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CAPÍTULO UNO Primer año
ОглавлениеAquellas primeras semanas en Hawthorne aparecen en mi mente como libros en un estante, pulcros y ordenados, separados por género. Me pregunto si los demás lo recuerdan como yo. Trozos y piezas de recuerdos, momentos dispersos, cosas que dijimos, que hicimos. Las razones por las que llegamos a estar tan unidos; todo se reduce a esos primeros días, en los que las inseguridades y los nervios nos unifican.
Después de que mis padres llevaran mis pertenencias a mi habitación desnuda y me escoltaran al comedor, me encontré sola. No conocía a nadie, y vivía en una habitación individual en la residencia del campus. Me recordó a mi primer día en el jardín de infancia. Mi madre me había dejado ahí, y su olor todavía persistía en el aire después de que se hubo marchado. Ella usaba un perfume que definía partes de mi infancia, cada recuerdo se mezclaba con esa fragancia. Me senté en una de las mesas comunales en miniatura, en silencio y calma, mientras mis compañeros entraban en pánico, lloraban, gritaban y montaban rabietas. La universidad era similar, salvo por el espectáculo. Ahora todos eran mayores, capaces de ocultar su miedo, pero los huecos en sus estómagos los corroían, y pude ver el mismo pánico en sus ojos. Se preguntaban si harían amigos, si encontrarían un lugar donde pudieran encajar durante los próximos cuatro años de sus vidas. Levanté la vista hacia el nuevo y resplandeciente comedor, cuya construcción apenas había terminado el último verano; sus paredes de cristal reflejaban una luz cálida en mis ojos. Los carteles pegados en el exterior promovían clubes universitarios y eventos deportivos. Pensé en mis padres, que estarían cruzando en ese momento la frontera entre Maine y Nueva Hampshire, conduciendo por debajo del límite de velocidad a través de la carretera interestatal 95, hacia el aeropuerto de Boston. Mi madre quizás estaría mirando por la ventana mientras papá conducía, observando los árboles pasar, preguntándose cuándo comenzarían a mudar sus hojas.
Al primero que conocí fue a John, antes de que nadie más entrara en mi vida en Hawthorne. Todos me consideraron la mejor amiga de Ruby, su compinche, desde el primer día. No afirmé lo contrario. Además, la gente se sentía atraída por Ruby, su coleta de pelo castaño y su sonrisa permanente atraían la atención, yo no. Todos querían estar cerca de ese tipo de perfección. La gente asumió que ella me había arrancado de entre la multitud de chicas dispuestas a ser sus amigas cuando, en realidad, fui yo quien la eligió.
El comedor estaba lleno de nuevos estudiantes, y algunos empujaban para abrirse paso hasta los asientos vacíos. Me quedé quieta, analizando mis opciones. La gente se presentaba, hablando de lo que habían hecho en el verano. No necesitaba elegir un asiento todavía. La charla comenzaría dentro de diez minutos. Podría beber un café del carrito de afuera. Giré sobre mis talones y me alejé; me sentí aliviada en el espacio abierto y el aire fresco.
—Un café con hielo —le dije a la camarera que estaba detrás del carrito. Parecía mayor, tal vez éste era su trabajo en el campus. Tal vez estaría cursando el penúltimo año—. Solo, por favor.
—Igual para mí —dijo una voz a mis espaldas. Miré por encima de mi hombro, y tuve que levantar todavía más la mirada, para ver el rostro que emitía esa voz. No era normal que me sintiera pequeña.
Unos ojos azules me miraron fijamente. Él sonrió con una de esas sonrisas a medias, encantadora y extravagante, y tenía un rostro atractivo; su espeso cabello rubio sobresalía por debajo de su sombrero. Miré de nuevo a la camarera, tal vez demasiado rápido. Ella también lo miró fijamente, hasta que él se aclaró la garganta y ella nos entregó ambas bebidas.
—Yo invito —dijo. Antes de que pudiera protestar, él ya le había dado más de cuatro dólares.
—Eh, hum —murmuré—. Gracias, no era necesario.
—No hay problema —dijo él—. Mantén a tus amigos cerca, y a tus enemigos aún más cerca, ¿no es lo que dicen?
Lo miré confundida. Su boca se curvó en una sonrisa astuta.
—La pegatina —dijo, señalando algo en mi mochila—. ¿Los Texans? —señaló su sombrero de ala ancha—. Yo soy de los Giants.
Bajé la mirada a mi mochila. Papá le había puesto la pegatina después de que los Texans ganaran dos partidos seguidos el invierno anterior. Fue un gran acontecimiento porque lo usual es que pierdan, con mucha diferencia. Papá estaba tan emocionado que su rostro parecía el de un niño. No lo había visto así desde que era pequeña, así que no quité la pegatina por temor a que su rostro cayera de nuevo en la aflicción.
—Bueno, sí, arriba los Texans —dije—. Aunque no creo que representemos una gran amenaza.
—Eh, nunca se sabe, quizá con unos buenos fichajes —respondió con un guiño.
Hablaba de esa manera relajada, tipo adolescente. Boba y dulce. Sonreí un poco, esperando parecer agradecida y agradable. Aunque, en realidad, estaba molesta. Odiaba estar en deuda con la gente. Sobre todo, con tipos como éste, que sabía que me pondría un mote de mascota y chocaría su mano con la mía cada vez que me viera, o me ofrecería su puño para golpear el mío, dejándome adivinar qué saludo elegiría. Normalmente prefiero pagar mi café.
Abrió la puerta del comedor para mí, y me deslicé dentro, ansiosa por alejarme para no tener que seguir hablando.
—John —alguien gritó desde el exterior y John, el forofo de los Giants soltó la puerta y dejó que se cerrara entre nosotros, al tiempo que ya le estaba dando al otro chico un apretón de manos y una palmada en la espalda. Parecían atletas, por la manera en que sus cuerpos se movían con gracia y precisión, a pesar del ligero aire de indiferencia que ambos cargaban sobre sus hombros. Líneas bronceadas en sus espinillas. Fútbol, supuse.
Me coloqué en la fila para recibir mi paquete de orientación y los observé a través del vidrio. Me pregunté si se acababan de conocer, si habrían jugado juntos en la pretemporada o si se conocían de antes. Era curioso observar a las personas interactuar, verlas decidir qué decir, cómo actuar. Su primera impresión era la más importante. Noté su lenguaje corporal, los intentos por parecer despreocupados. Entonces intenté relajar mis hombros, pero fue inútil.
John y yo nos miramos fijamente y su boca se curvó en esa sonrisa sugestiva que vería mil veces. Me guiñó un ojo, y me volví rápido, fingiendo que no lo había visto. Prefería pasar desapercibida, pero había heredado la piel clara de porcelana y los ojos verdes de mi madre. Mis rasgos faciales eran simétricos y suaves, y sin importar cuánto comiera, mi cuerpo permanecía delgado. El sol de Texas tornaba mi cabello dorado, a pesar de mi necesidad de mostrarme discreta.
Volví la cabeza, pero aún podía sentir sus ojos en mí, estudiándome. Su risa retumbó cuando las puertas de cristal se abrieron y cerraron para otros estudiantes.
Había cierta familiaridad en él... en la forma en que sonreía, en cómo quería hacer algo agradable por mí, el color de su piel y su pelo. Tragué saliva y me obligué a que los recuerdos pasaran.
—Los amigos que hagas esta semana se convertirán en amigos de por vida.
Estaba escuchando a la chica que hablaba frente a nosotros, pero mis pies ansiaban moverse. Nunca lograba quedarme quieta durante mucho tiempo y ya estaba temiendo el resto de la orientación. No entendía por qué no podíamos leer simplemente el manual y seguir nuestro camino. Mi apetito estaba ávido por las clases, los horarios, la rutina. Esperaba que no nos obligaran a hacer ejercicios de vinculación en equipo.
La chica a mi izquierda jugaba con sus uñas. La observé retirar la irritada piel de la cutícula de su pulgar con su dedo índice. Tirar, rascar, escarbar. Repitió esto hasta que la endurecida cutícula cayó al suelo.
—Básicamente, no os emborrachéis demasiado, ¿de acuerdo, chicos? —dijo la chica que estaba frente a nosotros—. Mejor llegar a un estado de aturdimiento confortable.
Algunos de mis compañeros rieron. Me pregunté si la administración habría pensado que sería más conveniente traer a una estudiante de último año para tener una charla con nosotros sobre las drogas y el alcohol. Parecía estar funcionando.
Dirigí mi mirada hacia las copas de los pinos que contrastaban con el cielo nebuloso del verano, donde podía distinguir la punta del campanario de la capilla y la parte superior de los edificios académicos de ladrillo. Edleton, Maine, era un lugar idílico para una pequeña universidad de “humanidades”, ubicada entre bosques de arce, pino y roble. Cuando papá y yo la visitamos, en mi último año de instituto, el guía nos habló sobre el pequeño pueblo industrial, cómo los camiones de madera salpicaban las carreteras y llevaban la madera para transformarla en pulpa o pellas para calefacción. En ocasiones, tablones para suelos. A papá le interesaba más la explotación forestal que Hawthorne e insistió en que fuéramos al pueblo después; hizo fotos de todos los viejos molinos de piedra y el deteriorado molino de agua del río que alguna vez los había impulsado.
Durante el recorrido escuché a otro posible estudiante susurrar acerca de cómo los habitantes del lugar odiaban a los estudiantes privilegiados. Un joven había sido apuñalado hacía unos años, cuando se había desatado una pelea en un bar de la localidad. No lo habían llevado al hospital a tiempo, y se había desangrado en la acera.
A mi lado, la chica de la cutícula me dio un codazo en el brazo, mientras miraba a un tipo frente a nosotras. Seguí su mirada. El cabello del chico era negro azabache, su piel oscura era un grato soplo de aire fresco en este mar blanco, sus brazos estaban flexionados mientras jugaba al Tetris en su teléfono. Llevaba una sudadera con capucha y unos caros vaqueros oscuros. Sus pies estaban plantados firmemente en el suelo, sus relucientes zapatillas deportivas nuevas se juntaban con las perneras de sus pantalones.
Un susurro en mi oído:
—Es un príncipe.
Miré a la chica, su rostro parecía a punto de explotar por la incontenible emoción. Sus ojos brillaban, bajo el maquillaje que formaba grumos en sus pestañas. Escudriñé el resto de su cuerpo con el rabillo del ojo. Sus facciones eran oscuras, justo lo opuesto a las mías. Tenía la piel bronceada, ojos oscuros y vellos oscuros en los brazos. Me pregunté si sería una de las estudiantes internacionales, quizá de India o Sri Lanka. Sus uñas estaban pintadas con un esmalte azul astillado, y su pelo negro, cortado en sedosas capas que rodeaban su rostro. Lo que me sorprendió fue el gran tamaño de su pecho, que sobresalía de su pequeño torso.
Se acercó más a mí.
—Estuve fisgoneando su perfil en el grupo de Facebook. Tiene como diez Lamborghini. Es de Emiratos Árabes. Dubái, o Abu Dabi, o lo que sea... Abu Dabi, creo. Sí. Porque su padre es el ministro de economía de allí. Me emocioné un poco y seguí la búsqueda en Google, pero no me juzgues mal —susurró, con un cadencioso acento británico.
Nunca me ha impresionado la riqueza. Vengo de una familia sin problemas financieros, nunca nos ha faltado nada, aunque tampoco es que compráramos artículos de lujo. Por supuesto que aspiro a amasar mi propia fortuna algún día, pero nunca he sentido celos hacia aquellos que han nacido con ella. Siempre parecía haber demasiadas ataduras en esos entornos.
—Deberíamos hacernos amigas suyas —dijo, mientras una sonrisa maniaca se asomaba a su rostro.
Su atrevimiento era sorprendente. Ya hablaba como si nosotras fuéramos amigas. Ni siquiera conocía su nombre. Lo único que compartíamos era el lugar donde nos habíamos sentado, en una larga mesa en un extremo del comedor. Dejó escapar un sonoro suspiro y se hundió en la silla, envolviendo sus sandalias alrededor de las patas de metal. La observé sacar algo de su bolso, goma de mascar, y me la ofreció.
—Entonces, ¿cómo te llamas? —susurró.
—Malin —respondí—. ¿Y tú?
—Gemma —sonrió y apretó mi brazo—. Mi compañera de habitación y yo estamos organizando una fiesta, ya sabes, una especie de bienvenida. Será esta noche, deberías venir.
—Claro —respondí—. Entonces, ¿eres de Inglaterra? —me di una palmadita mental en el hombro por haber continuado semejante charla insustancial.
—Mamá estudió aquí en los años setenta. Ella es americana; papá, paquistaní. Es todo un tema. Siempre están compitiendo por mostrarme su cultura. El caso es que estuvieron de acuerdo en que yo debía recibir una educación estadounidense adecuada para integrarme, sea lo que sea lo que signifique eso. Aunque creo que ya estoy bastante integrada —acarició su suave vientre y puso los ojos en blanco—. Pero en realidad no importa. Aquí hay chicos guapos. Con mucha mejor higiene dental —se detuvo, como si estuviera considerando algo—. Bueno, no es que eso sea importante para mí.
Gemma sacó su teléfono de su bolso que vibraba y tiró un paquete de cigarrillos al suelo, junto a sus sandalias.
—Debe ser mi novio —dijo, guiñando un ojo.
Unos minutos más tarde me envió un mensaje de texto con su número y, sin más, ya éramos amigas.
El plato de papel se hundió en mi mano derecha y el jugo de langosta goteó sobre el cuidado césped. Aferré el tenedor y el cuchillo de plástico contra mi estómago. Alguien empujó mi hombro, y la langosta salió despedida al frente, con sus garras extendidas al cielo. Una chica de pelo sedoso gritó: “¡Lo siento!” mientras pasaba junto a mí; su voz era alegre y genuina. La vi desaparecer en la fila de estudiantes en el bufé, sumándose al desfile en busca de comida y bebida.
Me puse a la orilla de un mar de estudiantes sentados en pequeños grupos donde se presentaban y forjaban amistades. A lo lejos, vi una zona de jardín a la sombra de un gran árbol. El suelo estaría frío y no habría nadie que me hiciera preguntas, tratando de averiguar quién soy. Pero recordé el trato que había hecho con papá y me obligué a caminar en medio de las olas. Me quedé mirando la langosta, con sus ojos muertos como canicas negras.
Por mucho que hubiera creído que la universidad sería lo mismo que el instituto, me sentía sorprendida por la falta de agrupaciones cliché. No había deportistas, chicas de hermandades, góticos o cerebritos. A mis pies, todos vestían camisas a cuadros y pantalones de algodón. Mi madre me había sugerido que llevara vaqueros y una blusa sencilla, y me di cuenta de su tendencia a tener razón en situaciones como éstas. Las chicas iban vestidas con ropa informal, con el cabello recogido en una cola de caballo o trenzado sobre los hombros. Era como si todos hubieran intentado tener el mismo aspecto, escogiendo conscientemente un uniforme, ansiosos por encajar. Me abrí paso a través de los clones, un catálogo de amantes de la naturaleza con buen gusto: cada grupo había sido arrancado de sus páginas y colocado en el campus.
Estudié mis opciones. No parecía haber sitio para mí, y recibí un par de sonrisas misericordiosas mientras avanzaba con dificultad. Nadie estaba dispuesto a arriesgar su lugar para mí, o a causa de mí. Todas nuestras personalidades estaban herméticamente cerradas, con la esperanza de encontrar puntos en común con la persona a la que nos aferraríamos ese primer día. Miré el árbol de nuevo. Tal vez esto podría posponer un poco más. Papá no tendría que enterarse.
—¡Eh! —una voz gritó detrás de mí. No pensé que estuviera dirigida a mí, así que seguí moviéndome.
—¡Eh! ¿Maaaaliiiiinn? —una voz con acento británico.
Miré por encima de mi hombro: Gemma me saludaba con una mano y con la otra daba palmaditas en el suelo, a su lado. Dudé. Esto era: si me sentaba, me quedaría allí. Miré a los que estaban con ella: dos chicos y una chica. Uno de los chicos estaba de espaldas a mí, pero reconocí sus anchos hombros y su pelo rubio. La otra chica era brillante y luminosa, con su grueso cabello enrollado en un moño sobre su cabeza. Elegante, relajada. Sus ojos me miraron, sonrió y me saludó junto con Gemma.
—Parecías tan perdida —dijo Gemma mientras me sentaba con las piernas cruzadas entre ella y la otra chica. Me di cuenta de que tenía un brillante grano de maíz entre sus dientes. Sonreí a los demás, que me miraban fijamente, era una intrusa en su círculo.
—Ésta es Malin —dijo Gemma.
Me volví y miré al chico rubio, con el que me había encontrado en el carrito de café. Me dedicó una sonrisa de complicidad y extendió su palma de inmediato, cogió la mía y la sacudió con un fuerte apretón de manos.
—John —dijo, y luego asintió al chico que se encontraba a su lado—. Mi primo, Max.
—Hola —contesté, con una amplia sonrisa en el rostro. Max y yo hicimos un breve contacto visual, pero permaneció callado, con la mirada distraída y sombría. Era más pequeño que John, delgado y compacto; la raya en su oscuro cabello había sido dibujada con esmero. Quizá se había peinado después de ducharse. Era atlético, pero no tan voluminoso y firme como John. Aunque estábamos sentados, yo era más alta que él... bueno, yo era más alta que la mayoría de las personas. Los primos tenían unos brillantes ojos azules, el único parecido físico que compartían. Gemma hizo un gesto con la mano hacia la otra chica, que todavía estaba sonriéndome.
—Mi fabulosa nueva amiga Malin, te presento a mi igualmente fabulosa compañera de habitación, Ruby —dijo Gemma, sonriendo en medio de ambas. Ella disfrutaba esto de unirnos a todos, como si tuviéramos que agradecerle el emparejamiento.
La sonrisa de Ruby se hizo más amplia, con los dientes blancos y perfectos, y los labios henchidos. Parecía tan joven que si la hubiera visto en la calle podría haberla confundido con una estudiante de instituto. Mentalmente, recordé que habíamos estado en el instituto hacía apenas cuatro meses, al borde de la graduación, en el torpe mudar de bebé a adulto.
—Hola —dijo Ruby, con una amplia sonrisa, y sus ojos marrones claros y espontáneos.
Le devolví la sonrisa, sin estar segura de cómo responder a su feliz efecto. De cerca podía ver las pecas dispersas en su nariz y sus mejillas. Su rostro era ideal, una manifestación en la vida real de la proporción áurea. La naturaleza la había hecho perfecta, cada lado de su rostro reflejaba al otro con belleza.
—¿Así que tú debes ser la persona con la que se sentó Gemma a la hora de la orientación? —preguntó Ruby. Su voz era más suave que la de Gemma. Me sentí agradecida de que ella guiara la conversación, así no debía hacerlo yo.
—Sí, estuvimos mirando un rato al príncipe —contesté.
—Oh, Dios mío, Gemma —gimió Ruby, y luego se inclinó hacia mí—. ¿Le dijiste que lo dejara en paz? Lo juro, ella es una pequeña acosadora.
—¡Cállate! No lo soy —refutó Gemma. Luego sacó su teléfono y comenzó a enviar mensajes de texto. Sin levantar la vista, continuó—: Pero si nos hacemos amigas suyas, me lo agradeceréis.
Ruby se inclinó sobre el hombro de Gemma.
—¿A quién sigues enviando mensajes de texto? ¿Acaso es Liam? Déjame ver.
Gemma sonrió y protegió su teléfono de los ojos curiosos de Ruby.
—Sí... me echa de menos. Pobre tipo.
—¿Quién es Liam? —pregunté.
—Su nooovioooo —respondió Ruby.
Gemma sonrió y dejó su teléfono al lado de la cadena con su tarjeta de acceso.
—Le dije que debíamos romper antes de que yo viniera aquí, pero él insistió en que le diéramos una oportunidad a la distancia.
Pensé en algo que decir.
—Entonces, ¿tenéis una fiesta esta noche?
—Sí —respondió Ruby, pinchando un poco de ensalada de patata con su tenedor—. Y tú tienes que venir. Hawthorne College, sin padres, ¿no es así?
El lema Hawthorne College, sin padres había adornado el “Acerca de” en la página de Facebook de nuestra promoción durante varios meses ese verano. Imaginaba que se le habría ocurrido a algún sobreexcitado estudiante, mientras se apresuraba en crear la página en cuanto recibió su carta de bienvenida. La idea de una fiesta hizo que me doliera la cabeza, y miré la langosta en mi plato. La pinché con mi tenedor.
Los ojos de John se posaron sobre mí.
—¿Nunca has comido langosta? —preguntó. Todos me miraron, esperando respuesta.
—Hum, no —contesté—. Soy primeriza.
—Es deliciosa —dijo Ruby, mojando un trozo de carne en mantequilla.
—¿De dónde eres? Incluso la reina de Inglaterra, aquí presente, sabía cómo hacerlo —preguntó John, inclinando ligeramente la cabeza hacia Gemma.
Gemma se estremeció, como si ser buena para comer la hiciera sentirse cohibida. Metió el estómago hacia dentro y se enderezó un poco. Para su mala suerte, esto sólo hizo que su generoso pecho sobresaliera aún más.
—Houston —respondí—. Mamá es alérgica a los mariscos, así que no los comemos.
—Ah —dijo John, acercándose a mí. Olía a desodorante y jabón. Miré detrás de él, a Max, que todavía no había hablado conmigo, aunque nos miraba mientras comía.
John se acercó a la langosta que estaba en mi plato, e hice una mueca cuando la antena se tambaleó en sus manos.
—Comienza con la cola —dijo, deslizando el cuerpo entre sus manos con facilidad.
Se escuchó un repentino chasquido cuando sacó la carne blanca de la cola. Cogió la cáscara en su puño y la estrelló de golpe contra el plato, con lo que los fluidos corporales salieron volando y salpicaron a Ruby y Gemma. Una sustancia acuosa cayó en mi muñeca. Gemma chilló de disgusto y golpeó el grueso brazo de John. Él la ignoró mientras usaba su pulgar para desprender la carne. Ruby, más reservada, cogió una servilleta para limpiar en silencio el líquido de su calzado.
—Luego las pinzas —continuó, pinchando la púa plateada en las tenazas curvas.
Sacó unas pinzas metálicas de su bolsillo trasero y apretó la tenaza entre ellas, con lo que mandó más jugo a mi plato ya empapado. Entonces me miró con una sonrisa satisfecha.
—Bienvenida a Maine —dijo él.
Lo miré y luego a los ojos de la langosta, que ahora estaban bocabajo, indefensos en su oscura mirada. Me di cuenta de que John quería que agradeciera su ayuda, así que esbocé una sonrisa.
—Genial, gracias —dije.
Señaló una pasta verde que había comenzado a exudar del cuerpo.
—También puedes comerte eso. Es un manjar.
—No —dijo Ruby—. Eso es la...
—Mierda —interrumpió Gemma—. Mierda, literal. Sólo te está tomando el pelo.
John se sentó en su sitio, donde la hierba había comenzado a recuperar su forma erguida. Se recostó sobre las palmas de sus manos y sonrió.
—Es la mejor parte. Y no es mierda, es el hígado.
—Qué asco —Gemma lanzó una tenaza a su pecho, que rebotó y cayó al suelo, donde aterrizó al lado de los pantalones color salmón de John. Él le dirigió una sonrisa, y las mejillas de Gemma se sonrojaron. Parecía inapropiado que alguien que tuviera novio estuviera coqueteando con otro chico, pero ¿qué sabía yo de las relaciones románticas? Nunca había tenido novio. Gemma sacó un cigarrillo de su bolso y lo encendió, sin molestarse en apartarse del grupo. El humo llegó a mi nariz, y tuve que resistir la tentación de toser. Esperaba que Ruby no fuera fumadora.
—¿Cómo es que os conocéis? —pregunté, confundida por su aparente cercanía.
—Oh —dijo Gemma, ansiosa por responder—. Nos acabamos de conocer, literalmente. Hoy —miró a John—. Bueno, supongo que él ya conocía a Max, obviamente, dado que son primos, y Ruby estuvo con ellos aquí durante la pretemporada. Los tres juegan al fútbol. Y yo soy la compañera de habitación de Ruby. Suena demasiado complicado cuando lo explico.
—Y estuvimos chateando por Facebook durante el verano —señaló Ruby.
—Es cierto. Así que es como si ya nos conociéramos —dijo Gemma, embutiendo un pedazo de maíz en su boca.
Vi el cadáver de la langosta y mi hambre se disipó. Los demás comenzaron a hablar sobre sus clases de primer año, y sus voces se tornaron cada vez más lejanas. Cogí un trozo de carne fría y gomosa y lo sumergí en el vaso de plástico con mantequilla. Pensé en los restos de langosta que nos rodeaban, en cómo hacía tan sólo unos días habían estado felices en el fondo del mar, sin saber que sus vidas llegarían a un abrupto final en un elitista jardín universitario. Y nuestro jardín, ni siquiera era la élite de la élite. Éramos el equipo mini-Ivy. Los que no habíamos conseguido entrar en Princeton, Harvard o el MIT, los rechazados de la Ivy League. Me pregunté si en el campus de Harvard tendrían mejores langostas. Vi a Ruby presionar su rodilla contra la de John de la forma familiar en que lo haría una novia. Era un gesto íntimo, un momento que había interrumpido al presenciarlo. Los demás se reían de algo, pero no les presté atención, mientras observaba los ojos de John moviéndose desde la rodilla de Ruby hacia mí. Sabía que estaba intentando conocerme, buscando una manera de agradarme. Tal vez se preguntaba por qué no estaba babeando por él como las otras dos. Aparté la vista antes de que Ruby notara nuestro contacto visual, esperando que la reunión llegara a su fin más pronto que tarde.