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Оглавление7. Dédalo. El invento
La noche sigue en el taller de Dédalo. Hace una hora que llueve. Los campos se inundan. Un aguacero de estas proporciones solo puede ser un vaticinio. ¿De qué? Al fondo se ve la cabeza de los animales sufriendo la lluvia o sumidos en la resignación, el belfo quieto, sin rumiar. Un árbol se dobla. Un toro brilla en la oscuridad, como una luna terrestre y mojada.
Sentado en un sillón de arcilla, mirando los bloques de mármol, Dédalo reflexiona. Las especies se acoplan entre sí, un toro no montará a una mujer si no se parece a una vaca. Dicen que la pubertad de las hembras debe empezar a los doce meses. Dédalo inventa una de madera, una vaca sólida que logre soportar el peso del toro y de sus embestidas, que sea suave en su interior vacío; una vaca donde pueda esconderse alguien, como si fuera una segunda piel. Dédalo toma sus instrumentos: un compás y una sierra que le recuerdan el exilio, una goma de pescado, la piedra de esmeril, su cincel de bronce. Las patas deben ser de la altura de las piernas de la reina. El orificio que buscará el toro debe encajar en la línea abrasadora que está quemando a Pasifae. Unas ruedas permitirán llevar la vaca desde el taller hasta los pastos. El cuero de una lechera, cuya carne acaba de inmolarse, reviste las ancas del invento.
ese man se las trae, dice la guardiana, y mucho descaro tiene, venir a juntar una reina con un toro, es que las de arriba son las peores, en el campo es moneda corriente, una ve a los muchachos detrás de los pollos, las vaquitas, las burras, lo que sea, una los ve y sabe lo que buscan, luego dicen de esta agua no beberé, y una sabe todo lo que tomaron, se les ve en la forma de perderse, en el brinco de los animales cuando esa gente se les arrima, pero le apuesto que la reina va a decir que no, le apuesto un hueso
—¿Pero quieres humillarme? —dice Pasifae.
—La idea no es mala. Un toro debe montar a una de su especie.
—¿Y quién soy yo?
—Un ciprés no te va a quitar la dignidad. No habrá testigos. Me encargaré de todo.
—¿Qué quieres a cambio?
—Nada.
—Dime qué quieres.
—Quiero hacerte conocer lo que no conoces. Lograr lo que nadie ha logrado.
Unas briznas ocultan el rostro excitado de Dédalo, sus ojos fijos siguiendo la curiosidad del toro, sus pisadas acercándose. La naturaleza es inocente y fácil de engañar. O tal vez ella nos engaña. El toro olfatea la cola inmóvil, húmeda en su interior. Lame la madera con su órgano pulposo, irrigado. Pasifae siente el primer escalofrío de la dicha. El toro penetra a la vez un cuerpo de su especie y una vulva humana. Por un instante las pezuñas del animal golpean el lomo hueco. Dédalo se complace del equilibrio y el engranaje de las poleas y los frenos que meditó hace una noche, bajo la lluvia, mientras él mismo se tomaba por una bestia con el fin de probar la estabilidad del armazón. Dédalo, satisfaciéndose, aguardando a la reina, sigue la maniobra del toro, sus patas delanteras que se erigen, sus ojos desorbitados, la sacudida de sus miembros, el caudal que chorrea por el orificio de la vaca. Dédalo escucha, tendido en el pasto, los gritos de placer que atraviesan la isla.
Una nube se deshace en el viento. Un ave deja su nido. En medio de los pastizales, una vaca de cipreses mira a un toro que se aleja.
usted se ganó un hueso, me dice la guardiana, pero la cosa no se va a repetir, no se van a volver a ver, yo la verdad no creo, después vienen los problemas, las intrigas que llaman, alguien debió pillarlos, juntarse en pleno día, ¡muchas bestias!, les falló el olfato, seguro que los cogieron y matan al toro, al menos lo castran, ya lo veo echando pica y pala, recogiendo fruta a rayo de sol, echando fertilizante por toda la isla, más solo que una monja, lo veo desyerbando y pegando los platos rotos, y es que lo oigo explicando la situación, quién le va a creer, y es que siempre los inocentes pierden
El arquitecto abre la puertecita que da sobre el lomo de la vaca. De su encierro de madera y delirio sale Pasifae, sudorosa, los pies ingrávidos. “Algo así debe ser el oficio de comadrona”, piensa Dédalo, viendo el cuerpo que deja el animal. ¿Cómo es el rostro de una mujer que ha vivido el amor?
Dédalo ve en el espinazo de la becerra las huellas de los cascos, una de las orejas se ha roto, la posadera izquierda se quebró y ha debido astillar a la amante. Sin embargo, el invento rueda aún y pueden regresar con él al palacio.
—Te dije que no miraras —dice Pasifae, quien ha visto la humedad untuosa en la manta del arquitecto.
—Miré sin mirar, porque la mecánica es una ciencia nueva, el invento podía ceder. Mi vaca no solo resistía al empuje del toro sino a la mirada de los dioses. En aquel árbol —señala un ciprés—, en esa colina, vi una apariencia que no era humana. Vi unos ojos encendidos, una ira que es propia de los inmortales. Tuve miedo de que lanzaran un rayo y le prendieran fuego a la becerra.
Pasifae no escucha. Su mano acaricia el vientre lleno de borbotones. La reina trata de caminar. Su rostro está apaciguado y a la vez cubierto de inquietud.