Читать книгу La traición en la historia de España - Bruno Padín Portela - Страница 5
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ACUNANDO AL ODIO
Para Sonia y Bruno
Una de las grandes contribuciones del judaísmo a la historia occidental ha sido la creación de la semana. Fue la religión judía la primera que construyó un ciclo fijo del tiempo de siete días de duración, que se mantendría de modo uniforme a lo largo de todos los meses del año[1]. La sucesión de las semanas a lo largo del año hizo posible, a su vez, que los judíos creyesen que el tiempo social se abría y se cerraba periódicamente, y así lo conmemoraban con los rituales de la celebración del Shabbath.
Según el Talmud de Babilonia, tenemos dos ángeles que simbolizan los buenos y malos deseos, y esos ángeles, llamados «ministeriales», acompañan a cada persona en el camino de vuelta de la sinagoga los viernes por la noche. Si la casa está preparada para el Shabbat con el encendido de las velas y la preparación de la mesa con vino y comida adecuada, el ángel que representa los buenos deseos da su bendición: «Que el próximo Shabbat sea igual». En ese caso el ángel que representa los malos deseos estará obligado a responder «Amén». Sin embargo, si la casa no ha sido preparada, será entonces el ángel de los malos deseos el que dirá lo mismo y el ángel que representa la buena inclinación no tendrá más remedio que responder «Amén», iniciándose de este modo una funesta semana.
Esto dos ángeles del tiempo fueron consagrados en la historiografía por Walter Benjamin en su archiconocido texto «El Ángel de la Historia». No centraremos en él nuestra atención, sino en un texto escrito por los cabalistas de la ciudad palestina de Safed en el siglo XVII, que se canta como un ritual casi mágico para asegurar el inicio de una buena semana. Su texto, transliterado en hebreo con fonética sefardita, dice:
Shalom alejem malajé hasaret malajé Elyón, mimélej maljé hamelajim Hakadosh Baruj Hu.
Boajem leshalom malajé hashalom malajé Elyón, mimélej maljé hamelajim Hakadosh Baruj Hu.
Barejuni leshalom malajé hashalom malajé Elyón, mimélej maljé hamelajim Hakadosh Baruj Hu.
Betsetejem leshalom malajé hashalom malajé Elyón, mimélej maljé hamelajim Hakadosh Baruj Hu.
Así recitarían este encantamiento nuestros judíos sefarditas desde el norte al sur de la Península, esperando que el tiempo que se acaba y el tiempo que comienza en la historia les trajese la paz. Pues, como dice su letra:
Que la paz esté con vosotros, ángeles ministeriales, ángeles del Altísimo,
el Supremo Rey de reyes es Santo, Bendito es.
Que su venida sea en paz, ángeles de la paz, ángeles del Altísimo,
el Supremo Rey de reyes es Santo, Bendito es.
Bendecidme con paz, ángeles de la paz, ángeles del Altísimo,
el Supremo Rey de reyes es Santo, Bendito es.
Que su salida sea en paz, ángeles de la paz, ángeles del Altísimo,
el Supremo Rey de reyes es Santo, Bendito es.
El texto se cantaba al compás de unas melodías tradicionales, que fueron adaptadas por el rabino Israel Golfarb en 1918, y esa versión se hizo tan famosa que alguna gente cree que le fue revelada a Moisés en el monte Sinaí[2].
Es muy adecuado comenzar con este texto el prólogo al libro de Bruno Padín, porque en él quizás el protagonista más importante en esta historia hispánica de la traición y el odio sea el judío, practicante primero y luego el marrano, el criptojudío, aquel al que la Inquisición podía condenar a la hoguera por encender precisamente velas en su casa en la noche del viernes al sábado. Los judíos de España no siempre pudieron celebrar el comienzo en paz de la nueva semana, como tampoco la mayor parte de los pueblos de la historia pudieron celebrar así el cambio entre los diferentes periodos y épocas de la misma. Pero en su caso, como se podrá ver en el texto del libro, su sufrimiento fue quizás mayor, pues quedaron al albur de reyes y fanáticos cuando a partir de la Baja Edad Media comenzaron a estallar los diferentes pogroms, y vieron culminar todo este proceso de persecución y odio inducido con la expulsión de su patria, Sefarad, por parte de los «Reyes Católicos».
Es cierto que los judíos fueron expulsados siglos antes en Inglaterra que en España, pero lo específico de España, tal como destaca B. Padín, siguiendo a B. Netanyahu, es que se utilizó todo el poder del aparato inquisitorial para descubrir y castigar al marrano, al judío oculto, formalmente cristiano, pero que no podría borrar de su sangre su esencia judía, rastreable en sus apellidos investigados en los estatutos de limpieza de sangre. En realidad toda la sociedad española quedó marcada para siempre por lo que podríamos llamar, siguiendo a Y. Yovel[3], «el síndrome del marrano». De acuerdo con él, nadie puede considerarse a sí mismo como puro. Todo el mundo tiene algo que ocultar y todo el mundo debe mentir y fingir. La identidad escindida española sería, pues, la identidad de una sociedad de hipócritas. Un chiste recogido por Yovel lo expresa muy bien. En una ciudad del norte de Portugal llega el barón Rotschild a ver una iglesia. El sacristán le dice que en ella hay una virgen que llora al ver a un judío –y es que, ¡claro está!, le habría matado a su hijo–. Al salir le dice el barón al sacristán cicerone: «Eso no es verdad, yo soy judío y la virgen no ha llorado». A lo que responde el sacristán: «¡Cállese, hombre, no ve que me va a descubrir a mí también!».
Nadie es puro y por eso la mejor manera de demostrar que lo es consiste en descubrir o llegar a descubrir que el judío oculto, el traidor, siempre es el otro, frente al que me uniré con el resto de esa comunidad a la que cínicamente confieso pertenecer.
El judío fue durante siglos objeto privilegiado del odio de la Europa cristiana[4] por ser un emboscado, un traidor que vive en nuestra propia casa. Y así lo veremos desde el comienzo de la Edad Media colaborando con el musulmán, el gran enemigo externo, para entregarle el reino visigodo de Hispania. Pasará luego a ser el colaborador de todos los enemigos posibles, de los ingleses, los franceses, los turcos, y a ser identificado con ese otro enemigo interno que serán los ilustrados y los masones, y a representar más tarde el poder internacional del capital y las grandes conjuraciones mundiales, como la de los Protocolos de los Sabios de Sión, una falsificación de la policía política zarista. Desembocando todo ello en el antisemitismo racista del nazismo, compartido en España por intelectuales nacionalistas como Vicente Risco, intelectual galleguista que en plena guerra mundial, y con el aval de la censura franquista, publica una Historia de los Judíos, en la que sostiene que todo lo peor y lo más brillante de la historia proviene del pueblo judío, al que sin embargo no se debería exterminar, sino solo controlar, para que no se cumpla la profecía de san Agustín según la cual cuando el pueblo judío se extinga llegará el fin del mundo.
De la limpieza de sangre inquisitorial a la pureza de sangre predicada por Sabino Arana, un reaccionario ultracatólico, cuya santificación ha sido tres veces solicitada por su partido, el PNV. El judío, como se verá a lo largo de estas páginas, será a la vez el arquetipo de la traición y el objeto preferente del odio de eclesiásticos, políticos y de los grandes autores que han narrado la historia de España, excepto destacables excepciones, como la de Amador de los Ríos.
Los judíos de España, como los demás judíos desde el siglo I de nuestra Era hasta el siglo XIX, no han escrito libros de historia, porque, como ha señalado Y. H. Yerushalmi[5], para el pueblo judío lo esencial es la memoria viva, el recuerdo de los lugares, las familias y los hechos de un pasado que se mantiene vivo mediante las narraciones, los poemas, las canciones y las celebraciones rituales que conmemoran los grandes acontecimientos del pasado, real o imaginario: como la huida de Egipto, la cautividad de Babilonia o la destrucción del templo de Jerusalén.
Por el contrario, desde la Edad Media, como se podrá ver en el libro, los cronistas e historiadores sí que escribieron numerosas historias de España y de sus reinos. En ellas, a partir de un determinado momento, cuando se asiente la crítica histórica, se dejarán de lado las viejas leyendas y sólo se incluirán los hechos realmente ocurridos en el pasado: como la toma de Numancia, la muerte de Viriato, la «pérdida de España», la vida del Cid y otros tantos temas. Lo que ocurre es que, aunque todos estos hechos hayan sido ciertos, la totalidad del relato no lo es de la misma manera. Y es que ningún relato, ninguna totalidad puede ser verdad o mentira, sino sólo convincente, o no, para unos o para todos.
Un hecho es como un ladrillo o el sillar de un muro. Sin ladrillos no hay paredes y sin sillares no hay muros, pero con sillares también se pueden hacer bóvedas, cúpulas, arcos, puentes, fortificaciones y castillos. Cuando un historiador escribe, narra hechos que se refieren a acontecimientos que fueron reales, pero esos hechos adquieren un significado diferente según el tipo de relato que escojamos. La conquista de la Península por el islam es un hecho positivo desde la perspectiva musulmana, pero no lo es desde la cristiana, y lo mismo ocurre con el «Descubrimiento de América», la «Guerra de la Independencia» o las Guerras carlistas y la Guerra civil.
En este libro se habla de la traición, de traiciones reales y de traidores, reales a veces e imaginarios otras, y también se tratan los importantes aspectos jurídicos y políticos de la traición en la historia de España, pero quizás eso no sea lo más importante de él. No se trata de un exhaustivo catálogo de traidores y traiciones, sino del estudio de una construcción narrativa global, en la que la sucesión de traiciones durante más de veinte siglos en los libros de historia adquiere un significado nuevo y suscita unas emociones muy concretas, básicamente el rechazo y el odio.
La sucesión de traiciones y traidores de B. Padín es como las notas de una larga sinfonía, que se van desplegando desde el compás inicial al compás final, manteniendo siempre el mismo tema a lo largo de sus diferentes movimientos. Y ese tono es el del odio, un odio que pide venganza por la traición, que nos pide que nos mantengamos siempre alerta y con los ojos abiertos ante el traidor que eternamente nos acecha y vigila nuestra debilidad. El estudio y la lectura de los libros de historia será la fórmula mágica contra ese peligro, pero no una fórmula mágica como la del Shalom alejem de nuestros cabalistas, que sólo desean finales y comienzos con paz, sino todo lo contrario, una fórmula y un grito de alerta y muchas veces una llamada a la represión o a la guerra.
El odio que suscita la traición es una parte esencial de la naturaleza humana, porque el odio es lo contrario del amor. Por eso se puede odiar tanto a quien se ha amado, como a aquel con quien se ha roto el compromiso de fidelidad. El odio está directamente unido a la violencia, sufrida y por infringir a los demás. Y la violencia, el odio y la ira son parte esencial de la vida animal y humana[6]. Nuestros cerebros, animales o humanos, están dotados de mecanismos neurológicos básicos que activan las respuestas de alerta y de huida o de agresión. Sin ellos ningún animal podría sobrevivir, pero nuestro odio es algo muy diferente, porque no se trata del odio de una persona a otra porque le haya infligido una ofensa, sea del tipo que sea, sino de un odio compartido, organizado e inducido con el fin de movilizar a grandes o pequeños grupos.
Una ofensa pide una venganza o una compensación en bienes o servicios y la historia del derecho penal puede interpretarse, tal como ha hecho Julius Goebel Jr.[7] como el paso de la idea de injuria, u ofensa, a la idea de delito. La injuria se le inflige a una persona y genera odio y deseo de venganza; el delito daña a una persona, pero es un hecho social compartido que exige un castigo racional, de acuerdo con un procedimiento establecido y regulado por una ley. Y con ese castigo se pone fin al delito, mientras que la injuria y la ofensa suelen perdurar durante muchas generaciones, y por eso la historia puede ser esencial para narrarlas, ya sea una historia familiar o nacional.
No hay injurias colectivas que pidan venganza más que en el caso de los libros de historia, o en las bocas de los políticos y agitadores que claman pidiendo una guerra y excitando el odio. Pero el odio colectivo se suele centrar en un enemigo externo, ya sea otro reino, otro pueblo, otra religión, otras razas, o los pueblos de otros continentes lejanos o cercanos. Así ha narrado la crónica de ese odio en el siglo XIX Peter Gay[8]. El objeto del odio colectivo, organizado e inducido, y consagrado por el relato histórico, suele ser el eterno enemigo exterior, como el francés frente al alemán, o el español frente al inglés, el cristiano frente al musulmán, o el judío contra el musulmán, más recientemente.
Sin embargo, en los relatos que analiza B. Padín nos vamos a encontrar con algo muy peculiar, y es que la insistencia en destacar el papel narrativo de la traición y los traidores en la historia de España no sólo es un artificio literario, que jamás podría hallar una plena verosimilitud en los grandes tratados oficiales de la historia de un reino, una nación o un pueblo, sino que es algo mucho más profundo, que podríamos denominar «la maldición de Caín». La maldición de un país que siempre dudó de su identidad y que no duda en buscar traidores a los que achacar su fracaso en cada época.
La España prerromana carece de unidad en los libros que estudia B. Padín, porque no hay un pueblo único que le sirva de sustrato, sino muchos, o por lo menos dos: íberos y celtas, semitas e indoeuropeos en la versión de Vicente Risco, que se fundirían en un único pueblo, los celtíberos, que proporcionarían el sustrato étnico de la historia de España, o que quedarían eternamente divididos, como cuando Murguía reivindique el componente celta como exclusivo de Galicia, o el nacionalismo vasco reivindique sus derechos como el pueblo primigenio y más antiguo de Europa, siguiendo las huellas de W. von Humboldt, estudioso alemán de la lengua vasca a comienzos del siglo XIX.
Cada nacionalismo reivindicará su base étnica y, aunque los hispanos actúen supuestamente unidos frente a Roma en la historia secular de la conquista romana de Hispania, la traición estará presente en primer plano en la muerte de Viriato y la maldición de las guerras civiles de la propia Roma republicana, que alcanzará su apogeo con la figura de Sertorio. De la misma manera, Roma tampoco será capaz de garantizar esa unidad, al mantener siempre la existencia en la Península de diferentes provincias, y por eso habrá que esperar a los visigodos para que esa idea de unidad se consolide gracias a la imposición por parte del poder real y a los poderosos instrumentos que fueron los Concilios de Toledo y la religión católica, unida desde entonces a la supuesta esencia nacional española.
La unión de la religión y el poder real en el mundo visigodo continuará presente en la Edad Media con la pervivencia de la idea de Hispania en las monarquías asturiana, leonesa y castellana. Pero la ocupación musulmana la consolidará aún más, al tener lugar un enfrentamiento entre diferentes reinos que es a la vez un enfrentamiento entre dos religiones y dos mundos en el que los judíos están integrados en cada una de las dos partes, por lo que ambas les podrán achacar a veces el estar colaborando con la otra parte, el ser traidores, otras, en una dirección doble, cuando en realidad sólo eran fieles a su propia religión e intentaban sobrevivir en cada ciudad y cada reino.
Pero es que, además, en la España cristiana convivirán diferentes reinos: León y Castilla, Navarra, Aragón, con distintas configuraciones según las épocas, no existiendo la idea de una monarquía unitaria hasta la llegada de los Borbones en el siglo XVIII,cuando los intentos de reforma y racionalización de la administración y mejora de la economía se encontrarán con la resistencia de poderes locales, fueros y privilegios, pasando así en cierto modo a ser la propia razón un elemento ajeno a la historia de España[9]. La razón se asociará a lo ajeno y a lo externo, a la nueva monarquía o al ejército invasor de Napoleón, y sus nuevos traidores emboscados pasarán a serlo los masones y los afrancesados.
En la historiografía de España da la impresión de que el cultivo y la crianza del odio se encauzaron tanto hacia el enemigo exterior como hacia los supuestos enemigos internos. Siglos de guerras entre reinos hispánicos medievales, levantamientos de catalanes y repetidas guerras carlistas parecieron querer desembocar casi naturalmente en nuestra Guerra civil y en la crisis de la idea de España y la génesis de unos nacionalismos que pasaron a asumir el rol de traidores, una vez que la consolidación del sistema parlamentario, haya sido mejor o peor, desterró la idea de que el rival político no puede ser un traidor, ya que es consustancial a la democracia parlamentaria la idea de oposición. Debe haber un gobierno, pero también quien se le oponga, y la traición solo debería ser un delito capital en caso de guerra contra al enemigo externo. Pero ¿qué ocurre si diferentes naciones se proclaman a sí mismas como unidades cerradas, mónadas perfectas incompatibles entre sí? Pues que entonces la idea del traidor y la traición renacen en toda su plenitud: vascos, gallegos y catalanes, por lo menos, son traidores a España, y, a su vez, en el seno de cada de esas naciones vuelve a haber enemigos internos: españoles agazapados que no quieren reconocer su verdadero ser y desean entregar a quienes sí lo hacen en manos de ese enemigo exterior y eterno que se enfrenta en los relatos a los poderes centrales desde los comienzos de la historia hasta el tiempo presente, siempre de la misma manera ejemplar. Los indígenas galaicos que luchan contra Roma son los mismos que los visigodos que se enfrentan a los suevos, que los nobles y efímeros gallegos que luchan contra los leoneses y castellanos. Y es que los gallegos siempre se han enfrentado al centro desde su periferia, sea ese centro Roma, Toledo, León, Valladolid o Madrid.
Lo mismo ocurrirá en las historias de los vascos y catalanes. La traición sigue viva, el odio alerta y, al contrario que los judíos de España en su Shabbath, ya nadie parece querer que en la historia las épocas entren y salgan en paz, cuando así lo pedían en su Shalom alejem.
En la tradición romana y en las religiones del mundo antiguo existía la idea de que el nacimiento de un niño podría simbolizar la llegada de una nueva época de paz. Virgilio así lo describió en su IV Égloga, en la que el nacimiento de un niño, que los cristianos identificaron posteriormente y de modo interesado con Cristo –haciendo cristiano al poeta latino–, supondría el fin del odio, las guerras civiles y la llegada de la paz que traería a la tierra la vuelta de la Edad de Oro: redeant Saturnia regna[10]. Tal como se supone lo habría logrado el emperador Augusto, al poner fin a las guerras civiles y ordenar el cierre de las puertas del templo de Marte.
Para los romanos el nacimiento de un niño marca el comienzo de una nueva época de paz en la historia política del mundo. Para los cristianos ese nacimiento será un acontecimiento esencial en la historia de toda la humanidad y de todo el universo, tal como se celebra en la Navidad. De acuerdo con ese cambio tendrían que llegar el reino de la justicia, la paz y la fidelidad, que es todo lo contrario de esa traición que los propios cristianos atribuyeron a los judíos, al no reconocer al hijo de su verdadero Dios, tal como se analiza en uno de los capítulos de este libro.
Después de tantas traiciones que se han ido desplegando ante nuestros ojos como metros y metros de una gran alfombra, que se saca para celebrar la sangrienta fiesta de la historia de España, en cuya bandera un río de oro riega un campo de sangre, podríamos acabar con unos versos de uno de los villancicos más famosos del mundo:
O Tannenbaum
O Tannenbaum
O Tannenbaum
wie treu sind deine Blätter!
Du grünst nicht nur fur Sommerseit
nein auch im Winter, wenn es schneit.
¡O Tannenbaum, O Tannenbaum wie treu
sind deine Blätter!
¡Oh abeto,
oh abeto,
qué fieles son tus hojas!
No sólo estás verde en verano,
sino también en el invierno, cuando nieva.
¡Oh abeto,
oh abeto, qué fieles son tus hojas!
Suplan las verdes hojas del abeto esa fidelidad que tantas veces ha estado ausente de esta continua historia de traiciones que ha sido la historia de España. Y sea este nuestro particular Shalom alejem.
José Carlos Bermejo Barrera
[1] Véase E. Zerubabel, The Seven Day Circle. The History and Meaning of the Week, Nueva York, The Free Press, 1985.
[2] Puede escucharse en la interpretación de Susana Allen, fácilmente localizable en Youtube, https://www.youtube.com/watch?v=WeYh6f3U1E8.
[3] The Other within. The marranos. Split Identity and Emerging Modernity, Princeton, Princeton University Press, 2009.
[4] De hecho, es significativo que Leon Poliakov, uno de los primeros grandes expertos en el Holocausto, titulase su libro sobre el tema Breviare de la haine. Le III Reich et les juifs, París, Calmann-Levy, 1951.
[5] Zakhor. Histoire juive et mémoire juive, París, Gallimard, 1982.
[6] Véase E. Salgado, Radiografía del odio, Madrid, Guadarrama, 1969, y C. Castilla del Pino (ed.), El odio, Barcelona, Tusquets, 2002, así como el tratamiento más sistemático de A. T. Beck, Prisioneros del Odio. Las bases de la ira, la hostilidad y la violencia, Barcelona, Paidós, 2003.
[7] Felony and Misdemeanor. A Study in the History of English Criminal Procedure, Londres, The Commonwealth Fund, 1937.
[8] The Cultivation of Hatred. The Bourgeois Experience. Victoria to Freud, Londres, Norton Company, 1993.
[9] Como ha destacado L. Rodríguez Arana, El desarrollo de la Razón en la cultura española, Madrid, Aguilar, 1962.
[10] El tema literario del nacimiento del niño fue estudiado por E. Norden, Die geburt des Kindes. Geschichte einer religiösen Idee, Stuttgart, Studien der Bibliotek Warburg, III, Teubner, 1930.