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CAPÍTULO TRES Primer año

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La humedad se aferraba a mi camisa mientras caminaba por el campus. Prefería el frío, el viento cortante era un reconfortante alivio. En Texas todavía hacía calor durante esta época del año, no como en Maine. Maine. Mi nuevo hogar. Llevaba vaqueros negros y un top de seda sostenido por unos finos y delicados tirantes. Los vaqueros eran ajustados y mis hombros quedaban expuestos a la luz azulada del atardecer.

Gemma y Ruby vivían en una de las residencias estudiantiles más grandes del campus. La hiedra se abrazaba a sus paredes de ladrillo y la música se escuchaba desde las ventanas abiertas. Afuera, las canciones competían por conseguir la mayor atención. Era desagradable de una manera cómoda. En realidad, esto era la universidad: ir a una fiesta por la noche entre semana, reunirse con los amigos... Gemma, Ruby, John, Max. Repetí sus nombres, los dejé rodar sobre mi lengua. No podía creer que los hubiera conocido tan pronto. Necesitaba ser una buena amiga para ellos, para que me tuvieran cerca. Me acordé de que debía ser divertida, relajada; que debía interesarme en sus vidas, ser una buena confidente. Ser genial, no aburrida, y entender cómo funcionaban cada uno de ellos, de manera que pudiera ayudarlos si lo necesitaban. Puse una marca mental en la casilla correspondiente a amigos.

Unos chicos estaban sentados en los escalones de la entrada principal y me miraron de reojo cuando pasé a su lado. El humo flotaba en el aire y un olor asqueroso llenó mis fosas nasales y mis pulmones. En el primer peldaño hice contacto visual con uno de ellos: el príncipe. Me dedicó una amplia sonrisa y saltó para abrir la puerta.

—Gracias —dije, mientras entraba en el pasillo fresco.

El príncipe sonrió. Era guapo, tenía un rostro suave y ojos amables. Era servicial. Tal vez trataba así de compensar el hecho de ser un príncipe. Al acercarme me di cuenta de que apestaba a colonia.

—¿Vas a la habitación de Gemma? —preguntó, poniendo su pie delante de la puerta para evitar que se cerrara.

Gemma ya debía haber encontrado la manera de conocerlo; tal vez ella llegaría incluso a pasear en uno de sus Lamborghini.

—Sí —contesté.

Nos quedamos ahí, evaluándonos el uno al otro un momento hasta que uno de los otros chicos levantó un brazo con algo entre los dedos. El príncipe miró al otro chico y luego a mí de nuevo.

—¿Quieres un poco? —preguntó, con una mirada pícara en los ojos, desafiándome a unirme a ellos. Sabía muy bien que no debía ser la única chica en un grupo de chicos. Sabía el estigma asociado a ese tipo de chicas, y eso no era lo que yo estaba buscando.

—No, gracias —dije.

—Como quieras. Nos vemos arriba —respondió el príncipe, y saltó de nuevo a la parte superior de la escalera.

La puerta se cerró de golpe a mis espaldas. Comencé a subir los peldaños de azulejos; mis pasos hacían eco en el antiguo edificio.

—¡Oh, Dios mío, hola! —chilló Gemma cuando aparecí en la entrada de su habitación. Su aliento era afrutado y alcohólico. El líquido en su vaso rojo desechable se salió del borde y se derramó en el suelo. No pareció importarle.

La puerta estaba atrancada para permanecer abierta al largo pasillo, el aire caliente y espeso que emanaba de la ropa manchada de sudor. La música estaba tan alta que casi no pude escuchar el saludo de Gemma. El bajo de la canción vibraba a través del suelo y en mis piernas, lo suficientemente fuerte para alcanzar la totalidad de la sala, que estaba repleta de estudiantes de primer año. Había llegado tarde a propósito, ansiosa por evitar las conversaciones superficiales antes de que la fiesta empezara. Me sentí aliviada de que la mayoría de los estudiantes ya estuvieran bastante pasaditos; una pareja incluso se estaba besando en el otro extremo, y él tenía la mano bajo la blusa de ella.

Le entregué a Gemma un pack de cerveza.

—Traigo un regalo.

—¿Cómo has conseguido esto? —preguntó—. Nosotras tuvimos que pagarle a un estudiante de último año para que nos comprara una botella hoy. Absolutamente absurdo. Creo que su comisión nos ha costado más que el vodka.

—Papá, antes de que se fuera —dije. Se mostró sorprendida y se lo expliqué—: Él prefiere que lo consiga legalmente.

—¡Qué genial tu padre! —dijo Gemma, empujándome a través de la estrecha multitud—. Con suerte, pronto me darán una identificación falsa. Todo esto es una mierda... en Londres puedo comprar alcohol sin ningún problema, pero aquí no. La tierra de la libertad, y una mierda —gritó por encima de su hombro. Cuando llegamos a la esquina de la habitación, cogió las cervezas y las metió en un mini frigorífico, cuyo contenido era enteramente alcohol y bebidas energéticas.

La habitación de Gemma y Ruby era pequeña, y el único alivio se encontraba en su techo alto. Había carteles colgados en las paredes, y cajas y maletas sin deshacer arrinconadas. Los estudiantes se habían sentado sobre ellas, piel contra piel, con latas de cerveza y vasos de vodka y ginebra en sus manos sudadas. Nos abrimos paso hacia el muro del fondo, donde una gran ventana presumía de su vista al jardín. Las antiguas farolas iluminaban los senderos, y los estudiantes caminaban en grupos por los adoquines de un lado a otro.

Ruby estaba posada en el alféizar de la ventana, riendo con John. La brillante cabeza rubia del chico se inclinó hacia la de ella, el yin y el yang, tan cerca que se podían tocar. Él le susurró algo al oído antes de alejarse; era sin duda la persona más alta en el lugar mientras caminaba entre la multitud. Todos lo miraron al pasar, las chicas ansiosas por estar cerca de su encanto, los chicos ajustando sus posturas.

Miré a Gemma, cuya sonrisa se había desvanecido ante la escena de la ventana.

—Así que ése es John, ¿no es cierto? —pregunté—. Todavía intento recordar los nombres.

Gemma asintió mientras me lanzaba una mirada, como si acabara de recordar que estaba a su lado.

—Y su primo es Max, el más bajo y de pelo más oscuro. Supermono, pero demasiado bajo para mí —respondió ella, su voz se fue apagando mientras miraba alrededor de la habitación y afuera, en el pasillo. No podía saber si estaba bromeando. Ella no medía más de metro y medio de altura.

—Bueno —continuó—, todavía no está por aquí. Es raro, él y John no parecen estar tan unidos, pero Ruby dice que siempre están juntos. John es como un cachorro de golden retriever emocionado, y Max es... Bueno, Max es Max. Nada, absolutamente nada me viene a la mente para describirlo. Es un poco aburrido, supongo. No puedo explicarlo. Ya lo verás.

—Me dio esa impresión durante el almuerzo de langosta —dije, recordando que Max ni siquiera había hablado con nosotras.

—¡Malin! —gritó Ruby, saludando con la mano desde el otro lado de la habitación. Cuando nos acercamos, me miró de arriba abajo y luego me dio un abrazo. Estaba empezando a darme cuenta de que los abrazos en la universidad eran algo a lo que tendría que acostumbrarme.

—Me encanta tu atuendo, es tan chic —Ruby tocó la seda entre sus dedos, su voz era amable. Estaba acostumbrada a los cumplidos de doble filo de las chicas. Mi instituto estaba lleno de eso, todas se felicitaban unas a otras y luego ponían los ojos en blanco al volver la espalda. Pero Ruby era diferente. Lo decía con honestidad.

Rio después de un segundo.

—Lo siento, ¿es raro que te esté tocando?

Negué con la cabeza, con una sonrisa vacilante.

—Me encantaría poder ponerme algo así, tal vez si perdiera algo de peso —dijo Gemma, riendo nerviosamente entre palabra y palabra.

No me atreví a disipar las inseguridades de Gemma, así que miré por la ventana. Esperaba que pareciera que no había escuchado su comentario, como si éste hubiera salido flotando por la ventana y desaparecido por los senderos bien iluminados.

Ruby fue quien rompió el silencio.

—Oh, Gems, eres preciosa, y lo sabes.

—Gracias, cariño —dijo Gemma. Sonrió y tiró de su blusa para revelar más su escote.

El repertorio entre ellas era ya tan familiar que parecían haber sido amigas durante años. Cuando papá me dio el cuestionario de alojamiento, al inicio del verano, solicité una habitación individual, pensando que de esa manera podría estudiar mejor. Nunca imaginé que una amistad podría surgir de eso, o al menos no como la que tenía en ese momento frente a mí. De lo único que había estado segura era que no quería quedar atrapada con alguien que no me gustara. Y dicho pensamiento era tan firme que superó la expectativa de una amiga instantánea.

—Entonces, ¿cómo llegaste de Texas a Maine? —me preguntó Ruby. Abrió una cerveza con sus uñas rosadas y me entregó la lata sudada.

No estaba segura de por qué Ruby quería hablar conmigo. En el instituto había conseguido ser una persona solitaria. Sabía que era lo suficientemente atractiva, definitivamente más inteligente que cualquier otra, y aunque los chicos dejaron de intentar salir conmigo a mediados del segundo año, podría haber sido parte del grupo más popular. Pero no quise intentarlo. Forzar una conversación me resultaba extenuante, y no tenía nada en común con el resto de los estudiantes. Me gustaba estar sola, disfrutaba de la lectura. Sabía que eso mantenía a mis padres en vela por las noches. “Ella necesita tener amigos”, los imaginaba susurrando entre sí en la oscuridad. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que había hablado con gente de mi edad, que había supuesto que todos preferirían actuar como si yo no existiera. Pero ahora, justo frente a mí, había dos chicas reales dispuestas a ser mis amigas.

Antes de que pudiera responder, Gemma interrumpió:

—Sí, eh, ni siquiera yo lo sé todavía. Ya sabes, pareces tan Nueva York. Como esas tonalidades en blanco y negro, me encanta, y tu pelo es tan lacio y rubio, de ese color platino que siempre he querido tener. Pero ¿Texas? Ni siquiera tienes acento, ni siquiera hablas como texana, ¿puedes hablar como texana? —su acento era rápido y cantarín, apenas podía seguirle el ritmo. Le gustaba ser el centro de atención, la líder de la manada.

Sonreí.

—Me encanta Nueva York —dije, decidiendo qué pregunta responder primero. Ambas miradas estaban fijas en mí—. Solíamos visitar Nueva Inglaterra a menudo, cuando era más joven. Mis padres son originarios de Massachusetts, así que aquí estoy... un pequeño cambio de escenario. Pasando el rato con vosotras —dije la última frase con acento texano.

Ambas rieron. No mencioné la verdad porque no tenía sentido. No era algo que pudiera explicarse con una cerveza justo después de conocer a alguien. Pasé la siguiente hora con esas chicas. Hablamos de nuestras especialidades: Ruby estaba en Historia del Arte y Gemma en Teatro. Me preguntaron si ya había decidido (ya lo había hecho): Inglés, para después estudiar Derecho. Charlamos sobre lo acogedor que era el campus en otoño, y luego Ruby me preguntó si quería ir con ellas a un manzanal ese fin de semana. Sentí una ligera vacilación de Gemma, pero ignoré su pequeño puchero.

—Me encantaría —dije.

Las cosas se tornaron imprecisas cuando terminé la tercera cerveza. Recuerdo que analicé a Gemma y a Ruby, preguntándome si serían buenas amigas. Estaba sorprendida por lo simple que me había resultado caerles bien. Me centré en ser normal y amable. Podía ser agradable todo el tiempo: elogiarlas, reír en los momentos correctos, decir lo que se tenía que decir. No quería ser demasiado extrema en ningún aspecto, pero tampoco aburrida, así que hice mi mayor esfuerzo por seguir el plan.

Gemma se salía demasiado de los esquemas, su drama resultaba agotador, pero Ruby era perfecta. Ella hacía fluir las conversaciones y se mostraba interesada en cada pequeña cosa que tuvieras que decir. Me gustaba, y yo le gustaría a ella. Sabía que tendría que ser más sociable, más extrovertida, más parecida a ella, si quería que la amistad perdurara.

No fui la única en percatarme de su efervescencia. Todos la adoraron desde el principio. Se deslizaba por la habitación dando la bienvenida y presentándose a los nuevos rostros. Llevaba bebidas a la gente y se aseguraba de que todo el mundo estuviera contento, era la anfitriona perfecta.

Estaba claro que todos querían estar cerca de Ruby, atraídos por la diversión y la luz que se filtraba por su tersa piel. Cuando los chicos no le lanzaban miradas interesadas, las chicas la evaluaban, determinando qué sería más conveniente: ser amigas o rivales. Al final, todos llegaban a la misma conclusión: ser su amigo era la jugada más inteligente.


Más tarde esa noche, Ruby y yo nos acurrucamos sobre una caja sin abrir, bebiendo vodka de una botella de plástico entre risitas. Nuestros traseros se hundieron en el cartón, y nuestros hombros se unieron cuando nos apoyamos contra la pared. Nunca había estado realmente borracha, pero tenía la sensación de que en ese momento lo estaba. El sudor cubría nuestra piel, y anhelaba el omnipresente aire acondicionado al que estaba acostumbrada en casa.

La habitación se había vaciado un poco; sólo quedaba un puñado de estudiantes en pie. Por el rabillo del ojo, podía ver a Gemma hablando con otras chicas, lanzándonos miradas de vez en cuando. Estaba molesta: me había invitado a su fiesta y allí estaba yo, como uña y carne con su compañera de habitación durante toda la noche. La gente ya se estaba refiriendo a nosotras como “inseparables”, y nos preguntaban si nos conocíamos de “antes”. Así era Ruby al principio. Un libro abierto. Una vez que la conocías, la conocías de verdad. No me importaba pasar tiempo con ella, ser su mejor amiga.

—¡Eh! —dijo una voz al otro lado. Vi a Ruby mirar a mi espalda y sonreír.

—¡Eh! —respondió ella, su voz era más dulce de lo que había sido un segundo antes.

Me volví para encontrar a John de pie ante nosotras, con una pelota de ping-pong en la mano.

—¿Os apuntáis? —preguntó, mostrando la pelota.

—Vas a perder —respondió ella. Tiró de mí para levantarme mientras se ponía en pie.

Seguimos a John al pasillo. Max estaba apoyado contra la pared con una botella de cerveza, y el príncipe estaba en el extremo opuesto de una mesa plegable. Dos triángulos de vasos rojos descansaban en los extremos de la mesa, y cada vaso estaba lleno con cerveza hasta la mitad. El suelo se encontraba cubierto de una sustancia pegajosa y el aire olía a levadura.

El príncipe se inclinó sobre la mesa hacia nosotras.

—Soy Khaled, por cierto —dijo, extendiendo la mano—.

Creo que nos conocimos hace un rato.

—Malin —contesté, estrechando su mano, cálida y resbaladiza por el sudor.

—¿El príncipe? —preguntó Ruby, haciendo que todos miráramos fijamente a Khaled; el alcohol enmascaraba cualquier forma de cortesía que pudiéramos haber guardado antes.

Las mejillas de Ruby enrojecieron.

—Lo siento, no he querido...

Khaled suspiró.

—No te preocupes. Papá es el importante, da igual. Ruby sonrió agradecida.

—¿Qué te trae a Hawthorne?

—Bueno —intentó explicar él—, quiero ser cirujano. Estoy en el curso preparatorio para la escuela de medicina —se detuvo y miró a Max—. Igual que Max, aquí presente. Mis padres habrían preferido que me quedara en Abu Dabi y que consiguiera un trabajo para el gobierno, pero me dijeron que podía venir aquí, a Estados Unidos; a Maine, Minnesota o Alaska. Sólo los estados más fríos. Estoy bastante seguro de que piensan que me rendiré después de un semestre y regresaré a casa en cuanto empiece a nevar. Soy un hombre de clima cálido.

—Eso es genial —dijo Ruby—. Nunca he salido del país. Espero que no te moleste que te lo pregunte, pero tienes un aspecto tan...

—¿Del Medio Oriente? —preguntó Khaled.

—Sí —dijo Ruby.

—Asistí un tiempo a la ASL, donde cursé secundaria. Papá fue asignado allí unos años, de manera que crecí ahí también —explicó.

Ruby levantó su vaso y la cerveza se movió de lado a lado.

—Bueno, por la esperanza de que te quedes con nosotros y no tengas que regresar pronto a casa.

Khaled sonrió y levantó su vaso hacia el de ella.

—Salud.

John pasó junto a mí y me entregó la pelota.

—Las damas primero —dijo.

Miré la pelota de ping-pong sin estar muy segura de qué se suponía que debía hacer con ella. Levanté la mirada hacia Ruby, en busca de ayuda.

—Es cerveza-pong —susurró. Debo haber parecido aún más confundida, porque agregó en voz baja—: Debes lanzarla a uno de sus vasos, si cae dentro, ellos beben, y viceversa.

Resulté bastante buena en eso de lanzar pelotas a los vasos. A los cinco minutos, Ruby y yo estábamos ganando, y John y Khaled habían bebido alrededor de cinco vasos cada uno. Eructaban profusamente y sus movimientos eran cada vez más descuidados. John no dejaba de pasar su mano mojada por su cabello, que ya estaba erizado, y sus mechones rubios retozaban en diferentes direcciones.

—Nos estáis machacando —dijo Khaled, sacudiendo la cabeza con una sonrisa. No parecía importarle que estuvieran perdiendo.

Khaled se comportaba de manera despreocupada, lanzando sonrisas y chocando puños con quienes pasaban cerca de la mesa. Su felicidad era embriagadora. Me pregunté cuáles serían sus demonios, si es que tenía alguno. Sentía curiosidad por personas como él, que no cargaban nada sobre sus hombros.

Ruby y yo nos miramos y sonreímos, disfrutando de nuestra victoria, cuando sentí que alguien me abrazaba por detrás.

—Ahí estás —una voz pastosa: Gemma.

—Eh, niña —le dijo Ruby—. ¿Quieres jugar?

—Dios, no, estoy demasiado borracha —Gemma se movió entre nosotras y envolvió sus brazos alrededor de nuestras cinturas. John miró a Max, que nos estaba observando. Todavía no había hablado con nosotras, y su silencio resultaba intrigante e irritante a partes iguales. No estaba segura de si era tímido o si se pensaba superior a nosotras. John y Max comenzaron a hablar sobre algo, fútbol, supuse. John lanzó un vago insulto a un jugador, y Max murmuró en acuerdo, apoyado contra la pared.

—¿Alguien quiere hablar de críquet? ¿Algún interesado? —preguntó Khaled.

—¿De qué están hablando? —pregunté a Ruby. Ella comenzó a arreglar los vasos rojos de nuevo, vertiendo tres centímetros de cerveza en cada uno de ellos.

—Fútbol americano. Los Giants jugarán contra los 49ers mañana.

—¿Eres aficionada? —preguntó John.

Khaled fue el primero en lanzar y hundió la pelota en uno de los vasos de Ruby.

—De los Patriots hasta la muerte —respondió Ruby, cogiendo el vaso.

—Oh —dijo John—, ya no sé si podremos ser amigos.

Ruby se llevó la cerveza a los labios, ocultando una suave sonrisa.

—Déjame adivinar. Eres de un barrio pijo de Connecticut, llevas ropa J. Crew y Patagonia, y te estás especializando en Economía. ¿Eres de los Giants?

John le dedicó una sonrisa torcida.

—Has olvidado la casa en el viñedo.

Ruby tiró la pelota y la hundió en su vaso. Puso una mano en su cadera.

—Por supuesto. Ahora bebe.

—¿Críquet? ¿Hay alguien que le interese? Podría hablar de estadísticas todo el día —dijo Khaled.

—¡Oh, críquet! Mi padre ve... —comenzó a decir Gemma antes de que John la interrumpiera, como si ni siquiera hubiera notado que ella estaba hablando. Gemma desvió la mirada, obligada a tragarse su abatimiento.

—Eh, amigo, ahora estás en América, corta ya el rollo ese del críquet —dijo John, con tono ligero, burlándose.

Khaled se encogió de hombros.

—Como digas, colega, pero es el mejor deporte.

Gemma observó a John y Ruby interactuando con sus bromas de ida y vuelta. Parecía ansiosa por añadir algo sobre fútbol americano, atormentando su cerebro para que formulara algún comentario. Esperé que no lo hiciera.

—¿Así que tú debes ser una fanática de Brady? —le preguntó John a Ruby.

—¿Es ese tipo sexy? —preguntó Gemma. Apenas podía mantener los ojos abiertos.

—Sí. Y lo es incluso más en persona, y un buen tipo, además —dijo Ruby—. Fue a Dartmouth el año pasado para saludar al equipo de fútbol americano. ¿Y adivina quién se escabulló para estrechar su mano?

Tanto John como Max miraron a Ruby, impresionados con la chica que podía hablar de deportes.

Fútbol americano. No lo entendía. Pero seguí sonriendo, era importante que pareciera que me importaba, al menos un poco. Tomé un largo sorbo de la cerveza tibia. El alcohol hizo que sintiera un hormigueo en mi garganta.

—Es un pitcher, ¿verdad? —dijo Gemma. Tenía la cabeza apoyada contra mi pecho derecho, y sus ojos revoloteaban entreabiertos y cerrados. Estaba bastante borracha.

Quarterback —le respondió Ruby rápidamente.

Luego miró a Gemma y me lanzó una mirada de preocupación, como si tuviéramos que recostarla. Intentamos llevarla hasta su cama, con sus pies arrastrando, y la colocamos de lado.

—En caso de que vomite —dijo Ruby.

Cogió un cubo de basura y lo puso en el suelo, junto a la cabeza de Gemma.

—¿Así que estuviste en Dartmouth antes de venir aquí? —pregunté, confundida por su comentario anterior.

Ruby le quitó las sandalias a Gemma y las arrojó al armario.

—Oh, no —dijo—. Papá trabaja allí. Crecí en el campus. Coloqué la almohada bajo el cuello de Gemma.

—¿A qué se dedica? —pregunté.

Habíamos empezado a hablar en voz baja, esperando a que Gemma se durmiera, pero creo que ella habría perdido el conocimiento, aunque hubiera estado en medio de una función de circo. Comenzó a roncar mientras recogíamos latas de cerveza vacías del suelo y las apilábamos en nuestros brazos.

El rostro de Ruby se tensó. No quería hacerla sentir incómoda, así que cambié de tema:

—Le eché un vistazo a Dartmouth. Es un lugar bonito. Nuestro guía no llevaba zapatos.

Se relajó un poco, aliviada.

—Sí —dijo—, son un montón de hippies. Hippies realmente inteligentes.

Recuperó la compostura, en paz nuevamente. Pensé en mi hogar y en cómo a mí tampoco me gustaba pensar en él. Lo entendía, así que no pregunté más. Ya estaba temiendo las vacaciones escolares, buscando pretextos para quedarme en Maine.

Ruby se volvió hacia Gemma, con la cabeza inclinada a un lado.

—Supongo que las compañeras de habitación son algo así como la familia. No puedes elegirlas, y siempre están ahí —dijo—. Y las quieres a pesar de sus defectos.

Nos quedamos en silencio un momento.

—¿Eres hija única? —pregunté.

Rio.

—¿Cómo lo has sabido? ¿Por mi visión idealizada de los hermanos?

Le dediqué una breve sonrisa.

—¿Tú tienes hermanos o hermanas? —preguntó.

—Sí, algo así —dije. No me habían hecho esa pregunta desde hacía mucho tiempo. Todos en casa sabían lo que había sucedido, así que no había necesidad de preguntar. Se convirtió en un tema a evitar: era demasiado incómodo hablar de eso—. Tenía un hermano mayor, pero murió.

—Oh —dijo Ruby, colocando una mano en mi brazo, con sus ojos brillantes, abiertos y sinceros—, lo siento.

—Está bien. Fue hace mucho tiempo.

—¿Tienes una relación cercana con tus padres? —preguntó.

Consideré mi respuesta.

—Más con papá —contesté.

—¿Con tu madre no?

—En realidad no. Ella se aisló después de que mi hermano muriera.

—Eso debe haber sido difícil —dijo Ruby en voz baja—. Mamá se marchó cuando yo era pequeña. Me crio papá.

La miré mientras remetía las sábanas alrededor de los brazos y las piernas de Gemma, asegurándose de que no pasara frío. Nos quedamos juntas un tiempo, mirando a Gemma inhalar y exhalar, y luego apagamos las luces y cerramos la puerta detrás de nosotras.


El tiempo se distorsionó mientras seguimos bebiendo. Observé cómo Ruby y John caminaban hacia las escaleras, al final del callado pasillo, con la mano de él presionada contra la parte baja de la espalda de ella. Reían y susurraban, pero estaban demasiado lejos para escuchar lo que decían. John había preguntado si Ruby quería salir a dar un paseo. Sus ojos se habían iluminado y ella había aceptado, dejando que su cuerpo se alineara a su lado.

Khaled se acercó. La fragancia de su colonia era apenas un poco menos intensa que al inicio de la noche. Ahora se había mezclado con humo de hierba y alcohol. Puso un brazo flojo alrededor de mis hombros y se colocó a mi lado para que ambos miráramos al pasillo. Por lo general, me habría encogido por su cercanía, pero lo supuse inofensivo. Inocente. Ingenuo. Y suelo tener razón sobre la gente.

—Bonita pareja —dijo—. ¿Crees que tendrán una cita romántica de verdad, o sólo sexo?

—Hum —rumié. No estaba segura de qué responder—. No lo sé.

El sexo era algo a lo que me tendría que enfrentar en algún momento. Sabía que era un “tema” en la universidad, algo que las personas hacían y sobre lo cual hablaban. Pero no estaba del todo lista para unirme al club de los sexualmente activos, todavía no. El pasillo estaba vacío, y crucé mis brazos, sintiendo una brisa helada que rozaba mi piel. Khaled suspiró felizmente, disfrutando de nuestro momento de tranquilidad.

—Entonces —dijo, volviéndose hacia mí—, ¿quieres que nos enrollemos?

Lo miré: sus ojos enrojecidos por fumar hierba, su sonrisa desaliñada y juguetona. Su aliento caliente, mezclado con ginebra. Contuve una carcajada.

—Paso, gracias.

Khaled sonrió.

—Sí, asumí que dirías eso. Pero valía la pena intentarlo.

—¿Amigos? —pregunté.

—Claro, claro —respondió—. ¿Quieres que te acompañe a casa para que estés más segura?

Negué con la cabeza. Podía cuidarme sola. Khaled me dio un beso ñoño en la mejilla y caminó por el pasillo; cuando comenzó a bajar las escaleras dejó escapar un sonoro eructo.

Me pregunté adónde irían Ruby y John, qué harían. ¿Sería una cita romántica? O sólo sexo, como había sugerido Khaled. Pensé en esa mirada que John me había dedicado esta mañana, ese guiño, esos ojos juguetones. Vi a mi hermano, una versión más joven de John, e imaginé qué aspecto habría tenido si se le hubiera concedido la oportunidad de madurar. Entonces me sentí enferma y corrí al baño. Vomité toda la cerveza que horas antes había bebido tan ansiosamente.

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