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Оглавление3. Dédalo. El recibimiento
Cuentan los viejos que sus esculturas, en la época de Atenas, podían salir corriendo si no se encadenaban, y que los hombres, imaginándolas de carne y hueso, las tocaban sin dejarse convencer por la frialdad del mármol. Tal era la fama del escultor en esa tierra de escultores. Cuentan que un muchacho nacido en una familia noble se enamoró de una estatua colocada en lo alto de una colina. En las noches iba a visitarla, hablaba con ella, le cantaba, le ofrecía el fervor de su concupiscencia. Los dioses, compasivos, al ver la obstinación del muchacho, al comprobar que la fiebre del cuerpo no lograba transmitirse a la piel de caliza, cortaron el soplo de sus pulmones, detuvieron el flujo de su sangre, volvieron sus ojos de piedra, conservaron erguida su ansiedad y lo unieron a la estatua que Dédalo había hecho con el fin de seducir a los mortales.
El exilio es más doloroso que recordar el crimen. Atenas, la ciudad de los templos, arenosa y colosal, derramada de mármol y de dicha, del saludo servicial de sus amigos, la más célebre de las ciudades sometida a su ingenio. La madre. La tierra firme. Y no este mar, el viento que lo enloquece, no este balanceo del navío, la bilis que derramó en el rincón donde se pudre el pescado. La cabeza le arde, y no para de infligirle un torbellino de recuerdos. Va perdiendo la conciencia con la embestida de las olas. Pide que lo amarren para no tirarse al mar.
Dédalo sabe que su hermana, en un barrio de Atenas, en una casa golpeada por la desdicha, lo quiere muerto.
Desde la fortificación más alta de Atenas, elevada sobre el barranco, Dédalo y su sobrino admiran la ciudad. Escuchan a los voceadores que ululan en todas las lenguas, juegan a distinguir a los lejanos transeúntes. Abajo ven un punto que atrae a la multitud.
—Míralo —dice Dédalo—, es el domador de serpientes.
Un hombrecito debajo de un turbante azul toca una flauta de caña.
—¿Ves que levitan?
—No es posible.
—Acércate al borde.
—No, me da miedo.
—Que te acerques. En Atenas no hay un hombre que haya subido hasta aquí. Eres un privilegiado.
El sobrino se acerca, los dedos de los pies, llenos de cardenales, arañan el barranco, asidos de terror.
—Y ahora cierra los ojos. ¡Que los cierres!
Los párpados del sobrino se cierran. Una mueca de fastidio contrae su rostro.
—Y escucha esa música. Escucha muy bien.
El sobrino obedece.
—Y ahora vuela, vuela si eres tan hábil como Dédalo.
Creta se ve en el horizonte. Avanza el pesquero entre los cascos de las naves, entre los restos de embarcaciones detenidas en los bancos de arena. Luego, el fabuloso reino de Minos. Altos cipreses, montañas pedregosas. En la playa, los marineros observan en silencio. Es inútil intentar pasar desapercibido. Un crimen es como llevar un tercer ojo. Un soldado lo recibe, lo monta en una carretilla tirada por un buey, lo acompaña hasta el palacio. Frescos, altares, losas pintadas, columnas de madera, en todas partes azules alterados por los aires salinos. Dédalo se pone de rodillas ante el sólido trono del rey. Su cabeza, agachada, oye con resignación el discurso de un secretario:
—El proscrito deberá ofrecer sus servicios y someterse a las nuevas leyes. Jamás abandonar la isla ni alejarse de la costa. Velar por el afecto de sus protectores. Inclinarse ante ellos. Jamás levantar la voz ni mirarlos a los ojos ni hablar sin su permiso. Jamás inducir a una revuelta o alzamiento de cualquier índole. Aceptar que su vida no será otra que las montañas y los olivos de Creta.
Vemos a Minos con la barba reluciente y cepillada, el pecho robusto, el cetro de oro en su mano firme; a Dédalo con su túnica vomitada, los ojos reventados, las manos vacías. Vemos un cuenco donde hierve la sangre de los últimos sacrificios. El rey quiere conocer la opinión del arquitecto acerca de su palacio. Al describir las columnas, los silos de granos y los colores vivos de los frescos, Dédalo manifiesta su admiración.
—Algún día quiero hacer un edificio semejante, un monumento que le dé a la isla y al reino de Minos su posteridad.
—Una obra invulnerable —dice el rey— a los trastornos de la naturaleza, inmune a la corta memoria humana. ¡Que le traigan un ánfora de sardinas a mi huésped!
—Un poco de agua bastará.
—¡Que degüellen y castren un toro! ¡Dédalo tiene hambre!
Para distraer el tedio del rey, Dédalo fabrica juguetes de madera, unas figurillas con hilos atados a los muslos, al dorso de cada mano, a la quijada y a los hombros; unas figurillas que simulan moverse y relatan historias; un mundo en miniatura que se parece al gran mundo y lo imita con gracia y pavor. Hay momentos en que lo imitado se asemeja a una cosa insensata, ruin, al vagar de unos personajes, los mismos siempre, que terminan en un rincón al final del simulacro. El rey se divierte o finge ser feliz, como fingen las figurillas el amor y la pena.