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CAPÍTULO DOS Día de los Graduados

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Para todos los demás de nuestra promoción, hoy, Día de los Graduados, es un día de tradición. Es un sábado en pleno invierno, y siento Hawthorne somnoliento y acogedor por la mañana. Todavía no entiendo por qué no puede ser en primavera, cuando habrá buen clima y habremos terminado con los exámenes finales. Mi conjetura es que a quien se le haya ocurrido el Día de los Graduados estaba aburrido en medio del invierno y quería una excusa para beber y celebrar un fin de semana.

Al mediodía nos alineamos fuera del comedor, donde nos reunimos para dar inicio al recorrido de las casas, lo que nos llevará a algunas de las viviendas fuera del campus, cada una decorada con su propio tema. El recorrido terminará con un salto en el lago congelado. Las otras promociones nos observan al margen, bebiendo algún alcohol fuerte en botellas de plástico.

Por la noche, asistiremos al Baile de la Última Oportunidad en el viejo gimnasio, llamado la Jaula. El baile es sólo para los estudiantes de último año, pero por lo general un puñado de excitados alumnos de primer año encuentra la manera de colarse. Todo este día, esta tradición, de alguna manera está autorizada e incluso organizada por la administración. Les hace parecer desenfadados ante los futuros estudiantes, y tienen que mantenernos entretenidos de alguna manera, ya que vivimos en medio de la nada.

No me importa la tradición. Me importa lo que ha estado pasando bajo el techo de la casa que comparto con mis cinco amigos. Las cosas han comenzado a desmoronarse. Deberíamos estar más unidos que nunca, sin brechas en nuestras filas. En cambio, hemos revelado grandes agujeros. Las cosas precisan volver a ser como antes, cuando estábamos siempre juntos, y era fácil. Hemos estado unidos durante tres años, no voy a dejar que todo se desmorone en los últimos meses. Necesito a este grupo, dependo de ellos. Y en este momento, lo único que importa es encontrar una solución a mi problema.

A primera hora de la mañana me senté en el suelo y apoyé mi espalda en la cama de Ruby mientras nos preparábamos para el Día de los Graduados, nuestro gran día. Su habitación está en un extremo de la casa y comparte una delgada pared con la mía. Gemma está en el otro extremo, con vistas al campus. Khaled, “el príncipe”, como solíamos referirnos a él, es el propietario de la casa. Gemma es quien hizo que formara parte de nuestro grupo de amigos desde el primer año. Le gusta pensar que vivimos en esta casa gracias a ella, y nos lo recuerda no tan sutilmente.

Khaled vive en la habitación más grande de la planta baja, y John y Max en dos habitaciones más pequeñas en el lado opuesto de la cocina. Los chicos rara vez suben, por respeto a nuestro “espacio de chicas”. A excepción de John. En los últimos tiempos, he escuchado su voz demasiado, apenas amortiguada por la pared. Todos los de nuestra promoción comentan siempre lo afortunados que somos: tener una casa reformada, vivir juntos. La llamamos el Palacio. Es nuestra, y sólo nuestra. La mayoría vive en las pequeñas residencias para estudiantes del último año, o alquila alguna casa vieja en las afueras del campus. Somos afortunados, soy consciente de ello, pero no me siento así.

Esta mañana, Gemma y Ruby pusieron más empeño en su vestimenta, que consistía en la licra más ajustada y colorida que pudieron encontrar. Yo me había puesto mis pantalones cortos para correr y la sudadera de Hawthorne, temiendo de antemano el frío contra mis piernas desnudas.

Observé a Gemma arreglar sus uñas con prisa, dejando manchas alrededor de sus cutículas descarnadas y escamosas. Su pelo estaba teñido de azul, por aquello del “espíritu de la universidad”, explicó. Ni Ruby ni yo pronunciamos palabra, pero mantuvimos contacto visual, mientras el mismo pensamiento pasaba por nuestras mentes: otro grito de atención.

El toque final de Ruby fue un tutú, un tutú negro y elegante que había sido parte de nuestro grupo desde el baile de los ochenta, en primer año. Ruby lo había sacado de un contenedor en una tienda de segunda mano, y desde entonces había encontrado la manera de incorporarlo en otras tradiciones de Hawthorne. Me estremecí, pensando en todas las sudorosas pistas de baile que había visto este tutú, y en las travesías nocturnas al Grill. Incluso en alguna ocasión había quedado cubierto por el vómito de Gemma. Ese tutú había seguido a Ruby de evento en evento a través de nuestro paso por Hawthorne, un tótem que representaba su naturaleza, alguna vez juguetona.

Si alguien nos hubiera observado a través de la helada ventana del segundo piso esta mañana, habría pensado en lo pintorescas que nos veíamos las tres. Las mejores de las amigas preparándose para el pináculo de su carrera universitaria: el Día de los Graduados. Y, en pocos meses, la graduación. Emocionadas por estar un paso más cerca de convertirnos en adultas. Enfocadas en exprimir las últimas gotas de amistad, saboreando cada precioso momento. Si alguien nos hubiera observado entonces estaría celoso de nosotras, de nuestra juventud y cercanía, de nuestra felicidad.

Estaría celoso de una mentira.


Gemma permanece en el borde de la fogata, con un cigarrillo en una mano y un chocolate caliente en la otra, y habla con algunos de sus amigos de teatro. Lleva sus pantalones de deporte de Hawthorne y sus abultadas botas de invierno; tiene una toalla envuelta alrededor del torso. Busco a Ruby, pero se ha ido con John y otros en busca de más chocolate caliente para mezclar con whisky. Ésta es mi oportunidad.

—¡Eh! —digo, deslizándome a un lado de Gemma. El calor del fuego muerde mi nariz y mis mejillas. Ella me mira y sonríe mientras arroja su cigarrillo a la fogata. Sabe que aborrezco el humo.

—¿Puedo hablar contigo? —pregunto, asegurándome de sonar preocupada, convirtiendo el momento en algo importante, personal.

—Claro —dice ella con voz tranquila, despreocupada.

—He querido mencionártelo desde hace un tiempo... —arrastro mis palabras, intento cambiar mi cuerpo a una postura insegura, preocupada, algo con lo que ella podría identificarse. Gemma parece confundida, con sus ojos negros entrecerrados.

—¿Va todo bien?

—Supongo —hago una pausa para acentuar el efecto, pateo un trozo de tierra congelada—. Estoy preocupada por Ruby.

Gemma adora el drama; es estudiante de teatro, después de todo. Una defensora de lo dramático, dentro y fuera del escenario.

—Ha estado actuando de una forma tan extraña —comienzo a decir, elijo mis palabras con cuidado—. No me gusta murmurar, pero ha estado un poco de mala leche últimamente, ¿sabes a qué me refiero?

Un destello de comprensión brilla en sus ojos. Sé que entiende de lo que estoy hablando. Ruby la regañó la semana pasada cuando nos dirigíamos a Butternut para esquiar. Terminamos conduciendo veinte minutos en dirección equivocada cuando el GPS no tenía señal. Gemma estuvo diciéndonos que nos habíamos pasado una indicación, pero Ruby se negaba a regresar. Yo guardé silencio, plenamente consciente del error. Gemma tenía razón. Cuando el navegador comenzó a navegar de nuevo y nos ordenó dar la vuelta, Gemma se ofreció para ayudar a Ruby a conducir. La voz de Ruby se volvió desagradable y fría: “Dios, lo siento. Si conoces tan bien el camino, puedes llevarnos directo a casa.” Pero no parecía arrepentida. Después de eso, encendimos la radio y finalmente encontramos el camino a la montaña.

Ahora me concentro en Gemma, esperando poder remarcar los puntos correctos.

—Tengo la sensación de que John va a romper con ella. Ella ha actuado tan distante y coqueta recientemente. Con otros chicos. Y él se está dando cuenta. Me siento mal por él. Los ojos de Gemma se ensanchan casi imperceptiblemente.

—El caso es que —digo—, si se separan, ella se sentirá fatal hasta la graduación, todos los que integramos nuestro grupo tomaremos partido, y será muy incómodo. Me refiero a nosotros seis. Vivimos juntos, estamos demasiado cerca los unos de los otros.

—Sí, sí —dice Gemma. Mira sus manos y comienza a examinar sus uñas mordidas, con la toalla envuelta con firmeza en sus puños.

El viento cambia, las cenizas se arremolinan a nuestro alrededor y se estrellan en nuestras toallas.

—No lo sé —continúo—. No creo que él la engañe o algo así, pero si sucediera, tal vez sería hoy. Quiero decir, él no puede soportar algo así, ¿sabes? Puedo imaginarlo, totalmente borracho, haciendo algo estúpido. ¿Qué opinas? Tú y John todavía os lleváis muy bien, ¿no es cierto? Estaba pensando que tal vez podrías decirle algo, asegurarte de que esté bien, ver si necesita hablar con alguien. Y yo hablaré con Ruby sobre lo que sea que le suceda.

—¿Yo? —dice Gemma con voz inquieta. Pero puedo sentir la emoción. Está ahí, debajo de su preocupación por Ruby—. ¿Crees que soy la persona indicada para hablar con él?

—Sí, quiero decir, él siempre dice que eres su mejor amiga —digo yo. Una pequeña mentira—. Pensé que era obvio.

Las mejillas de Gemma se ruborizan. Las comisuras de su boca se contraen. Se siente especial. Es especial, al menos para esta tarea.

—De acuerdo —dice—, hablaré con él. No hay problema, cariño. Yo me encargo.

Los otros se acercan por un costado de la fogata y se dirigen hacia nosotras. Miro a Ruby con cuidado. Hace todo lo posible por parecer feliz, pero la conozco bien. El tutú cuelga flácido de su mano, goteando agua del lago. Ella y Max llevan tazas humeantes de chocolate caliente, mientras que John y Khaled comparten un porro entre ellos, sin dejar de estar atentos a los profesores.

—Guarda el secreto —le susurro a Gemma.

Asiente con tranquilidad. Tan seria y sincera, agradecida de que haya compartido algo con ella. Sé que se siente más cerca de mí que nunca. Es gracioso que haya terminado siendo una pieza tan esencial. Después de todos estos años en los que nunca la necesité para nada. Siempre está tan dispuesta a complacer, desesperada por ser querida. Y sé la verdad sobre Liam, por eso estoy segura de que hará lo que sea necesario para acercarse a John. Sé que debería sentirme mal por ella. Y si las cosas fueran diferentes, así sería. Pero recuerdo por qué estoy haciendo esto, y ese pensamiento se evapora.

—Eh, chicos —dice Khaled con su amplia sonrisa, siempre presente. Sostiene una muñeca inflable; en su rostro congelado se ve esa expresión perenne y sorprendida—. Denise lo ha hecho muy bien.

—Creo que Denise necesita un descanso —dice Gemma—. Le has dado mucha caña hoy.

Ríen juntos. Organizamos una fiesta de Halloween en nuestra casa en tercer año, y alguien dejó allí la muñeca. Nadie sabía de dónde salió, pero Khaled decidió que teníamos que quedárnosla. La llamó Denise, y ha pasado sus días apoyada en la ventana de la sala, viéndonos ir y venir. La foto de perfil de Facebook de Khaled era él con su brazo alrededor de los hombros plásticos de Denise, ambos mirando a la cámara con la misma mirada estupefacta.

Gemma coge el porro de su mano, y comienzan a conversar. Ella me mira y sus ojos están llenos de comprensión: sabe que debe guardar este secreto para mí.

Siento que John roza mi brazo, llenando el hueco en nuestro círculo. Él me mira y mantenemos contacto visual. Nos hemos estado evitando durante semanas. Él necesita actuar en consecuencia hoy o mi plan no funcionará.

Mi teléfono vibra en la palma de mi mano. Le doy la vuelta y me quedo mirando la pantalla. Un nuevo mensaje de H. Despliego el texto

Necesitamos hablar. Deja de fingir que estás bien. Déjame ayudarte.

Apago la pantalla del teléfono y lo aprieto con fuerza contra mi pecho.

Tuve que mentirle a Gemma. El problema, esa cosa densa y pesada que llevo sobre mis hombros, es algo mucho peor. No se trata de la condición social de Ruby o de nuestro futuro como grupo. Es un problema mucho más serio, pero no se puede confiar en alguien como Gemma para algo así.

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