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5. Dédalo. El amor es más fuerte

Minos pasa las horas viendo la blancura del toro, la piel donde restalla lo divino, la presencia indiferente a las plagas y ajena a los insectos, un rayo de claridad convertido en músculos y carne. Dicen que el toro es un obsequio de Poseidón. Al guardián de los océanos se debe sacrificar el bovino. Es un ritual de obediencia. No entienden algunos por qué los dioses ofrecen algo que se debe sacrificar, pero es igual con la vida que se entrega en la batalla o la juventud que se ofrece a los muros de un templo. Cuentan que para confundir al dios ávido se inmolaron docenas y docenas de toros, y que el protegido sigue masticando la hierba de la isla aunque su sangre tiene que correr. Hay en esa persistencia una señal de su esplendor.

El rey admira con nostalgia la serenidad del toro, sin grietas ni menoscabo; le gusta verlo pastar entre los animales, doblar sus orejas y encaramarse con premura sobre las ancas de las reses. Minos recuerda que él mismo es hijo de un toro, él es hijo de un padre que se transformó en toro para seducir a una mujer y llevarla cabalgando por los mares hasta Creta. Una vez en la isla, recuperado su cuerpo de dios, violó el recodo que la mujer había deseado ofrecer al animal. Es por ese recuerdo, tal vez, que no se decide a sacrificar a la bestia e ignora soberbio el mandato de los dioses.

Un fruto estalla su pulpa contra el suelo. Minos observa los pastizales con la misma curiosidad de un niño frente a la jaula de un león. Su pasado se cifra en ese bovino meditabundo. Siente que la trama de su porvenir se oculta en esos cuernos que juegan entre las ramas y llevan años allí, cortando el paisaje.

Aparte de Minos, hay alguien más que se interesa en el toro, que pasa las mañanas y las noches viendo la nobleza del animal, su belfo lleno de espuma, su piel inmaculada, sus testículos que tiemblan como frutos al sol, su miembro rutilante y encendido, la paz de sus ojos mansos.

Lleva mucho tiempo consumida por la espera, imaginando las convulsiones del placer, llenando su mente de visiones que la acompañan como una segunda respiración. La apatía del toro la hace infeliz. No hay un solo hombre en la isla deplorable que no quisiera compartir su lecho. Incluso el recién llegado, el proscrito, le declaró su afán de unirse a ella. Pero el vientre le pide la cercanía del animal, no la de un bípedo que ríe y llora. Es la mujer de Minos, y un secreto le ha cuarteado el rostro de amargura. Si su belleza rivaliza con la de los dioses, ¿por qué no pueden sus miembros seducir a un cuadrúpedo? Es lo único que la ayuda a continuar, esa loca esperanza de unir su cuerpo al toro blanco.

La esposa de Minos se confía al arquitecto. Su amor la obliga a frotarse con una angustia que la quema. Le dice a Dédalo que tiene varios cuernos de doble asta venidos de las regiones más inhóspitas, grabados con relieves que hablan de combates y pasiones; le dice que está cansada de remediar con artefactos un hambre que no deja de crecer. El arquitecto escucha, inmóvil, hasta que un rictus de la cara lo hace volver en sí. Le promete a Pasifae regresar con un invento.

—Ya he probado las varas de los fenicios, el arte de los espartanos, las grasas de las sibilas de Tebas —dice la reina, abatida e irascible.

—Se trata de ofrecerte al toro y dejar de consolarte.

—Si no haces lo que prometes voy a arrancarte el cuello y echaré tus vísceras a los pájaros que tanto te gusta pintar.

Es cierto lo que dice Pasifae. Dédalo sigue soñando con el vuelo del sobrino. Es una caída sin fin en la que Dédalo también cae. Durante el sueño, un golpe lo despierta, un golpe interminable, como el del sobrino al romperse las vértebras y el cráneo. Hay tardes en las que el arquitecto mira absorto la caída de un fruto, su estallido contra el suelo de la isla; incluso ha dibujado la escena. Pero no son pájaros lo que dibuja, sino el charco de sangre dejado por las granadas.

Dédalo

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