Ayudaban al bárbaro [Almanzor] en esta facción, ya su larguez de pagas, con la que había ligado a sí no pocos soldados cristianos», M. Gómez-Moreno, Introducción, p. CX; mientras que la Compostelana dice que R. Velázquez «trajo a estas regiones con los otros señores de esta tierra a los sarracenos y a su jefe Almanzor», E. Falque (ed.), Historia compostelana, I, II, 8.

[25] M. Lafuente, Historia, vol. 4, p. 73.

[26] R. Altamira, Historia, vol. 1, p. 249.

[27] M. Morayta, Historia, vol. 2, p. 5.

[28] A. Martínez e V. Infantes, El abad, pp. 127-128.

[29] Ibid., p. 139.

[30] Ibid., p. 142.

[31] Ibid., p. 149.

[32] J. de Marieta, Historia de la Santissima Imagen de Nuestra Señora de Atocha, Madrid, Juan de la Cuesta, 1604.

[33] R. Menéndez Pidal, Historia y epopeya, vol. 2, p. 113. Opinión que compartieron otros autores, véase A. Deyermond, La literatura perdida de la Edad Media castellana. Catálogo y estudio, I. Épica y romances, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1995, pp. 62-63.

[34] V. Infantes, «Las Historias caballerescas», p. 312.

[35] G. Cirot, «Une chronique léonaise inédite», Bulletin Hispanique 11 (1909), pp. 259-282, y «La chronique léonaise», Bulletin Hispanique 13 (1911), pp. 133-156 y pp. 381-439. Para un análisis de la leyenda entre los siglos XII y XV, véase M. Vaquero, Tradiciones orales en la historiografía de fines de la Edad Media, Madison, The Hispanic Seminary of Medieval Studies, 1990, pp. 1-64.

[36] R. Menéndez Pidal, «Relatos poéticos en las crónicas medievales», Revista de Filología Hispánica 10 (1923), pp. 331-334.

[37] L. A. García Moreno, El fin del reino visigodo, pp. 22-29.

[38] R. Jiménez de Rada, Historia, V, 3.

[39] Ibid., V, 18.

[40] Alfonso X, Primera Crónica, p. 427. Esta leyenda ocupa los capítulos 730-732 y 763-764 del segundo volumen y las pp. 427-429 y 453-454.

[41] Ibid., p. 428.

[42] S. Martínez, «Tres leyendas heroicas de la Najerense y sus relaciones con la épica castellana», Anuario de Letras 9 (1971), p. 130.

[43] Alfonso X, Primera Crónica, p. 428.

[44] Ibid., p. 453.

[45] Los Anales Castellanos Segundos, compuestos en la primera mitad del siglo XII, sitúan la muerte de García Fernández en el año 995: «In era MXXXIII preserunt mauri conde Garcia Fernandiz, et fuit obitus eius die II feria III kalendas augusti», M. Gómez-Moreno, Discursos leídos ante la Real Academia de la Historia, Madrid, Imprenta de San Francisco de Sales, 1917, p. 26. El Tudense recuerda que García Fernández murió en una batalla y que Sancho, a pesar de haberse rebelado contra su padre, fue a Córdoba a reclamar el cadáver: «Poco menos en esse tiempo, como Sancho reuelase contra su padre Garci Fernandez, el noble conde Burgos, murió esse conde Garci Fernandez y subçediole [en] el condado su fijo, que llamauan Sancho, varon noble en armas, prudente en las cosas que auia de fazer, justo en sentencia, e no sabiendo dar lugar al trabajo, dio muchas pestilencias a los moros (…) Y ouo el muchos vencimientos noblemente de los moros, asi que fasta Cordoua fue batallosamente y dio muchas muertes en los moros», L. de Tuy, Crónica de España, IV, 42.

[46] Alfonso X, Primera Crónica, p. 453.

[47] Lucas de Tuy afirma que desde el día en que Almanzor fue vencido en Calatañazor «nunca quiso comer nin beuer, y veniendo en la çibdad que se dize Medinaceli morio…», Crónica de España, IV, XXXIX.

[48] Alfonso X, Primera Crónica, p. 454.

[49] Surgiría a partir de este momento la institución de los monteros de Espinosa, aquellos guardianes seculares del palacio de los reyes de Castilla.

[50] Alfonso X, Primera Crónica, p. 454.

[51] P. Gracia, «La leyenda de la condesa traidora: observaciones sobre su estructura y significación», en J. M. Megías (ed.), Actas del VI Congreso Internacional de la Asociación Hispánica de Literatura Medieval, vol. 1, Alcalá de Henares, Universidad de Alcalá, 1997, p. 727.

[52] F. Bautista, «Pseudo-historia y leyenda en la historiografía medieval: la Condesa Traidora», en F. Bautista (ed.), El relato historiográfico: textos y tradiciones en la España medieval, Londres, Queen Mary, 2006, pp. 88-91.

[53] Alfonso X, Primera Crónica, p. 429.

[54] M. Ratcliffe, Mujeres épicas españolas. Silencios, olvidos e ideologías, Woodbridge Suffolk, Tamesis, 2011, p. 114.

[55] L. F. Lindley Cintra (ed.), Crónica geral de Espanha de 1344, Lisboa, Academia Portuguesa de Histórica, 1954, p. 198.

[56] J. de Mariana, Historia, vol. 1, p. 390.

[57] Ibid., p. 390.

[58] J. de Mariana, Del rey y de la institución de la dignidad real, Madrid, Imprenta de la Sociedad Literaria y Tipográfica, 1845, p. 85.

[59] Ibid., p. 86. Sobre la cuestión del tiranicido en el pensamiento del jesuita véase M. Herrero Sánchez, «El padre Mariana y el tiranicidio», Torre de los Lujanes 65 (2009), pp. 103-121.

[60] M. Lafuente, Historia, vol. 4, p. 315, n. 2.

[61] Ibid., p. 315, n. 2.

[62] A. Deyermond, La literatura, p. 67.

[63] Gonzalo Martínez Díez se negó a edificar la historia sobre «la base de los cantares de gesta, aunque no resulte enteramente imposible que la leyenda o Cantar de la Condesa Traidora, que narra cómo la condesa, esposa de García Fernández, conspira contra su marido, pudiera ser un eco tardío y deformado de esta discordia familiar entre el conde y su hijo, pero no tenemos ni la más mínima prueba histórica de esa supuesta traición de la condesa doña Ava, de la que por otra parte perdemos toda noticia de su existencia a partir del año 988», El condado de Castilla (711-1038): la historia frente a la leyenda, vol. 2, Madrid, Marcial Pons, 2005, p. 529. Véase también D. Catalán, La épica española. Nueva documentación y nueva evaluación, Madrid, Fundación Ramón Menéndez Pidal, 2001, pp. 134-137, y M. Ratcliffe, Mujeres épicas, pp. 112-113.

[64] R. Menéndez Pidal, Historia y epopeya, vol. 2, p. 27.

[65] L. Chalon, «La historicidad de la leyenda de la condesa traidora», Journal of Hispanic Philology 2 (1978), pp. 156-157.

[66] R. Menéndez Pidal, Historia y epopeya, vol. 2, p. 15, y La épica medieval española: desde sus orígenes hasta su disolución en el romancero, D. Catalán y M.a M. Bustos (eds.), Madrid, Espasa-Calpe, 1992, pp. 493-494.

[67] R. Menéndez Pidal, Historia y epopeya, vol. 2, p. 27.

[68] W. Shepard, «Two Assumed Epic Legends in Spanish», Modern Language Notes 5 (mayo 1908), pp. 146-147. El hecho de que el Toledano narrase solo el epílogo hizo pensar a Menéndez Pelayo y Milá y Fontanals que se trataba de dos historias diferentes, relacionadas con García Fernández una y con Sancho la otra: véase M. Menéndez Pelayo, Antología de poetas líricos castellanos, vol. 6, E. Sánchez Reyes (ed.), Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1944, pp. 217-218, y M. Milá y Fontanals, De la poesía heroico-popular castellana. Estudio precedido por una oración acerca de la literatura española, Barcelona, Librería de Álvaro Verdaguer, 1874, p. 196.

[69] P. Diácono, Historia de los longobardos, P. Herrera Roldán (ed.), Cádiz, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, 2006, I, 28.

[70] Ibid., I, p. 29.

[71] Apiano señala los celos de Cleopatra como motivo del asesinato: «De otro lado, a Demetrio, cuando regresaba a su reino, lo asesinó a traición su esposa Cleopatra, que estaba envidiosa por el matrimonio de aquél con Rodoguna y, a causa del cual precisamente, se había casado ella antes con Antíoco, el hermano de Demetrio», Syr. 68. Justino limita la acción de Cleopatra al abandono de su marido: «Demetrio, por su parte, fue vencido por Alejandro, apremiado por desdichas que le rodeaban por todas partes, finalmente también es abandonado por su mujer y sus hijos. Entonces, abandonado con unos pocos siervos, se dirige a Tiro para protegerse con la santidad del templo y, al desembarcar, es matado por orden del prefecto», XXXIX, 1, 7.

[72] Apiano, Syr. 69: «A Seleuco, tan pronto como se puso la diadema después de la muerte de su padre Demetrio, lo mató su madre disparándole una flecha, ya sea porque temía que fuera a vengar la muerte alevosa de su padre, ya sea llevada por un odio demencial contra todos». Justino, XXXIX, 1, 9: «Uno de sus dos hijos, Seleuco, por haber tomado la diadema sin autorización de su madre, es matado por ella misma».

[73] Apiano, Syr. 69: «Después de Seleuco fue rey Gripo [Antíoco], que obligó a beber a su madre un veneno que ella había mezclado para él, y así ella recibió, al fin, su merecido». Justino, XXXIX, 2, 7-8: «Finalmente le muestra al delator y la acusa añadiendo que sólo le queda una defensa contra la acusación: beber lo que le ofrece a su hijo. Vencida de este modo la reina, vuelto sobre sí el crimen, muere por el veneno que había preparado para otro».

[74] R. Menéndez Pidal, Historia y epopeya, vol. 2, p. 26.

[75] P. Grieve, «Private Man, Public Woman: Trading Places in Condesa traidora», Romance Quaterly 34 (1987), pp. 317-327. Reyna Pastor destacó que la mujer en esta sociedad «está encuadrada en un espacio estricto, la casa, y otro, más amplio, aunque acotado, que es el poblado, la aldea, la villa, la ribera del río o el mercado, fuera del cual queda desprotegida»; véase R. Pastor, «Para una historia social de la mujer hispano medieval. Problemática y puntos de vista», en Y. R Fourguerne y A. Esteban (eds.), La condición de la mujer en la Edad Media. Actas del Coloquio celebrado en la Casa de Velázquez, del 5 al 7 de noviembre de 1984, Madrid, Casa de Velázquez, 1986, p. 207, y C. Bluestine, Heroes Great and Small: Archetyp an Patterns in the Medieval Spanish Epic, tesis doctoral inédita, Princeton University, 1983, p. 292.

[76] J. A. Brundage ha puesto de manifiesto que, según la legislación germánica, el marido que descubriese a su mujer cometiendo adulterio tenía el derecho de matar a ambos sin sanción legal, Law, Sex and Christian Society in Medieval Europe, Chicago, Chicago University Press, 1987, p. 132.

[77] Lacarra ha mostrado que las mujeres presentadas en estos textos épico-legendarios responden a la ideología dominante, tanto eclesiástica como nobiliaria, véase M.a E. Lacarra, «Los paradigmas de hombre y mujer en la literatura épico-legendaria medieval castellana», en M.a T. López Beltrán (ed.), Estudios históricos y literarios sobre la mujer medieval, Málaga, Diputación de Málaga, 1990, p. 33.

[78] V. Castro Lingl, «The Two Wives of Count Garçi Fernández: Assertive Women in La condesa traidora», en A. M. Beresford (ed.), «Quien hubiese tal ventura». Medieval Hispanic Studies in Honour of Alan Deyermond, Londres, Queen Mary and Westfield College, 1997, p. 16.

[79] Ibid., p. 16.

[80] A. Deyermond, «La sexualidad en la épica medieval española», Nueva revista de Filología Hispánica 2 (1989), p. 768.

[81] Alfonso X, Primera Crónica, p. 428.

[82] R. Pastor, «Mujeres en los linajes y en las familias. Las madres, las nodrizas. Mujeres estériles. Funciones, espacios, representaciones», en C. Trillo San José (ed.), Mujeres, familia y linaje en la Edad Media, Granada, Universidad de Granada, 2004, p. 32-34.

[83] Ibid., p. 47.

[84] J. A. Brundage, Law, p. 132.

[85] J. Vives (ed.), Concilios, pp. 12-13.

[86] J. A. Brundage, Law, p. 153.

[87] Brundage hizo notar que en las Sagradas Escrituras se condenaba la porneia, palabra que contó con diferentes significados. En unos tiempos se refería a la prostitución y en otros al sexo fuera del matrimonio. Es difícil saber si la porneia se aplicaba a las relaciones sexuales premaritales entre personas prometidas o a cualquier tipo de relación sexual, llamada «fornicación». Brundage se inclina por considerar que, en su sentido primitivo, el término porneia hacía alusión al sexo con prostitutas, al adulterio y a otras relaciones promiscuas, ibid., p. 58.

[88] S. Barton, Conquerors, Brides, and Concubines. Interfaith Relations and Social Power in Medieval Iberia, Philadelphia, University of Pennsylvania Press, 2015, p. 145.

[89] Ibid., p. 145.

[90] Pelayo de Oviedo, Crónica del Obispo don Pelayo, B. Sánchez Alonso (ed.), Madrid, Imprenta de los Sucesores de Hernando, 1924, p. 86.

[91] J. A. Estévez Sola (ed.), CrónicaNajerense, III, 22.

[92] L. de Tuy, Crónica de España, IV, 69.

[93] R. Jiménez de Rada, Historia, VI, 20.

[94] Ibid., VI, p. 30. Menéndez Pidal justifica que el Toledano asigne esta calidad de mujer legítima a Zaida guiado por el Cantar de la mora Zaida que sin duda conocería, ver Ramón Menéndez Pidal, La España del Cid, vol. 2, p. 777. Sostiene Pidal, asimismo, que el nombre de María respondería a un origen juglaresco, ibid., p. 779.

[95] M.a C. Pallares y E. Portela La reina Urraca, San Sebastián, Nerea, 2006, p. 19.

[96] Alfonso X, Primera Crónica, p. 521.

[97] Ibid., p. 521.

[98] Ibid., pp. 552-554. Si leemos lo que remite la Crónica de Veinte Reyes veremos que se sigue en parte lo dicho por la Estoria, pero obviando el episodio del casamiento: «Tornóla christiana, e mandó a los clérigos quel non pusiesen nombre quando la bateasen, ca dixo que non queria aver conpaña con muger que asy ouiese nonbre, porque Dios quiso naçer de Santa Maria. E ella dixo quel pusiesen nombre Ysabel», J. M. Ruiz Asencio y M. Herrero Jiménez (eds.), Crónica de Veinte Reyes, Burgos, Ayuntamiento, 1991, p. 203.

[99] H. Flórez, Memorias de las Reynas Catholicas, vol. 1, Madrid, Antonio Marín, 1770, p. 163.

[100] J. de Mariana, Historia, vol. 1 p. 417.

[101] Ibid., p. 417.

[102] Ibid., p. 459. Menéndez Pidal, en la línea de Mariana, otorga credibilidad a Pelayo y parece contradecir la tendencia que veía en él a uno de los falsarios más notorios de la historia: «Pelayo de Oviedo (…) merece entera fe, pues fué coetáneo de Alfonso VI», véase La España del Cid, vol. 2, p. 777. Lo cierto es que lo transmitido por el obispo de Oviedo siempre estuvo en entredicho por parte de la historiografía española. Decía Ferreras que Pelayo «fue el que empezó á trastocar nuestras Historias, llenándolas de conocidos engaños», véase J. de Ferreras, Synopsis, vol. 4, p. 385. Salazar le concedió también poca credibilidad, véase J. de Salazar y Acha, «De nuevo sobre la mora Zaida», Hidalguía 321 (2007), p. 232.

La traición en la historia de España

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